La araucana tercera parteLa araucana tercera parteAlonso de ErcillaXXXIII
XXXIII
Prosigue don Alonso la navegación de Dido hasta que llegó a
Biserta; cuenta cómo fundó a Cartago y la causa por qué se mató.
También se contiene en este canto la prisión de Caupolicán
Muchos entran con ímpetu y corrida
por la carrera de virtud fragosa,
y dan en la del vicio más seguida,
de donde es el volver difícil cosa.
El paso es llano y fácil la salida
de la vida reglada a la anchurosa
y más agrio el camino y ejercicio
del vicio a la virtud, que della al vicio.
Así Pigmaleón había tenido
señales de virtud en su crianza,
y con grandes principios prometido
de justo y liberal buena esperanza,
pero de la codicia pervertido,
hizo en breve sazón tan gran mudanza,
que no sólo de bienes fue avariento,
pero inhumano, pérfido y sangriento.
Lo cual nos dice bien la alevosía
de la secreta muerte del cuñado
que alegre y contentísimo vivía
en la ley de hermandad asegurado;
mayormente que entonces parecía
el Rey a la virtud aficionado,
que no hay maldad más falsa y engañosa
que la que trae la muestra virtuosa.
Ésta no le salió como pensaba
sino al contrario en todo y diferente,
pues no sólo no vio lo que esperaba
pero perdió las naves y la gente.
La reina viento en popa navegaba,
como dije, la vuelta del poniente,
tocando con sus naves y galeras
en algunas comarcas y riberas.
Torció el curso a la diestra bordeando
de las vadosas Sirtes recelosa,
y a vista de Licudia, atravesando,
corrió la costa de África arenosa;
y siempre tierra a tierra navegando,
pasó por entre el Ciervo y Lampadosa,
llegando en salvo a Túnez con la armada,
por el fatal decreto allí guiada.
Donde viendo el capaz y fértil suelo
de frutíferas plantas adornado
y el aire claro y el sereno cielo
clemente al perecer y muy templado,
perdido del hermano ya el recelo
por verle tan distante y apartado,
quiso fundar un pueblo de cimiento,
haciendo en él su habitación y asiento;
para lo cual trató luego de hecho
con los vecinos que en el sitio había
le vendiesen de tierra tanto trecho
cuanto un cuero de buey circundaría.
Los moradores, viendo que provecho
de su contratación se les seguía,
con la Reina en el precio convenidos,
hicieron sus asientos y partidos.
Hecha la paga, el sitio señalado,
mandó Dido buscar con diligencia
un grande y grueso buey que, desollado,
hizo estirar el cuero en su presencia;
y en tiras sutilísimas cortado,
tanto trecho tomó, que a la prudencia
de la Reina sagaz y aviso estraño,
le quisieron poner nombre de engaño.
Pero recompensó la demasía
dejándolos contentos y pagados,
descubriendo a los suyos que traía
los ocultos tesoros escapados;
que usado del ardid y astucia había
de los cofres de arena al mar lanzados
porque, cuando el hermano lo supiese,
faltando la ocasión, no la siguiese.
Corregidas las faltas y defectos
al orden de vivir perjudiciales,
fueron por la prudente Reina electos
cónsules, magistrados y oficiales;
y traídos maestros arquitectos,
juntos los necesarios materiales,
dio principio la Reina valerosa
a la labor de la ciudad famosa.
Fue la ciudad por orden fabricada,
mostrándose los hados más propicios,
en breve ennoblecida y ilustrada
de sumptuosos y altos edificios;
y la nueva república ordenada,
leyes instituyó, criando oficios
con que el pueblo en razón se mantuviese
y en paz y orden política viviese.
Y por el gran valor y entendimiento
con que el pueblo obediente gobernaba,
iba siempre el concurso en crecimiento
y los términos cortos dilataba;
así que el trato y agradable asiento
los ánimos y gustos provocaba,
viniendo a avecindarse muchas gentes,
de tierras y lugares diferentes;
y como en esos tiempos aún no había
la invención del papel después hallada,
que en pieles de animales se escribía,
y era cualquiera piel carta llamada,
del cual nombre aún usamos hoy en día,
así aquella ciudad edificada
en el lugar por una piel medido,
de carta la llamó Cartago Dido.
Hízose en poco tiempo tan famosa
y de tanta grandeza y eminencia,
que era cosa de ver maravillosa
el trato de las gentes y frecuencia,
mostrando aquella Reina valerosa
en gobernar el pueblo tal prudencia,
que muchos otros príncipes y reyes
de su nueva ciudad tomaron leyes.
Y aunque era tal su ser, tal su cordura,
que por diosa vinieron a tenella,
ninguna de su tiempo en hermosura
pudo ponerse al paragón con ella.
Así que por milagro de natura
como cosa no vista iban a vella,
que no sé en las idólatras del suelo,
a quien mayores partes diese el cielo.
Grandes matronas hubo que animosas
por la fama a la muerte se entregaron,
otras que por hazañas milagrosas
las opresas repúblicas libraron;
pero todas perfetas tantas cosas
como en Dido, en ninguna se juntaron:
fue rica, fue hermosa, fue castísima,
sabia, sagaz, constante y prudentísima.
Llegó luego la voz desto al oído
del franco Yarbas, rey musilitano,
mozo brioso y de valor, temido
en todo el ancho término africano;
el cual con juvenil furia movido
de un impaciente y nuevo amor lozano,
a la Reina despacha embajadores,
de su consejo y reino los mayores,
pidiéndole que en pago del tormento
que por ella pasaba cada hora,
quisiese con felice casamiento
de su persona y reino ser señora;
donde no, que con justo sentimiento
(como de tan gran rey despreciadora)
sobre ella con ejército vendría
y su gente y ciudad asolaría.
Hecha, pues, la embajada en el Senado,
que no quiso la reina estar presente,
les fue a los senadores intimado
el ruego y la amenaza juntamente.
Causóles turbación, considerado
el casto voto y vida continente
que la constante Reina profesaba
que al intento de Yarbas repugnaba.
Luego que los ancianos entendieron
la demanda de Yarbas arrogante,
llevar por artificio pretendieron
el negocio difícil adelante;
así que ante la Reina parecieron
con triste rostro y tímido semblante,
bajos los ojos, la color turbada,
mostrando desplacer con la embajada,
diciéndole: «Sabrás que habiendo oído
Yarbas tu buen gobierno y regimiento
por la parlera fama encarecido
y desta tu ciudad el crecimiento,
de una loable pretensión movido,
pide, que, sin algún detenimiento,
veinte de tu consejo más instrutos
vayan a reformar sus estatutos.
Y siendo de sufrir áspera cosa,
impropia a nuestra edad y profesiones,
dejar la patria cara y paz sabrosa
por ir a incultas tierras y naciones
a corregir de gente sediciosa
las costumbres y viejas condiciones,
todos sus consejeros los rehúsan,
y con causas legítimas se escusan.
Viendo que el caro y último sosiego
sin esperanza de volver perdemos,
y no condecendiendo al impio ruego
en gran peligro la ciudad ponemos,
pues con grueso poder y armada luego
al indignado joven Rey tendremos,
para asolar a hierro y fiera llama
tu pueblo insigne y celebrada fama.
«Esto es, en suma, lo que Yarbas pide
con ruegos de amenaza acompañados,
pero nuestra cansada edad lo impide,
y las leyes nos hacen jubilados;
pues no es razón, si por razón se mide,
que de largos trabajos quebrantados
dejemos nuestras casas y manida
en el último tercio de la vida.
«Si a los peligros en la edad primera
por adquirir honor nos arrojamos,
es bien que en la cansada postrimera
gocemos del descanso que ganamos,
y a nuestra abandonada cabecera,
al tiempo incierto de morir, tengamos
quien nos cierre los ojos con ternura
y dé a nuestras cenizas sepultura.
«Y pues tiene de ser en tu presencia
esta perjudicial demanda puesta,
conviene que con maña y advertencia
te prevengas de medios y respuesta,
atajando tu seso y providencia
el mal que el mauritano Rey protesta,
de modo que la paz y amor conserves
y de nuevos trabajos nos reserves».
Estuvo atenta allí la reina Elisa
a la compuesta habla artificiosa,
y con alegre rostro y grave risa,
aunque sentía en el ánimo otra cosa,
a todos los trató y miró de guisa
tan agradable, blanda y amorosa,
que si en verdad la relación pasara,
de sus casas y quicios los sacara,
diciendo: «Amigos caros, que a los hados
jamás os vi tan rendidos vez alguna
y en los grandes peligros esforzados
hicistes siempre rostro a la fortuna:
¿cómo de tantas prendas olvidados
en tan justa ocasión, por sólo una
breve incomodidad de una jornada
queréis ver vuestra patria arruinada?
Es a todos común, a todos llano,
que debe (como miembro y parte unida)
poner por su ciudad el ciudadano
no sólo su descanso, mas la vida,
y por razón y por derecho humano
de justa deuda natural debida,
a posponer el hombre está obligado
por el sosiego público el privado.
«¡Al alto y grande Iúpiter pluguiera
que bastara ofrecer la vida mía,
que presto el judicioso mundo viera
cuán voluntariamente la ofrecía!
Y pues habéis pasado la carrera
por tan estrecha y trabajosa vía,
no es bien que al rematar tan largo trecho
borréis y deshagáis cuanto habéis hecho».
Visto los senadores cómo Dido
(por el camino de razón llevada)
en el armado lazo había caído,
en sus mismas palabras enredada,
cambiando en rostro alegre el afligido,
las manos altas y la voz alzada,
le dicen: «Todos juntos como estamos
tus urgentes razones aprobamos.
Justamente, Señora, sentenciaste,
sacándonos de duda y grande aprieto,
que no hay razón tan eficaz que baste
contra la autoridad de tu decreto;
y porque tiempo en esto no se gaste,
es bien que te aclaremos el secreto
pues por ningún respeto ni avenencia
puedes contravenir a tu sentencia.
«Sabrás, Reina, que Yarbas no te envía
por tus ancianos viejos impedidos,
que en todo buen gobierno y policía
tiene su reino y pueblos corregidos.
Sólo quiere tu gracia y compañía,
ofreciéndote en dote mil partidos,
con útiles y honrosas condiciones
y un infinito número de dones.
Advierte que, si a caso no acetares
el santo conyugal ayuntamiento,
y con errado acuerdo despreciares
su larga voluntad y ofrecimiento,
harás que el hierro y llamas militares
asuelen a Cartago de cimiento,
así que en tu eleción y a tu escogida
queda la guerra o paz comprometida.
Que si el buen ciudadano alegremente
debe ofrecerse por la patria amiga,
con más razón y fuerza más urgente
como cabeza a ti la ley te obliga,
y no puedes con causa suficiente
dejar de redemir nuestra fatiga,
dándonos con el tiempo prosperado
la sucesión y fruto deseado.
Cuando a seguir estés determinada
el casto infrutuoso presupuesto,
mira a tus pies esta ciudad prostrada
y al inocente cuello el lazo puesto,
que por ti renunció la patria amada,
debajo de promesa y de protesto
que al descanso y quietud que pretendías
el sosiego común antepondrías».
Sintió la Reina tanto al improviso
la gran demanda y condición propuesta,
que por más que encubrir la pena quiso,
della el rostro señal dio manifiesta.
Mas con su discreción y grande aviso,
suspendiendo algún tanto la respuesta,
soltó la voz serena y sosegada
que la gran turbación tenía trabada,
diciéndoles: «Amigos, yo quisiera
para que todo escándalo se evite,
que responderos luego yo pudiera
antes que Yarbas más nos necesite.
Pero el negocio y caso es de manera
que mi estado y grandeza no permite
que me resuelva a responder tan presto
aunque os parezca a todos que es honesto.
Que es mostrar liviandad y demás deso,
falto a la obligación y fe que debo
si del intento casto y voto espreso
a la primera persuasión me muevo,
borrando el inviolable sello impreso
de mi primero amor con otro nuevo;
así que combatida de contrarios,
son el tiempo y consejo necesarios.
Tres meses pido, amigos, solamente
para acordar lo que se debe en esto,
y dar satisfación de mí a la gente
en no determinarme así tan presto;
que el libertado vulgo maldiciente
aun quiere calumniar lo que es honesto;
y como instituidores de las leyes,
tienen más ojos sobre sí los reyes.
Yarbas no se dará por enemigo
en cuanto el fin de los tres meses llega,
y pasado este término me obligo
de responderle grata a lo que ruega.
Tomar, pues, menos plazo del que digo
mi honestidad y estimación lo niega
y no conviene a Dido dar disculpa,
que es indicio de error y arguye culpa».
Cerróse aquí la Reina, y fue forzado
hacer con los de Yarbas nuevo asiento,
que aguardasen el tiempo señalado
para determinar el casamiento;
los cuales, por el ruego del Senado
y el gracioso hospedaje y tratamiento,
quedaron en Cartago aquellos días
con grandes regocijos y alegrías.
Y aunque el Senado en la demanda instaba
por el provecho y general sosiego,
la Reina la respuesta dilataba
dando gratos oídos a su ruego;
y entre tanto en secreto aparejaba
lo que tenía pensado desde luego,
que era acabar la vida miserable,
primero que mudar la fe inmudable.
Llegado aquel funesto último día,
el pueblo en la ancha plaza congregado,
ricamente la Reina se vestía,
subiendo en un esento y alto estrado,
al pie del cual una hoguera había
para la inmola y sacrificio usado,
de donde a los atentos circunstantes
les dijo las palabras semejantes:
Tres meses pido, amigos, solamente
para acordar lo que se debe en esto,
y dar satisfación de mí a la gente
en no determinarme así tan presto;
que el libertado vulgo maldiciente
aun quiere calumniar lo que es honesto;
y como instituidores de las leyes,
tienen más ojos sobre sí los reyes.
Yarbas no se dará por enemigo
en cuanto el fin de los tres meses llega,
y pasado este término me obligo
de responderle grata a lo que ruega.
Tomar, pues, menos plazo del que digo
mi honestidad y estimación lo niega
y no conviene a Dido dar disculpa,
que es indicio de error y arguye culpa».
Cerróse aquí la Reina, y fue forzado
hacer con los de Yarbas nuevo asiento,
que aguardasen el tiempo señalado
para determinar el casamiento;
los cuales, por el ruego del Senado
y el gracioso hospedaje y tratamiento,
quedaron en Cartago aquellos días
con grandes regocijos y alegrías.
Y aunque el Senado en la demanda instaba
por el provecho y general sosiego,
la Reina la respuesta dilataba
dando gratos oídos a su ruego;
y entre tanto en secreto aparejaba
lo que tenía pensado desde luego,
que era acabar la vida miserable,
primero que mudar la fe inmudable.
Llegado aquel funesto último día,
el pueblo en la ancha plaza congregado,
ricamente la Reina se vestía,
subiendo en un esento y alto estrado,
al pie del cual una hoguera había
para la inmola y sacrificio usado,
de donde a los atentos circunstantes
les dijo las palabras semejantes:
No lamentéis mi muerte anticipada
pues el cielo la aprueba y soleniza,
que una breve fatiga y muerte honrada,
asegura la vida y la eterniza.
Que si el cuchillo de la Parca airada
al que quiere vivir le atemoriza,
no os debe de pesar si Dido muere,
pues vive el que se mata cuanto quiere.
A Dios, a Dios, amigos, que ya os veo
libres y a mi marido satisfecho...»
Y no les dijo más con el deseo
que tenía de acabar el fiero hecho.
Así, llamando el nombre de Sicheo,
se abrió con un puñal el casto pecho,
dejándose caer de golpe luego
sobre las llamas del ardiente fuego.
Fue su muerte sentida en tanto grado
que gran tiempo en Cartago la lloraron,
y en memoria del caso señalado,
un sumptuoso templo le fundaron,
donde con sacrificio y culto usado
mientras las cosas prósperas duraron
de aquella su ciudad ennoblecida,
por diosa de la patria fue tenida.
Y aborreciendo el nombre de señores
muerta la memorable reina Dido,
por cien sabios ancianos senadores
de allí adelante el pueblo fue regido;
y creciendo el concurso y moradores
vino a ser poderoso y tan temido
que un tiempo a Roma en su mayor grandeza
le puso en gran trabajo y estrecheza.
Éste es el cierto y verdadero cuento
de la famosa Dido disfamada,
que Virgilio Marón sin miramiento,
falsó su historia y castidad preciada
por dar a sus ficiones ornamento;
pues vemos que esta reina importunada,
pudiéndose casar y no quemarse,
antes quemarse quiso que casarse.
Iban todos atentos escuchando
el estraño suceso peregrino,
cuando al fuerte llegamos, acabando
la historia juntamente y el camino.
Y en él aquella noche reposando,
venida la mañana nos convino
procurar de tener con diligencia
del buscado enemigo inteligencia.
Mas un indio que a caso inadvertido,
fue de una escolta nuestra prisionero,
hombre en las muestras de ánimo atrevido,
suelto de manos y de pies ligero
con promesas y dádivas vencido,
dijo: «Yo me resuelvo y me profiero
de daros llanamente hoy en la mano
al grande General Caupolicano.
En un áspero bosque y espesura,
nueve millas de Ongolmo desviado,
está en un sitio fuerte por natura
de ciénagas y fosos rodeado,
donde por ser la tierra tan segura
anda de solos diez acompañado,
hasta que vuestra próspera creciente
aplaque el gran furor de su corriente.
Por una estrecha y desusada vía,
sin que pueda haber dello sentimiento,
seré en la noche escura yo la guía,
llevando vuestra gente en salvamento;
y antes que se descubra el claro día
daréis en el oculto alojamiento,
donde cumplir del todo yo me obligo,
pena de la cabeza, lo que digo».
Fue la razón del mozo bien oída,
viéndole en su promesa tan constante
y así luego una escuadra prevenida
de gente experta y número bastante
para toda sospecha apercebida,
llevando al indio amigo por delante,
salió a la prima noche en gran secreto,
con paso largo y caminar quieto.
Por una senda angosta e intricada,
subiendo grandes cuestas y bajando,
del solícito bárbaro guiada,
iba a paso tirado caminando;
mas la escura tiniebla adelgazada
por la vecina aurora, reparando
junto a un arroyo y pedregosa fuente,
volvió el indio diciendo a nuestra gente:
Yo no paso adelante, ni es posible
seguir este camino comenzado,
que el hecho es grande y el temor terrible
que me detiene el paso acobardado,
imaginando aquel aspecto horrible
del gran Caupolicán contra mí airado,
cuando venga a saber que solo he sido
el soldado traidor que le ha vendido.
Por este arroyo arriba, que es la guía
aunque sin rastro alguno ni vereda,
daréis presto en el sitio y ranchería
que está en medio de un bosque y arboleda;
y antes que aclare el ya vecino día,
os dad priesa a llegar, porque no pueda
la centinela descubrir del cerro
vuestra venida oculta y mi gran yerro.
Yo me vuelvo de aquí pues he cumplido
dejándoos, como os dejo, en este puesto,
adonde salvamente os he traído
poniéndome a peligro manifiesto;
y pues al punto justo habéis venido,
os conviene dar priesa y llegar presto,
que es irrecuperable y peligrosa
la pérdida del tiempo en toda cosa.
Y si sienten rumor desta venida,
el sitio es ocupado y peñascoso,
fácil y sin peligro la huida
por un derrumbadero montuoso:
mirad que os daña ya la detenida,
seguid hoy vuestro hado venturoso,
que menos de una milla de camino
tenéis al enemigo ya vecino».
No por caricia, oferta ni promesa
quiso el indio mover el pie adelante,
ni amenaza de muerte o vida o presa
a sacarle del tema fue bastante;
y viendo el tiempo corto y que la priesa
les era a la sazón tan importante,
dejándole amarrado a un grueso pino,
la relación siguieron y camino.
Al cabo de una milla y a la entrada
de un arcabuco lóbrego y sombrío,
sobre una espesa y áspera quebrada
dieron en un pajizo y gran bohío;
la plaza en derredor fortificada
con un despeñadero sobre un río,
y cerca dél, cubiertas de espadañas,
chozas, casillas, ranchos y cabañas.
La centinela en esto, descubriendo
de la punta de un cerro nuestra gente,
dio la voz y señal, apercibiendo
al descuidado general valiente;
pero los nuestros en tropel corriendo
le cercaron la casa de repente,
saltando el fiero bárbaro a la puerta,
que ya a aquella sazón estaba abierta.
Mas viendo el paso en torno embarazado
y el presente peligro de la vida,
con un martillo fuerte y acerado
quiso abrir a su modo la salida;
y alzándole a dos manos, empinado,
por dalle mayor fuerza a la caída,
topó una viga arriba atravesada
do la punta encarnó y quedó trabada;
pero un soldado a tiempo atravesando
por delante, acercándose a la puerta,
le dio un golpe en el brazo, penetrando
los músculos y carne descubierta;
en esto el paso el indio retirando,
visto el remedio y la defensa incierta,
amonestó a los suyos que se diesen,
y en ninguna manera resistiesen.
Salió fuera sin armas, requiriendo
que entrasen en la estancia asegurados,
que eran pobres soldados, que huyendo
andaban de la guerra amedrentados;
y así con priesa y turbación, temiendo
ser de los forajidos salteados,
a la ocupada puerta había salido,
de las usadas armas prevenido.
Entraron de tropel, donde hallaron
ocho o nueve soldados de importancia
que, rendidas las armas, se entregaron
con muestras aparentes de inorancia.
Todos atrás las manos los ataron
repartiendo el despojo y la ganancia,
guardando al capitán disimulado
con dobladas prisiones y cuidado,
que aseguraba con sereno gesto
ser un bajo soldado de linaje,
pero en su talle y cuerpo bien dispuesto,
daba muestra de ser gran personaje.
Gastóse algún espacio y tiempo en esto,
tomando de los otros más lenguaje,
que todos contestaban que era un hombre
de estimación común y poco nombre.
Ya entre los nuestros a gran furia andaba
el permitido robo y grita usada,
que rancho, casa y choza no quedaba
que no fuese deshecha y saqueada,
cuando de un toldo, que vecino estaba
sobre la punta de la gran quebrada,
se arroja una mujer, huyendo apriesa
por lo más agrio de la breña espesa.
Pero alcanzóla un negro a poco trecho
que tras ella se echó por la ladera,
que era intricado el paso y muy estrecho,
y ella no bien usada en la carrera.
Llevaba un mal envuelto niño al pecho
de edad de quince meses, el cual era
prenda del preso padre desdichado,
con grande estremo dél y della amado.
Trújola el negro suelta, no entendiendo
que era presa y mujer tan importante;
en esto ya la gente iba saliendo
al tino del arroyo resonante,
cuando la triste palla descubriendo
al marido que preso iba adelante,
de sus insignias y armas despojado,
en el montón de la canalla atado,
no reventó con llanto la gran pena
ni de flaca mujer dio allí la muestra,
antes de furia y viva rabia llena,
con el hijo delante se le muestra
diciendo: «La robusta mano ajena
que así ligó tu afeminada diestra
más clemencia y piedad contigo usara
si ese cobarde pecho atravesara.
¿Eres tú aquel varón que en pocos días
hinchó la redondez de sus hazañas,
que con sólo la voz temblar hacías
las remotas naciones más estrañas?
¿Eres tú el capitán que prometías
de conquistar en breve las Españas,
y someter el ártico hemisferio
al yugo y ley del araucano imperio?
¡ Ay, de mí! ¡Cómo andaba yo engañada
con mi altiveza y pensamiento ufano,
viendo que en todo el mundo era llamada
Fresia, mujer del gran Caupolicano!
Y agora miserable y desdichada
todo en un punto me ha salido vano,
viéndote prisionera en un desierto,
pudiendo haber honradamente muerto.
¿Qué son de aquellas pruebas peligrosas,
que así costaron tanta sangre y vidas,
las empresas difíciles dudosas
por ti con tanto esfuerzo acometidas?
¿Qué es de aquellas vitorias gloriosas
de esos atados brazos adquiridas?
¿Todo al fin ha parado y se ha resuelto
en ir con esa gente infame envuelto?
Dime: ¿faltóte esfuerzo, faltó espada
para triunfar de la mudable diosa?
¿No sabes que una breve muerte honrada
hace inmortal la vida y gloriosa?
Miraras a esta prenda desdichada,
pues que de ti no queda ya otra cosa,
que yo, apenas la nueva me viniera,
cuando muriendo alegre te siguiera.
Toma, toma tu hijo, que era el ñudo
con que el lícito amor me había ligado;
que el sensible dolor y golpe agudo
estos fértiles pechos han secado.
Cría, críale tú que ese membrudo
cuerpo en sexo de hembra se ha trocado;
que yo no quiero título de madre
del hijo infame del infame padre».
Diciendo esto, colérica y rabiosa,
el tierno niño le arrojó delante,
y con ira frenética y furiosa
se fue por otra parte en el instante.
En fin, por abreviar, ninguna cosa
(de ruegos, ni amenazas) fue bastante
a que la madre ya cruel volviese
y el inocente hijo recibiese.
Diéronle nueva madre y comenzaron
a dar la vuelta y a seguir la vía,
por la cual a gran priesa caminaron
recobrando al pasar la fida guía
que atada al tronco por temor dejaron;
y en larga escuadra al declinar del día
entraron en la plaza embanderada
con gran aplauso y alardosa entrada.
Hízose con los indios diligencia
por que con más certeza se supiese
si era Caupolicán, que su aparencia
daba claros indicios que lo fuese;
pero ni ausente dél ni en su presencia
hubo entre tantos uno que dijese
que era más que un incógnito soldado
de baja estofa y sueldo moderado.
Aunque algunos, después más animados,
cuando en particular los apretaban,
de su cercana muerte asegurados,
el sospechado engaño declaraban.
Pero luego delante dél llevados,
con medroso temblor se retrataban,
negando la verdad ya comprobada,
por ellos en ausencia confesada.
Mas viéndose apretado y peligroso
y que encubrirse al cabo no podía,
dejando aquel remedio infrutuoso,
quiso tentar el último que había;
y así, llamando al capitán Reynoso,
que luego vino a ver lo que quería,
le dijo con sereno y buen semblante
lo que dirán mis versos adelante.