La boda
El día era espléndido, primaveral, y la gente apiñada en el ómnibus, camino de los Viveros, iba del mejor humor posible, con el hambre canina que se despierta después de una mañana ajetreada, de emociones y aire libre. Se esperaban grandes cosas del yantar: bien rico y generoso era el novio, y bien pirrado estaba por la novia. Le constaba a Nicasio, el platero, que se lo había confiado a doña Fausta, la tintorera, y a sus niñas: habría champaña y langostinos, y hasta se esperaba una sorpresa, un plato de marqueses, que se llama ¡bestión de fuagrá!
Y no mentía el platero Nicasio. Don Elías, dueño de varias fábricas de quincalla y del mejor bazar de la calle de Atocha, había perdido la cuenta del tiempo que llevaba cortejando a la desdeñosa Regina, hija de doña Andrea, la directora del colegio de niños de la plazuela de Santa Cruz. Regina era una rubia airosa, aseñoritada como pocas, instruidita, soñadora por naturaleza y también por haber leído bastante historia, novela, versos, cosas de amores...; amén de su afición al teatro, insaciable; no al teatro alegre ni sicalíptico: a los dramas y a las comedias serias y sentimentales. Sería exceso llamar hermosa a Regina; pero tenía atractivo, elegancia, un modo de ser muy superior a su esfera social, y su cuerpo mostraba líneas de admirable concisión, realzadas por el vestir sencillo y delicado, a la francesa. No pasaba inadvertida en ninguna parte, y tenía sus envidiosas y sus imitadoras.
A pesar de la campaña de su madre -loca de gozo al presentarse un pretendiente como don Elías-, Regina luchó años enteros antes de aceptarle. No daba razones. No quería. Que no le hablasen de semejante cosa. Era dueña de su voluntad: no tenía ambición, no estaba en venta..., y argumentos por el estilo. No se le conocía otro novio... Esto era lo que a la madre la volvía loca. «¡Si al fin ella no quiere a nadie! ¡Si por más que estoy a la mira no veo moros en la costa!».
Nunca se observan sino los hechos materiales... Los corazones no tienen ventanillas de cristal. Regina se negaba tan resueltamente porque no acababa de convencerse de que el profesor de francés del colegio, señorito pobre y guapo como un Apolo, no se acordaba de ella, sino para saludarla atentamente al entrar y salir de clase. ¡Aquél, sí! ¡Una palabra de aquél! Regina, en secreto y sin ridículas apariencias, sufría el largo y cruel proceso de la fiebre amorosa. Cierto día, cuando más renegaba de la triste condición de la mujer, que no le permite revelar su afán, por hondo que sea, notó que disimuladamente el gallardo profesor pasaba un billetito a una alumna jorobada, hija única de un usurero millonario. Hubo noches de insomnio y días de desgano; hubo lágrimas involuntarias y hasta crisis nerviosas; la defensa del ideal, que no quiere morir... Al cabo de un mes, de pronto, sin preámbulos, Regina anunció a su madre que estaba dispuesta a la unión con don Elías. Su consuelo era que nadie conociese la malhadada y defraudada ilusión... Había acertado a disimularla; su humillación era como si no hubiese existido, puesto que no la sospechaba ni doña Andrea, después de espiar a su hija continuamente. Sería el tesoro que guardase: su amor muerto, su desengaño, paloma de blancas alas, rotas y sangrientas...
Ya se detenía en la plazuela de los Viveros el ómnibus: la novia, ricamente vestida de raso negro, bajaba del interior. Antes que el novio le tendiese la mano para ayudarla, se adelantó un apuesto mozo: el propio Damián Antiste, el profesor, en ensueño hecho hombre, el verdadero autor del enlace entre la romántica criatura y el excelente y clásico industrial madrileño... ¿Cómo estaba allí Damián? Regina sabía a punto cierto que no había asistido a la boda en la iglesia. Sin duda, haciéndose el encontradizo, o doña Andrea, o don Elías le convidarían... Lo cierto era que estaba..., y que iba a comer tal vez a su lado... o enfrente... Regina recordó que el usurero había sacado del colegio a la niña corcovada, encerrándola a piedra y lodo; y pensó que Damián ya no se acordaría de sus ambiciosos planes. Todo esto lo calculó en un relámpago. La sensación terriblemente dulce de la mano del profesor estrechando la suya, de los ojos que la devoraban, abolió las demás y suprimió cuanto no fuese el acre placer del triunfo. La mirada de Damián era atrevida, explícita, larga. Detallaba a Regina, hermosa realmente en aquel momento, bajo el velo blanco que nubaba los cabellos brilladores, ondulados con coquetería, adornada con el azahar céreo de verde follaje, resplandeciéndole en las orejas dos gotas de agua, limpias, gruesas, mil duros en cada lóbulo; el derroche del espléndido y entusiasmado consorte... «Hoy le gusto», pensó Regina, trémula de placer. Desvió las pupilas; pero el imán del alma le hizo girarlas otra vez hacia el profesor, que seguía devorándola con las suyas. ¡Aquella mirada hacía dos meses! ¿Y por qué «ahora»? ¡Oh, no cabía duda! Era efecto del traje, del tul, de las joyas... Damián «no la había visto» hasta aquel instante. Las mujeres tienen de estas aprensiones; creen en el efecto irresistible del adorno, del traje, de las galas, y así se hacen pedazos tras ellas. ¡Ah, si Damián la ve antes radiante, engalanada, quién duda que la hubiese contemplado como la contemplaba ahora! Pero Damián no sabía ni que ella era bonita, ni que se moría por él... Como agua a la cual se le abre la salida, la ilusión de Regina se desbordó... Era la larga pasión que se satisfacía sin poder contenerse, sin atender ni a respetos ni a pudores... Afortunadamente, el novio había corrido a hablar con el dueño del fondín para saber si todas sus instrucciones se cumplían y el espléndido almuerzo se serviría pronto.
Las amigas despojaron a Regina de su velo y se decidió que, mientras no llegaba la hora de sentarse a la mesa, jugarían al escondite... La boda se desparramó por los senderos de la orilla del agua, que embalsamaban las postreras lilas y las primeras celindas blancas y olorosas. El aroma de aquellas flores madrileñas, en el aire seco y cálido, era trastornador. El follaje tierno, flexible, fino de los arbustos escondía los altos troncos de los árboles y tendía como una cortina movible y embalsamada ante el riachuelo. Era poesía lo burgués del oasis, y hasta poseía las notas del organillo que, lejos, empezaba a ganarse la propina con sus tocatas de zarzuela popular. Arremangando la cola de su magnífico traje, la novia, que sentía hervir la juventud, corrió, dio el ejemplo. Damián la siguió. Nadie reparaba en ellos, o si reparaban las amiguitas, se sentían cómplices; dejar a la novia que se riese, que se alegrase; ¡estaba aún en la antesala del grave deber!
Damián alcanzó a la novia muy pronto. Contra un bosquete de arbolillos, ya densamente hojosos, que empezaba a hacer languidecer el calor, la acorraló, sonriendo. Se acercó, y Regina saboreó la sensación extrañamente divina de ver de cerca, muy de cerca, un rostro que se ha soñado y que ahora, próximo, dominador, parece distinto con el puntilleo de las pupilas al sol y el color cambiante del bigote que se enciende bajo la luz viva... Desfallecida la mujer, el galán le echó al talle los brazos y empezó a pronunciar palabras confusas: la canción eterna que se apodera de las almas... Al pronto Regina escuchó bebiendo aquel hablar que la desvanecía y la embriagaba a la vez. Luego..., ¿qué decía aquel hombre? Regina se hizo atrás espantada de lo que oía. Y él, inhábil, torpe, continuaba:
-No niegue que me quiso, que me quería allá en el colegio... No lo niegue... Si yo lo sabía... Si lo noté desde el mismo momento en que empezó...
Las facciones de la novia, al pronto asombradas, expresaron, al fin, bochorno, desprecio infinito, ira profunda. ¡Miserable! ¡De modo que lo sabía! ¡Y entre tanto, escribía a la millonaria! ¡Y a ella ni una señal de gratitud, ni una frase de consuelo, de simpatía! ¡La dejaba morir! ¡La dejaba casarse con otro! Y ahora... ¡Miserable!
La palabra asomó a los labios blancos de cólera:
-¡Miserable! -gritó en alto.
Y a paso lento, sin volver el rostro atrás, salió del bosquete y se dirigió hacia el comedor. Allí debía de estar su novio, su marido. Y estaba, en efecto, dando disposiciones, señalando sitios en la mesa.
-¡Elías! -dijo ella cariñosamente-. Mira que quiero sentarme a tu lado, ¿eh?
Era la primera vez que le hablaba así... Todos notaron que durante el almuerzo -aquel almuerzo que dejó memoria- ella estuvo tierna, insinuante, y el novio loco de alegría.