Ir al contenido

La Virgen del sombrerito y el chapín del niño

De Wikisource, la biblioteca libre.


La Virgen del sombrerito y el chapín del Niño

[editar]
I


Los dominicos enseñan una estampa en que se ve a la Virgen María llevando, en vez de corona de oro, un sombrerito de piel, de esos que hoy llamamos de panza de burro; y he aquí la explicación que dan sobre la originalidad del adorno.

En inminente peligro de quiebra hallábase un honrado comerciante si, llegada cierta fecha, no echaba ancla en el Callao un navío que con mercaderías valiosas le venía consignado desde Cádiz. Cumpliose el plazo con exceso, ni noticias había del buque, y en un mismo día acudieron al comerciante tres de sus acreedores cobrándole una suma morrocotuda. El buen hombre ocurrió en tribulación tamaña a la Virgen, pidiéndola en préstamo su corona de oro y pedrería fina, prometiéndola que para la celebración de su fiesta anual se la devolvería mejorada. Accedió la Virgen a la petición de su devoto, y éste la dejó en prenda su sombrero, con el cual cubrió la cabeza de la imagen.

Lo verdaderamente milagroso es que la Virgen pasó algunos meses ensombrerada, sin que para los fieles fuese visible el sombrero.

Pero llegó la víspera de la fiesta, y el español, que con el oro y las piedras finas de la corona había oportunamente salido de cuitas, no daba acuerdo de su persona, y eso que acababa de tener la buena suerte de que el tan esperado navío llegase al puerto, pues su retardo lo motivaron vientos contrarios y otros accidentes de mar. El comerciante había redondeado su fortuna con el buen despacho del cargamento.

La Virgen no quiso aguantar trampas, y para hacer efectiva su acreencia y por vía de recorderis al pagador remiso, se mostró en el altar sin corona y con sombrero.

Imagínense ustedes el tole tole que se armaría en la cristiana y religiosa ciudad.

Al día siguiente, que era el de la fiesta, presentose el comerciante, al provincial de los dominicos llevando para la Virgen una corona superior en precio y trabajo artístico a la antigua, y que con otras joyas había sido traída de Europa por un platero genovés. Para el pueblo y para la comunidad todo pasó como obsequio de un devoto.

En cuanto al sombrero, entiendo que volvió a su primitivo dueño en calidad de agasajo o reliquia dada por los frailes.


II


Hace dos siglos que una pobre mujer se encontraba ante el alcalde del crimen en graves apuros, pues su señoría, después de tomarla declaración, dijo a los alguaciles que la llevasen a la cárcel de corte ínterin la reclamaba, como no podía dejar de suceder, la Santa Inquisición.

La infeliz, amenazada de habérselas con el terrible Tribunal de la Fe, que acaso la mandaría achicharrar en la hoguera, tenía por cabeza de proceso la acusación, ¡ahí es nada!, de robo sacrílego.

Habíase encontrado en poder de ella un chapincito de oro, esmaltado de piedras preciosas, perteneciente al Niño que en los brazos lleva la Virgen del Rosario. Ya ven ustedes que la cosa no podía ser más grave.

La mujer declaraba que habiéndose arrodillado ante el altar y pedido a la Santísima Virgen que aliviase su miseria (pues era viuda con un celemín de hijos y sin fuerzas para trabajar en la costura, que no le cundía por estar medio tísica), compadecido el Niño extendió el piececito y dejó caer el chapín.

El juez la llamó embustera y algo más; pero la mujer sostuvo con energía que no podía ser castigada sin que previamente declarasen la Virgen y el Niño.

La Justicia no desoyó tan legítima exigencia. Tenía por lo menos que llenar la fórmula. Sin embargo, la acusada fue por esa noche a dormir en chirona.

Al siguiente día, a las once de la mañana, los alguaciles la condujeron a Santo Domingo, en cuyo templo la estaban esperando el juez, el escribano y dos o tres padres graves del convento.

Empezó el alcalde por interrogar a la Virgen si era verdad lo que aquella mujer declaraba. La Virgen se mantuvo seria como si la cosa no fuera con ella.

-¡Ya lo ves, mentirosa! -dijo el juez dirigiéndose a la encausada.

-Pregunte usía al Niño, señor juez, pregúntele usía. Tal vez me hizo el obsequio sin pedir permiso a su Santa Madre, y por eso no habrá contestado ella.

El juez, sin disimular una sonrisa de incredulidad, formuló la pregunta, y no había aún terminado de hacerla, cuando el bellísimo Niño movió el pie y dejó caer el otro chapincito.

Ante tan maravilloso testimonio quedó la mujer absuelta de culpa y pena, y los dominicos engreídos con el milagrito realizado en su iglesia, la señalaron pensión de seis reales diarios. Cuento, no comento, y

«Aleluya, aleluya, padre Gilito,
que ya comen las monjas del pan bendito;
y aleluya, aleluya, padre vicario,
que ya suben las monjas al campanario».