La buenaventura (Saavedra)
Apariencia
I - La cita Era en punto medianoche, y reinaba hondo silencio de Medellín en la villa, sumergida en dulce sueño. Desde un trono de celajes nacarados y ligeros, cándida, apacible luna brillaba en el firmamento, sobre el pardo caserío derramando sus reflejos, como sobre los sepulcros de un tranquilo cementerio. Y en una desierta calle, donde sus claros destellos una mitad alumbraban, la otra en sombras confundiendo, estaba en la parte obscura, receloso y encubierto, un noble joven gallardo, no muy alto, aunque bien hecho. Ropón y loba vestía, el uno y el otro negros, traje propio de que usaban escolares de aquel tiempo. De su cintura pendía una espada de Toledo, y un laúd con ambas manos apretaba contra el pecho. Los ojos no separaba, vivos, rasgados, de fuego, lumbreras de un lindo rostro vivaz, gracioso y moreno, de las cercanas paredes de un edificio frontero, en cuyos sillares blancos daba la luna de lleno, descubriendo tres balcones con barandales de hierro; debajo dos rejas grandes no muy lejanas del suelo; y cerrada, una ancha puerta, sobre la que tiene asiento un noble escudo de mármol guarnecido de arabescos. La anchura de aquella calle, en realidad corto trecho, era espacioso teatro, mejor diré campo inmenso, de fantásticas escenas, de mil extraños sucesos, indecisos y confusos como figuras de un sueño, que claramente veía la imaginación de fuego, y la mente arrebatada de aquel gallardo mancebo. De Salamanca las ciencias, los doctores y los ergos que atrás deja, ve delante, y su pobre hogar a un tiempo. Y ve los campos de Italia, aunque nunca estuvo en ellos, mas a do quiere ausentarse, de ambición de gloria lleno, y ya se juzga soldado, y ya se halla en los encuentros, y mira reyes cautivos, y ve ejércitos deshechos, y naciones conquistadas, y a sus pies tronos y cetros, montes de oro y de laureles, anchos mares, mundos nuevos; y todo lo ve, que todo cuanto abraza el pensamiento, lo ven, y lo ven palpable las almas de privilegio. Mas de todo cuanto mira, como en borrosos bosquejos, como las mudables formas de nubes que rompe el viento, es el primer personaje, es el más distinto objeto, es reina y reguladora, y sol de sus pensamientos, la modesta doña Elvira, de Medellín embeleso, y a quien guardan las paredes do los ojos tiene puestos. Para ella sueña sus glorias, para ella anhela trofeos, para ella quiere tesoros, que está enamorado ciego. Y sin los lauros y bienes que no quiso darle el cielo, no puede con ella unirse, que es pobre, aunque caballero. También teme a un poderoso rival, ignorante y necio, pero que ganó en la guerra tesoros e ilustres premios, el que al padre de su amada, codicioso como viejo, con sus riquezas y honores tiene cautivado el seso. Mas en vano teme el joven, es de doña Elvira dueño, pues esperándole, inquieta, aún está fuera del lecho. Y en cuanto la seña escuche, saldrá, su cita cumpliendo, a ofrecerle ser su esposa, y a jurarle amor eterno. II - Las cuchilladas Diz que en cuanto el gallo canta desparecen de improviso los aquelarres de brujas, los fantasmas y vestiglos. Así desaparecieron las escenas o delirios a que la mente del joven daba vida en aquel sitio, de un gallo al sonoro canto, que al momento repetido por otros que parecían los ecos de aquel recinto, al soñador recordaron que allí tan solo ha venido, de un adiós tierno de amante a padecer el martirio, a exigir una palabra, y a ofrecer un plazo fijo, que con segura esperanza le dé aliento en los peligros. Vuelto en sí, pulsa las cuerdas, y a sus acentos sentidos canta una letra amorosa con tono dulce y sumiso. Al punto, cual si el acento que dio vida y regocijo a las auras de la noche fuera conjuro o hechizo, de una reja las maderas ábrense en el edificio que el mancebo contemplaba, y queda un cuadro sombrío, do aparece un bulto blanco, cuyos contornos divinos resaltaban en lo obscuro por la luna esclarecidos. El amante la guitarra suelta, y fuera de sí mismo corre a la dorada reja, abraza los hierros fríos, y en una mano de nieve, que uno de ellos tiene asido, estampa labios de fuego por la pasión encendidos. Balbuciente, temeroso, como enamorado fino, que ser amor elocuente de ser falso es claro indicio, iba a pedir que dos años le conserven fe y cariño, que en ellos ganar espera pingüe estado y nombre digno, cuando (siempre los amantes han de tener enemigos, que en los mejores momentos truequen la dicha en martirio), cuando a lo lejos resuena un alarmante rüido, que a los dos enamorados sobresalta de improviso. «Retírate -dice el joven-; quede tu decoro limpio, que yo tornaré a tus plantas sin importunos testigos.» «Nada temas, seré tuya», entre sollozos le dijo su amada, y cerró la reja, dejando abierto un resquicio. Quiere el mancebo alejarse, mas no puede sin ser visto, y no es hombre que la espalda sabe volver al peligro. Tres bultos mira en la calle que a él dirigen su camino, a dos quedarse ve luego en no muy distante sitio, y al tercero aproximarse a paso largo y altivo, resplandeciendo la luna en su pomposo atavío. Al comendador conoce, que volvió de Italia rico, y que a su Elvira pretende con impertinente ahínco. Mucho celebra el encuentro, y solo le pesa el sitio; pero ya arrestado a todo, le espera firme y tranquilo. El comendador le dice, a diez pasos dando un grito: «Retiraos de aquí, estudiante, o mi espada os hará añicos.» «Otra tengo yo en la mano que a ese insulto dé castigo», dice el mancebo, y se arroja como rayo desprendido de las nubes. Los aceros relampaguean, y vivo arde el combate, lidiando sin hablar, cual bien nacidos. De un leve rasguño tiene el joven su rostro herido; del contrario el pecho roto lanza ya de sangre un río, y perdiendo va terreno, vacilante, cuando un silbo da, y vienen, espada en mano, los otros dos a su auxilio. El joven, como valiente, desprecia a los asesinos, y dejando ya en la tierra, al comendador tendido, carga a los dos y los hiere, y los pone en tal conflicto que, rápidos como el viento, buscan en la fuga asilo. El vencedor reconoce de su victoria el peligro, y a su casa se retira, pobre solar, aunque antiguo, y que también noble escudo ostenta en el frontispicio de la puerta, de que lleva la llave falsa consigo. A don Martín, su buen padre, anciano de hidalgo brío, encuentra sobresaltado, receloso y discursivo, que del mancebo en la mano viendo el hierro en sangre tinto, «¿Qué has hecho, Hernando?», le dice, y contéstale su hijo: «Al comendador he muerto, dando a un insulto castigo, que el honor que tú me diste ha de estar, como el sol, limpio.» «¡Válgame el cielo! -prorrumpe el noble anciano-, preciso, aunque, Hernando, yo no dudo que con razón has reñido, »es el ponernos en salvo, que es inminente el peligro, siendo poderoso el muerto y nosotros desvalidos.» «Partiré al momento a Italia, cual estaba decidido», dice Hernando; mas el padre, prudente, responde: «Hijo, »de las glorias de la Italia ya te has cerrado el camino: el comendador en ella del rey ha estado al servicio. »Del ínclito don Gonzalo era deudo y favorito, y allá ha dejado parientes con honra y con poderío.» «Pues a las Indias -el joven dice- a marchar me decido»; y algo extraordinario y grande brilló en su rostro al decirlo. III - El embarco En la iglesia de San Pedro, una de las más antiguas entre las muchas insignes de la opulenta Sevilla, a las seis de la mañana se está diciendo una misa porque Dios dé buen vïaje a un joven que va a las Indias. Es el gallardo extremeño, a quien hace quince días que de Medellín, su patria, arrojó su valentía, y que en una gruesa nave debe aquella tarde misma despedirse de la Europa a buscar remotos climas. Y con don Martín, su padre, junto al altar, de rodillas, a San Pedro se encomienda y al cielo le pide dicha, en el traje de soldado mostrando tal gallardía, que del devoto concurso tiene la atención cautiva. Terminado el sacrificio recibe la Eucaristía, resplandeciendo en su rostro el entusiasmo y fe viva. Vuelve a la humilde posada, que era en la Borcinería, hostelaje de un morisco, estancia pobre y mezquina. Y así le dijo su padre, cuyas áridas mejillas, lágrimas de desconsuelo quemaban y humedecían: «Hernando, Hernando, hijo mío, a tierras lejanas vas, donde nunca olvidarás de mi noble sangre el brío. »Cual cristiano y caballero teme a Dios, guarda su ley, sirve con lealtad al rey, sé devoto y sé guerrero. »Nunca des a la codicia en tu hidalgo pecho entrada, flaqueza vil, que degrada el cuerpo y el alma vicia. »Sé a tus cabos obediente, afable a tus compañeros, y sin bravatas ni fieros en el peligro valiente. »En los trabajos, sufrido; moderado en la ventura; con generosa cordura no estés vano ni abatido. »Del malo te apartarás, únete siempre a los buenos, que si no ganas, al menos con ellos no perderás. »Si llegas a obtener mando, manda con moderación, pero sólo, y con tesón, hazte obedecer, Hernando, »que el que manda descortés o por ajena influencia, o no exige la obediencia, para el mando inútil es. »Tolera disimulado, aunque te haga padecer, agravio que no ha de ser plenamente castigado. »Reparte con discreción la recompensa y castigo, y al derrotado enemigo, trata con moderación. »Resuelve con madurez; mas resuelto, nada ataje la ejecución; aventaje al rayo en su rapidez. »La santa fe que profesas extender, y de tu rey los dominios, sea ley, Hernando, de tus empresas, »Y no tengas duda alguna de que si lo haces así, siempre irán en pos de ti la victoria y la fortuna. »De tu noble inclinación mucho espero, mucho fío. Basta: abrázame, hijo mío, recibe mi bendición.» La escena tierna, y sublime dolorosa despedida que pasó entre el hijo y padre no es posible describirla. De momentos tan solemnes los afectos de familia, los pensamientos y penas se sienten, mas no se pintan. Al fin, como breve sueño, pasó rápido aquel día, los tristes y los alegres al mismo paso caminan. El sol entre nubes de oro, de un cadáver comitiva, a la tumba del ocaso con majestad descendía, cuando la pieza de leva dio el trueno de la partida, del Guadalquivir soberbio retumbando en las orillas. Ya del arenal la puerta el padre y el hijo pisan, y hacia la Torre del Oro mudos de dolor caminan. Magnífica era la escena, soberbia la perspectiva, espectáculo grandioso el que deslumbró su vista: Cubierto el río de naves de mil naciones amigas, con flámulas, gallardetes, banderolas y divisas, donde espléndidos colores con el sol poniente brillan, donde se mecen las auras, donde retozan las brisas. Ambas márgenes cubiertas de cuanto la Europa cría, de cuanto el arte produce, de cuanto ansía la codicia, de armas, víveres y aprestos, fardos, cajones y pipas, de extraordinarias riquezas, de varias mercaderías. Y en las naves y en las barcas, en los muelles y marismas, y en arenal, alameda, muro, almacenes, garitas, un enjambre de vivientes de todos reinos y climas, de todos sexos y clases, de todas fisonomías. Del grande español Imperio, hombres de todas provincias, y de todas las naciones que la Europa sabia habitan. Moros, moriscos y griegos, egipcios, israelitas, negros, blancos, viejos, mozos, hablando lenguas distintas. Mercaderes, marineros, soldados, guardias, espías, alguaciles, galeotes, canónigos y sopistas, caballeros, capitanes, frailes legos y de misa, charlatanes, valentones, rateros, mozas perdidas, mendigos, músicos, bravos, quincalleros y cambistas, galanes, ilustres damas, gitanas, rufianes, tías. Todo bullicio tan grande, tan extraña algarabía, tal confusión de colores, tal movimiento y tal vida, ofreciendo bajo un cielo como el cielo de Sevilla, que era un pasmo de la mente, un cuadro de hechicería. Tras de la Torre del Oro, mientras don Martín activa el embarco, maldiciendo gabelas y socaliñas, Hernando sueña despierto, y pensando en doña Elvira, embebido en lo pasado, presente y futuro olvida. Llamó su atención de pronto una voz agria y ronquilla que le dice: «Caballero, por Dios, una limosnita.» Vuelve en sí sobresaltado, y delante de sí mira una miserable vieja de extraña fisonomía. Un rostro innoble y siniestro, seco, como de ceniza, con dos penetrantes ojos, de fuego que mueve chispas, descubre entre sucias tocas que rojo manto cobija, sobre un traje de anascote, hecho a desgarrones tiras. Y en el todo de aquel ente algo raro se veía: reunión de astucia, ignorancia, imbecilidad, malicia. Para darle algún socorro en la escarcela registra, y mientras le da un cornado, dice la bruja ladina: «¡Qué lindo y gallardo joven! Si se embarca para Indias, la buenaventura puedo decirle, que sé decirla.» Hay en la vida momentos, que la mitad de la vida por columbrar lo futuro se diera con alegría. Y Hernando, aunque con desprecio contempla aquella estantigua, la mano diestra le ofrece puesta la palma hacia arriba. La vejezuela la toma, un momento la examina, y ora las cejas arquea, ora amaga una sonrisa, y al fin se estremece, tiembla, echa fuego por la vista, y, «¡Qué estoy mirando, cielos!», cual energúmeno grita. Expresión rara y terrible su muerto semblante anima; crece, y convulsa le crujen los huesos y las anillas. Y, «¡Oh mancebo generoso! -exclamó-, ¡qué de inauditas glorias y hazañas te esperan! ¡Qué de triunfos en las Indias! »Tiembla el infierno; ¡tu espada cuántos tributos le quita!... Ve ufano... De contemplarte el cielo se regocija... »Emperadores y reyes te doblarán la rodilla. Cual prodigios, cual portentos verá el mundo tus conquistas. »Tu huella hundirá naciones, las más guerreras y ricas, como del pastor la huella hunde vivares de hormigas. »Con montes de oro y laureles los astros allá te brindan. Eterno será tu nombre, inmortales tus fatigas. »Vuela; el sol de un Nuevo Mundo serás...» No pudo sufrirla el joven tiempo más largo, juzgando la retahíla cosa a todo aventurero por aquella bruja dicha para sacar recompensa más abundante y opima. Y la interrumpe, y le dice: «Solo quiero que me digas si seré tan venturoso que regrese a estas orillas.» Quedó suspensa la vieja, muda, en él los ojos fija, pero apagados: su rostro se seca; se desanima; y con la expresión siniestra de una sardónica risa, «Volverás, sí -le responde-, que volver es tu desdicha; »volverás..., sí..., de seguro... El sol se va y vuelve..., mira...» Y con una enjuta mano y un dedo que parecía el de la terrible muerte, en rara actitud le indica a Castilleja, por donde el rojo sol se escondía. El joven a Castilleja torna de pronto la vista, como obediente al mandato de la mano imperativa, y ve que una parda nube, que imitaba las cortinas de un rico dosel, tomaba, por el ambiente movida, de un gran féretro la forma, circundado de amarillas candelas, y en cuyo seno del sol el cadáver iba. Vago terror siente Hernando, los cabellos se le erizan, y por algunos momentos, hecho mármol, ni aun respira. La mano del tierno padre, su voz grata y sus caricias, diciendo: «Llegó la hora, vamos, y Dios te bendiga», le tornan en sí, anheloso a la bruja o pitonisa busca, mas la busca en vano; desaparecido había. Acaso entre aquella turba, do era imposible seguirla, otras limosnas demanda, otros casos pronostica. Se abrazan al pie del muelle el padre y el hijo; pisa este la ligera lancha, que al punto huye de la orilla. Llega a la nave; la nave trinquetes y gavias iza, y corta pomposa el río entre universales vivas. IV - Conclusión Este Hernando, este mancebo era Hernán Cortés; su nombre, gloria la mayor de España, asombro y pasmo del orbe, lo dice todo. Un imperio de cien guerreras naciones descubrió, y rindió su lanza con seiscientos españoles. Vuelto a la patria, por premio ingratas persecuciones su corazón destrozaron, rompieron su pecho noble. Y aquí en Castilleja, lleno de desengaños atroces, rindió a su Criador el alma que tan grande concediole, sin que después haya visto el absorto mundo un hombre, que de Hernán Cortés al lado la Historia imparcial coloque.