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La barraca/VI

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VI

Era un rumor de avispero, un susurro de colmena, lo que oían mañana y tarde los huertanos al pasar frente al Molino de la Cadena, por el camino que va al mar.

Una espesa cortina de álamos cerraba la plazoleta formada por el camino al ensancharse ante el amontonamiento de viejos tejados, paredes agrietadas y negros ventanucos del molino, fábrica antigua y ruinosa, montada sobre la acequia y apoyada en dos gruesos machones, por entre los cuales caía la corriente en espumosa cascada.

El ruido lento y monótono que surgía entre los árboles era el de la escuela de don Joaquín, restablecida en una barraca oculta por la fila de álamos.

Nunca el saber se vió peor alojado; y eso que, por lo común, no habita palacios.

Era una barraca vieja, sin más luz que la de la puerta y la que se colaba por las grietas de la techumbre; las paredes, de dudosa blancura, pues la señora maestra, mujer obesa, que vivía pegada a su silleta de esparto, pasaba el día oyendo y admirando a su esposo; unos cuantos bancos, tres carteles de abecedario mugrientos, rotos por las puntas, pegados al muro con pan mascado, y en el cuarto inmediato a la escuela, unos muebles pocos y viejos, que parecían haber corrido media España.

En toda la barraca no había más que un objeto nuevo: la luenga caña que el maestro tenía detrás de la puerta, y que renovaba cada dos días en el cañaveral vecino, siendo una felicidad que el género resultase tan barato, pues se gastaba rápidamente sobre las duras y esquiladas testas de aquellos pequeños salvajes.

Libros, apenas si se veían tres en la escuela: una misma cartilla servía a todos. ¿Para qué más?... Allí imperaba el método moruno: canto y repetición, hasta meter las cosas con un continuo martilleo en las duras cabezas.

A causa de esto, desde la mañana hasta el anochecer, la vieja barraca soltaba por su puerta una melopea fastidiosa, de la que se burlaban todos los pájaros del contorno.

-Pa...dre nuestro, que... estás... en los cielos...

-Santa... María...

-Dos por dos..., cuatro...

Y los gorriones, los pardillos y las calandrias, que huían de los chicos como del demonio cuando los veían en cuadrilla por los senderos, posábanse con la mayor confianza en los árboles inmediatos, y hasta se paseaban con sus saltadoras patitas frente a la puerta de la escuela, riéndose con escandalosos gorjeos de sus fieros enemigos al verlos enjaulados, bajo la amenaza de la caña, condenados a mirarlos de reojo, sin poder moverse y repitiendo un canto tan fastidioso y feo.

De cuando en cuando enmudecía el coro y sonaba, majestuosa, la voz de don Joaquín, soltando su chorro de sabiduría.

-¿Cuántas son las obras de misericordia?...

-Dos por siete, ¿cuántas son?...

Y rara vez quedaba contento de las contestaciones.

-Son ustedes unos bestias. Me oyen como si les hablase en griego. ¡Y pensar que los trato con toda finura, como en un colegio de la ciudad, para que aprendan ustedes buenas formas y sepan hablar como las personas!... En fin, tienen ustedes a quien parecerse: son tan brutos como sus señores padres, que ladran, les sobra dinero para ir a la taberna e inventan mil excusas para no darme el sábado los dos cuartos que me pertenecen.

Y paseábase indignado, especialmente al quejarse de los olvidos del sábado. Bien se notaba en el aspecto de su persona, que parecía dividida en dos partes.

Abajo, alpargatas rotas, siempre manchadas de barro; viejos pantalones de pana, manos escamosas, ásperas, conservando en las grietas de la piel la tierra de su huertecito, un cuadrado de hortalizas que tenía frente a la barraca, y muchas veces era lo único que llenaba su puchero. Pero de cintura para arriba mostrábase el señorío, «la dignidad del sacerdote de la instrucción», como él afirmaba; lo que le distinguía de toda la gente de las barracas, gusarapos pegados al surco: una corbata de colores chillones sobre la sucia pechera, bigote cano y cerdoso partiendo su rostro mofletudo y arrebolado, y una gorra azul con visera de hule, recuerdo de uno de los muchos empleos que había desempeñado en su accidentada vida.

Esto era lo que le consolaba de su miseria; especialmente aquella corbata, adorno que nadie llevaba en todo el contorno y él lucía cual un signo de suprema distinción: algo así como el Toisón de Oro de la huerta.

La gente de las barracas respetaba a don Joaquín, aunque en lo concerniente a sostener su miseria anduviese remisa y remolona. ¡Lo que aquel hombre había visto!... ¡Lo que llevaba corrido por el mundo!... Unas veces, empleado ferroviario; otras, ayudando a cobrar contribuciones en las más apartadas provincias de España; hasta se decía que había estado en Cuba como guardia civil. En fin: que era un pájaro gordo venido a menos.

-Don Joaquín -decía su gruesa mujer, que era la primera en sostenerle el tratamiento- nunca se ha visto como hoy: somos de muy buena familia. La desgracia nos ha traído aquí; pero hemos paleado las onzas.

Y las comadres de la huerta, sin perjuicio de olvidarse alguno que otro sábado de los dos cuartos de la escuela, respetaban como un ser superior a don Joaquín, reservándose un poco de burla para la casaquilla verde con faldones cuadrados que se endosaba los días de fiesta, cuando cantaba en el coro de la iglesia de Alboraya durante la misa mayor.

Empujado por la miseria, había caído allí con su enorme y blanducha mitad como podía haber caído en otra parte. Ayudaba al secretario del pueblo cercano en los trabajos extraordinarios, preparaba con hierbas, de él tan sólo conocidas, ciertos cocimientos que operaban milagros en las barracas. Todos reconocían que aquel tío sabía mucho, y sin título de maestro ni miedo a que nadie se acordase de el para quitarle una escuela que no daba ni para pan, iba logrando, a fuerza de repeticiones y cañazos, que deletreasen y permanecieran inmóviles todos los pillos de cinco a diez años que en días de fiesta apedreaban a los pájaros, robaban la fruta y perseguían a los perros en los caminos de la huerta.

¿De dónde era el maestro? Todas las vecinas lo sabían: de muy lejos, de allá de la churrería. Y en vano se pedían más explicaciones, pues para la ciencia geográfica de la huerta todo el que no habla valenciano es de la churrería.

No eran flojos los trabajos sufridos por don Joaquín para hacerse entender de sus discípulos y que no reculasen ante el idioma castellano. Los había de ellos que llevaban dos meses en la escuela y abrían desmesuradamente los ojos y se rascaban el cogote sin entender lo que el maestro quería decirles con unas palabras jamás oídas en su barraca.

¡Cómo sufría el pobre señor! ¡El, que cifraba los triunfos de la enseñanza en su finura, en su distinción de modales, en lo bien hablado que era, según declaración de su esposa!

Cada palabra que sus discípulos pronunciaban mal -y no decían bien una sola- le hacía dar bufidos y levantar las manos con indignación hasta tocar el ahumado techo de su vivienda. Estaba orgulloso de la urbanidad con que trataba a sus discípulos.

-Esta barraca humilde, -decía a los treinta chicuelos que se apretaban y empujaban en los estrechos bancos, oyéndolo aburridos y temerosos de la caña- la deben mirar ustedes como si fuese el templo de la cortesía y la buena crianza. ¡Qué digo el templo! Es la antorcha que brilla y disuelve las sombras de barbarie de esta huerta. Sin mí, ¿qué serían ustedes? Unas bestias, y perdonen la palabra; lo mismo que sus señores padres a los que no quiero ofender. Pero con la ayuda de Dios, han de salir ustedes de aquí como personas cumplidas, sabiendo presentarse en cualquier parte, ya que han tenido la buena suerte de encontrar un maestro como yo. ¿No es así?...

Y los muchachos contestaban con furiosas cabezadas, chocando algunos la testa con la del vecino, y hasta su mujer, conmovida por lo del templo y la antorcha, cesaba de hacer media y echaba atrás la silleta de esparto para envolver a su esposo en una mirada de admiración.

Interpelaba a toda aquella pillería roñosa, de pies descalzos y faldones al aire, con desmesurada urbanidad.

-A ver, señor de Llopis, levántese usted.

Y el señor de Llopis, un granuja de siete años, con el pantalón a media pierna, sostenido por un tirante, echábase del banco abajo y se cuadraba ante el maestro, mirando de reojo la temible caña.

-Hace un rato que le veo a usted hurgándose las narices y haciendo pelotillas. Vicio feo, señor de Llopis; crea usted a su maestro. Por esta vez pase, porque es usted aplicado y sabe la tabla de multiplicar; pero la sabiduría es poca cosa cuando no va acompañada por la buena crianza. No olvide usted esto, señor de Llopis.

Y el de las pelotillas lo aprobaba todo, contento con salir de la advertencia sin cañazo, cuando otro grandullón que estaba a su lado en el banco y debía guardar antiguos resentimientos, al verlo en pie y con las posaderas libres, le aplicó en ellas un pellizco traidor.

-¡Ay! ¡Ay!... Siñor maestro -gritó el muchacho-. Morros d'aca me pellisca.

¡Qué explosión de cólera la de don Joaquín! Lo que más le irritaba era la afición de los muchachos a llamarse por los apodos de sus padres y aun a fabricarlos nuevos.

-¿Quién es Morros d'aca?... El señor de Peris, querrá usted decir. ¡Qué modo de hablar. Dios mío! Parece que esto sea una taberna... ¡Si a lo menos hubiese usted dicho Morros de jaca! Descrísmese usted enseñando a estos imbéciles. Brutos!...

Y, enarbolando la caña, empezó a sonoros golpes: al uno, por el pellizco, y al otro, por «impropiedad de lenguaje», como decía, bufando, don Joaquín sin parar en sus cañazos. Tan a ciegas iban los golpes que los demás se apretaban en los bancos, cabeza en el hombro del vecino; y a un chiquitín, el hijo pequeño de Batiste, asustado por el estrépito de la caña, se le fue el cuerpo.

Esto amansó al profesor y le hizo recobrar su perdida majestad, mientras el apaleado auditorio se tapaba las narices.

-Doña Pepa -dijo a su mujer-, llévese usted al señor de Borrull, que está indispuesto, y límpielo detrás de la escuela.

Y la mujerona que tenía cierto afecto a los tres hijos de Batiste porque pagaban todos los sábados, agarró de una mano al señor de Borrull, el cual salió de la escuela balanceándose sobre las tiernas piernecitas, llorando todavía el susto y enseñando algo más que el faldón por la abertura trasera de los calzones.

Pasados estos incidentes, volvía otra vez la lección cantada, y la arboleda parecía estremecerse de fastidio al tamizar entre sus ramajes este monótono sonsonete.

Algunas tardes oíase un melancólico son de esquilas, y toda la escuela se agitaba de contento. Era el rebaño del tío Tomba, que se aproximaba. Todos sabían que llegando el viejo con su ganado había un par de horas de asueto.

Si parlanchín era el pastor, no le íba en zaga el maestro. Ambos emprendían una interminable conversación, y los discípulos abandonaban los bancos para oírlos de cerca o iban a jugar con las ovejas, que rumiaban la hierba de los ribazos cercanos.

A don Joaquín le inspiraba gran simpatía el viejo. Había corrido mundo, tenía la deferencia de hablarle siempre en castellano, era entendido en hierbas medicinales, sin arrebatarle por esto sus clientes; en fin: que resultaba la única persona de la huerta capaz de alternar con él.

La aparición era siempre igual. Primero llegaban las ovejas a la puerta dé la escuela, metían la cabeza, husmeaban, curiosas, e iban retirándose con cierto desprecio, convencidas de que allí no había más pasto que el intelectual, y valía poco. Después se presentaba el tío Tomba, caminando con seguridad por aquella tierra conocida pero con el cayado por delante, único auxilio de sus moribundos ojos.

Sentábase en el banco de ladrillos inmediato a la puerta, y el maestro y el pastor hablaban, admirados en silencio por doña Josefa y los demas grandecitos de la escuela, que lentamente se iban aproximando para formar corro.

El tío Tomba, que hasta por las sendas iba siempre conversando con sus ovejas, hablaba al principio con lentitud, como hombre que teme revelar su defecto; pero la charla del maestro iba enardeciéndolo, y no tardaba en lanzarse en el inmenso mar de sus eternas historias. Lamentábase de lo pésimamente que va España, repetía las noticias de los que venían de la ciudad, abominaba de los malos Gobiernos, que tienen la culpa de las malas cosechas, y acababa por decir lo de siempre.

-Aquellos tiempos, don Joaquín..., aquellos tiempos míos eran otros. Usted no los ha conocido; pero también los de usted eran mejores que éstos. Vamos cada vez peor... ¡Lo que verá toda esa gente menuda cuando sean hombres!

Ya se sabía que esto era el exordio de su historia.

-¡Si usted nos hubiera visto a los de la partida del Flaire! -el pastor nunca pudo decir fraile- Aquéllos eran españoles; ahora sólo hay guapos en casa de Copa. Yo tenía dieciocho años, un morrión con un águila de cobre, que le quité a un muerto, y un fusil más grande que yo. ¡Y el Flaire!... ¡Qué hombre! Ahora hablan del general tal y del cual. ¡Mentira, todo mentira! ¡Donde estaba el padre Nevot no podía existir otro! Había que verlo con el hábito arremangado, sobre su jaca, con sable corvo y pistolas. ¡Lo que corríamos! Unas veces aquí; otras, en la provincia de Alicante; después, por cerca de Albacete; siempre nos iban pisando los talones; pero nosotros, francés que pillábamos, lo hacíamos polvo. Aún me parece que los veo: Musiú..., pardón! Y yo, ¡zas, zas!, bayonetazo limpio.

El arrugado viejo se erguía, sus mortecinos ojos brillaban como débiles pavesas; movía el cayado cual si aún estuviese pinchando a los enemigos. Luego venían los consejos; detrás del viejo bondadoso levantábase el hombre feroz, de entrañas duras, formado en una guerra sin cuartel. Hacíanse visibles sus fieros instintos, petrificados en plena juventud, e insensibles al paso del tiempo. Hablaba en valenciano a los muchachos, regalándoles el fruto de su experiencia. Debían creerlo a él, que había visto mucho. En la vida, paciencia para vengarse del enemigo; aguardar la pelota, y cuando viene bien, jugarla con fuerza. Y al dar estos consejos feroces guiñaba sus ojos, que en el fondo de las profundas órbitas parecían estrellas moribundas próximas a extinguirse. Delataba con su malicia senil un pasado de luchas en la huerta, de emboscadas y astucias, un completo desprecio por la vida de sus semejantes.

El maestro, temeroso de que esto quebrantase la moral de su gente, cambiaba el curso de la conversación hablando de Francia, el gran recuerdo del tío Tomba.

Era tema para muchas horas. Conocía aquel país como si hubiese nacido en él. Al rendirse Valencia al mariscal Suchet, lo habían llevado prisionero, con unos cuantos miles más, a una gran ciudad: Tolosa de Francia. Y mezclaba en la conversación, horriblemente desfigurada, las palabras francesas que aún podía recordar después de tantos años. ¡Qué país! Allá los hombres van con unos sombreros blancos y felpudos, casacas de color con los cuellos hasta el cogote, botas altas como las de la Caballería; las mujeres, con unas faldas como fundas de flauta, tan estrechas, que se les marca todo lo que queda dentro. Y así seguía hablando de los trajes y costumbres del tiempo del Imperio, imaginándose que aún subsistía todo, y la Francia de hoy era como a principios de siglo.

Mientras detallaba sus recuerdos, el maestro y su mujer lo oían atentamente, y algunos muchachos, abusando del inesperado asueto, iban alejándose de la barraca, atraídos por las ovejas, qÚe huían de ellos como del demonio. Las tiraban del rabo, cogíanlas de las piernas, obligándolas a andar con las patas delanteras; las hacían rodar por los ribazos o intentaban cabalgarlas, colocándose de un salto sobre sus sucios vellones. Y los pobres animales en vano protestaban con tiernos balidos, pues no los oía el pastor, ocupado en relatar con fruición la agonía del último francés matado por él.

-¿Y como cuántos cayeron? -preguntaba el maestro al final del relato.

-Cuestión de ciento veinte o ciento treinta. No recuerdo bien.

El matrimonio se miraba, sonriendo. Desde la última conversación había aumentado veinte franceses. Según pasaban los años, se agrandaban sus hazañas y el número de víctimas.

Los quejidos del rebaño llamaban, finalmente, la atención del maestro.

-Señores míos -gritaba a los audaces discípulos, al mismo tiempo que requería la caña-, todos aquí. ¿Se imaginan que no hay más que pasar el día divirtiéndose?... En este centro se trabaja.

Y para demostrarlo con el ejemplo, movía la caña que era un gusto, introduciendo a golpes en el redil de la sabiduría a todo el rebaño de pilletes juguetones.

-Con permiso de usted, tío Tomba: hace más de dos horas que estamos hablando. Tengo que continuar la lección.

Y mientras el pastor, despedido cortésmente, guiaba sus ovejas hacia el molino, para repetir allí sus historias, empezaba de nuevo en la escuela el canturreo de la tabla de multiplicar, que era para los discípulos de don Joaquín el gran alarde de sabiduría.

A la caída del sol soltaban los muchachos su último cántico, dando gracias al Señor porque los había asistido con sus luces, y recogía cada cual el saquillo de la comida, pues como las distancias en la huerta no eran poca cosa, los chicos salían por la mañana de sus barracas con provisiones para pasar el día en la escuela. Esto hacía decir a algunos enemigos de don Joaquín que el maestro era aficionado a castigar a sus discípulos mermándoles la ración, para subsanar de este modo las deficiencias de la cocina de doña Pepa.

Los viernes, al salir de la escuela, escuchaban invariablemente todos ellos el mismo discurso.

-Señores míos, mañana es sábado. recuérdenlo ustedes a sus señoras madres y háganles saber que el que mañana no traiga los dos cuartos no entrará en la escuela. A usted se lo digo especialmente, señor de... tal, y a usted, señor de... cual -y así soltaba una docena de nombres-. Tres semanas que no traen ustedes el estipendio prometido, y así no es posible la instrucción, ni puede procrear la ciencia, ni combatirse con desahogo la barbarie nativa de estos campos. Yo lo pongo todo: mi sabiduría, mis libros -y miraba las tres cartillas, que iba recogiendo su mujer cuidadosamente para guardarlas en la vieja cómoda-, y ustedes no traen nada. Lo dicho: el que mañana llegue con las manos vacías, no pasará de esa puerta. Aviso a las señoras madres.

Formaban los muchachos por parej¡as, cogidos de la mano -lo mismo que en los colegios de Valencia; ¿qué se creían algunos?-, y salían de la barraca, besando antes la diestra escamosa de don Joaquín y repitiendo todos de corrido al pasar junto a él:

-¡Usted lo pase bien! ¡Hasta mañana, si Dios quiere!

Acompañábalos el maestro hasta la plazoleta del molino, que era una estrella de caminos y sendas, y allí deshacíase la formación en pequeños grupos, alejándose hacia distintos puntos de la vega.

-¡Ojo, señores míos, que yo los vigilo! -gritaba don Joaquín como última advertencia-. Cuidado con robar fruta, hacer pedreas o saltar acequias. Yo tengo un pájaro que todo me lo comunica; y si mañana sé algo malo andará la caña suelta como un demonio.

Y, plantado en la plazoleta, seguía mucho rato con la vista al grupo más numeroso, que se alejaba camino de Alboraya.

Estos discípulos eran los que pagaban mejor. Iban entre ellos los tres hijos de Batiste, para los cuales se convertía muchas veces el camino en una calle de Amargura.

Cogidos los tres de la mano, procuraban andar a la zaga de los otros muchachos, que, por ser de las barracas inmediatas a la suya, sentían el mismo odio de sus padres contra Batiste y su familia, y no perdían ocasión de molestarlos.

Los dos mayorcitos sabían defenderse, y con arañazo más o menos, hasta salían en ciertas ocasiones vencedores. Pero el más pequeño, Pascualet, un chiquillo regordete y panzudo, que sólo tenía cinco años, y a quien adoraba la madre por su dulzura y su mansedumbre, prometiéndose hacerlo capellán, lloraba apenas veía a sus hermanos enzarzados en terrible pelea con los otros condiscípulos.

Muchas veces los dos mayores llegaban a su casa sudorosos y llenos de polvo, como si se hubieran revolcado en el camino, con los pantalones rotos y la camisa desgarrada, Eran las señales del combate; el pequeño lo contaba todo, llorando. Y la madre tenía que curar a alguno de los mayores aplicándole una pieza de dos cuartos bien apretada sobre el chichón levantado por una piedra traidora.

Alborotábase Teresa al conocer los atentados de que eran objeto sus hijos, y como mujer ruda y valerosa nacida en el campo, sólo se tranquilizaba oyendo que los suyos habían sabido defenderse, dejando al enemigo malparado.

¡Por Dios, que cuidasen de Pascualet ante todo!... Y el hermano mayor, indignado por los relatos de los pequeños, prometía una paliza a toda la garrapata enemiga cuando la encontrase en las sendas.

Todas las tardes, apenas don Joaquín perdía de vista al grupo, empezaban las hostilidades.

Los enemigos, hijos o sobrinos de los que en la taberna juraban acabar con Batiste, iban acortando el paso para hacer menor la distancia entre ellos y los tres hermanos.

Aún sonaban en sus oídos las palabras del maestro: la amenaza del maldito pájaro que todo lo veía y todo lo contaba. Algunos se reían incrédulamente, pero de dientes afuera. ¡Aquel tío sabía tanto!...

Pero según se iban alejando amortiguábanse las amenazas del maestro. Comenzaban por caracolear en torno a los tres hermanos, a perseguirse riendo -pretexto malicioso inspirado por la instintiva hipocresía de la infancia-, para empujarlos al pasar, con el santo deseo de arrojarlos en la acequia que bordea el camino.

Después, cuando estaba agotada sin éxito alguno esta maniobra, iniciaban los pescozones y repelones a todo correr.

-¡Lladres! ¡Lladres!

Y, lanzándoles este insulto, les tiraban de la oreja y se alejaban trotando, para retroceder un poco más allá y repetir las mismas palabras.

Esta calumnia, inventada por los enemigos de su padre, era lo que más enfurecía a los muchachos. Los dos mayores abandonaban a Pascualet, que se refugiaba lloriqueante detrás de un árbol, agarraban piedras y entablábase una batalla en medio del camino.

Silbaban los guijarros entre las ramas, haciendo caer una lluvia de hojas y rebotando contra los troncos y ribazos; los perros barraqueros salían con ladridos feroces, atraídos por el estrépito de la lucha, y las mujeres, en las puertas de sus casas, levantaban los brazos al cielo, gritando indignadas:

-¡Condenats! ¡Dimonis!...

Estos escándalos indignaban a don Joaquín y le hacían mover su caña inexorable al día siguiente. ¡Qué dirían de su escuela, templo de la buena crianza!...

La lucha no tenía fin hasta que pasaba algún carretero que enarbolaba el látigo, o salía de las barracas algún viejo, garrote en mano. Los agresores huían, se desbandaban, y, arrepentidos de su hazaña al verse solos, pensaban aterrados, con el fácil cambio de impresiones de la infancia, en aquel pájaro que lo sabía todo y en lo que les guardaba don Joaquín para el día siguiente.

Mientras tanto, los tres hermanos seguían su camino, rascándose las descalabraduras de la lucha.

Una tarde, la pobre mujer de Batiste apeló a gritos a Dios y a los santos viendo el estado en que llegaban sus pequeños.

Aquel día la batalla había sido dura. ¡Ah los bandidos! Los dos mayores estaban magullados; era lo de siempre: no había que hacer caso. Pero el pequeñín, el Obispo, como cariñosamente le llamaba su madre, estaba mojado de pies a cabeza, y lloraba temblando de miedo y de frío.

La feroz pillería lo había arrojado en una acequia de aguas estancadas, y de allí lo sacaron sus hermanos cubierto de légamo nauseabundo.

Teresa lo acostó en su cama al ver que el pobrecito seguía temblando entre sus brazos, agarrándose a su cuello y murmurando con voz semejante a un balido:

-¡Mare! ¡Mare!...

La madre reanudó sus lamentaciones.

-¡Señor, dadnos paciencia!

Toda aquella gentuza, grandes y chicos, se habían propuesto acabar con la familia.