La busca/Parte I/II
II
La casa de doña Casiana - Una ceremonia matinal – Complot - En donde se discurre acerca del valor alimenticio de los huesos
La Petra y su familia - Manuel: su llegada a Madrid
...Y el grillo, como virtuoso obstinado, persistió en sus ejercicios musicales, a la verdad algo monótonos, hasta que apareció en el cielo la plácida sonrisa del alba. A los primeros rayos del sol calló el músico, satisfecho, sin duda, de la perfección de su artístico trabajo, y una codorniz le sustituyó en el solo, dando los tres golpes consabidos. El sereno llamó con su chuzo en las tiendas, pasaron uno o dos panaderos con la cesta a la cabeza, se abrió una tienda, luego otra, después un portal, echó una criada la basura a la acera, se oyó el vocear de un periódico. Poco después la calle entraba en movimiento.
Serla el autor demasiado audaz si tratase de demostrar la necesidad matemática en que se encontraba la casa de doña Casiana de hallarse colocada en la calle de Mesonero Romanos, antes del Olivo, porque, indudablemente, con la misma razón podía haber estado emplazada en la del Desengaño, en la de Tudescos, o en otra cualquiera; pero los deberes del autor, sus deberes de cronista imparcial y verídico, le obligan a decir la verdad, y la verdad es que la casa estaba en la calle de Mesonero Romanos, antes del Olivo.
En aquellas horas tempranas no se oía en ella el menor ruido; el portero había abierto el portal y contemplaba la calle con cierta melancolía.
El portal, largo, oscuro, mal oliente, era más bien un corredor angosto, a uno de cuyos lados estaba la portería.
Al pasar junto a esta última, si se echaba una mirada a su interior, ahogado y repleto de muebles, se veía constantemente una mujer gorda, inmóvil, muy morena, en cuyos brazos descansaba un niño enteco, pálido y larguirucho, como una lombriz blanca. Encima de la ventana, se figuraba uno que, en vez de «Portería», debía poner: «La mujer cañón con su hijo», o un letrero semejante de barraca de feria.
Si a esta mujer voluminosa se la preguntaba algo, contestaba con voz muy chillona, acompañada de un gesto desdeñoso bastante desagradable. Se seguía adelante, dejando a un lado el antro de la mujer-cañón, y a la izquierda del portal, daba comienzo la escalera, siempre a oscuras, sin más ventilación que la de unas ventanas altas, con rejas, que daban a un patio estrecho, de paredes sucias, llenas de ventiladores redondos. Para una nariz amplia y espaciosa, dotada de una pituitaria perspicaz, hubiese sido un curioso sport el de descubrir e investigar la procedencia y la especie de todos los malos olores, constitutivos de aquel tufo pesado, propio y característico de la casa.
El autor no llegó a conocer los inquilinos que habitaban los pisos altos; tiene una idea vaga de que había dos o tres patronas, alguna familia que alquilaba cuartos a caballeros estables, pero nada más. Por esta causa el autor no se remonta a las alturas y se detiene en el piso principal. En éste, de día apenas si se divisaba, por la oscuridad reinante, una puerta pequeña; de noche, en cambio, a la luz de un farol de petróleo, podía verse una chapa de hoja de lata, pintada de rojo, en la cual se leía escrito con letras negras: «Casiana Fernández».
A un lado de la puerta colgaba un trozo de cadena negruzco, que sólo poniéndose de puntillas y alargando el brazo se alcanzaba; pero como la puerta estaba siempre entornada, los huéspedes podían entrar y salir sin necesidad de llamar.
Se pasaba dentro de la casa. Si era de día, encontrábase uno sumergido en las profundas tinieblas; lo único que denotaba el cambio de lugar era el olor, no precisamente por ser más agradable que el de la escalera, pero sí distinto; en cambio, de noche, a la vaga claridad difundida por una mariposa de corcho, que nadaba sobre el agua y el aceite de un vaso, sujeto por una anilla de latón a la pared, se advertían, con cierta vaga nebulosidad, los muebles, cuadros y demás trastos que ocupaban el recibimiento de la casa.
Frente a la entrada había una mesa ancha y sólida, y sobre ella una caja de música de las antiguas, con cilindros de acero erizados de pinchos, y junto a ella una estatua de yeso: figura ennegrecida y sin nariz, que no se conocía fácilmente si era de algún dios, de algún semidiós o de algún mortal.
En la pared del recibimiento y en la del pasillo se destacaban cuadros pintados al óleo, grandes y negruzcos. Un inteligente quizá los hubiese encontrado detestables; pero la patrona, que se figuraba que cuadro muy oscuro debía de ser muy bueno, se recreaba, a veces, pensando que quizá aquellos cuadros, vendidos a un inglés, le sacarían algún día de apuros.
Eran lienzos en donde el pintor había desarrollado escenas bíblicas tremebundas: matanzas, asolamientos, fieros males; pero de tal manera, que a pesar de la prodigalidad del artista en sangre, llagas y cabezas cortadas, aquellos lienzos, en vez de horrorizar, producían impresión alegre. Uno de ellos representaba la hija de Herodes contemplando la cabeza de san Juan Bautista. La figuras todas eran de amable jovialidad; el rey, con indumentaria de rey de baraja y en la postura de un jugador de naipes, sonreía; su hija, señora coloradota, sonreía; los familiares, metidos en sus grandes cascos, sonreían, y hasta la misma cabeza de san Juan Bautista sonreía, colocada en un plato repujado.
Indudablemente el autor de aquellos cuadros, si no el mérito del dibujo ni el del colorido, tenía el de la jovialidad.
A derecha e izquierda de la puerta de la casa corría el pasillo, de cuyas paredes colgaban otra porción de lienzos negros, la mayoría sin marco, en los cuales no se veía absolutamente nada, y sólo en uno se adivinaba, después de fijarse mucho, un gallo rojizo picoteando en las hojas de una verde col.
A este pasillo daban las alcobas, en las que hasta muy entrada la tarde solían verse por el suelo calcetines sucios, zapatillas rotas, y, sobre las camas sin hacer, cuellos y puños postizos.
Casi todos los huéspedes se levantaban en aquella casa tarde, excepto dos comisionistas, un tenedor de libros y un cura, los cuales madrugaban por mor del oficio, y un señor viejo, que lo hacía por costumbre o por higiene.
El tenedor de libros se largaba a las ocho de la mañana sin desayunarse; el cura salía in albis para decir misa; pero los comisionistas tenían la audaz pretensión de tomar algo en casa, y la patrona empleaba un procedimiento muy sencillo para no darles ni agua: los dos comisionistas comenzaban su trabajo de nueve y media a diez; se acostaban muy tarde, y encargaban a la patrona que les despertase a las ocho y media; ella cuidaba de no llamarles hasta las diez. Al despertarse los viajantes y ver la hora, se levantaban, se vestían de prisa y escapaban disparados, renegando de la patrona. Luego, cuando el elemento femenino de la casa daba señales de vida, se oían por todas partes gritos, voces destempladas, conversaciones de una alcoba a otra, y se veía salir de los cuartos, la mano armada con el servicio de noche, a la patrona, a alguna de las hijas de doña Violante, a una vizcaína alta y gorda, y a otra señora, a la que llamaban la Baronesa.
La patrona llevaba invariablemente cubrecorsé de bayeta amarilla; la Baronesa, peinador lleno de manchas de cosmético, y la vizcaína, corpiño rojo, por cuya abertura solía presentar a la admiración de los que transitaban por el corredor una ubre monstruosa y blanca con gruesas venas azules...
Después de aquella ceremonia matinal, y muchas veces durante la misma, se iniciaban murmuraciones, disputas, chismes y líos, que servían de comidilla para las horas restantes.
Al día siguiente de la riña entre la patrona y la Irene, cuando ésta volvió a su cuarto, luego de realizada su misión, hubo conciliábulo secreto entre las que quedaron.
-¿No saben ustedes? ¿No han oído nada esta noche? -dijo la vizcaína.
-No -contestaron la patrona y la Baronesa- ¿Qué ocurre?
-La Irene ha metido esta noche un hombre en casa.
-¿Sí?
-Yo misma he oído cómo hablaba con él.
-¡Y había abierto la puerta de la calle! ¡Qué perro! -murmuró la patrona.
-No; el hombre era de la vecindad.
-Alguno de los estudiantes de arriba -dijo la Baronesa.
-Ya le diré yo cuatro cosas a ese pingo -replicó doña Casiana.
-No; espere usted -contestó la vizcaína-. Vamos a darle un susto a ella y al galán. Cuando estén hablando, si él viene esta noche, avisamos al sereno para que llame a la puerta de casa, y al mismo tiempo salimos de nuestros cuartos con luz, como si fuéramos al comedor, y los cogemos.
Mientras se tramaba el complot en el pasillo, la Petra preparaba el almuerzo en las oscuridades de la cocina. No tenía gran cosa que preparar, pues el almuerzo se componía invariablemente de un huevo frito, que nunca, por casualidad fue grande, y un bistec, que desde los más remotos tiempos no se recordaba que una vez, por excepción, hubiera sido blando.
Al mediodía, la vizcaína, con mucho misterio, contó a la Petra el complot; pero la criada no estaba aquel día para bromas: acababa de recibir una carta que la llenó de preocupaciones. Su cuñado le escribía que a Manuel, el mayor de los hijos de la Petra, lo enviaban a Madrid; no le daba explicaciones claras del porqué de aquella determinación; decía únicamente la carta que allí, en el pueblo, el chico perdía el tiempo, y que lo mejor era que fuese a Madrid a aprender un oficio.
A la Petra, aquella carta le hizo cavilar mucho. Después de fregar los platos se puso a lavar en la artesa; no le abandonaba la idea fija de que, cuando su cuñado le enviaba a Manuel, habría hecho alguna barbaridad el muchacho. Pronto lo podía saber, porque a la noche llegaba. La Petra tenía cuatro hijos, dos varones y dos hembras; las dos muchachas estaban bien colocadas: la mayor, de doncella, con unas señoras muy ricas y religiosas; la pequeña, en casa de un empleado. Los chicos le preocupaban más; el menor no tanto, porque, según le decían, seguía siendo de buena índole; pero el mayor era revoltoso y díscolo.
-No se parece a mí -pensaba la Petra-. En cambio, tiene bastante semejanza con mi marido.
Y esto le producía inquietudes; su marido, Manuel Alcázar, había sido hombre enérgico y fuerte, y en la última época de su vida, malhumorado y brutal.
Era maquinista de tren y ganaba buen sueldo. La Petra y él no se entendían, y el matrimonio andaba siempre a trastazos.
La gente, los conocidos, culpaban de todo a Alcázar, el maquinista, como si la oposición sistemática de la Petra, que parecía gozar impacientando al hombre, no fuera bastante para exasperar a cualquiera. Siempre la Petra había sido así, voluntariosa, con apariencia de humilde, de una testarudez de mula; en haciendo su capricho, lo demás le importaba poco.
En vida del maquinista, la situación económica de la familia era relativamente buena. Alcázar y la Petra pagaban diez y seis duros de casa en la calle del Reloj, y tenían huéspedes: un ambulante de Correos y otros empleados del tren.
La existencia de la familia hubiera podido ser sosegada y agradable sin las diarias peleas entre marido y mujer. Habían llegado los dos a experimentar necesidad tal de reñir, que por la cosa más insignificante armaban un escándalo; bastaba que él dijera blanco para que ella afirmase negro; aquella oposición enfurecía al maquinista, que tiraba los platos por el aire, abofeteaba a su mujer y andaba a puñetazos con todos los muebles de la casa. Entonces la Petra, satisfecha de tener motivo suficiente de aflicción, se encerraba a llorar y a rezar en su cuarto. Entre el alcohol, las rabietas y el trabajo duro, el maquinista estaba torpe; un día de agosto, de calor horrible, se cayó del tren a la vía, y, sin herida ninguna, lo encontraron muerto.
La Petra, desoyendo las advertencias de sus huéspedes, se empeñó en mudarse de casa porque no le gustaba aquel barrio, lo hizo, tomó nuevos pupilos, gente informal y sin dinero, que dejaban a deber mucho, o que no pagaban nada, y, al poco tiempo, se vio en la necesidad de vender sus muebles y abandonar su nueva casa.
Entonces puso a sus hijas a servir, envió a los dos chicos a un pueblecillo de la provincia de Soria, en donde su cuñado estaba de jefe de un apeadero, y entró de sirviente en la casa de huéspedes de doña Casiana. De ama pasó a criada, sin quejarse. Le bastaba habérsele ocurrido a ella la idea para considerarla la mejor.
Dos años llevaba en la casa guardando la soldada; su ideal era que sus hijos pudiesen estudiar en un Seminario y que llegasen a ser curas.
Aquella vuelta de Manuel, el hijo mayor, desbarataba sus planes. ¿ Qué habría pasado?
Y hacía una porción de conjeturas. En tanto, removía con sus manos deformadas la ropa sucia de los huéspedes.
Llegaba de la ventana del patio una baraúnda de cánticos y voces de gente que riñe, alternando con el chirriar de las garruchas de las cuerdas para tender la ropa.
A media tarde, la Petra comenzó a preparar la comida. La patrona mandaba traer todas las mañanas una cantidad enorme de huesos para el sustento de los huéspedes. Es muy posible que en aquel montón de huesos hubiera, de cuando en cuando, alguno de cristiano; lo seguro es que, fuesen de carnívoro o de rumiante, en aquellas tibias, húmeros y fémures, no había nunca una mala piltrafa de carne. Hervía el osario en el puchero grande con garbanzos, a los cuales se ablandaba con bicarbonato, y con el caldo se hacía la sopa, la cual, gracias a su cantidad de sebo, parecía una cosa turbia para limpiar cristales o sacar brillo a los dorados.
Después de observar en qué estado se encontraba el osario en el puchero, la Petra hizo la sopa, y luego se dedicó a extraer todas las piltrafas de los huesos y envolverlas hipócritamente con una salsa de tomate. Esto constituía el principio en casa de doña Casiana. Gracias a este régimen higiénico, ninguno de los huéspedes caía enfermo de obesidad, de gota ni de cualquiera de esas otras enfermedades por exceso de alimentación, tan frecuentes en los ricos.
Luego de preparar y de servir a los huéspedes la comida, la Petra dejó el fregado para más tarde y salió de casa a recibir a su hijo.
Aún no había oscurecido del todo; el cielo estaba vagamente rojizo, el aire sofocante, lleno de un vaho denso de polvo y de vapor. La Petra subió la calle de Carretas, siguió por la de Atocha, entró en la estación del Mediodía y se sentó en un banco a esperar a Manuel...
Mientras tanto, el muchacho venía medio dormido, medio asfixiado en un vagón de tercera.
Había tomado el tren por la noche en el apeadero en donde su tío estaba de jefe. Al llegar a Almazán tuvo que esperar más de una hora a que saliera un mixto, dando paseos para hacer tiempo por las calles desiertas.
A Manuel le pareció Almazán enorme, tristísimo; tenía el pueblo, vislumbrado en la oscuridad de una noche vagamente estrellada, la apariencia de grande y fantástica ciudad muerta. En las calles estrechas, de casas bajas, brillaba la luz eléctrica, pálida y mortecina; la espaciosa plaza con arcos estaba desierta; la torre de una iglesia se erguía en el cielo.
Manuel bajó hacia el río. Desde el puente presentábase el pueblo aún más fantástico y misterioso; adivinábanse sobre una muralla las galerías de un palacio; algunas torres altas y negras se alzaban en medio del caserío confuso del pueblo; un trozo de luna resplandecía junto a la línea del horizonte, y el río, dividido en brazos por algunas isletas, brillaba como si fuera de azogue.
Salió Manuel de Almazán y tuvo que esperar unas horas en Alcuneza para transbordar. Estaba cansado, y como en la estación no había bancos, se tendió en el suelo, entre fardos y pellejos de aceite.
Al amanecer tomó el otro tren, y, a pesar de la dureza del asiento, logró dormirse.
Manuel llevaba dos años con sus parientes; dejaba la casa con más satisfacción que pena.
No tuvo para él la vida nada de agradable en aquellos dos años.
La pequeña estación en donde su tío estaba de jefe hallábase próxima a una aldehuela pobre, rodeada de áridas pedrizas, sin árboles ni matas. Solía hacer en aquellos parajes una temperatura siberiana; pero las inclemencias de la naturaleza no eran cosa para preocupar a un chico, y a Manuel le tenían sin cuidado.
Lo peor era que ni su tío ni la mujer de su tío le mostraron afecto, sino indiferencia, y esta indiferencia preparó al muchacho para recibir los pocos beneficios recibidos con una completa frialdad.
No pasaba lo mismo con el hermano de Manuel, con quien los tíos llegaron a encariñarse.
Los dos muchachos manifestaron condiciones casi en absoluto opuestas: el mayor, Manuel, gozaba de un carácter ligero, perezoso e indolente; no quería estudiar ni ir a la escuela; le encantaban las correrías por el campo, todo lo atrevido y peligroso; el rasgo característico de Juan, el hermano menor, era sentimentalismo enfermizo que se desbordaba en lágrimas por la menor causa.
Manuel recordaba que el maestra de escuela y organista del pueblo, un vejete medio dómine que enseñaba latín a los dos hermanas, aseguraba que Juan llegaría a ser algo: a Manuel le consideraba como holgazán aventurero y vagabundo que no podía acabar bien.
Mientras Manuel dormitaba en el coche de tercera se amontonaban en su imaginación mil recuerdos: los hechos sucedidos la vísperas en casa de sus tíos se mezclaban en su cerebro con fugaces impresiones de Madrid, ya medio olvidadas, y las sensaciones de distintas épocas se intercalaban unas en otras en su memoria, sin razón ni lógica, y, entre ellas, en la turbamulta de imágenes lejanas y próximas que pasaban ante sus ojos, se destacaban fuertemente aquellas torres negras entrevistas de noche en Almazán a la luz de la luna...
Cuando uno de los compañeros de viaje anunció que ya estaban en Madrid, Manuel sintió verdadera angustia; un crepúsculo rojo esclarecía el cielo, inyectado de sangre como la pupila de un monstruo; el tren iba aminorando su marcha; pasaba por delante de las barriadas pobres y de casas sórdidas; en aquel momento brillaban las luces eléctricas pálidamente sobre los altos faros de señales...
Se deslizó el tren entre filas de vagones, retemblaron las placas giratorias con estrépito férreo y apareció la estación del Mediodía iluminada por arcos voltaicos.
Descendieron los viajeros; bajó Manuel con su fardelillo de ropa en la mano, miró a todas partes por si encontraba a su madre, y no la vio en toda la anchura del andén. Quedó perplejo; siguió luego a la gente, que marchaba de prisa, con líos y jaulas, hacia una puerta; le pidieron el billete, se detuvo a registrarse los bolsillos, lo encontró y salió por entre dos filas de mozos que anunciaban nombres de hoteles.
-¡Manuel! ¿Adónde vas?
Allí estaba su madre. La Petra tenía intención de mostrarse severa; pero al ver a su hijo se olvidó de su severidad y le abrazó con efusión.
-Pero ¿qué ha pasado? -preguntó en seguida la Petra.
-Nada.
-Y entonces, ¿por qué vienes?
-Me han preguntado si quería estar allá o venir a Madrid, y yo he dicho que prefería venir a Madrid.
-¿Y nada más?
-Nada más -contestó Manuel con sencillez.
-Y Juan, ¿estudiaba?
-Sí; mucho más que yo. ¿Está lejos la casa, madre?
-Sí. Qué, ¿tienes apetito?
-Ya lo creo: no he comido en todo el camino.
Salieron de la estación al Prado; después subieron por la calle de Alcalá. Una gasa de polvo llenaba el aire; los faroles brillaban opacos en la atmósfera enturbiada... Al llegar a la casa, la Petra dio de cenar a Manuel y le hizo la cama en el suelo, al lado de la suya. El muchacho se acostó, y era tan violento el contraste del silencio de la aldea con aquella algarabía de ruido de pasos, conversaciones y voces de la casa, que, a pesar del cansancio, Manuel no pudo dormir.
Oyó cómo entraban todos los huéspedes; ya era más de media noche cuanto el cotarro quedó tranquilo; pero de repente se armó una trapatiesta de voces y de risas alborotadoras, que terminó con una imprecación de triple blasfemia y una bofetada que resonó estrepitosamente.
-¿Qué será eso, madre? -preguntó Manuel desde su cama. A la hija de doña Violante, que la han cogido con el novio -contestó la Petra, medio dormida; luego le pareció una imprudencia decir esto al muchacho, y añadió, malhumorada:
-Calla y duerme ya.
La caja de música del recibimiento, movida por la mano de algunos de los huéspedes, comenzó a tocar aquel aire sentimental de La Mascota, el dúo de Pippo y Bettina:
¿Me olvidarás, gentil pastor?
Luego quedó todo en silencio.