La barraca/X
X
Batiste perdió toda esperanza de vivir tranquilo en sus tierras.
La huerta entera volvía a levantarse contra él. Otra vez tuvo que aislarse en la barraca con su familia, vivir en perpetuo vacío, como un apestado, como una fiera enjaulada a la que todos enseñaban el puño desde lejos.
Su mujer le había contado al día siguiente cómo fué conducido a su barraca el herido valentón. El mismo, desde su vivienda, había oído los gritos y las amenazas de toda la gente que acompañaba, solícita, al magullado Pimentó... Una verdadera manifestación. Las mujeres, sabedoras de lo ocurrido gracias a la pasmosa rapidez con que en la huerta se transmiten las noticias, salían al camino para ver de cerca al bravo marido de Pepeta y compadecerlo como a un héroe sacrificado por el interés de todos.
Las mismas que horas antes hablaban pestes de él, escandalizadas por su apuesta de borracho, lo compadecían, se enteraban de si su herida era grave, y clamaban venganza contra aquel muerto de hambre, aquel ladrón, que, no contento con apoderarse de lo que no era suyo, todavía intentaba imponerse por el terror, atacando a los hombres de bien.
Pimentó se mostraba magnífico. Mucho le dolía el golpe, andaba apoyado en sus amigos, con la cabeza entrapajada, hecho un eccehomo, según afirmaban las indignadas comadres; pero hacía esfuerzos para sonreír, y a cada excitación de venganza contestaba con un gesto arrogante, afirmando que corría de su cuenta el castigar al enemigo.
Batiste no dudó que aquellas gentes se vengarían; conocía los procedimientos usuales en la huerta. Para aquella tierra no se había hecho la justicia de la ciudad. El presidio era poca cosa tratándose de satisfacer un resentimiento. ¿Para qué necesitaba un hombre jueces ni Guardia Civil, teniendo buen ojo y una escopeta en su barraca? Las cosas de los hombres deben resolverlas los hombres mismos.
Y como toda la huerta pensaba así, en vano al día siguiente de la riña pasaron y repasaron por las sendas dos charolados tricornios, yendo de casa de Copa a la barraca de Pimentó para hacer preguntas insidiosas a la gente que estaba en los campos. Nadie había visto nada, nadie sabía nada: Pimentó contaba con risotadas brutales cómo se había roto él mismo la cabeza volviendo de la taberna, a consecuencia de su apuesta, que le hizo andar con paso vacilante, chocando contra los árboles del camino; y los dos guardias civiles tuvieron que volverse a su cuartelillo de Alboraya sin sacar nada en claro de los vagos rumores de riña y sangre que habían llegado hasta ellos.
Esta magnanimidad de la víctima y de sus amigos alarmaba a Batiste, haciéndole vivir en perpetua defensiva.
La familia, como medroso caracol, se replegó dentro de la vivienda, huyendo del contacto con la huerta.
Los pequeños ya no asistieron a la escuela. Roseta dejó de ir a la fábrica y Batistet no daba un paso más allá de sus campos. El padre era el único que salía, mostrándose tan confiado y tranquilo por su seguridad como cuidadoso y prudente era para con los suyos.
Pero no hacía ningún viaje a Valencia sin llevar consigo la escopeta, que dejaba confiada a un amigo de los arrabales. Vivía en continuo contacto con su arma, la pieza más moderna de su casa, siempre limpia, brillante y acariciada con ese cariño de moro que el labrador valenciano siente por su escopeta.
Teresa estaba tan triste como al morir el pequeñuelo. Cada vez que veía a su marido limpiando los dos cañones del arma, cambiando los cartuchos o haciendo jugar la palanca para convencerse de que se abría con suavidad, pasaba por su memoria la imagen del presidio y la terrible historia del tío Barret. Veía sangre, y maldecía la hora en que se les ocurrió establecerse sobre estas tierras malditas. Y después venían las horas de inquietud por la ausencia de su marido, unas tardes interminables de angustia, esperando al hombre que nunca regresaba, saliendo a la puerta de la barraca para explorar el camino, estremeciéndose cada vez que sonaba a lo lejos algún disparo de los cazadores de golondrinas, creyéndolo el principio de una tragedia, el tiro que destrozaba la cabeza del jefe de la familia o que le abría las puertas del presidio. Y cuando, finalmente, aparecía Batiste, gritaban los pequeños de alegría, sonreía Teresa, limpiándose los ojos; salía la hija a abrazar a su pare, y hasta el perro saltaba junto a él, husmeándolo con inquietud, como si olfatease en su persona el peligro que acababa de arrostrar.
Y Batiste, seguro, firme, sin arrogancia, reía de la inquietud de su familia, mostrándose cada vez más atrevido según iba transcurriendo el tiempo desde la famosa riña.
Se consideraba seguro. Mientras llevase pendiente del brazo el magnífico pájaro de dos voces, como él llamaba a su escopeta, podía marchar con tranquilidad por toda la huerta. Yendo en tan buena compañía, sus enemigos fingían no conocerle. Hasta algunas veces había visto de lejos a Pimentó, que paseaba por la huerta como bandera de venganza su cabeza entrapajada, y el valentón, a pesar de que estaba repuesto del golpe, huía, temiendo el encuentro tal vez más que Batiste.
Todos lo miraban de reojo, pero jamás oyó desde los campos cercanos al camino una palabra de insulto. Le volvían la espalda con desprecio, se inclinaban sobre la tierra y trabajaban febrilmente hasta perderlo de vista.
El único que le hablaba era el tío Tomba, el pastor loco, que le reconocía con sus ojos sin luz, como si oliese en torno de Batiste el ambiente de la catástrofe. Y siempre lo mismo... ¿No quería abandonar las tierras malditas?
-Fas mal, fill meu; te portarán desgrasia (Haces mal, hijo mío; te traerán desgracia.)
Batiste acogía con una sonrisa la cantilena del viejo.
Familiarizado con el peligro, nunca lo había temido menos que ahora. Hasta sentía cierto goce secreto provocándolo, marchando rectamente hacia él. Su hazaña de la taberna había modificado su carácter, antes pacífico y sufrido, despertando en su interior una brutalidad agresora. Quería demostrar a toda aquella gente que no la temía, y así como le había abierto la cabeza a Pimentó, era capaz de andar a tiros con toda la huerta. Ya que le empujaban a ello, sería valentón y jactancioso por algún tiempo, para que le respetasen, dejándole después vivir tranquilamente.
Metido en tan peligroso empeño, hasta abandonó sus campos, pasando los días en los senderos de la huerta con pretexto de cazar, pero en realidad para exhibir su escopeta y su gesto de pocos amigos.
Una tarde, tirando a las golondrinas en el barranco de Carraixet, le sorprendió el crepúsculo.
Los pájaros tejían con su inquieto vuelo una caprichosa contradanza, reflejada por las tranquilas charcas con orlas de juncos. Este barranco, que cortaba la huerta como una grieta profunda, sombrío, de aguas estancadas y putrefactas, con orillas fangosas, junto a las cuales se agitaba alguna piragua medio podrida, era de un aspecto desolado y salvaje. Nadie hubiera sospechado que detrás de los altos ribazos, más allá de los juncos y los cañares, estaba la vega, con su ambiente risueño y sus verdes perspectivas. Hasta la luz del sol parecía lúgubre bajando al fondo de este barranco, tamizada por una áspera vegetación y reflejándose pálidamente en las aguas muertas.
Batiste pasó la tarde tirando. En su faja quedaban ya pocos cartuchos, y a sus pies, como montón de plumas ensangrentadas, tenía hasta dos docenas de pájaros. ¡La gran cena!... ¡Cómo se alegraría su familia!
Empezó a anochecer en el profundo barranco; de las charcas surgió un hálito hediondo, la respiracíón venenosa de la fiebre palúdica. Las ranas cantaban a miles, como si saludasen a las primeras estrellas, contentas de no oír ya los tiros que interrumpían su croqueo y las obligaba a arrojarse medrosamente de cabeza, rompiendo el terso cristal de los estanques putrefactos.
Recogió Batiste los manojos de pájaros, colgándolos de su faja, y con sólo dos saltos subió el ribazo, emprendiendo por las sendas el regreso a su barraca.
El cielo, impregnado aún de la débil luz del crepúsculo, tenía un tono dulce de violeta; brillaban las estrellas, y en la inmensa huerta sonaban los mil ruidos de la vida campestre antes de extinguirse con la llegada de la noche. Pasaban por las sendas las muchachas que regresaban de la ciudad, los hombres que volvían del campo, las cansadas caballerías arrastrando el pesado carro, y Batiste contestaba al ¡Bona nit! de todos los que transitaban junto a él, gente de Alboraya que no le conocía o no tenía los motivos que sus convecinos para odiarle.
Dejó atrás el pueblo, y según avanzaba Batiste hacia su barraca marcábase cada vez más la hostilidad. La gente tropezaba con él en las sendas sin darle las buenas tardes.
Entraba en tierra extranjera, y como soldado que se prepara a combatir apenas cruza la frontera enemiga, Batiste buscó en su faja las municiones de guerra, dos cartuchos con bala y postas, fabricados por él mismo, y cargó su escopeta.
El hombretón rió después de hacer esto. Buena rociada de plomo iba a recibir aquel que intentase cortarle el paso.
Caminaba sin prisa, tranquilamente, gozándose en respirar la frescura de aquella noche de verano. Pero esta calma no le impedía ir pensando en lo aventurado que era recorrer la huerta a tales horas teniendo enemigos.
Su oído sutil de campesino percibió un ruido a su espalda. Volvió rápidamente, y a la difusa luz de las estrellas creyó ver un bulto negro saliendo del camino con silencioso paso y ocultándose detrás de un ribazo.
Batiste requirió su escopeta y, montando las llaves, se aproximó cautelosamente a dicho sitio. Nadie... Unícamente a alguna distancia le pareció que las plantas ondulaban en la oscuridad, como si un cuerpo se arrastrase entre ellas.
Le venían siguiendo: alguien intentaba sorprenderle traidoramente por la espalda. Pero esta sospecha duró poco. Tal vez fuese algún perro vagabundo que huía al sentir su aproximación.
En fin: lo cierto era que alguien huía de él, fuese quien fuese, y nada tenía que hacer allí.
Siguió adelante por el lóbrego camino, andando silenciosamente, como hombre que conoce el terreno a ciegas y por prudencia desea no llamar la atención. Según se aproximaba a su barraca, sentía mayor inquietud. Este era su distrito, pero en él estaban sus más tenaces enemigos.
Algunos minutos antes de llegar a su vivienda, cerca de la alquería azul donde las muchachas bailaban los domingos, el camino se estrangulaba, formando varias curvas. A un lado, un ribazo alto coronado por doble fila de viejas moreras; al otro, una ancha acequia, cuyos bordes en pendiente estaban cubiertos por espesos y altos cañares.
Esta vegetación parecía en la oscuridad un bosque indiano, una bóveda de bambúes cimbreándose sobre el camino negro. La masa de cañas, estremecida por el vientecillo de la noche, lanzaba un quejido lúgubre; parecía olerse la traición en este lugar, tan fresco y agradable durante las horas de sol.
Batiste, para burlarse de su propia inquietud, exageraba el peligro mentalmente. ¡Magnífico lugar para soltarle un escopetazo seguro! Si Pimentó anduviese por allí, no despreciaría tan hermosa ocasión.
Y apenas se dijo esto, salió de entre las cañas una recta y fugaz lengua de fuego, una flecha roja, que, al disolverse, produjo un estampido, y algo pasó silbando junto a una oreja de Batiste. Tiraban contra él... Instintivamente se agachó queriendo confundirse con la lobreguez del suelo, no presentar blanco al enemigo. Y en el mismo momento brilló un segundo fogonazo, sonó otra detonación, confundiéndose con los ecos aún vivos de la primera, y Batiste sintió en el hombro izquierdo un dolor de desgarramiento, algo así como una uña de acero arañándole superficialmente.
Apenas si reparó en ello su atención. Sentía una alegría salvaje. Dos tiros..., el enemigo estaba desarmado.
-¡Cristo! ¡Ara te pille! (¡Cristo! ¡Ahora te pillo!)
Se lanzó por entre las cañas, bajó casi rodando la pendiente de una de las orillas de la acequia, y se vio metido en el agua hasta la cintura, los pies en el barro y los brazos altos, muy altos, para impedir que se le mojase la escopeta, guardando avaramente los dos tiros hasta el momento de dispararlos con toda seguridad.
Ante sus ojos cruzábanse las cañas formando apretada bóveda, casi al ras del agua. Delante de él iba sonando en la lobreguez un chapoteo sordo, como si un perro huyese acequia abajo... Allí estaba el enemigo: ¡a él!
Y empezó una carrera loca en el profundo cauce, andando a tientas en la sombra, dejando perdidas las alpargatas en el légamo del lecho, con los pantalones pegados a la carne, tirantes, pesados, dificultando los movimientos, recibiendo en el rostro el bofetón de las cañas tronchadas, los arañazos de las hojas rígidas y cortantes.
Hubo un momento en que Batiste creyó ver algo negro que se agarraba a las cañas pugnando por remontar el ribazo. Podía escaparse... i Fuego! Sus manos, que sentían la comezón del homicidio, echaron la escopeta a la cara; partió el gatillo..., sonó el disparo y cayó el bulto en la acequia, entre una lluvia de hojas y cañas rotas.
¡A él! ¡A él!... Otra vez volvió Batiste a oír aquel chapoteo de perro fugitivo; pero ahora con más fuerza, como si extremara la huída espoleado por la desesperación.
Fué un vértigo esta carrera a través de la oscuridad, de la vegetación y del agua. Resbalaban los dos en el blanducho suelo, sin poder agarrarse a las cañas por no soltar la escopeta; arremolinábase el agua, batida por la furiosa carrera, y Batiste, que cayó de rodillas varias veces, sólo pensó en estirar los brazos para mantener su arma fuera de la superficie, salvando el tiro de reserva.
Y así continuó la cacería humana, a tientas, en la oscuridad profunda, hasta que en una revuelta de la acequia salieron a un espacio despejado, con los ribazos limpios de cañas.
Los ojos de Batiste, habituados a la lobreguez de la bóveda vegetal, vieron con toda claridad a un hombre que, apoyándose en la escopeta, salía tambaleándose de la acequia, moviendo con dificultad sus piernas cargadas de barro.
Era él.... ¡él! ¡El de siempre!
-¡Lladre..., lladre..., no t'escaparás! (¡Ladrón..., ladrón..., no te escaparás!) -rugió Batiste. disparando su segundo tiro desde el fondo de la acequia, con la seguridad del tirador que puede apuntar bien y sabe que hace carne.
Lo vió caer de bruces pesadamente sobre el ribazo y gatear luego para no rodar hasta el agua. Batiste quiso alcanzarlo, pero con tanta precipitación, que fué él quien, dando un paso en falso, cayó cuan largo era en el fondo de la acequia.
Su cabeza se hundió en el barro, tragando el líquido terroso y rojizo; creyó morir, quedar enterrado en aquel lecho de fango, y, al fin, con un esfuerzo poderoso, consiguió enderezarse, sacando fuera del agua sus ojos ciegos por el limo, su boca, que aspiraba anhelante el viento de la noche.
Apenas recobró la vista, buscó a su enemigo. Había desaparecido.
Chorreando barro y agua, salió de la acequia, subió la pendiente por el mismo sitio que su adversario; pero al llegar arriba no lo vió.
En la tierra seca se marcaban algunas manchas negruzcas, y las tocó con las manos. Olían a sangre. Bien sabía él que no había errado el tiro. Pero en vano buscó al contrario, con el deseo de contemplar su cadáver.
Aquel Pimentó tenía el pellejo duro, y, arrojando sangre y barro, iba tal vez a rastras hasta su barraca. De él debía proceder un vago roce que creyó percibir en los inmediatos campos semejante al de una gran culebra arrastrándose por los surcos; por él ladraban todos los perros de la huerta con desesperados aullidos. Le había oído arrastrarse del mismo modo un cuarto de hora antes, cuando intentaba, sin duda, matarlo por la espalda, y al verse descubierto huyó a gatas del camino para apostarse más allá, en el frondoso cañar, y acecharlo sin riesgo.
Batiste sintió miedo de pronto. Estaba solo, en medio de la vega, completamente desarmado; su escopeta, falta de cartuchos, no era ya mas que una débil maza. Pimentó no podía retornar contra él; pero tenía amigos. Y dominado por un súbito terror, echó a correr, buscando a través de los campos el camino que conducía a su barraca.
La vega se estremecía de alarma. Los cuatro tiros en medio de la noche habían puesto en conmoción a todo el contorno. Ladraban los perros, cada vez más furiosos; entreabríanse las puertas de las alquerías y barracas, arrojando negras siluetas, que ciertamente no salían con las manos vacías.
Con silbidos y gritos entendíanse los convecinos a grandes distancias. Tiros de noche podían ser una señal de incendio, de ladrones, ¡quién sabe de qué!... ; y los hombres salían de sus casas dispuestos a todo, con la abnegación y la solidaridad de los que viven en pleno campo.
Asustado por este movimiento, corrió Batiste hacia su barraca, encorvándose muchas veces para pasar inadvertido al amparo de los ribazos o los grandes montones de paja.
Ya veía su vivienda, con la puerta abierta e iluminada, y en el centro del rojo cuadro, los bultos negros de su familia.
El perro le olfateó y fué el primero en saludarle. Teresa y Roseta dieron un grito de regocijo.
-Batiste, ¿eres tú?
-¡Pare! ¡Pare!...
Y todos se abalanzaron a él, en la entrada de la barraca, bajo la vetusta parra, a través de cuyos pámpanos brillaban las estrellas como gusanos de luz.
La madre, con su fino oído de mujer, inquieta y alarmada por la tardanza del marido, había oído lejos, muy lejos, los cuatro tiros, y el corazón le dió un vuelco, como ella decía. Toda la familia se había lanzado a la puerta, devorando ansiosa el oscuro horizonte, convencida de que las detonaciones que alarmaban la vega tenían alguna relación con la ausencia del padre.
Locos de alegría al verlo y al oír sus palabras, no se fijaban en su cara manchada de barro, en sus pies descalzos, en la ropa sucia y chorreando fango.
Lo empujaron hacia dentro. Roseta colgaba de su cuello, suspirando amorosamente, con los ojos todavía húmedos:
-¡Pare! ¡Pare!...
Pero el padre no pudo contener una mueca de sufrimiento, un «¡ay!» ahogado y doloroso. Un brazo de Roseta se había apoyado en su hombro izquierdo, en el mismo sitio donde sufrió el desgarrón de la uña de acero, y en el que ahora sentía un peso cada vez más abrumador.
Al entrar en la barraca y darle de lleno la luz del candil, las mujeres y los chicos lanzaron un grito de asombro. Vieron la camisa ensangrentada, y, ademas, su facha de forajido, como si acabara de escaparse de un presidio saliendo por la letrina.
Roseta y su madre prorrumpieron en gemidos: «¡Reina Santísima! ¡Señora y Soberana! ¿Lo habían matado?»
Pero Batiste, que sentía en el hombro un dolor cada vez más insufrible, las sacó de sus lamentaciones, ordenando con gesto hosco que viesen pronto lo que tenía.
Roseta, más animosa, rasgó la gruesa y áspera camisa hasta dejar el hombro al descubierto... ¡Cuánta sangre! La muchacha palideció, haciendo esfuerzos para no desmayarse. Batistet y los pequeños empezaron a llorar y Teresa continuó los alaridos, como si su esposo se hallase en la agonía.
Pero el herido no estaba para sufrir lamentaciones y protestó con rudeza. Menos lloros: aquello era poca cosa; la prueba estaba en que podía mover el brazo, aunque cada vez sentía mayor peso en el hombro. Era un rasguño, una rozadura de bala, y nada más. Sentíase demasiado fuerte para que aquella herida fuese grave. ¡A ver!... agua, trapos, hilas, la botella de árnica que Teresa guardaba como milagroso remedio en su estudi... ¡Había que moverse! El caso no era para estar todos mirándole con la boca abierta.
Revolvió Teresa todo su cuarto, buscando en el fondo de las arcas, rasgando lienzos, desliando vendas, mientras la muchacha lavaba y volvía a lavar los labios de aquella hendidura sangrienta que partía como un sablazo el carnoso hombro.
Las dos mujeres atajaron como pudieron la hemorragia, vendaron la herida, y Batiste respiró con satisfacción, como si ya estuviese curado. Peores golpes habían caído sobre él en la vida.
Y se dedicó a sermonear a los pequeños para que fuesen prudentes. De todo lo que habían visto, ni una palabra a nadie. Eran asuntos que convenía olvidarlos. Y lo mismo repitió a su mujer, que hablaba de avisar al médico. Valía esto tanto como llamar la atención de la Justicia. Ya iría curándose él solo: Su pellejo hacía milagros. Lo que importaba era que nadie se mezclase en lo ocurrido allá abajo. ¡Quién sabe cómo estaría a tales horas... el otro!
Mientras su mujer le ayudaba a cambiar de ropas y preparaba la cama, Batiste le contó lo ocurrido. La buena mujer abría los ojos con expresión de espanto, suspiraba pensando en el peligro arrostrado por su marido, y lanzaba miradas inquietas a la cerrada puerta de la barraca, como si por ella fuese a filtrarse la Guardia Civil.
Batistet, en tanto, con una prudencia precoz, cogía la escopeta y a la luz del candil la secaba, limpiando sus cañones, esforzándose en borrar de ella toda señal de uso reciente, por lo que pudiera ocurrir.
La noche fue mala para toda la familia. Batiste deliró en el camón del estudi. Tenía fiebre, agitábase furioso, como si aún corriese por el cauce de la acequia cazando al hombre, y sus gritos asustaban a los pequeños y a las dos mujeres, que pasaron la noche de claro en claro, sentadas junto al lecho, ofreciéndole a cada instante agua azucarada, único remedio casero que lograron inventar.
Al día siguiente, la barraca tuvo entornada su puerta toda la mañana. El herido parecía estar mejor; los chicos, con los ojos enrojecidos por el insomnio, permanecían inmóviles en el corral, sentados sobre el estiércol, siguiendo con atención estúpida todos los movimientos de los animales encerrados allí.
Teresa atisbaba la vega por la puerta entreabierta, volviendo después al lado de Batiste... ¡Cuánta gente! Todos los del contorno pasaban por el camino con dirección a la barraca de Pimentó. Se veía en torno de ella un hormiguero de hombres..., y todos con la cara fosca, hablando a gritos, entre enérgicos manoteos, lanzando tal vez desde lejos miradas de odio a la antigua barraca de Barret.
Su marido acogía con gruñidos estas noticias. Algo le escarabajeaba en el pecho, causándole hondo daño. Este movimiento de la huerta hacia la barraca de su enemigo era una prueba de que Pimentó se hallaba grave. Tal vez iba a morirse. Estaba seguro de que las dos balas de su escopeta las tenía aún en el cuerpo.
Y ahora, ¿qué iba a pasar?... ¿Moriría él en presidio como el pobre tío Barret?... No; se continuarían las costumbres de la huerta, el respeto a la Justicia por mano propia. Se callaría el agonizante, dejando a sus amigos, los Terrerola u otros, el encargo de vengarle. Y Batiste no sabía qué temer más, si la justicia de la ciudad o la de la huerta.
Empezaba a caer la tarde, cuando el herido, despreciando las protestas y ruegos de las dos mujeres, saltó de su camón.
Se ahogaba; su cuerpo de atleta, habituado a la fatiga, no podía resistir tantas horas de inmovilidad. La pesadez del hombro le impulsaba a cambíar de posición, como si esto pudiera librarle del dolor.
Con paso vacilante, entumecido por el reposo, salió de la barraca, sentándose bajo el emparrado, en un banco de ladrillos.
La tarde era desapacible; soplaba un viento demasiado fuerte para la estación. Nubarrones morados cubrían el sol, y por bajo de ellos desplomábase la luz, cerrando el horizonte como un telón de oro pálido.
Miró Batiste vagamente hacia la parte de la ciudad, volviendo su espalda a la barraca de Pimentó, que ahora se veía claramente, al quedar despojados los campos de las cortinas de mies que la ocultaban antes de la siega.
Sentía el herido a un mismo tiempo el impulso de la curiosidad y el miedo a ver demasiado; pero, al fin, volvió lentamente los ojos hacia la casa de su adversario.
Sí; mucha gente se agrupaba ante la puerta: hombres, mujeres, niños; toda la vega, que corría ansiosa a visitar a su vencido libertador.
¡Cómo debían de odiarlo aquellas gentes!... Estaban lejos, y, no obstante, adivinaba su nombre sonando en todas las bocas. En el zumbar de sus oídos, en el latir de sus sienes ardorosas por la fiebre, creyó percibir el susurro amenazante de aquel avispero.
Y, sin embargo, bien sabía Dios que él no había hecho más que defenderse; que sólo deseaba mantener a los suyos sin causar daño a nadie. ¿Qué culpa tenía de encontrarse en pugna con unas gentes que, como decía don Joaquín, el maestro, eran muy buenas, pero muy bestias?...
Terminaba la tarde; el crepúsculo cernía sobre la vega una luz gris y triste. El viento, cada vez más fuerte, trajo hasta la barraca un lejano eco de lamentos y voces furiosas.
Batiste vio arremolinarse la gente en la puerta de la barraca lejana, y luego, muchos brazos levantados con expresión de dolor, manos crispadas que se arrancaban el pañuelo de la cabeza para arrojarlo con rabia al suelo.
Sintió el herido que toda su sangre fluía a su corazón, que éste se detenía como paralizado algunos instantes, para después latir con más fuerza, arrojando a su rostro una oleada roja y ardiente.
Adivinaba lo currido allá lejos; se lo decía el corazón: Pimentó acababa de morir.
Tembló Batiste de frío y de miedo; fue una sensación de debilidad, como si de repente le abandonaran sus fuerzas, y se metió en su barraca, no respirando normalmente hasta que vio la puerta con el cerrojo echado y encendido el candil.
La velada fue lúgubre. El sueño abrumaba a la familia, rendida de cansancio por la vigilia de la noche anterior. Apenas si cenaron, y antes de las nueve ya estaban todos en la cama.
Batiste sentíase mejor de su herida. El peso en el hombro había disminuído; ya no le dominaba la fiebre; pero ahora le atormentaba un dolor extraño en el corazón.
En la oscuridad del estudi, y todavía despierto, vio surgir una figura pálida, indeterminada, que poco a poco fue tomando contorno y colores, hasta ser Pimentó, tal como le había visto en los últimos días, con la cabeza entrapada y su gesto amenazante de terco vengativo.
Molestábale esta visión y cerró los ojos para dormir. Oscuridad absoluta; el sueño iba apoderándose de él... Pero los cerrados ojos empezaron a poblar su densa lobreguez de puntos ígneos, que se agrandaban, formando manchas de varios colores; y las manchas, después de flotar caprichosamente, se buscaban, se amalgamaban, y otra vez veía a Pimentó aproximándose a él lentamente, con la cautela feroz de una mala bestia que fascina a su víctima.
Batiste hizo esfuerzos por librarse de esta pesadilla.
No dormía, no; escuchaba los ronquidos de su mujer, acostada junto a él, la de sus hijos, abrumados por el cansancio; pero los oía cada vez más hondos, como si una fuerza misteriosa se llevase lejos, muy lejos, la barraca, y él, sin embargo, permaneciese allí, inerte, sin poder moverse por más esfuerzos que intentaba, viendo la cara de Pimentó junto a la suya, sintiendo en su rostro la cálida respiración de su enemigo.
¿Pero ¿no había muerto?... Su embotado pensamiento formulaba esta pregunta, y tras muchos esfuerzos se contestaba a sí mismo que Pimentó había muerto. Ya no tenía, como antes, la cabeza rota; ahora mostraba el cuerpo rasgado por dos heridas, que Batiste no podía apreciar en qué lugar estaban; pero dos heridas eran que abrían sus labios amoratados como inagotables fuentes de sangre. Los dos escopetazos: cosa indiscutible. El no era de los tiradores que marran.
Y el fantasma, envolviéndole el rostro con su respiración ardiente, dejaba caer sobre Batiste una mirada que parecía agujerearle los ojos y descendía hasta arañarle las entrañas.
-¡Perdónam, Pimentó! -gemía el herido con voz infantil, aterrado por la pesadilla.
Sí; debía perdonarlo. Lo había matado, era verdad; pero él había sido el primero en buscarlo. ¡Vamos, los hombres que son hombres deben mostrarse razonables! El tenía la culpa de todo lo ocurrido.
Pero los muertos no entienden de razones, y el espectro, procediendo como un bandido, sonreía ferozmente, y de un salto se subía a la cama, sentándose sobre él, oprimiéndole la herida del hombro con todo su peso.
Gimió Batiste de dolor, sin poder moverse para repeler esta mole. Intentaba enternecerlo, llamándole Toni con familiar cariño en vez de designarle por su apodo.
-Toni, me fas mal. (Toni, me haces daño.)
Eso es lo que deseaba el fantasma: hacerle daño. Y pareciéndole aún poco, con sólo su mirada arrebató los trapos y vendajes de su herida, que volaron y se esparcieron. Luego hundió sus uñas crueles en el desgarrón de la carne y tiró de los bordes, haciéndole rugir:
-¡Ay, ay!... ¡Pimentó, perdónam!
Tal era su dolor, que los estremecimientos, subiendo a lo largo de su espalda hasta la cabeza, erizaban sus rapados cabellos, haciéndolos crecer y enroscarse con la contracción de la angustia, hasta convertirse en horrible madeja de serpientes.
Entonces ocurrió una cosa horrible. El fantasma, agarrándole por su extraña cabellera, hablaba por fin.
-Vine..., vine (Ven.... ven.) -decía, tirando de él.
Lo arrastraba con sobrehumana ligereza, lo llevaba volando o nadando -no lo sabía él con certeza-, a través de un elemento ligero y resbaladizo, y así iban los dos vertiginosamente, deslizándose en la sombra, hacia una mancha roja que se marcaba lejos, muy lejos.
La mancha se agrandaba, tenía una forma parecida a la puerta de su estudi, y salía por ella un humo denso, nauseabundo, un hedor de paja quemada que le impedía respirar.
Debía de ser la boca del infierno: allí lo arrojaría Pimentó, en la inmensa hoguera, cuyo resplandor inflamaba la puerta. El miedo venció su parálisis. Dió un espantoso grito, movió al fin sus brazos, y de un terrible revés envió lejos de sí a Pimentó y su extraña cabellera.
Tenía los ojos bien abiertos y no vio más al fantasma. Había soñado; era, sin duda, una pesadilla de la fiebre; ahora volvía a verse en la cama con la pobre Teresa, que, vestida aún, roncaba fatigosamente a su lado.
Pero no; el delirio continuaba todavía. ¿Qué luz deslumbrante iluminaba su estudi? Aún veía la boca del infierno, que era igual a la puerta de su cuarto, arrojando humo y rojizo resplandor. ¿Estaría dormido?... Se restregó los ojos, movió los brazos, se incorporó en la cama... No; despierto y bien despierto.
La puerta estaba cada vez más roja, el humo era más denso. Oyó sordos crujidos, como de cañas que estallaban lamidas por la llama, y hasta vio danzar las chispas, agarrándose como moscas de fuego a la cortina de cretona que cerraba el cuarto. Sonó un ladrido desesperado, interminable, como un esquilón sonando a rebato.
¡Recristo!... La convicción de la realidad, asaltándole de pronto, pareció enloquecerle.
-¡Teresa!... ¡Amunt! (¡Arriba!)
Y del primer empujón la echó fuera de la cama. Después corrió al cuarto de los chicos, y a golpes y gritos los sacó en camisa, como un rebaño idiota y medroso que corre ante el palo, sin saber adónde va. Ya ardía el techo de su cuarto, arrojando sobre la cama un ramillete de chispas.
Cegado por el humo y contando los minutos como siglos, abrió Batiste la puerta, y por ella salió enloquecida de terror toda la familia en paños menores, corriendo hasta el camino.
Allí, un poco más serenos, se sentaron. Todos, estaban todos, hasta el pobre perro, que aullaba, melancólicamente, mirando la barraca incendiada.
Teresa abrazó a su hija, que olvidando el peligro, estremecíase de vergüenza al verse en camisa en medio de la huerta, y se sentaba en un ribazo, apelotonándose con la preocupación del pudor, apoyando la barba en las rodillas y tirando del blanco lienzo para que le cubriera los pies.
Los dos pequeños refugiábanse amedrentados en los brazos de su hermano mayor y el padre agitábase como un demente, rugiendo maldiciones.
¡Recordóns!... ¡Y qué bien habían sabido hacerlo!... Habían prendido fuego a su barraca por sus cuatro costados; toda ella ardía de golpe. Hasta el corral, con su cuadra y sus sombrajos, estaba coronado de llamas imponentes.
Partían de él relinchos desesperados, cacareos de terror, gruñidos feroces; pero la barraca, insensible a los lamentos de los que se tostaban en sus entrañas, seguía arrojando curvas lenguas de fuego por las puertas y los ventanos. De su incendiada cubierta elevábase una espiral enorme de humo blanco, que con el reflejo del incendió tomaba transparencias de rosa.
Había cambiado el tiempo; la noche era tranquila, no soplaba ninguna brisa, y el azul del cielo estaba empañado por la columna de humo, entre cuyos blancos vellones asomaban, curiosas, las estrellas.
Teresa luchaba con el marido, que, repuesto de su dolorosa sorpresa y aguijoneado por el interés, que hace cometer locuras, quería meterse en aquel infierno. Un instante nada más, lo indispensable para sacar del estudi el saquito de plata, producto de la cosecha.
¡Ah buena Teresa! No era necesario que contuviese al marido, sufriendo sus recios empujones. Una barraca arde pronto; la paja y las cañas aman el fuego. La techumbre se vino abajo estruendosamente, aquella erguida techumbre que los vecinos miraban como un insulto, y del enorme brasero subió una columna espantosa de chispas, a cuya incierta y vacilante luz parecía gesticular la huerta con fantásticas muecas.
Las paredes del corral temblaban sordamente, cual si dentro de ellas se agitase dando golpes una legión de demonios. Como ramillete de fuego saltaban las aves e intentaban volar ardiendo vivas.
Se desplomó un trozo del muro hecho de barro y estacas, y por la negra brecha salió como una centella un monstruo espantable. Arrojaba humo por las narices, agitando su melena de chispas, batiendo desesperadamente su rabo como una escoba de fuego, que esparcía hedor de pelos quemados.
Era el rocín. Pasó con prodigioso salto por encima de la familia, galopando furiosamente a través de los campos. Iba instintivamente en busca de la acequia, y cayó en ella con un chirrido de hierro que se apaga.
Tras él, arrastrándose cual un demonio ebrio y lanzando espantables gruñidos, salió otro espectro de fuego, el cerdo, que se desplomó en medio del campo, ardiendo como una antorcha de grasa.
Ya sólo quedaban en pie las paredes y la parra, con sus sarmientos retorcidos por el incendio, y las pilastras, que se destacaban como barras de tinta sobre un fondo rojo.
Batistet, con el ansia de sacar algo, corría desaforado por las sendas, gritando, aporreando las puertas de las barracas inmediatas, que parecían parpadear con el reflejo del incendio.
-¡Socorro! ¡Socorro!... ¡A foc! ¡A foc! (¡Fuego! ¡Fuego!)
Sus voces se perdían, levantando el eco inútil de las ruinas y los cementerios.
Su padre sonrió cruelmente. En vano llamaba. La huerta era sorda para ellos. Dentro de las blancas barracas había ojos que atisbaban, curiosos, por las rendijas; tal vez bocas que reían con un gozo infantil; pero ni una voz que dijera: «¡Aquí estoy!».
¡El pan! ¡Cuánto cuesta ganarlo! ¡Y cuán malos hace a los hombres!
En una barraca brillaba una luz pálida, amarillenta, triste. Teresa, atolondrada por el peligro, quiso ir a ella a implorar socorro, con la esperanza que infunde el ajeno auxilio, con la ilusión de algo milagroso que se ansía en la desgracia.
Su marido la detuvo con una expresión de terror. No; allí, no. A todas partes menos allí.
Y como hombre que ha caído tan hondo, tan hondo, que ya no puede sentir remordimiento, apartó su vista del incendio para fijarla en aquella luz macilenta; luz de cirios que arden sin brillo, como alimentados por una atmósfera en la que se percibe aún el revoloteo de la muerte.
¡Adiós, Pimentó! Bien servido te alejas del mundo. La barraca y la fortuna del odiado intruso alumbrarán tu cadáver mejor que los cirios comprados por la desolada Pepeta, amarillentas lágrimas de luz.
Batistet regresó desesperado de su inútil correría. Nadie contestaba.
La vega, silenciosa y ceñuda, los despedía para siempre.
Estaban más solos que en medio de un desierto; el vacío del odio era mil veces peor que el de la Naturaleza.
Huirían de allí para empezar otra vida, sintiendo el hambre detrás de ellos pisándoles los talones; dejarían a sus espaldas la ruina de su trabajo y el cuerpecillo de uno de los suyos, del pobre albaet, que se pudría en las entrañas de aquellas tierras como víctima inocente de una batalla implacable.
Y todos, con resignación oriental, sentáronse en el ribazo, y allí aguardaron el amanecer, con la espalda transida de frío, tostados de frente por el brasero que teñía sus rostros con reflejos de sangre, siguiendo, con la pasividad del fatalismo, el curso del fuego, que iba devorando todos sus esfuerzos y los convertía en pavesas tan deleznables y tenues como sus antiguas ilusiones de paz y trabajo.
Valencia, octubre-diciembre 1898.