La busca/Parte III/III
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III
Tuvo Manuel que volver a la tahona a pedir trabajo, y allí, gracias a que Karl habló al amo, pasó el muchacho algún tiempo sustituyendo a un repartidor.
Manuel comprendía que aquello no era definitivo, ni llevaba a ninguna parte; pero no sabía qué hacer, ni qué camino seguir.
Cuando se quedó sin jornal, mientras no le faltó para comer en un figón, fue viviendo; llegó un día en que se quedó sin un céntimo y recurrió al cuartel de María Cristina.
Dos o tres días aguardaba entre la fila de mendigos a que sacasen el rancho, cuando vio a Roberto que entraba en el cuartel. Por no perder la vez no se acercó; pero, después de comer, le esperó hasta que le vio salir.
-¡Don Roberto! -gritó Manuel.
El estudiante se puso muy pálido; luego se tranquilizó al ver a Manuel.
-¿Qué haces aquí? -dijo.
-Pues, ya ve usted, aquí vengo a comer; no encuentro trabajo.
-¡Ah! ¿Vienes a comer aquí?
-Sí, señor.
-Pues yo vengo a lo mismo -murmuró Roberto riéndose.
-¿Usted?
-Sí; el destino que tenía me lo quitaron.
-¿Y qué hace usted ahora?
-Estoy en un periódico trabajando y esperando a que haya una plaza vacante. En el cuartel me he hecho amigo de un escultor que viene a comer también aquí y vivimos los dos en una guardilla. Yo me río de estas cosas, porque tengo el convencimiento de que he de ser rico, y, cuando lo sea, recordaré con gusto mis apuros.
-Ya empieza a desbarrar -pensó Manuel.
-¿Es que tú no estás convencido de que yo voy a ser rico?
-Sí; ¡ya lo creo!
-¿Adónde vas? -preguntó Roberto.
-A ninguna parte.
-Pasearemos.
Vamos.
Bajaron a la calle de Alfonso XII y entraron en el Retiro; llegaron hasta el final del paseo de coches, y allí se sentaron en un banco.
-Por aquí andaremos nosotros en carruaje cuando yo sea millonario
-dijo Roberto.
-Usted...; lo que es yo -replicó Manuel.
-Tú también. ¿Te crees tú que te voy a dejar comer en el cuartel cuando tenga millones?
«La verdad es que estará chiflado, pero tiene buen corazón», pensó Manuel; luego añadió:
- ¿Han adelantado mucho sus cosas?
-No, mucho, no; todavía la cuestión está embrollada; pero ya se aclarará.
-¿Sabe usted que el titiritero aquel del fonógrafo -dijo Manuel-vino con una mujer que se llamaba Rosa? Yo fui a buscarle a usted para ver si era la que usted decía.
-No. Esta que yo buscaba ha muerto.
-¿Entonces el asunto de usted se habrá aclarado?
-Sí; pero me falta dinero. Don Telmo me prestaba diez mil duros, a condición de cederle, en el caso de ganar, la mitad de la fortuna al entrar en posesión de ella, y no he aceptado.
-Qué disparate.
-Quería, además, que me casase con su sobrina.
-¿Y usted no ha querido?
-No.
-Pues es guapa.
-Sí; pero no me gusta.
-¿Qué? ¿Se acuerda usted todavía de la chica de la Baronesa? -¡No me he de acordar! La he visto. Está preciosa.
-Sí; es bonita.
-¡Bonita sólo! No blasfemes. Desde que la vi, me he decidido. O va uno al fondo o arriba.
-Se expone usted a quedarse sin nada.
-Ya lo sé; no me importa. O todo o nada.
»Los Hasting han tenido siempre voluntad y decisión para las cosa. El ejemplo de un pariente mío me alienta. Es un caso de terquedad, tonificador. Verás.
»Mi tío, el hermano de mi abuelo, estuvo en Londres en una casa de comercio; supo por un marino que en una isla del Pacífico habían sacado una vez una caja llena de plata, que suponían sería de un barco que había salido del Perú para Filipinas. Mi tío logró saber el punto fijo en donde había naufragado el barco, e inmediatamente dejó su empleo y se fue a Filipinas. Fletó un barquito, llegó al punto señalado, un peñón del archipiélago de Magallanes, sondaron en distintas partes y no llegaron a sacar, después de grandes trabajos, más que unas cuantas cajas rotas, en donde no quedaban huellas de nada. Cuando los víveres se acabaron tuvieron que volver, y mi tío llegó sin un cuarto a Manila, y se metió de empleado en una casa de comercio. Al año de esto, un yanqui le propuso buscar el tesoro juntos, y mi tío aceptó, con la condición de que partirían entre los dos las ganancias. En este segundo viaje sacaron dos cajas pesadísimas y grandes: una, llena de lingotes de plata; la otra, con onzas mejicanas. El yanqui y mi tío se repartieron el dinero, y a cada uno le tocó más de cien mil duros; pero mi tío, que era terco, volvió al lugar del naufragio, y entonces ya debió de encontrar el tesoro, porque llegó a Inglaterra con una fortuna colosal. Hoy, los Hasting, que viven en Inglaterra, siguen siendo millonarios. ¿No te acuerdas de Fanny, la que vino a la taberna de las injurias con nosotros?
-Sí.
-Pues es de los Hasting ricos de Inglaterra.
-¿Y usted por qué no les pide algún dinero? -preguntó Manuel.
-No, nunca, aunque me muriera de hambre, y eso que ellos se han prestado muchas veces a favorecerme. Antes de venir a Madrid estuve viajando por casi todas partes del mundo en un yate del hermano de Fanny.
-¿Y esa fortuna que usted piensa encontrar está también en alguna isla? -dijo Manuel.
-Me parece que eres de los que no tienen fe -contestó Roberto-. Antes de que cantara el gallo me negarías tres veces.
-No; yo no conozco sus asuntos; pero si usted me necesitara a mí, yo le serviría con mucho gusto.
-Pero dudas de mi estrella, y haces mal; te figuras que estoy chiflado.
-No, no señor.
-¡Bah! Tú te crees que esa fortuna que yo tengo que heredar es una filfa.
-Yo no sé.
-Pues no; la fortuna existe. ¿Tú te acuerdas una vez que hablaba con don Telmo delante de ti de cómo había estado en casa de un encuadernador, y la conversación que tuve con él?
-Sí, señor; me acuerdo.
-Pues bien; aquella conversación fue para mí la base de las indagaciones que he hecho después; no te contaré yo cómo he ido recogiendo datos y más datos, poco a poco, porque esto te resultaría pesado; te mostraré escuetamente la cuestión.
Al concluir esto, Roberto se levantó del banco en donde estaban sentados, y dijo a Manuel:
-Vamos de aquí. Aquel señor anda rondándonos; trata de oír nuestra conversación.
Manuel se levantó, convencido de la chifladura de Roberto; pasaron por delante del Ángel Caído, llegaron cerca del Observatorio Meteorológico, y de allí salieron a unos cerrillos que están frente al Pacífico y al barrio de doña Carlota.
-Aquí se puede hablar -murmuró Roberto-. Si viene alguno, avísame.
-No tenga usted cuidado -respondió Manuel.
-Pues como te decía, esa conversación fue la base de una fortuna que pronto me pertenecerá; pero mira si será uno torpe y lo mal que se ven las cosas cuando están al lado de uno. Hasta pasado lo menos un año de la conversación no empecé yo a hacer gestiones. Las primeras las hice hace dos años. Un día de Carnaval se me ocurrió la idea. Yo daba lecciones de inglés y estudiaba en la Universidad; con el poco dinero que ganaba tenía que enviar parte a mi madre, y parte me servía para vivir y para las matrículas. Este día de Carnaval, un martes, lo recuerdo, no tenía más que tres pesetas en el bolsillo; llevaba tanto tiempo trabajando sin distraerme un momento, que dije: «Nada, hoy voy a hacer una calaverada; me voy a disfrazar». Efectivamente, en la calle de San Marcos alquilé un dominó y un antifaz por tres pesetas y me eché a la calle, sin un céntimo en el bolsillo. Comencé a bajar hacia la Castellana, y al llegar a la Cibeles me pregunté a mí mismo, extrañado: ¿Para qué habré hecho yo la necedad de gastar el poco dinero que tenía en disfrazarme, cuando no conozco a nadie?
»Quise volver, hacia arriba a abandonar mi disfraz; pero había tanta gente, que tuve que seguir con la marea. No sé si te habrás fijado en lo solo que se encuentra uno esos días de Carnaval entre las oleadas de la multitud. Esa soledad entre la muchedumbre es mucho mayor que la soledad en el bosque. Esto me hizo pensar en las mil torpezas que uno comete: en la esterilidad de mi vida. “Me voy a consumir -me dije- en una actividad de ratoncillo; voy a terminar en ser un profesor, una especie de institutriz inglesa. No; eso nunca. Hay que buscar una ocasión y un fin para emanciparse de esta existencia mezquina, y si no lanzarse a la vida trágica”. Pensé también en que era muy posible que la ocasión hubiese pasado ante mí sin que yo supiese aprovecharme de ella, y de pronto recordé la conversación con el encuadernador. Me decidí a enterarme, hasta ver la cosa claramente, sin esperanza ninguna, sólo como una gimnasia de la voluntad. “Se necesita más voluntad -me dije- para vencer los detalles que aparecen a cada instante que no para hacer un gran sacrificio o para tener un momento de abnegación. Los momentos sublimes, los actos heroicos, son más bien actos de exaltación de la inteligencia que de voluntad; yo me he sentido siempre capaz de hacer una gran cosa, de tomar una trinchera, de defender una barricada, de ir al Polo Norte; pero ¿sería capaz de llevar a cabo una obra diaria, de pequeñas molestias y de fastidios cotidianos?” Sí, me dije a mí mismo, y decidido me metí entre las máscaras y volví a Madrid mientras los demás alborotaban.
-¿Y desde entonces trabajó usted?
-Desde entonces, con una constancia rabiosa. El encuadernador no quería darme ningún dato; me instalé en la Casa de Canónigos, pedí el libro de Turnos, y allí un día y otro estuve revisando listas y listas, hasta que encontré la fecha del proceso; de aquí me fui a las Salesas, di con el archivo, y un mes entero pasé allá en una guardilla abriendo legajos, hasta que pude ver los autos. Luego tuve que sacar fes de bautismo, buscar recomendaciones para un obispo, andar, correr, intrigar, ir de un lado a otro, hasta que la cuestión comenzó a aclararse, y con mis documentos en regla hice mi reclamación en Londres. He plantado durante estos dos años los cimientos para levantar la torre a la que he de subir.
-¿Y está usted seguro que los cimientos son sólidos?
-¡Oh, son los hechos! Aquí están -y Roberto sacó un papel doblado del bolsillo-. Es el árbol genealógico de mi familia. Este círculo rojo es don Fermín Núñez de Letona, cura de Labraz, que va a Venezuela, a fines del siglo XVIII. Hace, no se sabe cómo una inmensa fortuna, y vuelve a España en la época de Trafalgar. En la travesía, un barco inglés aborda al español en donde viene el cura, y a éste y a los demás pasajeros los apresan y los llevan a Inglaterra. Don Fermín reclama su fortuna al Gobierno inglés, se la devuelven, y la coloca en el Banco de Londres, y viene a España en la época de la guerra de la Independencia. Como en aquellos tiempos el dinero no estaba muy seguro en España, don Fermín deja su fortuna en el Banco de Londres, y una de las veces trata de retirar una cantidad grande, para comprar propiedades, ya a Inglaterra con la sobrina de un primo suyo y único pariente, llamado Juan Antonio. Esta sobrina -y Roberto señaló un círculo en el papel- se casa con un señorito irlandés, Bandon, y muere a los tres años de casada. El cura don Fermín decide volver a España, y manda girar su fortuna al Banco de San Fernando, y antes de que se haga el giro, don Fermín muere. Bandon, el irlandés, presenta un testamento en que el cura deja como heredera universal a su sobrina, y además prueba que tuvo un hijo de su mujer, que murió después de bautizado. El primo de don Fermín, Juan Antonio, el de Labraz, le pone pleito a Bandon, y el pleito dura cerca de veinte años, y muere Juan Antonio, y el irlandés puede recoger una parte de la herencia.
»La otra hija de Juan Antonio se casa con un primo suyo, comerciante de Haro, y tiene tres hijos, dos varones y una hembra. Ésta se mete monja, uno de los varones muere en la guerra carlista y el otro entra en un comercio y se va a América.
»Éste, Juan Manuel Núñez, hace una fortuna regular, se casa con una criolla y tiene dos hijas: Augusta y Margarita. Augusta, la menor, se casa con mi padre, Ricardo Hasting, que era un calavera que se escapó de su casa, y Margarita, con un militar, el coronel Buenavida. Vienen todos a España en muy buena posición, mi padre se mete en negocios ruinosos, y ya arruinado, no sé por dónde averigua que la fortuna del cura Núñez de Letona está a disposición de los herederos; va a Inglaterra, hace su reclamación, le exigen documentos, saca las fes de bautismo de los antepasados de su mujer y se encuentra con que la partida de nacimiento del cura don Fermín no se encuentra por ningún lado. De pronto, mi padre deja de escribir y pasan años y años, y al cabo de más de diez recibimos una carta participándonos que ha muerto en Australia.
»Margarita, la hermana de mi madre, queda viuda con una hija; se vuelve a casar, y el segundo marido resulta un bribón de marca mayor, que la deja sin un céntimo. La hija del primer matrimonio, Rosa, sin poder sufrir al padrastro, se escapa de casa con un cómico, y no sabe más de ella.
» Si has seguido -añadió Roberto- mis explicaciones, habrás visto que no quedan más parientes de don Fermín Núñez de Letona que mis dos hermanas y yo, porque la hija de Margarita, Rosa Núñez, ha muerto.
»Ahora, la cuestión está en probar este parentesco, y ese parentesco está probado; tengo las partidas de bautismo que acreditan que descendemos en línea directa de Juan Antonio, el hermano de Fermín.
Pero ¿por qué no aparece el nombre de Fermín Núñez de Letona en el libro parroquial de Labraz? Eso es lo que a mí me preocupó y eso es lo que he resuelto. Bandon, el irlandés, cuando murió su contrincante Juan Antonio, envió a España un agente llamado Shaphter, y éste hizo desaparecer la fe de bautismo de don Fermín. ¿Cómo? Aún no lo sé.
Mientras tanto, yo sigo en Londres la reclamación, sólo para mantener la causa en estado de litigio, y los Hasting son los que llevan el proceso.
-¿Y a cuánto asciente esa fortuna? -preguntó Manuel.
-Entre el capital y los intereses, a un millón de libras esterlinas.
-¿Y es mucho eso?
-Sin el cambio, unos cien millones de reales; con el cambio, ciento treinta.
Manuel se echó a reír. .
-¿Para usted solo?
-Para mí y para mis hermanas. Figúrate tú, cuando yo coja esa cantidad, lo que van a ser para mí estos cochecitos y estas cosas. Nada.
-Y ahora, mientras tanto, no tiene usted una perra.
-Así es la vida; hay que esperar, no hay más remedio. Ahora que nadie me cree, gozo yo más con el reconocimiento de mi fuerza que gozaré después con el éxito. He construido una montaña entera; una niebla profunda impide verla; mañana se desgarrará la niebla y el monte aparecerá erguido, con las cumbres cubiertas de nieve.
Manuel encontraba necio estar hablando de tanta grandeza, cuando ni uno ni otro tenían para comer, y, pretextando una ocupación, se despidió de Roberto.