Ir al contenido

La barraca/II

De Wikisource, la biblioteca libre.

II

Cuando, en época de cosecha, contemplaba el tío Barret los cuadros de distinto cultivo en que estaban divididas sus tierras, no podía contener un sentimiento de orgullo, y mirando los altos trigos, las coles con su cogollo de rizada blonda, los melones asomando el verde lomo a flor de tierra o los pimientos o tomates medio ocultos por el follaje, alababa la bondad de sus campos y los esfuerzos de todos sus antecesores al trabajarlos mejor que los demás de la huerta.

Toda la sangre de sus abuelos estaba allí. Cinco o seis generaciones de Barrets habían pasado su vida labrando la misma tierra, volviéndola al revés, medicinando sus entrañas con ardoroso estiércol, cuidando de que no decreciera su jugo vital, acariciando y peinando con el azadón y la reja todos aquellos terrones, de los cuales no había uno que no estuviera regado con el sudor y la sangre de la familia.

Mucho quería el labrador a su mujer, y hasta le perdonaba la tontería de haberle dado cuatro hijas y ningún hijo que le ayudase en sus tareas; no amaba menos a las cuatro muchachas, unos ángeles de Dios, que se pasaban el día cantando, cosiendo a la puerta de la barraca, y algunas veces se metían en los campos para descansar un poco a su pobre padre; pero la pasión suprema del tío Barret, el amor de sus amores, eran aquellas tierras, sobre las cuales había pasado monótona y silenciosa la historia de su familia. Hacía muchos años, muchos -en los tiempos que el tío Tomba, un anciano casi ciego que guardaba el pobre rebaño de un carnicero de Alboraya, iba por el mundo, en la partida del Fraile, disparando trabucazos contra franceses-, y estas tierras fueron de los religiosos de San Miguel de los Reyes, unos buenos señores, gordos, lustrosos, dicharacheros, que no mostraban gran prisa en el cobro de los arrendamientos, dándose por satisfechos con que por la tarde, al pasar por la barraca, los recibiera la abuela, que era entonces una real moza, obsequiándolos con hondas jícaras de chocolate y las primicias de los frutales. Antes, mucho antes, había sido el propietario de todo aquello un gran señor, que al morir depositó sus pecados y sus fincas en el seno de la comunidad; y ahora, ¡ay!, pertenecían a don Salvador, un vejete de Valencia, que era el tormento del tío Barret, pues hasta en sueños se le aparecía.

El pobre labrador ocultaba sus penas a su propia familia. Era un hombre animoso, de costumbres puras. Los domingos, si iba un rato a la taberna de Copa, donde se reunía toda la gente del contorno, era para mirar a los jugadores de truco, para reír como un bendito oyendo los despropósitos y brutalidades de Pimentó y otros mocetones que actuaban de gallitos de la huerta; pero nunca se acercaba al mostrador a pagar un vaso. Llevaba siempre el bolsillo de su faja bien apretado sobre el estómago, y si bebía era cuando alguno de los gananciosos convidaba a todos los presentes.

Enemigo de comunicar sus penas, se le veía siempre sonriente, bonachón, tranquilo, llevando encasquetado hasta las orejas el gorro azul que justificaba su apodo.

Trabajaba de noche a noche; cuando toda la huerta dormía aún, ya estaba él, a la indecisa claridad del amanecer, arañando sus tierras, cada vez más convencido de que no podría con ellas. Era demasiado trabajo para un hombre solo. ¡Si al menos tuviera un hijo!... Buscando ayuda, tomaba criados, que le robaban trabajando poco, y, finalmente, los despedía al sorprenderlos durmiendo dentro del establo en las horas de sol.

Influido por el respeto a sus antepasados, quería reventar de fatiga sobre sus terrones antes que consentir que una parte de ellos fuese cedida en arrendamiento a manos extrañas. Y no pudiendo con todo el trabajo, dejaba improductiva y en barbecho la mitad de su tierra feraz, pretendiendo con el cultivo de la otra mantener a la familia y pagar al amo.

Fué este empeño una lucha sorda, desesperada, tenaz, contra las necesidades de la vida y contra su propia debilidad.

No tenía más que un deseo: que las chicas ignorasen sus preocupaciones; que nadie se diese cuenta en la casa de los apuros y tristezas del padre; que no se turbase la santa alegría de aquella vivienda, animada a todas horas por las risas y las canciones de las cuatro hermanas, cuya edad sólo se diferenciaba en un año. Y mientras ellas, que ya comenzaban a llamar la atención de los mozos de la huerta, asistían con pañuelos de seda nuevos, vistosos, y planchadas y ruidosas faldas a las fiestas de los pueblecillos, o despertaban al amanecer para ir descalzas y en camisa a mirar por las rendijas del ventanillo quiénes eran los que cantaban les alboaes (Las alboradas) o las obsequiaban con rasgueo de guitarra, el pobre tío Barret, empeñado cada vez más en nivelar su presupuesto, sacaba, onza tras onza, todo el puñado de oro amasado ochavo sobre ochavo que le había dejado su padre, acallando así a don Salvador, viejo avaro que nunca tenía bastante, y no contento con exprimirle, hablaba de lo mal que estaban los tiempos, del escandaloso aumento de las contribuciones y de la necesidad de subir el precio del arrendamiento.

No podía haber encontrado Barret peor amo. Gozaba en toda la huerta una fama detestable, pues rara era la partida de ella donde no tuviese tierras. Todas las tardes, envuelto en una vieja capa, que llevaba hasta en primavera, con aspecto sórdido de mendigo y gestos hostiles que dejaba a su espalda, iba por las sendas visitando a los colonos. Era la tenacidad del avaro que desea estar en contacto a todas horas con sus propiedades, la pegajosidad del usurero que siempre tiene cuentas pendientes que arreglar.

Los perros ladraban al verle de lejos, como si se aproximase la muerte, los niños le miraban enfurruñados; los hombres se escondían para evitar penosas excusas, y las mujeres salían a la puerta de la barraca con la vista en el suelo y la mentira a punto para rogar a don Salvador que tuviese paciencia, contestando con lágrimas a sus bufidos y amenazas.

Pimentó, que en su calidad de valentón se interesaba por las desdichas de sus convecinos y era el caballero andante de la huerta, prometía entre dientes algo así como pegarle una paliza y refrescarlo después en una acequia; pero las mismas víctimas del avaro lo disuadían, hablando de la importancia de don Salvador, hombre que se pasaba las mañanas en los juzgados y tenía amigos de muchas campanillas. Con gente así siempre pierde el pobre.

De todos sus colonos, el mejor era Barret; aunque a costa de grandes esfuerzos, nada le debía. y el viejo, que lo citaba como modelo a los otros arrendatarios, cuando estaba frente a él extremaba su crueldad, se mostraba más exigente, excitado por la mansedumbre del labrador, contento de encontrar un hombre en el que podía saciar sin miedo sus instintos de opresión y de rapiña.

Aumentó, por fin, el precio del arrendamiento de las tierras. Barret protestó, y hasta lloró, recordando los méritos de su familia, que había perdido la piel en aquellos campos para hacer de ellos los mejores de la huerta. Pero don Salvador se mostró inflexible. ¿Eran los mejores?... Pues debía pagar más. Y Barret pagó el aumento. La sangre daría él antes que abandonar estas tierras que, poco a poco, absorbían su vida.

Ya no tenía dinero para salir de apuros; sólo contaba con lo que produjesen los campos. Y completamente solo, ocultando a la familia su situación, teniendo que sonreír cuando estaba entre su mujer y sus hijas, las cuales le recomendaban que no se esforzase tanto, el pobre Barret se entreizó a la más disparatada locura del trabajo.

Olvidó el sueño. Parecíale que sus hortalizas crecían con menos rapidez que las de los vecinos; quiso él solo cultivar todas las tierras; trabajaba de noche a tientas; el menor nubarrón de granizo le ponía fuera de sí, trémulo de miedo; y él, tan bondadoso, tan honrado, hasta se aprovechaba de los descuidos de los labradores colindantes para robarles una parte de riego.

Si su familia estaba ciega, en las barracas vecinas bien adivinaban la situación de Barret, compadeciendo su mansedumbre. Era un buenazo, no sabía plantarle cara al repugnante avaro, y éste lo iba chupando lentamente, hasta devorarlo por entero.

Y así fué. El pobre labrador, agobiado por una existencia de fiebre y demencia laboriosa, quedábase en los huesos, encorvado como un octogenario, con los ojos hundidos. Aquel gorro característico que justificaba su mote ya no se detenía en sus orejas; aprovechando la creciente delgadez, bajaba hasta los hombros como un fúnebre apagaluz de su existencia.

Lo peor para él era que este exceso de cansancio insostenible sólo le permitía pagar a medias al insaciable ogro. Las consecuencias de su locura por el trabajo no se hicieron esperar. El rocín del tío Barret, un animal sufrido que le seguía en todos sus desesperados esfuerzos, cansado de trabajar de día y de noche, de ir tirando del carro al mercado de Valencia con carga de hortalizas y a continuación, sin tiempo para respirar ni desudarse, verse enganchado al arado, tomó partido de morir, antes que permitirse el menor intento de rebelión contra su pobre amo.

¡Entonces sí que se consideró perdido irremisiblemente el pobre labrador! Con desesperación miró sus campos, que ya no podía cultivar; las hileras de frescas hortalizas, que la gente de la ciudad consumía con indiferencia sin sospechar las angustias que su producción hace sufrir a un pobre en continua batalla con la tierra y la miseria.

Pero la Providencia, que nunca abandona al pobre, le habló por boca de don Salvador. Por algo dicen que Dios saca muchas veces el bien del mal.

El insufrible tacaño, el voraz usurero, al conocer su desgracia, le ofreció ayuda con una bondad paternal y conmovedora. ¿Qué necesitaba para comprar otra bestia? ¿Cincuenta duros? Pues allí estaba él para ayudarle, demostrando con esto cuán injustos eran los que le odiaban y hablaban mal de su persona.

Y prestó dinero a Barret con el insignificante detalle de exigirle una firma -los negocios son negocios- al pie de cierto papel en el que se hablaba de interés, de acumulación de réditos, de responsabilidad de la deuda, mencionando para esto último los muebles, las herramientas, todo cuanto poseía el labrador en su barraca, incluso los animales de corral.

Barret, animado por la posesión de un nuevo rocín joven y brioso, volvió con más ahinco a su trabajo, a matarse sobre aquellos terruños, que parecían crecer según disminuían sus fuerzas, envolviéndolo como un sudario rojo.

La mayor parte de lo que cosechaba en sus campos se lo comía la familia, y los puñados de cobre que sacaba de la venta del resto en el mercado de Valencia desparramábase, sin llegar a formar nunca el montón necesario para acallar a don Salvador.

Estas angustias del tío Barret por satisfacer su deuda sin poder conseguirlo acabaron por despertar en él cierto instinto de rebelión, haciendo surgir de su rudo pensamiento vagas y confusas ideas de justicia. ¿Por qué no eran suyos los campos? Todos sus abuelos habían dejado la vida entre aquellos terrones; estaban regados con el sudor de la familia; si no fuese por ellos, por los Barrets, estarían las tierras tan despobladas como la orilla del mar... Y ahora venía a apretarle la argolla, a hacer morir con sus recordatorios aquel viejo sin entrañas que era el amo, aunque no sabía coger un azadón ni en su vida había doblegado el espinazo, impelido por el trabajo... ¡Cristo! ¡Y cómo arreglan las cosas los hombres!...

Pero estas rebeliones eran momentáneas; volvían a él la sumisión resignada del labriego y el respeto tradicional y supersticioso para la propiedad. Había que trabajar y ser honrado.

Y el pobre hombre, que consideraba el no pagar como la mayor de las deshonras, volvía a sus faenas cada vez más débil, más extenuado, sintiendo en su interior el lento desplome de su energía, convencido de que no podía prolongar esta lucha, pero indignado ante la posibilidad tan sólo de abandonar un palmo de las tierras de sus ascendientes.

Del semestre de Navidad no pudo entregar a don Salvador más que una pequeña parte. Llegó San Juan, y ni un céntimo. La mujer estaba enferma; para pagar los gastos había vendido el oro del casamiento, las venerables arracadas y el collar de perlas, que eran el tesoro de la familia, y cuya futura posesión provocaba discusiones entre las cuatro muchachas.

El viejo avaro se mostró inflexible No Barret, aquello no podía continuár. Como él era bueno (por mas que la gente no lo creyese), no podía consentir que el labrador siguiese matándose en este empeño de cultivar unas tierras más grandes que sus fuerzas. No lo consentiría; era asunto de buen corazón. Y como le habían hecho proposiciones de nuevo arrendamiento, avisaba a Barret para que dejase los campos cuanto antes. Lo sentía mucho; pero él también era pobre... ¡Ah! Y por eso mismo le recordaba que habría de hacer efectivo el préstamo para la compra del rocín, cantidad que, con los réditos, ascendía a...

El pobre labrador ni se fijó en los miles de reales a que subía su deuda con los dichosos réditos: tan turbado y confuso le dejó la orden de abandonar sus tierras.

La debilidad, el desgaste interior producido por la abrumadora lucha de varios años se manifestó repentinamente.

Él, que no había llorado nunca, gimoteó como un niño. Toda su altivez, su gravedad moruna, desaparecieron de golpe, y arrodillóse ante el vejete pidiendo que no le abandonase, pues veía en él a su padre.

Pero buen padre se había echado el pobre Barret. Don Salvador se mostró inflexible. Lo sentía mucho, pero no podía hacer otra cosa. El también era pobre: debía procurar por el pan de sus hijos... Y continuó embozando su crueldad con frases de hipócrita sentimiento.

El labrador se cansó de pedir gracia. Fué varias veces a Valencia a la casa del amo para hablarle de sus antepasados, de los derechos morales que tenía sobre aquellas tierras, a pedirle un poco de paciencia, afirmando con loca esperanza que él pagaría, y, al fin, el avaro acabó por no abrirle su puerta.

La desesperación regeneró a Barret. Volvió a ser el hijo de la huerta, altivo, enérgico e intratable cuando cree que le asiste la razón. ¿No quería oírlo el amo? ¿Se negaba a darle una esperanza?... Pues bien; él en su casa esperaba; si el otro quería algo que fuese a buscarlo. ¡A ver quién era el guapo que le hacía salir de su barraca!

Y siguió trabajando, aunque con recelo, mirando ansiosamente siempre que pasaba algún desconocido por los caminos inmediatos, como quien aguarda de un momento a otro ser atacado por una gavilla de bandidos.

Le citaron al Juzgado y no compareció. Ya sabía él lo que era aquello; enredos de los hombres para perder a las gentes de bien. Si querían robarle, que lo buscasen allí, sobre los campos, que eran pedazos de su piel, y como a tales los defendería.

Un día le avisaron que por la tarde iría el Juzgado a proceder contra él, a expulsarlo de las tierras, embargando, además, para pago de sus deudas, todo cuanto tenía en la barraca. Aquella noche ya no dormiría en ella.

Tan inaudito resultaba esto para el pobre tío Barret, que sonrió con incredulidad. Eso podría ser para los tramposos, para los que no han pagado nunca; pero él, que siempre había cumplido, que nació allí mismo, que sólo debía un año de arrendamiento..., ¡quia! ¡Ni que viviera uno entre salvajes, sin caridad ni religión!

Pero en la tarde, cuando vio venir por el camino a unos señores vestidos de negro, fúnebres pajarracos con alas de papel arrolladas bajo el brazo, ya no dudó. Aquél era el enemigo. Iban a robarle.

Y sintiendo en su interior la ciega bravura del mercader moro que sufre toda clase de ofensas, pero enloquece de furor cuando le tocan su propiedad, Barret entró corriendo en su barraca, agarró la vieja escopeta que tenía siempre cargada detrás de la puerta, y, echándosela a la cara, plantóse bajo el emparrado, dispuesto a meterle dos balas al primero de aquellos bandidos de la ley que pusiera el pie en sus campos.

Salieron corriendo su mujer, enferma, y las cuatro hijas, gritando como locas, y se abrazaron a él, intentando arrancarle la escopeta, tirando del cañón con ambas manos. Y tales fueron los gritos de este grupo, que, luchando y forcejeando, iba de un pilar a otro del emparrado, que empezaron a salir gentes de las vecinas barracas, y llegaron corriendo en tropel, ansiosas, con la solidaridad fraternal de los que viven en despoblado.

Pimentó fué el que se hizo dueño de la escopeta y, prudentemente se la llevó a su casa. Barret iba detrás intentando perseguirlo, sujeto y contenido por los fuertes brazos de unos mocetones, desahogando su rabia contra aquel bruto que le impedía defender lo suyo.

-¡Pimentó!... ¡Lladre!... ¡Tornam la escopeta!... (¡Pimentó!... ¡Ladrón!... ¡Devuélveme la escopeta!...)

Pero el valentón sonreía bondadosamente, satisfecho de mostrarse prudente y paternal con ese viejo rabioso; y así fue conduciéndolo hasta su barraca, donde quedaron él y los amigos vigilándolo, dándole consejos para que no cometiese un disparate. ¡Mucho ojo, tío Barret! Aquella gente era la Justicia, y el pobre siempre pierde metiéndose con ella. Calma, y mala intención, que todo llegará.

Y al mismo tiempo los negros pajarracos escribían papeles y más papeles en la barraca de Barret, revolviendo, impasibles, los muebles y las ropas, inventariando hasta el corral y el establo, mientras la esposa y las hijas gemían desesperadamente, y la multitud, agolpada a la puerta, seguía con terror todos los detalles del embargo, intentando consolar a las pobres mujeres, prorrumpiendo, a la sordina, en maldiciones contra el judío don Salvador y aquellos tíos que se prestaban a obedecer a semejante perro.

Al anochecer, Barret, que estaba como anonadado, y tras la crisis furiosa parecía caído en un estado de sonambulismo, vio a sus pies unos cuantos líos de ropa y oyó el sonido metálico de un saco que contenía sus herramientas de labranza.

-¡Pare!... ¡Pare! -gimotearon unas voces trémulas.

Eran las hijas, que se arrojaban en sus brazos; tras ellas, la pobre mujer enferma, temblando de fiebre; y en el fondo, invadiendo la barraca de Pimentó y perdiéndose más allá de la puerta oscura, toda la gente del contorno, el aterrado coro de la tragedia.

Ya les habían hecho salir para siempre de su barraca. Los hombres negros la habían cerrado, llevándose las llaves. No les quedaba otra cosa que los fardos que estaban en el suelo, la ropa usada, las herramientas: lo único que les habían permitido sacar de su casa.

Y las palabras eran entrecortadas por los sollozos, y volvían a abrazarse el padre y las hijas, y Pepeta, la dueña de la barraca y otras mujeres lloraban y repetían las maldiciones contra el viejo avaro, hasta que Pimentó intervino oportunamente.

Tiempo quedaba para hablar de lo ocurrido; ahora, a cenar. ¡Qué demonio! No había que gemir tanto por culpa de un tío judío. Si el tal viera todo esto, ¡cómo se alegrarían sus malas entrañas!... La gente de la huerta era buena; a la familia del tío Barret la querían todos, y con ella partirían un rollo, si no había más.

La mujer y las hijas del arruinado labrador fuéronse con unas vecinas a pasar la noche en sus barracas. El tío Barret se quedó allí, bajo la vigilancia de Pimentó.

Permanecieron los dos hombres hasta las diez, sentados en sus silletas de esparto, a la luz del candil, fumando cigarro tras cigarro.

El pobre viejo parecía loco. Contestaba con secos monosílabos a las reflexiones de aquel terne que ahora las echaba de bonachón; y si hablaba, era para repetir siempre las mismas palabras:

-¡Pimentó!... ¡Tórnam la escopeta!

Y Pimentó sonreía con cierta admiración. Le asombraba la fiereza repentina de este vejete, al que toda la huerta había tenido por un infeliz. ¡Devolverle la escopeta!... ¡En seguida! Bien se adivinaba en la arruga vertical hinchada entre sus cejas el propósito firme de hacer polvo al autor de su ruina.

Barret se enfurecía cada vez más con el mozo. Llegó a llamarle ladrón porque se negaba a devolverle su arma. No tenía amigos; todos eran unos ingratos, iguales al avaro don Salvador. No quería dormir allí: se ahogaba. Y rebuscando en el saco de sus herramientas, escogió una hoz, la atravesó en su faja y salió de la vivienda, sin que Pimentó intentase atajarle el paso.

A tales horas nada malo podía hacer el viejo: que durmiese al raso, si tal era su gusto. Y el valentón, cerrando la barraca, se acostó.

El tío Barret fué derechamente hacia sus campos, y, como un perro abandonado, comenzó a dar vueltas alrededor de la barraca.

¡Cerrada!... ¡Cerrada para siempre! Aquellas paredes las había levantado su abuelo y las renovaba él todos los años. Aún se destacaba en la oscuridad la blancura del nítido enjalbegado con que sus chicas las cubrieron tres meses antes.

El corral, el establo, las pocilgas eran obra de su padre; y aquella montera de paja, tan alta, tan esbelta, con las dos crucecitas en sus extremos, la había levantado él de nuevo, en sustitución de la antigua, que hacía agua por todas partes.

Y obra de sus manos era también el brocal del pozo, las pilastras del emparrado, las encañizadas, por encima de las cuales enseñaban sus penachos de flores los claveles y los dompedros. ¿Y todo aquello iba a ser propiedad de otro, porque sí, porque así lo querían los hombres?

Buscó en su faja la tira de fósforos de cartón que le servían para encender sus cigarros. Quería prender fuego a la paja de la techumbre. ¡Que se lo llevase todo el demonio! Al fin, era suyo, bien lo sabía Dios, y podía destruir su hacienda antes que verla en manos de ladrones.

Mas al ir a incendiar su antigua casa sintió una impresión de horror, como si tuviera ante él los cadáveres de todos sus antepasados, y arrojó los fósforos al suelo.

Continuaba rugiendo en su cabeza el ansia de destrucción, y para satisfacerla se metió con la hoz en la mano en aquellos campos, que habían sido sus verdugos.

¡Ahora las pagaría todas juntas la tierra ingrata, causa de sus desdichas! Horas enteras duró la devastación.

Derrumbáronse a puntapiés las bóvedas de cañas por las cuales trepaban las verdes hebras de las judías tiernas y los guisantes; cayeron las habas partidas por la furiosa hoz, y las filas de lechugas y coles saltaron a distancia a impulsos del agudo acero, como cabezas cortadas, esparciendo en torno su cabellera de hojas... ¡Nadie se aprovecharía de su trabajo! Y así estuvo hasta cerca del amanecer, cortando, aplastando con locos pataleos, jurando a gritos, rugiendo blasfemias: hasta que, al fin, el cansancio aplacó su furia y se arrojó en un surco, llorando como un niño, pensando que la tierra sería en adelante su cama eterna y su único oficio mendigar en los caminos.

Le despertaron los primeros rayos del sol, hiriendo sus ojos, y el alegre parloteo de los pájaros, que saltaban cerca de su cabeza, aprovechando para su almuerzo los restos de la destrucción nocturna.

Se levantó, entumecido por el cansancio y la humedad. Pimentó y su mujer lo llamaban desde lejos, invitándole a que tomase algo. Barret les contestó con desprecio. «¡Ladrón! ¡Después que se había quedado con su escopeta!...» Y emprendió el camino hacia Valencia, temblando de frío sin saber adónde iba.

Al pasar ante la taberna de Copa, entró en ella. Unos carreteros de la vecindad le hablaron para compadecer su desgracia, invitándole a tomar algo, y él se apresuró a aceptar. Quería algo contra aquel frío que se le había metido en los huesos. Y él, tan sobrio, bebió, uno tras otro, dos vasos de aguardiente, que cayeron como olas de fuego en su estómago desfallecido.

Su cara se coloreó, adquiriendo después una palidez cadavérica; sus ojos se vetearon de sangre. Se mostró con los carreteros que le compadecían expresivo y confiado; casi como un ser feliz. Los llamaba hijos míos, asegurándoles que no se apuraba por tan poco. No lo había perdido todo. Aún le quedaba lo mejor de la casa, la hoz de su abuelo, una joya que no quería cambiar ni por cincuenta hanegadas de tierra.

Y sacaba de su faja el curvo acero puro y brillante: una herramienta de fino temple y corte sutilísimo, que, según afirmaba Barret, podía partir en el aire un papel de fumar.

Pagaron los carreteros, y, arreando sus bestias, alejáronse hacia la ciudad, llenando el camino de chirridos de ruedas.

El viejo aún estuvo más de una hora en la taberna, hablando a solas, advirtiendo que la cabeza se le iba; hasta que, molesto por la dura mirada de los dueños, que adivinaban su estado, sintió una vaga impresión de vergüenza y salió sin saludar, andando con paso inseguro.

No podía apartar de su memoria un recuerdo tenaz. Veía con los ojos cerrados un gran huerto de naranjos que existía a más de una hora de distancia, entre Benimaelet y el mar. Allí había ido él muchas veces por sus asuntos, y allá iba ahora, a ver si el demonio era tan bueno que le hacía tropezar con el amo, el cual raro era el día que no inspeccionaba, con su mirada de avaro, los hermosos árboles uno por uno, como si tuviese contadas las naranjas.

Llegó después de dos horas de marcha, deteniéndose muchas veces para dar aplomo a su cuerpo, que se balanceaba sobre las inseguras piernas.

El aguardiente se había apoderado de él. Ya no sabía con qué objeto había llegado hasta allí, tan lejos de la parte de la huerta donde vivían los suyos, y acabó por dejarse caer en un campo de cáñamo, a orillas del camino. Al poco rato sus penosos ronquidos de borracho sonaron entre los verdes y erguidos tallos.

Cuando despertó era ya bien entrada la tarde. Sentía pesadez en la cabeza y el estómago desfallecido. Le zumbaban los oídos, y en su boca, empastada, percibía un sabor horrible. ¿Qué hacía allí, cerca del huerto del judío? ¿Cómo había llegado tan lejos? Su honradez primitiva le hizo avergonzarse de este envilecimiento, e intentó ponerse en pie para huir. La presión que producía sobre su estómago la hoz cruzada en la faja le dió escalofríos.

Al incorporarse asomó la cabeza por entre el cáñamo y vio en una revuelta del camino a un vejete que caminaba lentamente, envuelto en una capa.

Barret sintió que toda su sangre le subía de golpe a la cabeza, que reaparecía su borrachera, y se incorporó, tirando de la hoz... ¿Y aún dicen que el demonio no es bueno? Allí estaba su hombre; el mismo que deseaba ver desde el día anterior.

El viejo usurero había vacilado mucho antes de salir de su casa. Le escocía algo lo del tío Barret; el suceso estaba reciente y la huerta es traicionera. Pero el miedo de que aprovechasen su ausencia en el huerto de naranjos pudo más que sus temores, y, pensando que dicha finca estaba lejos de la barraca embargada, púsose en camino.

Ya alcanzaba a contemplar su huerta, ya se reía del miedo pasado, cuando vió saltar del bancal de cáñamo al propio Barret, y le pareció un enorme demonio, con la cara roja, los brazos extendidos, impidiéndole toda fuga, acorralándolo en el borde de la acequia, que corría paralela al camino. Creyó soñar; chocaron sus dientes, su cara púsose verde, y se le cayó la capa, dejando al descubierto un viejo gabán y los sucios pañuelos arrollados a su cuello. Tan grandes eran su terror y su turbación, que hasta le habló en castellano.

-¡Barret, Hijo mío! -dijo con voz entrecortada-. Todo ha sido una broma: no hagas caso. Lo de ayer fué para hacerte un poquito de miedo..., nada más. Vas a seguir en las tierras... Pásate mañana por casa..., hablaremos. Me pagarás como mejor te parezca.

Y doblaba su cuerpo, evitando que se le acercase el tío Barret. Pretendía escurrirse, huir de la terrible hoz, en cuya hoja se quebraba un rayo de sol y se reproducía el azul del cielo. Como tenía la acequia detrás de él, no encontraba sitio para moverse, y echaba el cuerpo atrás, pretendiendo cubrirse con las crispadas manos.

El labrador sonreía como una hiena, enseñando sus dientes agudos y blancos de pobre.

-¡Embustero! ¡Embustero! -contestaba con una voz semejante a un ronquido.

Y, moviendo su herramienta de un lado a otro, buscaba sitio para herir, evitando las manos flacas y desesperadas que se le ponían delante.

-Pero ¡Barret! ¡Hijo mío! ¿Qué es esto?... ¡Baja esa arma..., no juegues!... Tú eres un hombre honrado...; piensa en tus hijas. Te repito que ha sido una broma. Ven mañana y te daré las lla... ¡Aaay!...

Fué un rugido horripilante, un grito de bestia herida. Cansada la hoz de encontrar obstáculos, había derribado de un solo golpe una de las manos crispadas. Quedó colgando de los tendones y la piel, y el rojo muñón arrojó la sangre con fuerza, salpicando a Barret, que rugió al recibir en el rostro la caliente rociada.

Vaciló el viejo sobre sus piernas; pero antes de caer al suelo, la hoz partió horizontalmente contra su cuello, y... ¡zas!, cortando la complicada envoltura de pañuelos, abrió una profunda hendidura, separando casi la cabeza del tronco.

Cayó don Salvador en la acequia; sus piernas quedaron en el ribazo, agitadas por un pataleo fúnebre de res degollada. Y mientras tanto, la cabeza, hundida en el barro, soltaba toda su sangre por la profunda brecha, y las aguas se teñían de rojo, siguiendo su manso curso con un murmullo plácido que alegraba el solemne silencio de la tarde.

Barret permaneció plantado en el ribazo como un imbécil. ¡Cuánta sangre tenía el tío ladrón! La acequia, al enrojecerse, parecía más caudalosa. De repente, el labriego, dominado por el terror, echó a correr, como si temiera que el riachuelo de sangre lo ahogase al desbordarse.

Antes de terminar el día circuló la noticia como un cañonazo, que conmovió toda la vega. ¿Habéis visto el gesto hipócrita, el regocijado silencio con que acoge un pueblo la muerte del gobernante que le oprime?... Así lloró la huerta la desaparición de don Salvador. Todos adivinaron la mano del tío Barret, y nadie habló. Las barracas hubiesen abierto para él sus últimos escondrijos; las mujeres lo habrían ocultado bajo sus faldas.

Pero el asesino vagó como un loco por la huerta, huyendo de las gentes, tendiéndose detrás de los ribazos, agazapándose bajo los puentecillos, escapando a través de los campos, asustado por el ladrido de los perros, hasta que al día siguiente lo sorprendió la Guardia Civil durmiendo en un pajar.

Durante seis meses sólo se habló en la huerta del tío Barret.

Los domingos iban como en peregrinación hombres y mujeres a la cárcel de Valencia para contemplar, a través de los barrotes, al pobre libertador, cada vez más enjuto, con los ojos hundidos y la mirada inquieta.

Llegó la vista del proceso y lo sentenciaron a muerte.

La noticia causó honda impresión en la vega; curas y alcaldes pusiéronse en movimiento para evitar la vergüenza... ¡Uno del distrito sentándose en el cadalso! Y como Barret había sido siempre de los dóciles, votando lo que ordenaba el cacique y obedeciendo pasivamente al que mandaba, se hicieron viajes a Madrid para salvar su vida, y el indulto llegó oportunamente.

El labrador salió de la cárcel hecho una momia, y fué conducido al presidio de Ceuta, para morir allí a los pocos años.

Disolvióse su familia; desapareció como un puñado de paja en el viento. Las hijas, una tras otra, fueron abandonando a las familias que las habían recogido, trasladándose a Valencia para ganarse el pan como criadas, y la pobre vieja, cansada de molestar con sus enfermedades, marchó al hospital, muriendo al poco tiempo.

La gente de la huerta, con la facilidad que tiene todo el mundo para olvidar la desgracia ajena, apenas si de tarde en tarde recordaba la espantosa tragedia del tío Barret, preguntándose qué sería de sus hijas.

Pero nadie olvidó los campos y la barraca, permaneciendo unos y otra en el mismo estado que el día en que la Justicia expulsó al infortunado colono.

Fué esto un acuerdo tácito de toda la huerta, una conjuración instintiva en cuya preparación apenas si mediaron palabras; pero hasta los árboles y los caminos parecían entrar en ella.

Pimentó lo había dicho el mismo día de la catástrofe: ¡A ver quién era el guapo que se atrevía a meterse en aquellas tierras!»

Y toda la gente de la huerta, hasta las mujeres y los niños, parecían contestar con sus miradas de mutua inteligencia: «¡Sí, a ver!»

Las plantas parásitas, los abrojos, comenzaron a surgir de la tierra maldita que el tío Barret había pateado y herido con su hoz la útima noche, como presintiendo que por culpa de ella moriría en presidio.

Los hijos de don Salvador, unos ricachos tan avaros como su padre, creyéronse sumidos en la miseria porque el pedazo de tierra permanecía improductivo.

Un labrador habitante de otro dístrito de la huerta, hombre que las echaba de guapo y nunca tenía bastante tierra, sintióse tentado por el bajo precio del arrendamiento y apechugó con unos campos que a todos inspiraban miedo.

Iba a labrar la tierra con la escopeta al hombro; él y sus criados se reían de la soledad en que los dejaban los vecinos; las barracas se cerraban a su paso, y desde lejos los seguían miradas hostiles.

Vigiló mucho el labrador, presintiendo una emboscada; pero de nada le sirvió su cautela, pues una tarde en que regresaba solo a su casa, cuando aún no había terminado la roturación de sus nuevos campos, le largaron dos escopetazos sin que viese al agresor, y salió milagrosamente ileso del puñado de postas que pasó junto a sus orejas.

En los caminos no se veía a nadie. Ni una huella reciente. Le habían tirado desde alguna acequia, emboscado el tirador detrás de los cañares.

Con enemigos así no era posible luchar, y el valentón, en la misma noche, entregó las llaves de la barraca a sus amos.

Había que oír a los hijos de don Salvador. ¿Es que no existían gobiernos ni seguridades para la propiedad..., ni nada?

Indudablemente, era Pimentó, el autor de la agresión, el que impedía que los campos fuesen cultivados, y la Guardia Civil prendió al jaque de la huerta, llevándolo a la cárcel.

Pero cuando llegó el momento de las declaraciones, todo el distrito desfiló ante el juez, afirmando la inocencia de Pimentó, sin que a aquellos rústicos socarrones se les pudiera arrancar una palabra contradictoria.

Todos recitaban la misma lección. Hasta viejas achacosas que jamás salían de sus barracas declararon que aquel día, a la misma hora en que sonaron los tres tiros, Pimentó estaba en una taberna de Alboraya, de francachela con sus amigos.

Nada se podía contra estas gentes de gesto imbécil y mirada cándida, que, rascándose el cogote, mentían con tanto aplomo. Pimentó fué puesto en libertad, y de todas las barracas salió un suspiro de triunfo y satisfacción.

Ya estaba hecha la prueba: todos sabrían en adelante que el cultivo de aquellas tierras se pagaba con la piel.

Los avaros amos no cejaron. Cultivarían la tierra ellos mismos: y buscaron jornaleros entre la gente sufrida y sumisa que, oliendo a lana burda y miseria, baja en busca de trabajo, empujada por el hambre, desde lo último de la provincia, desde las montañas fronterizas de Aragón.

En la huerta compadecían a los pobres churros. ¡Infelices! Iban a ganarse un jornal. ¿Qué culpa tenían ellos? Y por la noche, cuando se retiraban con el azadón al hombro, no faltaba una buena alma que los llamase desde la puerta de la taberna de Copa. Los hacían entrar, los convidaban a beber y luego les iban hablando al oído con la cara ceñuda y el acento paternal, bondadoso, como quien aconseja a un niño que evite el peligro. Y el resultado era que los dóciles churros, al día siguiente, en vez de ir al campo, presentábanse en masa a los dueños de las tierras.

-Mi amo, venimos a que nos pague.

Y eran inútiles todos los argumentos de los dos solterones, furiosos al verse atacados en su avaricia.

-Mi amo -respondían a todo-, semos probes; pero no nos hemos encontrao la vida tras un pajar.

No sólo dejaban el trabajo, sino que pasaban aviso a todos sus paisanos para que huyeran de ganar un jornal en los campos de Barret, como quien huye del diablo.

Los dueños de las tierras pidieron protección hasta en los papeles públicos. Y parejas de la Guardia Civil fueron a correr la huerta, a apostarse en los caminos, a sorprender gestos y conversaciones, siempre sin éxito.

Todos los días veían lo mismo: las mujeres cosiendo y cantando bajo las parras; los hombres, en los caminos, encorvados, con la vista en el suelo sin dar descanso a los activos brazos; Pimentó, tendido a lo gran señor ante las varitas de liga, esperando a los pájaros, o ayudando a Pepeta torpe y perezosamente; en la taberna de Copa, unos cuantos viejos tomando el sol o jugando al truco. El paisaje respiraba paz y honrada bestialidad; era una Arcadia moruna. Pero los del gremio no se fiaban; ningún labrador quería las tierras ni aun gratuitamente, y, al fin, los amos tuvieron que desistir de su empeño, dejando que se cubriesen de maleza y que la barraca se viniese abajo, mientras esperaban la llegada de un hombre de buena voluntad capaz de comprarlas o trabajarlas.

La huerta estremecíase de orgullo viendo cómo se perdía aquella riqueza y los herederos de don Salvador se hacían la santísima.

Era un placer nuevo e intenso. Alguna vez se habían de imponer los pobres y quedar los ricos debajo. Y el duro pan parecía más sabroso; el vino, mejor; el trabajo, menos pesado, imaginándose las rabietas de los dos avaros, que con todo su dinero habían de sufrir que los rústicos de la huerta se burlasen de ellos.

Además aquella mancha de desolación y miseria en medio de la vega servía para que los otros propietarios fuesen menos exigentes, y, tomando ejemplo en el vecino, no aumentaran los arrendamientos y se conformasen cuando los semestres tardaban en hacerse efectivos.

Los desolados campos eran el talismán que mantenía íntimamente unidos a los huertanos, en continuo tacto de codos: un monumento que proclamaba su poder sobre los dueños, el milagro de la solidaridad de la miseria contra las leyes y la riqueza de los que son señores feudales de las tierras sin trabajarlas ni sudar sobre sus terrones.

Todo esto, pensado confusamente, les hacía creer que el día en que los campos de Barret fueran cultivados la huerta sufriría toda clase de desgracias. Y no se imaginaban, después de un triunfo de diez años, que pudiera entrar en los campos abandonados otra persona que el tío Tomba, un pastor ciego y parlanchín, que, a falta de auditorio, relataba todos los días sus hazañas de guerrillero a su rebaño de sucias ovejas.

De aquí las exclamaciones de asombro y el gesto de rabia de toda la huerta cuando Pimentó, de campo en campo y barraca en barraca, fué haciendo saber que las tierras de Barret tenían ya arrendatario, un desconocido, y que él..., ¡él! -fuese quien fuese-, estaba allí con toda su familia, instalándose sin reparo..., «¡como si aquello fuese suyo!»