La Revolución de Julio/XXII
XXII
17 de Julio.- Volvieron a Madrid los mensajeros con el reformado papelito, y apenas lo dieron a conocer, se sintió en esta villa como una trepidación del suelo, y lo mismo fue publicarlo que volverse loco todo el vecindario... Las dos palabras añadidas tuvieron el efecto explosivo que hacía falta, y que en vano se pidió a los otros términos del programa. Milicia Nacional es una bomba cargada de pólvora. Hablar de Moralidad, de Descentralización y Economías era cargar la bomba con miga de pan. Para mayor fascinación del público, el Manifiesto declara que la popular institución se planteará sobre sólidas bases. ¿Qué tal? Milicia ya es mucho; sólidas bases, ¡ah!, ya son miel sobre hojuelas...
¿Pero qué escucho? Ahí es nada. ¡Qué se sublevan o pronuncian Barcelona y Valladolid! Y en esta Corte de las Españas parece que todos se vuelven epilépticos. Salgo a dar una vuelta, y noto en las caras de los transeúntes un júbilo extraño; en los cuerpos, síntomas claros del mal de San Vito. La gente se agrupa sin darse cuenta de ello. En cuanto dos secretean, agréganse cuantos van pasando. Donde hay tres personas, antes que pasen cinco minutos hay treinta. En la Puerta del Sol se estacionan los grupos, mirando al Principal. Es la expectación, la ansiedad pública ante el rostro ceñudo del Destino. ¿Qué pasará, qué resoluciones expresan o anuncian los ojos inmóviles y la torva seriedad de la esfinge? De tanto mirar al Principal, llegamos a ver en las ventanas y rejas facciones que algo dicen... que algo callan.
Sigo mi paseo; entro en la librería de Monier, encuentro amigos que me llevan a divagar por la Carrera de San Jerónimo y calle del Príncipe, de grupo en grupo. El tránsito es difícil... ¿Qué pasa? Ahí es nada lo del ojo... que ha caído Sartorius. Estatua de barro, se ha deshecho en pedazos mil al estrellarse contra el suelo. Refiere el batacazo un exaltado progresista, que acumula sobre la cabeza del Conde los epítetos más infamantes. No puedo contenerme: salgo a la defensa del favorito que ha dejado de serlo. Mi defensa es tomada a chacota, y da margen a mayor impiedad y a burlas más crueles. El que con más dulzura le trata llámale Monipodio. Entre unos y otros, verbalmente, le escarnecen y le escupen. Luego le arrastran por las calles, y no encuentran muladar bastante inmundo en que arrojarle.
En otro grupo contaban que a Sartorius se le ha despedido como a un criado. Llegó a Palacio y no le dejaron pasar a las habitaciones reales. Esto no me parece verosímil. Sea como fuere, ello es que no hay Gobierno, que la infame pandilla polaca tiene ya su merecido. No falta un furibundo sectario que, al oír lo que se cuenta de la desgracia del Conde, exclama en dramático tono: «Esto no es cuestión de política, sino de vergüenza. Ya podemos sacar a nuestras mujeres a la calle. ¡Viva España decente!»
Hablando con gente diversa, pude advertir el radiante júbilo de los corazones ante este hecho negativo: No hay Gobierno. El no haber Gobierno viene a ser como un descanso, como la sedación de un largo suplicio doloroso; parece como la vuelta a la normalidad de la existencia, o el renacer a la edad de oro cantada por los poetas. En la Puerta del Sol, los grupos estacionados frente al Principal esperan ver salir de él algo extraordinario y magnífico: un genio pródigo que salude al pueblo arrojándole puñados de centenes, o panecillos, o credenciales. Veo miles de caras de cesantes que con ninguna clase de rostros pueden confundirse. Sus trajes de buen corte y muy ajados ya, sus sombreros sin lustre, proclaman la penuria de innumerables familias decentes. Al fin ha sonreído la esperanza para muchos que desde el 48 viven condenados al estudio de las matemáticas, a calcular las probabilidades de cambio de situación, y en tanto mantienen a la familia con el olor de las ollas ministeriales.
Camino de mi casa, me encontré a Sebo en la calle del Arenal. Díjome con sigilo que se armaría el tumulto grande a la salida de los Toros. «No olvide Vuecencia que hoy es lunes. La plaza está llena de gente; allí están todos los aficionados a la tauromaquia y a la politicomaquia... Otra cosa, señor: sepa que formará Ministerio el general Córdova... Dejando aparte la amistad de Vuecencia con don Fernando, yo diré que éste no es hombre para el remedio de la tremenda enfermedad de España... Caerá, caerá también, y si hoy decimos «¡pobre Sartorius!», mañana diremos «¡pobre Córdova!...». Parece que anda en tratos con algunos señores del Progreso para ver de ponerles el collar de ministro; pero ellos no quieren ponerse más collar que el de su dogma. ¿Me entiende, señor? Dicen que su dogma o nada... Pues yo, con permiso de Vuecencia, digo que no me conviene ser colocado hasta que vengan los que han de ser estables, O'Donnell y Dulce, un Gobierno tranquilo. Es ése mi dogma, señor. Entiendo yo que esta palabra significa la cosa más necesaria del mundo, verbigracia, comer con tranquilidad.
Sigue Julio.- El 17 por la noche, cenando, supimos que la salida de los toros había sido tumultuosa. El himno de Riego resonó en las puertas de la plaza, y creciendo, creciendo en intensidad, al llegar el coro a la Puerta del Sol era como si todo Madrid cantase. Supimos también que Córdova ha catequizado a Ríos Rosas para que le acompañe en el Ministerio. Ante la insurrección popular, que me parece ha de ser de cuidado, ¿quién podrá vaticinar si estos nuevos gobernantes lograrán la reconciliación del Pueblo y el Trono? Mal avenidos los deja el polaquismo. De sobremesa, llegan algunos amigos que sostienen la tertulia normal de casa, los perdurables reaccionarios señor Sureda y don Roa, y otros, que en noche de acontecimientos vienen a traer y a recibir impresiones: mi hermano Agustín, polaco; don Nicolás Hurtado, bravo-murillista; San Román, narvaísta; Bruno Carrasco, progresista, y Aransis, indefinido, con cierta inclinación a los partidos bullangueros. No se entablaron las disputas agrias que amenizan nuestra tertulia las más de las noches. Fue aquélla, noche de expectación, de conjeturas, de profecías, de apuestas. Vaticinó mi suegro la disolución social, y Carrasco apostó a que antes de ocho días tendremos a Espartero en Madrid. La repentina emergencia de sucesos históricos graves no podía menos de traer igual aglomeración congestiva de acontecimientos privados. Llegó Sebo a decirme que había visto a Gracián en la calle de Rodas, con La Panadera de Vallecas y un tal Ramos, que es el gran reclutador de populacho para motines; presentose después Valeria, lloriqueando, con el cuento de que su maridito, el angelical Navascués, no había parecido por el domicilio conyugal en cuatro días con sus noches, y por fin se coló en casa el hojalatero, trayendo la novedad interesantísima de que Mita y Ley están en Madrid. Sentí en mi cabeza el torbellino de la brusca entrada de tantos huéspedes mentales en la cavidad del cerebro. Aunque algunos me interesaban poco, la súbita irrupción de tantas ideas me hizo estremecer. Se introducían todas a un tiempo, montando unas sobre otras.
No era posible que yo me privase de salir a la calle, para contemplar una página histórica, que sin duda habría de ser más bella que la de Vicálvaro. Los temores de mi mujer se acallaron viéndome acompañado de Aransis y Bruno, de otros amigos de la casa, y de Sebo y Rodrigo. Formábamos una caravana bastante fuerte para despreciar el peligro. Además, dimos formal palabra de no intentar ver de cerca ninguna barricada, caso que las hubiere, y de ponernos a discreta distancia de las aglomeraciones de gente... Con ver un poquito bastaría: quizás, y sin quizás, ciertas páginas históricas, como las obras de pintura, pierden bastante miradas desde un punto de vista cercano... Mi primer pensamiento, bajando la escalera, fue para preguntar al violinista la residencia de su hermano y de Mita. «Ayer, señor, se aposentaban en el mesón de la calle Angosta de San Bernardo, donde paran las tartanas de Loeches y Mejorada; pero fui a verles hoy, y me dijeron que se han ido a otra parte, no saben a donde. Yo lo averiguaré esta noche, pues de seguro lo sabe mi cuñado Halconero, que también está en Madrid con su familia».
Nada respondí al buen Ansúrez. Sentía yo que el Destino se mostraba propicio a mis deseos: no era menester que mi voluntad solicitara sus favores... Entre tanto, embargaba mi atención el espectáculo de público regocijo que ofrecía Madrid, con luces en todas sus ventanas y balcones, y hasta en los últimos agujeros de los más altos desvanes. Ningún vecino había dejado de sacar al exterior el farol o candil, las elegantes bujías o el velón lujoso, que era como sacar al rostro las esperanzas y los gozos del alma. En ninguna festividad oficial, ni en coronación de Rey, ni en parto de Reina o bautizo de Príncipe, vi más espontánea y sincera manifestación del júbilo de un pueblo. Iban por la calle en grupos bulliciosos los vecinos, hombres y mujeres, niños y ancianos, y con ingenuo fervor gritaban: «¡Viva la Libertad, muera Cristina, abajo los ladrones!», poniendo en sus acentos, más que la idea política, un sentimiento familiar con ecos de exaltación religiosa. Dábanse unos a otros parabienes expresivos, y personas que no se conocían se abrazaban; otros que jamás se vieron se preguntaban recíprocamente por la familia y se deseaban mil bienandanzas. Nunca vi cosa igual.
Para poder llegar a la Puerta del Sol, tuvimos que dar un largo rodeo desde mi casa, subiendo a la plazuela de Santo Domingo y bajando por Preciados. Esta calle no estaba tan obstruida por el gentío como la del Arenal, donde las multitudes se obstinaban en que repicara San Ginés, una de las pocas iglesias que a celebrar se resistían con el volteo de sus campanas la felicidad popular. Al fin repicó San Ginés, repicaron las Descalzas Reales, y no hubo campana ni esquila que no uniera su voz al cántico de tantas alegrías. Hacia el Postigo de San Martín vimos a un hombre gordo que, plantado en medio de la calle, convidaba a los transeúntes a tomar café o copas en el café de la Estrella. El lo pagaría todo. Más abajo, un tabernero invitaba bizarramente al público a entrar en el establecimiento, y hacer todo el consumo de vino que requerían las venturosas circunstancias. Penetrando a fuerza de empujones y codazos en la Puerta del Sol, vimos que las turbas se arremolinaban. En el inmenso oleaje se marcó una corriente que marchaba hacia la calle de la Montera. Sobre las cabezas movibles se destacaba un hombre a caballo; el hombre enarbolaba un trapo a guisa de bandera; otras banderas de colorines le seguían, y al compás de la marcha cantaban las voces el Himno de Riego, y pedían que vivieran los buenos y que murieran los malos. Pronto pudimos enterarnos de que aquel enorme destacamento de la masa plebeya se encaminaba al Saladero, con el noble fin de poner en libertad a los presos políticos que en aquella inmunda cárcel penaban por sus ideas o sus escritos.
Lo mas curioso, o si se quiere lo más instructivo, de aquella noche memorable, fue que todos los policías y corchetes desaparecieron, como si se los tragara la tierra. No se veía en las calles ninguna autoridad. Dentro de la Casa de Correos había, sin duda, alguna representación de ella, que no se manifestaba al exterior más que por la claridad de las habitaciones bajas, y por las figuras quietas que al través de las rejas se vislumbraban. El pueblo miraba sin cesar a las rejas, y después de mucho mirar, se entablaron diálogos familiares entre los de fuera y los de dentro. Ved la muestra:
«Abrid la puerta. Entraremos y nos daréis armas.
-No puede ser. No somos enemigos de la Libertad. Ya veis que no os hacemos fuego.
-Abrid, y seamos hermanos.
-Ni vosotros entraréis, ni nosotros saldremos. Todo seguirá como ahora está.
-¿Hasta cuándo? Nosotros estaremos aquí hasta que nos den armas.
-No necesitáis armas. Nosotros no haremos fuego contra el pueblo... Abriremos un instante las puertas para recoger a nuestros centinelas... Pero habéis de prometernos y jurarnos que, al ver abrir la puerta, no empujaréis para colaros.
-Lo prometemos. Abrid, y que entren vuestros centinelas».
Se hizo como aquí lo digo. Abrieron los de dentro; entraron los dos centinelas, el que hacía la guardia en la esquina de la calle de Carretas, y el de la puerta principal. El pueblo, que aún permanecía en los rosados nimbos de su entusiasmo inicial, todavía generoso, cumplió su palabra, y no aprovechó la fugaz abertura para empujar y colarse adentro. Después se acentuaron en la inquieta masa las ganas de proveerse de armas, cuya posesión conceptuaba como un derecho, y se entabló nuevo diálogo más vivo y apremiante que el anterior. Nada podía resultar de estos dimes y diretes al través de una puerta: el pueblo no podía pasar más tiempo sin armas, y las armas estaban dentro de la Casa de Correos. Para cogerlas era menester franquear la entrada del edificio, y esto se haría batiéndola con ariete a estilo romano: el ariete fue una viga que los más decididos sacaron del derribo de la Casa de Beneficencia. Puesto el madero en hombros de una docena de bigardos en fila, lo movían horizontalmente a compás, descargando furibundos golpes en la puerta. Esta respondía con hondo gemido; pero no se abría. A los golpes agregaron el fuego, prendido con maderas de la casilla del retén de policía que al anochecer destruyó el pueblo en los Caños de Peral. Combinados el incendio y los porrazos, cedió al fin la dura puerta de Gobernación y entró el paisanaje, encontrando a la Guardia Civil y soldados en correcta formación descansando sobre las armas. Sin violencia alguna pasaron los fusiles y espadas de las manos militares a las plebeyas. Trámite más sencillo de revolución no se ha visto nunca.
Según me contó el gran Sebo, que anduvo en este lance, los paisanos invadieron las habitaciones altas de Gobernación, respetando los objetos de valor, escribanías de plata, fajos de papeles, y legajos atados con balduque, cuidándose tan sólo de encender cuantas bujías y velones en las dependencias había para arrimar luces a las ventanas. Se buscaba el efecto decorativo de iluminar la Casa de Correos, único edificio que hasta entonces había permanecido a obscuras. La muchedumbre que llenaba la Puerta del Sol, recibía con aplausos y gritos de júbilo las sucesivas apariciones de luminarias en los altos huecos... Pueril era esta forma de venganza popular. No era menos inocente el gustazo que se dieron todos de sentarse en la poltrona que había ocupado San Luis. A bofetadas se disputaban los paisanos el honor de sentarse en ella, forma de vindicación que a muchos les pareció bastante. ¿Qué más quería el pueblo que convertir la silla del tirano en mueble nacional para uso de todos los españoles?
Era media noche. El pueblo armado, libre, dueño de Madrid, evolucionaba lentamente desde el período de las alegrías ingenuas hacia el de las vindicaciones terribles. En días, en horas, pasa este soberano de niño a hombre, y sus derechos, que empiezan siendo juguetes, se convierten en armas.