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La barraca/VIII

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VIII

Batiste y su familia no se dieron cuenta de como se inició el suceso inaudito, inesperado; quién fue el primero que se decidió a pasar el puentecillo que unía el camino con los odiados campos.

No estaban en la barraca para fijarse en tales pormenores. Agobiados por el dolor, vieron que la huerta venía repentinamente hacia ellos; y no protestaron, porque la desgracia necesita consuelo; pero tampoco agradecieron el inesperado movimiento de aproximación.

La muerte del pequeño se había transmitido rápidamente por todo el contorno, gracias a la extraña velocidad con que circulan en la huerta las noticias, saltando de barraca en barraca en alas del chismorreo, el más rapido de los telégrafos.

Aquella noche, muchos durmieron mal. Parecía que el pequeñín, al irse del mundo, hubiese dejado clavada una espina en la conciencia de los vecinos. Más de una mujer revolvióse en la cama, turbando con su inquietud el sueño de su marido, que protestaba, indignado. «Pero, ¡maldita!, ¿no pensaba en dormir?...» «No; no podía; aquel niño turbaba su sueño. ¡Pobrecito! ¿Qué le contaría aquel pequeñuelo al Señor cuando entrase en el cielo?...»

A todos alcanzaba algo de responsabilidad en esta muerte; pero cada uno, con hipócrita egoísmo, atribuía al vecino la principal culpa de la enconada persecución, cuyas consecuencias habían caído sobre el pequeño; cada comadre inventaba una responsabilidad para la que tenía por enemiga. Y, al fin, dormíase con el propósito de deshacer al día siguiente todo el mal causado, de ir por la mañana a ofrecerse a la familia, a llorar sobre el pobre niño; y entre las nieblas del sueño creían ver a Pascualet, blanco y luminoso como un ángel, mirando con ojos de reproche a los que tan duros habían sido con él y su familia.

Todos los vecinos se levantaron rumiando mentalmente la forma de acercarse a la barraca de Batiste y entrar en ella. Era un examen de conciencia, una explosión de arrepentimiento que afluía a la pobre vivienda de todos los extremos de la vega.

Cuando apenas acababa de amanecer, ya se colaron en la barraca dos viejas que vivían en una alquería vecina. La familia, consternada, apenas si mostró extrañeza por la presentación de estas dos mujeres en aquella casa, donde nadie había entrado durante seis meses. Querían ver al niño, al pobre albaet; y entrando en el estudi, lo contemplaron todavía en la cama, el embozo de la sábana hasta el cuello, marcado apenas el bulto de su cuerpo bajo la cubierta, con la cabeza rubia inerte sobre el almohadón. La madre no sabía más que llorar, metida en un ángulo del cuarto, encogida, apelotonada, pequeña como una niña, como si se esforzase por anularse y desaparecer.

Después de estas mujeres entraron otras y otras. Era un rosario de comadres llorosas que iban llegando de todos los lados de la huerta, y rodeaban la cama, besaban el pequeño cadáver, y parecían apoderarse de él como Si fuera cosa suya, dejando a un lado a Teresa y su hija. Estas, rendidas por el insomnio y el llanto, parecían idiotas, descansando sobre el pecho la cara enrojecida y escaldada por las lágrimas.

Batiste, sentado en una silleta de esparto en medio de la barraca, miraba con expresión estúpida el desfile de estas gentes que tanto lo habían maltratado. No las odiaba, pero tampoco sentía gratitud. De la crisis de la víspera había salido anonadado, y miraba todo esto con indiferencia, como si la barraca no le perteneciese ni el pobrecito que estaba en la cama fuese su hijo.

Unicamente el perro, enroscado a sus pies, parecía conservar recuerdos y sentir odio. Hocicaba con hostilidad toda la procesión de faldas entrante y saliente, y gruñía como si deseara morder. conteniéndose por no dar un disgusto a sus amos.

La gente menuda participaba del enfurruñamiento del perro. Batistet ponía mal gesto a todas aquellas tías que tantas veces se burlaron de él cuando pasaba ante sus barracas, y acabó por refugiarse en la cuadra, para no perder de vista al pobre caballo y continuar curándolo con arreglo a las instrucciones del veterinario, llamado en la noche anterior. Mucho quería a su hermanito; pero la muerte no tiene remedio, y lo que ahora le preocupaba a él era que el caballo no quedase cojo.

Los dos pequeños, satisfechos en el fondo de una desgracia que atraía sobre la barraca la atención de toda la vega, guardaban la puerta, cerrando el paso a los chicos, que, como bandadas de gorriones, llegaban por caminos y sendas con la malsana y excitada curiosidad de ver al muertecito. Ahora llegaba la suya; ahora eran los amos. Y con el valor del que está en su casa, amenazaban y despedían a unos, dejaban entrar a otros, concediéndoles su protección según los habían tratado en las sangrientas y accidentadas peregrinaciones por el camino de la escuela... ¡Pillos! Hasta los había que se empeñaban en entrar después de haber sido de la riña en la que el pobre Pascualet cayó en la acequia, pillando su enfermedad mortal.

La aparición de una mujercilla débil y pálida pareció animar con una ráfaga los penosos recuerdos a toda la familia. Era Pepeta, la mujer de Pimentó. ¡Hasta ésta venía!...

Hubo en Batiste y su mujer un intento de rebelión; pero su voluntad no tenía fuerzas... ¿Para qué? Bien venida, y si entraba para gozarse en su desgracia, podía reír cuanto quisiera. Allí estaban ellos inertes, aplastados por el dolor. Dios, que lo ve todo, ya daría a cada cual lo suyo.

Pero Pepeta se fué directamente a la cama, apartando a las otras mujeres. Llevaba en los brazos un enorme haz de flores y hojas, que esparció sobre el lecho. Los primeros perfumes de la naciente primavera se extendieron por el cuarto, que olía a medicinas, y cuyo ambiente, pesadísimo, parecía cargado de insomnio y suspiros.

Pepeta, la pobre bestia de trabajo, muerta para la maternidad y casada sin la esperanza de ser madre, perdió su calma a la vista de aquella cabecita de marfil, orlada por la revuelta cabellera como un nimbo de oro.

-¡Fill meu!... ¡Pobret meu!... (¡Hijo mío!... ¡Pobrecito mío!).

Y lloró con toda su alma, inclinándose sobre el muertecito, rozando apenas con sus labios la frente pálida y fría, como si con sus lamentos temiese despertarlo.

Al oír sus sollozos, Batiste y su mujer levantaron la cabeza como asombrados. Ya sabían que era una buena mujer; el marido era el malo. Y la gratitud paternal brillaba en sus miradas.

Batiste hasta se estremeció viendo cómo la pobre Pepeta abrazaba a Teresa y su hija, confundiendo sus lágrimas con las de éstas. No; allí no había doblez: era una víctima; por eso sabía comprender la desgracia de ellos, que eran víctimas también.

La mujercita se enjugó las lágrimas. Reapareció en ella la hembra animosa y fuerte, acostumbrada a un trabajo brutal para mantener su casa. Miró, asombrada, en torno. Aquello no podía quedar así. ¡El niño en la cama y todo desarreglado! Había que acicalar al albaet para su último viaje, vestirle de blanco, puro y resplandeciente como el alba, de la que llevaba el nombre.

Y con un instinto de ser superior nacido para el mando y que sabe imponer la obediencia, comenzó a dar órdenes a todas las mujeres, que rivalizaban por servir a la familia antes odiada.

Ella iría a la ciudad con dos compañeras para comprar la mortaja y el ataúd; otras fueron al pueblo o se esparcieron por las barracas inmediatas, buscando los objetos encargados por Pepeta.

Hasta el odioso Pimentó, que permanecía invisible, tuvo que trabajar en tales preparativos. Su mujer, al encontrarlo en el camino, le ordenó que buscase músicos para la tarde. Eran, como él, vagos y borrachines; seguramente los encontraría en casa de Copa. Y el matón, que aquel día se mostraba pensativo, oyó a su mujer sin réplica alguna y sufrió el tono imperioso con que le hablaba, mirando al mismo tiempo al suelo como avergonzado.

Desde la noche anterior se sentía otro. Aquel hombre que le había desafiado, insultándolo impunemente mientras lo tenía metido en su barraca como una gallina; su mujer, que por primera vez le imponía su voluntad quitándole la escopeta; su falta de valor para colocarse frente a la víctima, cargada de razón; todo eran motivos para que se sintiese confuso y atolondrado.

Ya no era el Pimentó de otros tiempos; empezaba a conocerse. Hasta llegó a sospechar si todo lo que llevaba hecho contra Batiste y su familia era un crimen. Hubo un momento en que llegó a despreciarse. ¡Vaya una hazaña de hombre la suya!... Todas las perrerías de él y los demás vecinos sólo habían servido para quitar la vida a un pobre chicuelo. Y siguiendo su costumbre en los días negros, cuando alguna inquietud fruncía su entrecejo, se fué a la taberna, buscando los consuelos que guardaba Copa en su famosa bota del rincón.

A las diez de la mañana, cuando Pepeta, con sus dos compañeras, regresó de Valencia, estaba la barraca llena de gente.

Algunos hombres de los más cachazudos, hombres de su casa, que apenas habían tomado parte en la cruzada contra los forasteros, formaban corro con Batiste en la puerta de la barraca: unos, en cuclillas, a lo moro, otros, sentados en silletas de esparto, fumando y hablando lentamente del tiempo y de las cosechas.

Dentro, mujeres y más mujeres estrujándose en torno a la cama, abrumando a la madre con su charla, hablando algunas de los hijos que habían perdido, instaladas otras en los rincones como en su propia casa, repitiendo todas las murmuraciones de la vecindad. Aquel día era extraordinario; no importaba que sus barracas estuviesen sucias y la comida por hacer; había excusa; y las criaturas, agarradas a sus faldas, lloraban y aturdían con sus gritos, queriendo unas volver a casa, pidiendo otras que les enseñasen el albaet.

Algunas viejas se habían apoderado de la alacena, y a cada momento preparaban grandes vasos de agua con vino y azúcar, ofreciéndolos a Teresa y a su hija para que llorasen con más desahogo. Y cuando las pobres, hinchadas ya por esta inundación azucarada, se negaban a beber, las aficionadas comadres iban, por turno, echándose al gaznate los refrescos, pues también necesitaban que les pasase el disgusto.

Pepeta comenzó a dar gritos queriendo imponer su autoridad en esta confusión. «¡Gente afuera! En vez de estar molestando, lo que debían hacer era llevarse a las dos pobres mujeres extenuadas por el dolor, idiotas por tanto ruido.»

Teresa se resistió a abandonar a su hijo aunque sólo fuera por breve rato; pronto dejaría de verlo; que no le robasen el tiempo que le quedaba de contemplar a su tesoro. Y prorrumpíendo en lamentos más fuertes, se abalanzó sobre el frío cadáver, queriendo abrazarlo.

Pero los ruegos de su hija y la voluntad de Pepeta pudieron más, y, escoltada por muchas mujeres, salió de la barraca con el delantal en la cara, gimiendo, tambaleándose, sin prestar atención a las que tiraban de ella disputándose el llevarla cada una a su casa.

Comenzó Pepeta el arreglo de la fúnebre pompa. Primeramente colocó en el centro de la entrada la mesita blanca de pino en que comía la familia, cubriéndola con una sábana y clavando los extremos con alfileres. Encima tendió una colcha de almidonadas randas, y puso sobre ella el pequeño ataúd traído de Valencia, una monada, que admiraban todas las vecinas: un estuche blanco, galoneado de oro, mullido en su interior como una cuna.

Pepeta sacó de un envoltorio las últimas galas del muertecito: un hábito de gasa tejido con hebras de plata, unas sandalias, una guirnalda de flores, todo blanco, de rizada nieve, como la luz del alba, cuya pureza simbolizaba la del pobrecito albaet.

Lentamente, con mimo maternal, fué amortajando el cadáver. Oprimía el cuerpecillo frío contra su pecho con arrebatos de estéril pasión, introducía en la mortaja los rígidos bracitos con escrupuloso cuidado, como fragmentos de vidrio que podían quebrarse al menor golpe, y besaba sus pies de hielo antes de acoplarlos a tirones en las sandalias.

Sobre sus brazos, como una paloma blanca yerta de frío, trasladó al pobre Pascualet a la caja, a aquel altar levantado en medio de la barraca, ante el cual iba a pasar toda la huerta atraída por la curiosidad.

Aún no estaba todo; faltaba lo mejor: la guirnalda, un bonete de flores blancas con colgantes que pendían sobre las orejas; un adorno salvaje, igual a los de los indios de teatro. La piadosa mano de Pepeta, empeñada en tenaz batalla con la muerte, tiñó las pálidas mejillas con rosado colorete; la boca del muertecito, ennegrecida, se reanimó bajo una capa de encendido bermellón; pero en vano pugnó la sencilla labradora por abrir desmesuradamente sus flojos párpados. Volvían a caer, cubriendo los ojos mates, entelados, sin reflejo, con la tristeza gris de la muerte.

¡Pobre Pascualet!... ¡Infeliz Obispillo! Con su guirnalda extravagante y su cara pintada estaba hecho un mamarracho. Más ternura dolorosa inspiraba su cabecita pálida, con el verdor de la muerte, caída en la almohada de su madre, sin más adornos que sus cabellos rubios.

Pero todo esto no impedía que las buenas huertanas se entusiasmasen ante su obra. «¡Miradlo!... ¡Si parecía dormido! ¡Tan hermoso!, ¡tan sonrosado!...» Jamás se había visto un albaet como éste.

Y llenaban de flores los huecos de su caja: flores sobre la blanca vestidura, flores esparcidas en la mesa, apiladas, formando ramos en los extremos. Era la vega entera abrazando el cuerpo de aquel niño que tantas veces había visto saltar por sus senderos como un pájaro, extendiendo sobre su frío cuerpo una oleada de perfumes y colores.

Los dos hermanos pequeños contemplaban a Pascualet asombrados, con devoción, como un ser superior que iba a levantar el vuelo de un momento a otro. El perro rondaba el fúnebre catafalco, estirando el hocico, queriendo lamer las frías manecitas de cera, y prorrumpía en un lamento casi humano, un gemido de desesperación, que ponía nerviosas a las mujeres y hacía que persiguiesen a patadas a la pobre bestia.

Al mediodía, Teresa, escapándose casi a viva fuerza del cautiverio en que la guardaban las vecinas, volvió a la barraca. Su cariño de madre le hizo sentir una viva satisfacción ante los atavíos del pequeño. Le besó en la pintada boca y redobló sus gemidos.

Era la hora de comer, Batistet y los hermanos pequeños, en los cuales el dolor no lograba acallar el estómago, devoraron un mendrugo ocultos en los rincones. Teresa y su hija no pensaron en comer. El padre, siempre sentado en una silleta de esparto bajo el emparrado de la puerta, fumaba cigarro tras cigarro, impasible como un oriental, volviendo la espalda a su vivienda, cual si temiera ver el blanco catafalco que servía de altar al cadáver de su hijo.

Por la tarde aún fueron más numerosas las visitas. Las mujeres llegaban con el traje de los días de fiesta, puestas de mantilla para asistir al entierro; las muchachas disputábanse con tenacidad ser de las cuatro que habían de llevar al pobre albaet hasta el cementerio.

Andando lentamente por el borde del camino y huyendo del polvo como de un peligro mortal, llegó una gran visita: don Joaquín y doña Pepa, el maestro y su señora. Aquella tarde, con motivo del infausto suceso -palabras de él-, no había escuela. Bien se adivinaba viendo la turba de muchachos atrevidos y pegajosos que se iban colando en la barraca, y, cansados de contemplar, hurgándose las narices, el cadáver de su compañero, salían a perseguirse por el camino inmediato o a saltar las acequias.

Doña Josefa, con un vestido algo raído, de lana y gran mantilla de un negro ya amarillento, entró solemnemente en la barraca, y, después de algunas frases vistosas pilladas al vuelo a su marido, aposentó su robusta humanidad en un sillón de cuerda y allí se quedó muda y como soñolienta, contemplando el ataúd. La buena mujer, habituada a oír y admirar a su esposo, no podía seguir una conversación.

El maestro, que lucía su casaquilla verdosa de los días de gran ceremonia y su corbata de mayor tamaño, tomó asiento fuera, al lado del padre. Sus manazas de cultivador las llevaba enfundadas en unos guantes negros que habían encanecido con los años, quedando de color de ala de mosca, y las movía continuamente, deseoso de atraer la atención sobre sus prendas de las grandes solemnidades.

Para Batiste sacaba también lo más florido y sonoro de su estilo. Era su mejor cliente; ni un sábado había dejado de entregar a sus hijos los dos cuartos para la escuela.

-Éste es el mundo, señor Bautista; ¡hay que resignarse! Nunca sabemos cuáles son los designios de Dios, y muchas veces, del mal saca el bien para las criaturas.

Interrumpiendo su ristra de lugares comunes, dichos campanudamente, como si estuviera en la escuela, añadió en voz baja, guiñando maliciosamente los ojos:

-¿Se ha fijado, señor Bautista, en toda esta gente?... Ayer hablaban pestes de usted y su familia, y bien sabe Dios que en muchas ocasiones les he censurado esa maldad. Hoy entran en esta casa con la misma confianza que en la suya y los abruman bajo tantas muestras de cariño. La desgracia les hace olvidar, les aproxima a ustedes.

Y tras una pausa, en la que permaneció cabizbajo, dijo, golpeándose el pecho:

-Créame a mi, que los conozco bien: en el fondo son buena gente. Muy brutos, eso sí, capaces de las mayores barbaridades, pero con un corazón que se conmueve ante el infortunio y les hace ocultar las garras... ¡Pobre gente! ¿Qué culpa tienen si nacieron para vivir como bestias y nadie los saca de su condición?

Calló un buen rato, añadiendo luego, con el fervor de un comerciante que ensalza su mercancía:

-Aquí lo que se necesita es instrucción, mucha instrucción. Templos del saber que difundan la luz de la ciencia por esta vega, antorchas que..., que... En fin: si vinieran más chicos a mi templo, digo, a mi escuela, y si los padres, en vez de emborracharse, pagasen puntualmente como usted, señor Bautista, de otro modo andaría esto. Y no digo más porque no me gusta ofender.

De ello corría peligro, pues cerca de su persona andaban muchos padres de los que le enviaban discípulos sin el lastre de los dos cuartos.

Otros labriegos, que habían mostrado gran hostilidad contra la familia, no osaban llegar hasta la barraca, y permanecían en el camino, formando corro. Por allí andaba Pimentó, que acababa de llegar de la taberna con cinco músicos, tranquila la conciencia después de haber estado durante algunas horas junto al mostrador de Copa.

Afluía cada vez más gente a la barraca. No había espacio libre dentro de ella, y las mujeres y los niños sentábanse en los bancos de ladrillos, bajo el emparrado, o en los ribazos, esperando el momento del entierro.

Dentro sonaban lamentos, consejos dichos con voz enérgica, un rumor de lucha. Era Pepeta queriendo separar a Teresa del cadáver de su hijo. Vamos..., había que ser razonable; el albaet no podía estar allí para siempre; se hacía tarde, y los malos tragos, pasarlos pronto.

Y pugnaba con la madre por apartarla del ataúd, por obligarla a que entrase en el estudi y no presenciase el terrible momento de la salida, cuando el albaet, levantado en hombros, alzase el vuelo con las blancas alas de su mortaja para no volver más.

-¡Fill meu!... ¡Rey de sa mare! (¡Hijo mío!... ¡Rey de su madre!) -gemía la pobre Teresa.

Ya no lo vería más; un beso..., otro. Y la cabeza, cada vez más fría y lívida a pesar del colorete, movíase de un lado a otro de la almohada, agitando su diadema de flores entre las manos ansiosas de la madre y de la hermana, que se disputaban el último beso.

A la salida del pueblo estaba aguardando el señor vicario con el sacristán y los monaguillos; no era caso de hacerlos esperar. Pepeta se impacientaba. «¡Adentro, adentro!» Y, ayudada por otras mujeres, Teresa y su hija fueron metidas casi a viva fuerza en el estudi, revolviéndose desgreñadas, rojos los ojos por el llanto, el pecho palpitante a impulsos de una protesta dolorosa, que ya no gemía, sino aullaba.

Cuatro muchachas con hueca falda, mantilla de seda caída sobre sus ojos y aire pudoroso y monjil, agarraron las patas de la mesilla, levantando todo el blanco catafalco. Como el disparo que saluda a la bandera que se iza, sonó un gemido extraño, prolongado, horripilante, algo que hizo correr frío por muchas espaldas. Era el perro despidiendo al pobre albaet, lanzando un quejido interminable, con los ojos lacrimosos y las patas estiradas, cual si quisiera prolongar el cuerpo hasta donde llegaba su lamento.

Fuera, don Joaquín daba palmadas de atención: «¡A ver!... Que forme toda la escuela!» La gente del camino se había aproximado a la barraca. Pimentó capitaneaba a sus amigos los músicos; preparaban éstos sus instrumentos para saludar al albaet, apenas transpusiese la puerta, y entre el desorden y el griterío con que se iba formando la procesión gorjeaba el clarinete, hacía escalas el cornetín y el trombón bufaba como un viejo gordo y asmático.

Emprendieron la marcha los chicuelos, llevando en alto grandes ramos de albahaca. Don Joaquín sabía hacer bien las cosas. Después, rompiendo el gentío, aparecieron las cuatro doncellas sosteniendo el blanco y ligero altar sobre el cual iba el pobre albaet, acostado en su ataúd, moviendo la cabeza con ligero vaivén, como si se despidiese de la barraca.

Los músicos rompieron a tocar un vals juguetón y alegre, colocándose detrás del féretro, y después de ellos abalanzáronse por el camino, formando apretados grupos, todos los curiosos.

La barraca, vomitando lejos de ella su digestión de gentío, quedó muda, sombría, con ese ambiente lúgubre de los lugares por donde acaba de pasar la desgracia.

Batiste, solo bajo la parra, sin abandonar su postura de oriental impasible, mordía su cigarro, siguiendo con los ojos la marcha de la procesión. Esta comenzaba a ondular por el camino grande, mareándose el ataúd y su catafalco como una enorme paloma blanca entre el desfile de ropas negras y ramos verdes.

¡Bien emprendía el pobre albaet el camino del cielo de los inocentes! La vega, desperezándose voluptuosa bajo el beso del sol primaveral, envolvía al muertecito con su aliento oloroso, lo acompañaba hasta la tumba cubriéndolo con impalpable mortaja de perfumes. Los viejos árboles, que germinaban con una savia de resurrección, parecían saludar al pequeño cadáver agitando bajo la brisa sus ramas cargadas de flores. Nunca la muerte pasó sobre la Tierra con disfraz tan hermoso.

Desmelenadas y rugientes como locas, moviendo con furia sus brazos, aparecieron en la puerta de la barraca las dos infelices mujeres. Sus voces prolongábanse como un gemido interminable en la tranquila atmósfera de la vega, impregnada de dulce luz.

-¡Fill meu! ¡Anima meua! (¡Hijo mío!... ¡Alma mía!) -gemían la pobre Teresa y su hija.

-¡Adiós, Pascualet!... ¡adios! -gritaban los pequeños sorbiéndose las lágrimas.

«¡Auuu!, ¡auuu!», aullaba el perro, tendiendo el hocico con un quejido interminable que crispaba los nervios y parecía agitar la vega bajo un escalofrío lúgubre.

Y de lejos, por entre el ramaje, arrastrándose sobre las verdes olas de los campos, contestaban los ecos del vals que iba acompañando al pobre albaet hacia la eternidad, balanceándose en su barquilla blanca galoneada de oro. Las escalas enrevesadas del cornetín, las cabriolas diabólicas, parecían una carcajada metálica de la muerte, que con el niño en sus brazos se alejaba a través de los esplendores de la vega.

A la caída de la tarde fueron regresando los del cortejo.

Los pequeños, faltos de sueño por las agitaciones de la noche anterior, en que los había visitado la muerte, dormían sobre las sillas. Teresa y su hija, rendidas por el llanto, agotada la energía después de tantas noches de insomnio, habían acabado por quedar inertes, cayendo sobre aquella cama que aún conservaba la huella del pobre niño. Batistet roncaba en la cuadra, cerca del caballo enfermo.

El padre, siempre silencioso e impasible, recibía las visitas, estrechaba manos, agradecía con movimientos de cabeza los ofrecimientos y las frases de consuelo.

Al cerrar la noche no quedaba nadie. La barraca estaba oscura, silenciosa. Por la puerta abierta y lóbrega llegaba como un lejano susurro la respiración cansada de la familia, todos caídos, como muertos de la batalla con el dolor.

Batiste, siempre inmóvil, miraba como un idiota las estrellas que parpadeaban en el azul oscuro de la noche.

La soledad le reanimó. Empezaba a darse cuenta exacta de su situación. La vega tenía el aspecto de siempre, pero a él le parecía más hermosa, más tranquilizadora, como un rostro ceñudo que se desarruga y sonríe.

Las gentes, cuyos gritos sonaban a lo lejos, en las puertas de las barracas, ya no le odiaban, ya no perseguirían a los suyos. Habían estado bajo su techo, borrando con sus pasos la maldición que pesaba sobre las tierras del tío Barret. Iba a empezar una nueva vida. Pero ¡a que precio!...

Y al tener de repente la visión clara de su desgracia, al pensar en el pobre Pascualet, que a tales horas estaba aplastado por una masa de tierra húmeda y hedionda, rozando su blanca envoltura con la corrupción de otros cuerpos, acechado por el gusano inmundo, él, tan hermoso, con aquella piel fina por la que resbalaba su callosa mano, con sus pelos rubios, que tantas veces había acariciado, sintió como una oleada de plomo que subía y subía desde el estómago a su garganta.

Los grillos que cantaban en el vecino ribazo callaron, espantados por un extraño hipo que rasgó el silencio y sonó en la oscuridad gran parte de la noche, como el estertor de una bestia herida.