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La busca/Parte III/VII

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VI
La busca
de Pío Baroja
VII
VIII

VII

El señor Custodio y sus ideas - La Justa, el Carnicerín y el Conejo.


El señor Custodio era hombre inteligente, de luces naturales, muy observador y aprovechado. No sabía leer ni escribir, y, sin embargo, hacía notas y cuentas; con cruces y garabatos de su invención, llegaba a sustituir la escritura, al menos para los usos de su industria.

Sentía el señor Custodio un gran deseo de instruirse, y a no ser porque le parecía ridículo, se hubiese puesto a aprender a leer y escribir. Por las tardes, concluido el trabajo, solía decir a Manuel que leyese los periódicos y revistas ilustradas que recogía por la calle, y el trapero y su mujer prestaban gran atención a la lectura.

Guardaba también el señor Custodio unos cuantos tomos de novelas por entregas que había dejado su hija, y Manuel comenzó a leerlos en voz alta.

Las observaciones del trapero, el cual tomaba por historia la ficción novelesca, eran siempre atinadas y justas, reveladoras de un instinto de sensatez y de buen sentido. El criterio sensato del trapero a Manuel no siempre le agradaba, y a veces se atrevía a defender una tesis romántica e inmoral; pero el señor Custodio le atajaba en seguida, sin permitirle que siguiera adelante.

Por razón de su oficio, el trapero tenía una preocupación por el abono que se desperdiciaba en Madrid.

Solía decir a Manuel:

-¿Tú te figuras el dinero que vale toda la basura que sale de Madrid?

-Yo, no.

-Pues haz la cuenta. A sesenta céntimos la arroba, los millones de arrobas que saldrán al año... Extiende eso por los alrededores y haz que el agua del Manzanares y la del Lozoya rieguen esos terrenos, y verías tú huertas y más huertas.

Otra de las ideas fijas del trapero era la de regenerar los materiales usados. Creía que se debía de poder sacar la cal y la arena de los cascotes de mortero, el yeso vivo del ya viejo y apagado, y suponía que esta regeneración daría una gran cantidad de dinero.

El señor Custodio, que había nacido cerca de aquella hondonada en donde estaba su casa, sentía por sus barrios, y, en general, por Madrid gran entusiasmo; el Manzanares era para él un río tan serio como el Amazonas.

El señor Custodio tenía dos hijos, de los cuales no conocía Manuel más que a Juan, un chulapo alto y moreno, que estaba casado con la hija de la dueña de un lavadero de la Bombilla. La hija, justa de nombre, estaba de modista en un taller.

En las primeras semanas, ninguno de los hijos apareció por casa de los padres. Juan vivía en el lavadero, y la justa, con una pariente suya, dueña de un taller.

Manuel, que solía hablar mucho con el señor Custodio, pudo notar pronto que el trapero era, aunque comprendiendo lo ínfimo de su condición, de orgullo extraordinario, y que tenía acerca del honor y de la virtud las ideas de un señor noble de la Edad Media.

Al mes de vivir allí, estaba Manuel un domingo a la puerta de la casa, después de comer, cuando vio que por la pendiente del vertedero bajaba a la hondonada corriendo, con las faldas recogidas, una muchacha. Al verla de cerca, Manuel quedó rojo, luego pálido. Era la chiquilla que había ido dos o tres veces a casa de la patrona, a probar los trajes a la Baronesa, pero hecha ya una mujer.

Se acercó la muchacha, levantando las faldas y las enaguas almidonadas, cuidando de no ensuciarse los zapatitos de charol.

-¿Qué vendrá a hacer aquí? -se dijo Manuel.

-¿Está padre? -preguntó ella.

Salió el señor Custodio y abrazó a la muchacha. Era la hija del trapero, la justa, de quien Manuel oía hablar continuamente, y que, sin saber por qué, se había figurado que debía de ser muy flaca, muy esmirriada y desagradable.

La Justa entró en la cocina, y después de mirar las sillas, por si tenían algo que ensuciara su vestido, se sentó en una. Luego habló por los codos, diciendo tonterías a porrillo y riendo ella misma sus chistes.

Manuel la escuchaba silencioso; la verdad es que no era tan guapa como se había figurado, pero no por eso le gustaba menos. Tendría unos diez y ocho años, era morena, bajita, de ojos muy negros y muy vivos, la nariz respingona y descarada, la boca sensual, de labios gruesos. Era algo fondoncilla y abundante de pecho y de caderas; iba limpia, fresca, con el moño muy empingorotado y unos zapatos nuevos y relucientes.

Mientras hablaba la Justa y la oían extasiados sus padres, se presentó en la cocina un jorobado de una de las casuchas de la hondonada, a quien llamaban el Conejo, y que tenía, efectivamente, en su rostro gran semejanza con el simpático roedor cuyo nombre llevaba.

Era el Conejo del gremio del señor Custodio, y conocía ajusta desde niña; Manuel solía verle todos los días, pero no paraba su atención en él. Entró el Conejo en casa del señor Custodio y se puso a decir simplezas y a reírse a carcajadas; pero de un modo tan mecánico que molestaba, porque parecía que detrás de aquel reír continuo debía haber amargura muy grande. La Justa le tocó la joroba, pues sabido es que esto da la buena suerte, y el Conejo se echó a reír.

-¿Te han llevado alguna otra vez a la Delegación? -le preguntó ella.

-Sí; muchas veces... ji... ji...

-¿Y por qué?

-Porque el otro día me puse a gritar en la calle: ¡Aire, quién compra el paraguas de Sagasta, el sombrero de Krüger, el orinal del Papa, una lavativa que se le ha perdido a una monja cuando estaba hablando con el sacristán!...

El Conejo daba gritos formidables y la justa se reía a carcajadas.

-¿Y ya no cantas la misa como antes?

-Sí, también.

-Pues cántala.

El jorobado había tomado, como motivo de escándalo, el Prefacio de la Misa, y substituía las palabras sagradas por otras con que anunciaba su comercio, y empezó a gritar:

-Quién me vende... las zapatillas... los pantalones... las alpargatas... las botas viejas... y las usadas... las lavativas... los orinales y hasta la camisa.

A la justa le producían los gritos del jorobado una risa nerviosa. El Conejo, después de cantar dos o tres veces el Prefacio, tomó el aire de las rogativas y cantó unas cosas con voz de tiple y otras con voz de bajo:

El sombrero de copa... y en vez de decir Liberanos dominé, decía: ahora mismo compraré... el chaleco viejo... una perra gorda daré...

El jorobado tuvo que callarse para que dejara de reír la justa.

De pronto ésta advirtió el entusiasmo de Manuel, y, a pesar de que no le parecía una gran conquista, se puso seria, le animó y le dedicó miradas furtivas, que hicieron latir apresuradamente el corazón del muchacho.

Cuando se fue la hija del señor Custodio, Manuel se quedó como si le hubieran dejado a oscuras. Pensó que con el recuerdo de las miradas incendiarias tendría que vivir dos o tres semanas.

Al día siguiente, cuando Manuel se encontró con el Conejo, escuchó las tonterías que le dijo el jorobado, que siempre estaba hablando del obispo de Madrid-Alcalá, y luego trató de llevar la conversación al tema del señor Custodio y su familia.

-Es guapa la Justa, ¿verdad?

-Psch... sí -y el Conejo miró a Manuel con aspecto reservado de hombre que oculta un misterio.

-Usted la ha conocido de chica, ¿eh?

-Sí; pero he conocido a otras muchas.

-¿Tiene novio?

-Sí lo tendrá. Todas las mujeres tienen novio, a no ser que sean muy feas.

-¿Y quién es el novio de la justa?

-Cualquiera; yo creo que es el obispo de Madrid-Alcalá.

El Conejo era hombre de aspecto muy inteligente; tenía la cara larga, la nariz corva, la frente ancha, los ojos pequeños y brillantes y una perilla rojiza y en punta como la de un chivo.

Un tic especial, un movimiento convulsivo de la nariz agitaba su rostro de vez en cuando, y era lo que le daba más semejanza con un conejo. Reía tan pronto con carcajada nerviosa, metálica, sonora, como con risa sorda de polichinela. Miraba a la gente de arriba abajo y de abajo arriba, de manera insolente a fuerza de ser burlona, y para más sorna detenía su mirada en los botones del traje de su interlocutor, e iba danzando con la vista de la corbata al pantalón y de las botas al sombrero. Tenía especial empeño en vestir de un modo ridículo y le gustaba adornarse la gorra con vistosas plumas de gallo, andar con botas de montar y hacer otra porción de extravagancias.

Le gustaba también embromar a la gente con sus mentiras, y afirmaba las cosas que inventaba con tal tesón, que no se comprendía si se estaba riendo o hablando en serio.

-¿No sabe usted lo que le ha pasado esta tarde al obispo de Madrid-Alcalá en las Cambroneras? -decía a algún conocido.

-No.

-Pues que ha ido a hacer una visita para darle una limosna a Garibaldi, y Garibaldi le ha sacado una jícara de chocolate al señor obispo. Se ha sentado el señor obispo, ha tomado una sopa y clac... no se sabe qué le ha pasado; se ha quedado muerto.

-¡Pero, hombre!...

-Es cosa de los republicanos -decía el Conejo, muy serio, y se marchaba a otra parte a propagar la noticia o a contar otro embuste. Se metía en un grupo:

-¿Ya saben ustedes eso de Weyler?

-No; ¿qué ha pasado?

-Nada; que al volver del Campamento unas moscas se la han puesto en la cara y le han comido toda la oreja. Ha pasado por el puente de Segovia echando sangre.

Así se divertía aquel bufón.

Por las mañanas echaba el saco a la espalda e iba al centro de Madrid y anunciaba su oficio por las calles, mezclando en sus pregones a personajes políticos y hombres ilustres, lo que algunas veces le había valido los honores de la Delegación.

Era el Conejo perverso y malintencionado como un demonio; la muchacha de los alrededores que tuviera su lío podía temblar, porque se las apañaba para sorprenderla. Lo sabía todo, lo husmeaba todo; pero, al parecer, no se valía de sus descubrimientos. Con asustar, estaba satisfecho.

-El Conejo lo sabrá -le solían decir algunas veces cuando se sospechaba algo.

-Yo no sé nada; yo no he visto nada -contestaba él riéndose-; yo no sé nada.

Y de aquí no había medio de sacarle.

Cuando Manuel fue conociendo al Conejo, sintió por él, si no estimación, cierto respeto por su inteligencia.

Era tan listo aquel jorobado bufón, que se las arreglaba en el Rastro muchas veces para engañar a sus colegas, que de tontos no tenían un pelo.

Casi todas las mañanas se reunían los traperos en la cabecera del Rastro para cambiar impresiones y prendas usadas. El Conejo se enteraba de lo que necesitaban los vendedores de los puestos, y aquello que querían; él lo compraba a los traperos y se lo revendía a los de los puestos, y entre cambalaches y ventas siempre salía ganando...

En los domingos sucesivos la justa tomó como entretenimiento el entusiasmar a Manuel. La muchacha tenía una libertad absoluta de palabra y conocimiento completo y acabado de todas las frases -y timos madrileños.

Manuel, al principio, se mostraba respetuoso; pero viendo que ella no se incomodaba, se iba atreviendo cada vez más, y la abrazaba a traición. La Justa se desasía con facilidad y se reía al ver al mozo con su cara seria y la mirada brillante de deseos.

Con la libertad de palabras que le caracterizaba, la justa tenía conversaciones escabrosas; contaba a Manuel lo que la decían en la calle, las proposiciones que los hombres deslizaban en su oído y hablaba con gran delectación de compañeras de taller que habían perdido su flor de azahar en la Bombilla o en las Ventas con cualquier Tenorio de mostrador, que se pasaba la vida atusándose de bigote delante del espejo de alguna perfumería o tienda de sedas.

Las frases de la justa tenían siempre doble sentido y eran, a veces, alusiones candentes. Su malicia y su coquetería chulesca y desgarrada creaba en derredor suyo una atmósfera de deseo.

Manuel sentía por ella anhelo doloroso de posesión, mezclado con gran tristeza, y hasta con odio, al ver que la justa se reía de él. Muchas veces, al verla llegar, Manuel se juraba a sí mismo no hablarla, ni mirarla, ni decirla nada, y entonces ella le buscaba y le sonreía y le provocaba haciéndole señas y dándole con el pie.

Era la Justa de una desigualdad de carácter perturbadora. Unas veces, al verse asida por Manuel de la cintura y sentada en sus rodillas, se dejaba abrazar y besar; otras, en cambio, sólo porque se le acercaba y le tomaba la mano, le soltaba una bofetada que le dejaba aturdido.

-Y vuelve por otra -añadía, al parecer incomodada.

Manuel sentía ganas de llorar de ira y de rabia, y se tenía que contener para no preguntarle con lógica infantil: «¿Por qué la otra tarde dejaste que te besara?» Pero luego pensaba en la ridiculez de una pregunta así hecha.

La Justa iba sintiendo cierto cariño por Manuel, pero cariño de hermana o de amiga; como novio, como pretendiente, no le parecía bastante para tomarle en serio.

Aquel flirteo, que fue para la justa como un simulacro de amor, constituyó para Manuel un doloroso despertar de la pubertad. Sentía vértigos de lujuria, que terminaban en atonía y en aplanamiento mortales. Y entonces echaba a andar de prisa con el paso irregular de un atáxico; muchas veces, al atravesar el pinar del Canal, le entraban deseos de dejarse ahogar en el río; pero el agua sucia y negra no invitaba a sumergirse en ella.

En estas rachas de lujuria era cuando le acometían con más fuerza los pensamientos negros y tristes, la idea de la inutilidad de su vida, de la seguridad de un destino adverso, y al pensar en la existencia de abandono que se le preparaba, sentía su alma llena de amargura y los sollozos le subían a la garganta...

Un domingo de invierno, la Justa, que había tomado la costumbre de ir todos los días de fiesta a casa de sus padres, dejó de aparecer por allá; Manuel supuso si la causa de esto sería el mal tiempo, y pasó toda la semana intranquilo y nervioso, contando los días que faltaban para ver a la justa.

Al domingo siguiente, Manuel se apostó en la esquina del paseo de los Pontones a esperar que pasara la muchacha, y al verla de lejos le dio un vuelco el corazón. Venía acompañada por un joven elegante, medio torero, medio señorito, con un sombrero cordobés y capa azul llena de bordados. Al final del paseo se despidió la justa del que la acompañaba.

Al otro domingo, la justa se presentó en casa de su padre con una amiga y el joven de la capa bordada, y presentó a éste al señor Custodio. Dijo después que era hijo de un carnicero de la Corredera Alta, y muy rico, hermano de una muchacha del taller, y a su madre la justa le confesó, alborozada, que el muchacho le había pedido relaciones. Aquella frase de pedir relaciones, que lo dicen relamiéndose, desde la princesa altiva hasta la portera humilde, er?cantó a la mujer del trapero, mayormente tratándose de un muchacho rico.

El hijo del carnicero fue considerado en casa del señor Custodio como prototipo de todas las perfecciones y bellezas; Manuel únicamente protestaba y fulminaba sobre el Carnicerín, como le denominó desde el primer momento con desprecio, miradas asesinas.

Los sufrimientos de Manuel al comprender que la justa admitía con entusiasmo como novio al hijo del carnicero fueron crueles; ya no la melancolía, la ira y la desesperación más rabiosa agitaban su alma. Eran también demasiadas ventajas las de aquel mozo: alto, gallardo, esbelto, de naciente y rubio bigote, bien vestido, con los dedos llenos de sortijas, bailarín consumado y guitarrista hábil; tenía casi el derecho de estar tan satisfecho de su persona como lo estaba.

-¿Cómo no notará esa mujer -pensaba Manuel- que ese tipo no se quiere más que a sí mismo? En cambio, yo...

Solía haber los domingos baile en una explanada próxima a la ronda de Segovia, y el señor Custodio, con su mujer, la Justa y su novio, iban allí. A Manuel le dejaban guardando la casa; pero algunas veces se escapó para ver el baile.

Cuando vio a ¡ajusta bailando con el Carnicerín le dieron ganas de ahogarles a los dos.

Luego el novio era de una petulancia extraordinaria; cuando bailaba se contoneaba y parecía que iba jaleándose y piropeándose a sí mismo y que guardaba en el ritmo del baile algo tan precioso, que un movimiento de abandono podría echarlo todo a perder. Ni aun para decir misa, lo hubiera hecho con tanta ceremonia.

Como es natural, un conocimiento tan completo de la ciencia del baile, unido a la conciencia de su superioridad, daban al Carnicerín admirable aplomo. Era él quien se dejaba conquistar indolentemente por la Justa, que estaba frenética. Al bailar se le echaba encima, sus ojos brillaban y le temblaban las alas de la nariz; parecía que le quería sujetar, tragar, devorar. No separaba la vista de él, y si le veía con otra mujer se alteraba su rostro rápidamente.

Una de las tardes, el Carnicerín hablaba con un amigo suyo. Manuel se acercó a oír la conversación.

-¿Es aquélla? -le preguntaba el amigo.

-Sí.

-Gachó, cómo está de colá contigo.

Y el Carnicerín, con sonrisa petulante, añadió:

-La tengo chalá.

Manuel, en aquel momento, le hubiera arrancado el corazón.

La decepción amorosa hizo que Manuel pensara en abandonar la casa del señor Custodio.

Un día se encontró cerca del Puente de Segovia con el Bizco y otro golfo que le acompañaba.

Iban los dos desharrapados; el Bizco tenía el aspecto más ceñudo y brutal que nunca; llevaba una chaqueta vieja, por entre cuyos agujeros se veía la piel negruzca; los dos marchaban, según le dijeron, al cruce del camino de Aravaca con la carretera de Extremadura, a un rincón que llamaban el Confesonario. Allí pensaban reunirse con el Cura y el Hospiciano para asaltar una casa.

-Anda, ¿vienes? -le dijo irónicamente el Bizco.

-Yo, no.

-¿Dónde estás ahora?

-En una casa... trabajando.

-¡Valiente panoli! Anda, vente con nosotros.

-No, no puede ser... Oye, ¿y Vidal? ¿No le has vuelto a ver?

El rostro del Bizco quedó más ceñudo.

Ya me las pagará ese charrán. No se escapa sin que yo le pinte un chirlo en la cara... Pero ¿vienes o no?

-No.

Las ideas del señor Custodio habían influido en Manuel fuertemente; pero como, a pesar de esto, sus. instintos aventureros le persistían, pensaba marcharse a América, en hacerse marinero, en alguna cosa por el estilo.