La busca/Parte II/I
I
El madrileño que alguna vez, por casualidad, se encuentra en los
barrios pobres próximos al Manzanares, hállase sorprendido ante el
espectáculo de miseria y sordidez, de tristeza e incultura que ofrecen las
afueras de Madrid con sus rondas miserables, llenas de polvo en verano
y de lodo en invierno. La corte es ciudad de contrastes; presenta luz
fuerte al lado de sombra oscura; vida refinada, casi europea, en el centro,
vida africana, de aduar, en los suburbios. Hace unos años, no muchos,
cerca de la ronda de Segovia y del Campillo de Gil Imón, existía una casa
de sospechoso aspecto y de no muy buena fama, a juzgar por el rumor
público. El observador...
En este y otros párrafos de la misma calaña tenía yo alguna esperanza, porque daban a mi novela cierto aspecto fantasmagórico y misterioso; pero mis amigos me han convencido de que suprima tales párrafos, porque dicen que en una novela parisiense estarán bien, pero en una madrileña, no; y añaden, además, que aquí nadie extravía, ni aun queriendo; ni hay observadores, ni casas de sospechoso aspecto, ni nada. Yo, resignado, he suprimido esos párrafos, por los cuales esperaba llegar algún día a la Academia Española, y sigo con mi cuento en un lenguaje más chabacano.
Sucedió, pues, que al día siguiente de la bronca en el comedor de la casa de huéspedes, la Petra, muy de mañana, despertó a Manuel y le mandó vestirse.
Recordó el muchacho la escena del día anterior; la comprobó, llevándose la mano a la frente, pues aún le dolían los chichones, y por el tono de su madre comprendió que persistía en su resolución de llevarle a la zapatería.
Luego que se hubo vestido Manuel salieron madre e hijo de casa y entraron en la buñolería a tomar una taza de café con leche. Bajaron después a la calle del Arenal, cruzaron la plaza de Oriente, y por el Viaducto, y luego por la calle del Rosario, siguiendo a lo largo de la pared de un cuartel, llegaron a unas alturas a cuyo pie pasaba la ronda de Segovia. Veíase desde allá arriba el campo amarillento que se extendía hasta Getafe y Villaverde, y los cementerios de San Isidro con sus tapias grises y sus cipreses negros.
De la ronda de Segovia, que recorrieron en corto trecho, subieron por la escalinata de la calle del Águila, y en una casa que hacía esquina al Campillo de Gil Imón se detuvieron.
Había dos zapaterías, ambas cerradas, una en frente de la otra; y la madre de Manuel que no recordaba cuál de las dos era la de su pariente, preguntó en una taberna.
-La del señor Ignacio es la de la casa grande -contestó el tabernero-.
Creo que el zapatero vino ya, pero aún no ha abierto el almacén.
Madre e hijo tuvieron que esperar a que abrieran. No era la casa aquella pequeña ni de mal aspecto; pero parecía que tenía unas ganas atroces de caerse, porque ostentaba, aquí sí y allí también, desconchaduras, agujeros y toda clase de cicatrices. Tenía piso bajo y principal, balcones grandes y anchos con los barandados de hierro carcomidos por el orín, y los cristales, pequeños y verdes, sujetos con listas de plomo.
En el piso bajo de la casa, en la parte que daba a la calle del Aguila, había una cochera, una carpintería, una taberna y la zapatería del pariente de la Petra. Este establecimiento tenía sobre la puerta de entrada un rótulo que decía:
«A LA REGENERACIÓN DEL CALZADO»
El historiógrafo del porvenir seguramente encontrará en este letrero una prueba de lo extendida que estuvo en algunas épocas cierta idea de regeneración nacional, y no le asombrará que esa idea, que comenzó por querer reformar y regenerar la Constitución y la raza española, concluyera en la muestra de una tienda de un rincón de los barrios bajos, en donde lo único que se hacía era reformar y regenerar el calzado.
Nosotros no negaremos la influencia de esa teoría regeneradora en el dueño del establecimiento A la regeneración del calzado; pero tenemos que señalar que este rótulo presuntuoso fue puesto en señal de desafío a la zapatería de enfrente, y también tenemos que dar fe de que había sido contestado con otro aún más presuntuoso.
Una mañana los de A la regeneración del calzado se encontraron anodados al ver el rótulo de la zapatería rival. Se trataba de una hermosa muestra de dos metros de larga, con este letrero:
«EL LEÓN DE LA ZAPATERIA»
Esto aún era tolerable; pero lo terrible, o aniquilador, era la pintura que en medio ostentaba la muestra. Un hermoso león amarillo con cara de hombre y melena encrespada, puesto de pie, tenía entre las garras delanteras una bota, al parecer de charol. Debajo de la pintura se leía lo siguiente:
La romperás, pero no la descoserás.
Era un lema abrumador: ¡Un león (fiera) tratando de descoser la bota hecha por el León (zapatería), y sin poderlo conseguir! ¡Qué humillación para la fiera! ¡Qué triunfo para la zapatería! La fiera, en este caso, era A la regeneración del calzado, que había quedado, como suele decirse, a la altura del betún.
Además del rótulo de la tienda del señor Ignacio, en uno de los balcones de la casa grande había un busto de mujer, de cartón probablemente, y un letrero debajo: Perfecta Ruiz; se peinan señoras; a los lados del portal, en la pared, colgaban varios anuncios, indignos de llamar la atención del historiógrafo antes mencionado, y en los cuales se ofrecían cuartos baratos con cama y sin cama, memorialistas y costureras. Sólo un cartel, en donde estaban pegados horizontal, vertical y oblicuamente una porción de figurines recortados, merecía pasar a la historia por su laconismo; decía:
«MODA PARISIEN, ESCORIHUELA, SASTRE»
Manuel, que no se había tomado el trabajo de leer todos estos rótulos, entró en la casa por una puertecilla que había al lado del portalón de la cochera, y siguió por un corredor hasta un patio muy sucio.
Cuando salió a la calle habían abierto la zapatería. La Petra y el chico entraron.
-¿No está el señor Ignacio? -preguntó ella.
-Ahora viene -contestó un muchacho que amontonaba zapatos viejos en el centro de la tienda.
-Dígale usted que está aquí su prima, la Petra.
Salió el señor Ignacio. Era hombre de unos cuarenta a cincuenta años, seco y enjuto. Comenzaron a hablar la Petra y él, mientras el muchacho y un chiquillo seguían amontonando los zapatos viejos. Manuel les miraba, cuando el mozo le dijo:
-¡Anda, tú, ayuda!
Manuel hizo lo que ellos, y cuando terminaron los tres, esperaron a que cesaran de hablar la Petra y el señor Ignacio. La Petra contaba a su primo la última hazaña de Manuel, y el zapatero escuchaba sonriendo. El hombre no tenía trazas de mala persona; era rubio e imberbe; en su labio superior sólo nacían unos cuantos pelos azafranados. La tez amarilla, rugosa, los surcos profundos de su cara, el aire cansado, le daban aspecto de hombre débil. Hablaba con cierta vaguedad irónica.
-Te vas a quedar aquí -le dijo la Petra a Manuel.
-Bueno.
-Éste es un barbián -exclamó el señor Ignacio, riendo-; se conforma pronto.
-Sí; éste todo lo toma con calma. Pero, mira -añadió, dirigiéndose a su hijo-, si yo sé que haces alguna cosa como la de ayer, ya verás.
Se despidió Manuel de su madre.
-Has estado mucho tiempo en ese pueblo de Soria con mi primo? -le preguntó el señor Ignacio.
-Dos años.
-Y qué, ¿allí trabajabas mucho?
-Allí no trabajaba nada.
-Pues hijo, aquí no tendrás más remedio. Anda, siéntate a trabajar. Ahí tienes a tus primos -añadió el señor Ignacio, mostrando al mozo y al chiquillo-. Éstos también son unos guerreros.
El mozo se llamaba Leandro, y era robusto; no se parecía nada a su padre; tenía la nariz y los labios gruesos, la expresión testaruda y varonil; el otro era un chico de la edad de Manuel, delgaducho, esbelto, con cara de pillo, y se llamaba Vidal.
Se sentaron el señor Ignacio y los tres muchachos alrededor de un tajo de madera, formado por un tronco de árbol con una gran muesca. El trabajo consistía en desarmar y deshacer botas y zapatos viejos, que en grandes fardos atados de mala manera, y en sacos, con un letrero de papel cosido a la tela, se veían por el almacén por todas partes. En el tajo se colocaba la bota destinada al descuartizamiento; allí se le daba un golpe o varios con una cuchilla, hasta cortarle el tacón; después, con las tenazas, se arrancaban las distintas capas de suela; con tijeras se quitaban los botones 0 tirantes, y cada cosa se echaba en su espuerta correspondiente: en una, los tacones; en otras, las gomas, las correas, las hebillas.
A esto había descendido La regeneración del calzado: a justificar el título de una manera bastante distinta de la pensada por el que lo puso.
El señor Ignacio, maestro de obra prima, había tenido necesidad, por falta de trabajo, de abandonar la lezna y el tirapié para dedicarse a las tenazas y a la cuchilla; de crear, a destruir; de hacer botas nuevas, a destripar botas viejas. El contraste era duro; pero el señor Ignacio podía consolarse viendo a su vecino, el de El león de la zapatería, que sólo de pascuas a ramos tenía alguna mala chapuza que hacer.
La primera mañana de trabajo fue pesadísimo para Manuel; el estar tanto tiempo quieto le resultó insoportable. Al mediodía entró en el almacén una vieja gorda, con la comida en una cesta; era la madre del señor Ignacio.
-¿Y mi mujer? -le preguntó el zapatero.
-Ha ido a lavar.
-¿Y la Salomé? ¿No viene?
-Tampoco; le ha salido trabajo en una casa para toda la semana.
Sacó la vieja un puchero, platos, cubiertos y un pan grande de la cesta; extendió un paño en el suelo, sentáronse todos alrededor de él, vertió el caldo del puchero en los platos, en donde cada uno desmigó un pedazo de pan, y fueron comiendo. Después dio la vieja a cada uno su ración de cocido, y, mientras comían, el zapatero discurseó un poco a cerca del porvenir de España y de los motivos de nuestro atraso, conversación agradable para la mayoría de los españoles que nos sentimos regeneradores.
Era el señor Ignacio de un liberalismo templado, hombre a quien entusiasmaban esas palabras de la soberanía nacional y que hablaba a boca llena de la Gloriosa. En cuestiones de religión se mostraba partidario de la libertad de cultos; para él, el ideal hubiese sido que en España existiese el mismo número de curas católicos, protestantes, judíos, de todas las religiones porque así, cada uno elegiría el dogma que le pareciera mejor. Eso sí, si él fuera del Gobierno, expulsaría a todos los frailes y monjas porque son como la sarna, que viven mejor cuanto más débil se encuentra el que la padece. A esto arguyó Leandro, el hijo mayor, diciendo que a los frailes, monjas y demás morralla lo mejor era degollarlos, como se hace con los cerdos, y que respecto a los curas, fuesen católicos, protestantes 0 chinos, aunque no hubiera ninguno no se perdería nada.
Terció también la vieja en la conversación, y como para ella, vendedora de verduras, la política era principalmente cuestión entre verduleras y guardias municipales, habló de un motín en que las amables damas del mercado de la Cebada dispararon sus hortalizas a la cabeza de unos cuántos guindillas, defensores de un contratista del mercado. Las verduleras querían asociarse, y después poner la ley y fijar los precios; y eso a ella no le parecía bien.
-Porque ¡qué moler! -dijo-. ¿Por qué le han de quitar a una el género, si quiere venderlo más barato? Como si a mí se me pone en el moño darlo todo de balde.
-Pues, no, señora -le replicó Leandro-. Eso no está bien.
-¿Por qué no?
-Porque no; porque los industriales tienen que ayudarse, y si usted hace eso, pongo por caso, impide usted que otra venda, y para eso se ha inventado el socialismo, para favorecer la industria del hombre.
-Bueno; pues que le den dos duros a la industria del hombre y que la maten.
Hablaba la mujer muy cachazuda y sentenciosamente. Estaba su calma muy en perfecta consonancia con su corpachón, de grosor y de rigidez de tronco; tenía la cara carnosa y de torpes facciones; las arrugas profundas, bolsas de piel lacia debajo de los ojos; en la cabeza llevaba un pañuelo negro, muy ceñido y apretado a las sienes.
Era la señora Jacoba, así se llamaba, mujer que no debía sentir ni el frío ni el calor: verano e invierno se pasaba las horas muertas sentada en su puesto de verduras de Puerta de Moros: si vendía una lechuga, desde que el sol nace hasta que se pone, vendía mucho.
Después de comer la familia del zapatero, fueron unos a dormir la siesta al patio de la casa, y otros se quedaron allí en al almacén.
Vidal, el hijo menor del zapatero, se tendió en el patio al lado de Manuel, y después de interrogarle acerca de la causa de aquellos chichones que apuntaban en la frente de su primo, le preguntó:
-¿Tú habías estado alguna vez en esta calle?
-Yo, no.
-Por estos barrios se divierte uno la mar.
-Sí, ¿eh?
-Ya lo creo. ¿Tú no tienes novia?
-Yo, no.
-Pues hay muchas chicas que están deseando tener avío.
-¿De veras?
-Sí, hombre. En la casa donde vivimos hay una chica muy bonita, amiga de mi novia. Te puedes quedar con ella.
-Pero vosotros, ¿no vivís en esta casa?
-No; nosotros vivimos en el arroyo de Embajadores; mi tía Salomé y mi abuela son las que viven aquí. Pero allá- en mi casa se divierte uno; ¡gachó! las cosas que me han pasado a mí allí.
-En el pueblo en donde he estado yo -dijo Manuel, para no dejarse achicar por su primo- había montes más altos que veinte casas de estas.
-En Madrid también hay la Montaña del Príncipe Pío.
-Pero no será tan grande como la del pueblo.
-¿Que no? Si en Madrid está todo lo mejor.
Molestaba bastante a Manuel la superioridad que su primo quería asignarse, hablándole de mujeres con el tomo de hombre experimentado que las conoce a fondo. Después de echar la siesta y de terminar una partida al mus, en que se enzarzaron el zapatero y unos vecinos, volvieron el señor Ignacio y los muchachos a su faena de cortar tacones y destripar botas. Se cerró de noche el almacén; el zapatero y sus hijos se fueron a su casa. Manuel cenó en el cuarto de la señora Jacoba la verdulera, y durmió en una hermosa cama, que le pareció bastante mejor que la de la casa de huéspedes.
Ya acostado, pesó el pro y el contra de su nueva posición social y, calculando si el fiel de la balanza se inclinaría a uno u otro lado, se quedó dormido.
Al principio la monotonía en el trabajo y la sujeción atormentaban a Manuel; pero pronto se acostumbró a una cosa y a otra, y los días le parecieron más cortos y la labor menos penosa.
El primer domingo dormía Manuel a pierna suelta en casa de la señora Jacoba, cuando entró Vidal a despertarle. Eran más de las once, la verdulera, según su costumbre, había salido al amanecer para su puesto, dejando al muchacho solo.
-¿Qué haces? -le preguntó Vidal- ¿Por qué no te levantas?
-Pues ¿qué hora es?
-La mar de tarde.
Se vistió Manuel de prisa y corriendo, y salieron los dos de casa; cerca, enfrente de la calle del Águila, en una plazoleta, se reunieron a un grupo de granujas que jugaban al chito, y observaron muy atentos las peripecias del juego.
Al mediodía Vidal le dijo a su primo:
-Hoy vamos a comer allá.
-¿En vuestra casa?
-Sí; anda, vamos.
Vidal, cuya especialidad eran los hallazgos, encontró cerca de la fuente de la ronda, que está próxima a la calle del Águila, un sombrero de copa, viejo, de grandes alas, escondido el cuitado en un rincón, quizá por modestia, y empezó a darle de puntapiés y a echarlo por el alto; se asoció Manuel a la empresa, y entre los dos llevaron aquella reliquia, venerable por su antigüedad, desde la ronda de Segovia a la de Toledo, y de ésta a la de Embajadores, hasta dejarla, sin copa y sin alas, en medio del arroyo. Cometida esta perversidad, Manuel y Vidal desembocaron en el paseo de las Acacias y entraron en una casa cuya entrada mostraba un arco sin puerta.
Pasaron los dos muchachos por una callejuela, empedrada con cantos redondos, hasta un patio, y después, por una de sus muchas escalerillas subieron al balcón del piso primero, en el cual se abría una fila de puertas y de ventanas pintadas de azul.
-Aquí vivimos nosotros -dijo Vidal, señalando una de aquellas puertas.
Pasaron adentro; era la casa del señor Ignacio pequeña: la componían dos alcobas, una sala, la cocina y un cuarto oscuro. El primer cuarto era la sala, amueblada con una cómoda de pino, un sofá, varias sillas de paja y un espejo verde, lleno de cromos y de fotografías, envuelto en gasa roja. Solía la familia del zapatero hacer de comedor este cuarto los domingos, por ser el más espacioso y el de más luz.
Cuando llegaron Manuel y Vidal, hacía tiempo que los esperaban. Sentáronse todos a la mesa, y la Salomé, la cuñada del zapatero, se encargó de servir la comida. Manuel no conocía a la Salomé: Era parecidísima a su hermana, la madre de Vidal. Las dos, de mediana estatura, tenían la nariz corta y descarada, los ojos negros y hermosos; a pesar de su semejanza física, las diferenciaba por completo su aspecto: la madre de Vidal, llamada Leandra, sucia, despeinada, astrosa, con trazas de mal humor, parecía mucho más vieja que Salomé, aunque no la llevaba más que tres o cuatro años. La Salomé mostraba en su semblante aire alegre y decidido.
¡Y lo que es la suerte! La Leandra, a pesar de su abandono, de su humor agrio y de su afición al aguardiente, estaba casada con un hombre trabajador y bueno, y, en cambio, la Salomé, dotada de excelentes condiciones de laboriosidad y buen genio, había concluido amontonándose con un gachó entre estafador, descuidero y matón, del cual tenía dos hijos. Por un espíritu de humildad o de esclavitud, unido a un natural independiente y bravío, la Salomé adoraba a su hombre, y se engañaba a sí misma, para considerarlo como tremendo y bragado, aunque era cobarde y gandul. El bellaco se había dado cuenta clara de la cosa, y cuando le parecía bien, con ceño terrible aparecía en la casa y exigía los cuartos que la Salomé ganaba cosiendo a máquina, a cinco céntimos las dos varas. Ella daba sin pena el producto de su penoso trabajo, y muchas veces el truhán no se contentaba con sacarle el dinero, sino que la zurraba además.
Los dos niños de la Salomé no estaban este día en casa del señor Ignacio; los domingos, después de ponerlos muy guapos y bien vestidos, su madre los enviaba a casa de una parienta suya, maestra de un taller, en donde pasaban la tarde.
En la comida, Manuel escuchó, sin terciar en la conversación. Se habló de una de las muchachas de la vecindad- que se había ido con un chalán muy rico, hombre casado y con familia.
-Ha hecho bien -dijo la Leandra, vaciando un vaso de vino.
-Si no sabía que era casado...
-¿Qué más da? -contestó la Leandra con aire indiferente.
-Mucho. ¿A ti te gustaría que una mujer se llevara tu marido?
-preguntó la Salomé a su hermana.
-¡Psch!
-Sí; ahora ya se sabe -interrumpió la madre del señor Ignacio-. ¡Si de dos mujeres no hay una honrá!
Bastante se adelanta con ser honrá -repuso la Leandra-: miseria y hambre... Si no se casara una, podría una alternar y hasta tener dinero.
-Pues no sé cómo -replicó la Salomé.
-¿Cómo? Aunque fuese haciendo la carrera. El señor Ignacio desvió con disgusto la vista de su mujer, y el hijo mayor, Leandro, miró a su madre de modo torvo y severo.
-¡Bah!, eso se dice -arguyó la Salomé, que quería discutir la cuestión impersonalmente-; pero a ti no te hubiera gustado que te insultaran por todas partes.
-¿A mí? ¡Bastante me importa a mí lo que digan! -contestó la zapatera-. ¡Ay, qué leñe! Si me dicen golfa, y no soy golfa..., ya ves: corona de flores; y si lo soy..., pata.
El señor Ignacio se sentía ofendido, y desvió la conversación, hablando del crimen de las Peñuelas: se trataba de un organillero celoso que había matado a su querida por una mala palabra; la cuestión apasionaba; cada uno dio su parecer. Concluyó la comida, y el señor Ignacio, Leandro, Vidal y Manuel salieron a la galería a echar la siesta mientras las mujeres quedaban dentro hablando.
En el patio, todos los vecinos sacaban el petate fuera, y, en camiseta, medio desnudos, sentados unos, tendidos los otros, dormían en las galerías.
Anda, tú vamos -dijo Vida¡ a Manuel,
-¿Adónde?
-Con los Piratas. Hoy tenemos cita; nos estarán esperando.
-Pero ¿qué piratas?
-El Bizco y ésos.
-¿Y por qué los llaman así?
-Porque son como los piratas.
Bajaron Manuel y Vidal al patio; salieron de casa y descendieron por el arroyo de Embajadores.
-Pues nos llaman los Piratas -dijo Vidal-, de una pedrea que tuvimos.
Unos chicos del paseo de las Acacias se habían formado con palos, y llevaban una bandera española, y, entonces, yo, el Bizco y otros tres o cuatro, empezamos con ellos a pedradas y les hicimos escapar; y el Corredor, uno que vive en nuestra casa y que nos vio ir detrás de ellos, nos dijo: «Pero vosotros, ¿sois piratas o qué? Porque si sois piratas debéis de llevar la bandera negra». Y al día siguiente yo cogí un delantal oscuro de mi padre y lo até en un palo y fuimos detrás de los que llevaban la bandera española, y por poco no se la quitamos; por eso nos llaman los piratas.
Llegaron los dos primos a una barriada miserable y pequeña.
-Ésta es la Casa del Cabrero -dijo Vidal-;aquí están los socios.
Efectivamente; se hallaba acampada toda la piratería. Allí conoció Manuel al Bizco, una especie de chimpancé, cuadrado, membrudo, con los brazos largos, las piernas torcidas y las manos enormes y rojas.
-Este es mi primo -añadió Vidal, presentando a Manuel a la cuadrilla; y después, para hacerle más interesante, contó cómo había llegado a casa con dos chichones inmensos producidos en lucha homérica sostenida contra un hombre.
El Bizco miró atentamente a Manuel, y viendo que Manuel le observaba a su vez con tranquilidad, desvió la vista. La cara del Bizco producía el interés de un bicharraco extraño o de un tic patológico. La frente estrecha, la nariz roma, los labios abultados, la piel pecosa y el pelo rojo y duro, le daban el aspecto de un mandril grande y rubio.
Desde el momento que llegó Vidal, la cuadrilla se movilizó y anduvieron todos los chicos merodeando por la Casa del Cabrero.
Llamaban asía un grupo de casuchas bajas con el patio estrecho y largo en medio. En aquella hora de calor, a la sombra, dormían como aletargados, tendidos en el suelo, hombres y mujeres medio desnudos. Algunas mujeres en camisa, acurrucadas y en corro de cuatro o cinco, fumaban el mismo cigarro, pasándoselo una a otra y dándole cada una su chupada.
Pululaba una nube de chiquillos desnudos, de color de tierra, la mayoría negros, algunos rubios de ojos azules. Como si sintieran ya la degradación de su miseria, aquellos chicos no alborotaban ni gritaban.
Unas cuantas chiquillas de diez a catorce años charlaban en grupo. El Bizco y Vidal y los demás las persiguieron por el patio. Corrían las chicas medio desnudas, insultándoles y chillando.
El Bizco contó que había forzado algunas de aquellas muchachitas.
-Son todas puchereras, como las de la calle de Ceres -dijo uno de los piratas.
-¿Hacen pucheros? -preguntó Manuel.
-Sí; buenos pucheros.
-Pues ¿por qué son puchereras?
-Pu... lo demás -añadió el chico haciendo un corte de mangas.
-Que son zorras -tartamudeó el Bizco-. Pareces tonto.
Manuel contemplo al Bizco con desprecio, y preguntó a su primo:
-¿Pero esas chicas?
-Ellas y sus madres -repuso Vida] con filosofía-. Casi todas las que viven aquí.
Salieron los Piratas de la Casa del Cabrero, bajaron a una hondonada, después de pasar al lado de una valla alta y negra, y por en medio de Casa Blanca desembocaron en el paseo de Yeserías. Se acercaron al Depósito de cadáveres, un pabellón blanco próximo al río, colocado al comienzo de ]a Dehesa del Canal. Le dieron vuelta por si veían por las ventanas algún muerto, pero las ventanas estaban cerradas.
Siguieron andando por la orilla del Manzanares, entre los pinos torcidos de la Dehesa. El río venía exhausto, formado por unos cuantos hilillos de agua negra y de charcos encima del barro.
Al final de la Dehesa de la Arganzuela, frente a un solar espacioso y grande, limitado por una valla hecha con latas de petróleo, extendidas y clavadas en postes, se detuvo la cuadrilla a contemplar el solar, cuya área extensa la ocupaban carros de riego, barrederas mecánicas, bombas de extraer pozos negros, montones de escobas y otra porción de menesteres y utensilios de la limpieza urbana.
A uno de los lados del solar se levantaba un edificio blanco, en otra época iglesia o convento, a juzgar por sus dos torres y el hueco de las campanas abierto en ellas.
Anduvo la cuadrilla husmeando por allí; pasaron los chicos por debajo de un arco, con un letrero, en donde se leía: «Depósito de Caballos Padres»; y por detrás del edificio, con trazas de convento, llegaron cerca de unas barracas de esteras sucias y mugrientas: chozas de aduar africano, construidas sobre armazón dé palitroques y cañas.
El Bizco entró en una de aquellas chozas y salió con un pedazo de bacalao en la mano.
Manuel sintió un miedo horrible.
-Me voy -dijo a Vidal.
-¡Anda éste!... -exclamó uno con ironía-. Pues no tienes tú poco sorullo:
De pronto otro de los chicos gritó:
-A najarse, que viene gente.
Echaron todos los de la cuadrilla a correr por el paseo del Canal.
Se veía Madrid envuelto en una nube de polvo, con sus casas amarillentas. Las altas vidrieras relucían a la luz del sol poniente. Del paseo del Canal, atravesando un campo de rastrojo, entraron todos por una callejuela en la plaza de las Peñuelas; luego, por otra calle en cuesta, subieron al paseo de las Acacias.
Entraron en el corralón. Manuel y Vidal, después de citarse con la cuadrilla para el domingo siguiente, subieron la escalera hasta la galería de la casa del señor Ignacio, y cuando se acercaron a la puerta del zapatero oyeron gritos.
-Padre está zurrando a la vieja -murmuró Vidal-. Lo que haya hoy que jamar aquí, pa el gato. Me marcho a acostar.
-Y yo, ¿cómo voy a la otra casa? -preguntó Manuel.
-No tienes más que seguir la ronda hasta llegar a la escalera de la calle del Águila. No hay pérdida.
Manuel siguió el camino indicado. Hacía un calor horrible; el aire estaba lleno de polvo: jugaban algunos hombres a los naipes a las puertas de las tabernas, y en otras, al son de un organillo, bailaban abrazados.
Cuando llegó Manuel frente a la escalera de la calle del Águila, anochecía. Se sentó a descansar un rato en el Campillo de Gil Imón.
Veíase desde allá arriba el campo amarillento, cada vez más sombrío con la proximidad de la noche, y las chimeneas y las casas, perfiladas con dureza en el horizonte. El cielo azul y verde se inyectaba de rojo a ras de tierra, se oscurecía y tomaba colores siniestros, rojos cobrizos, rojos de púrpura.
Asomaban por encima de las tapias las torrecitas y cipreses del cementerio de San Isidro; una cúpula redonda se destacaba recortada en el aire; en su remate se erguía un angelote, con las alas desplegadas, como presto para levantar el vuelo sobre el fondo incendiado y sangriento de la tarde.
Por encima de las nubes estratificadas del crepúsculo brillaba una pálida estrella en una gran franja verde, y en el vago horizonte, animado por la última palpitación del día, se divisaban, inciertos, montes lejanos.