La campaña del Maestrazgo/V
V
Cuando el pobre anciano despertó, después de dar a sus huesos algunas horas de plácido reposo, contáronle sus amigos las novedades ocurridas en el parador durante su sueño. Había conseguido Galán reconciliar a Sanchico con su padre Sancho, no sin que este se mostrara largo rato rebelde a las paces, haciéndose el inflexible con desmedida afectación, hasta que, desahogando su severidad en una descarga de bofetadas, lloró el chico, se aplacó el padre, y todo quedó perdonado, a condición de que el joven partiese aquel mismo día para Ablitas y no volviese a separarse de sus tíos. En la ruidosa querella de hijo y padre, salió a relucir que Sanchico se había largado a la facción por contrariedades lastimosas de amor. Entre tirarse al Ebro y hacerse faccioso para que una bala le matase, prefirió esto último. El cuento fue que las balas no se metieron con él, y que el trajín de la guerra le curó de la morriña que le enfermaba el alma. Volvía, pues, mejor de lo que fue, saludable, fuerte, aleccionado del mundo, y habiendo visto sucesos mil, lisonjeros o desgraciados, que servían de grande enseñanza. Por lo demás, su afecto a la causa de D. Carlos había sido puramente circunstancial, y lo mismo le importaban a él los derechos del Rey legítimo que la carabina de Ambrosio. Cuando Urdaneta supo que Sancho iba para la Ribera, ordenó que se fuese con él uno de sus criados: se arreglaría sólo con Tomé; que los tiempos eran apretados, y había que mirar por la economía.
Pero la gran novedad de aquella mañana fue que la gentil y desenvuelta Saloma logró avistarse con el italiano, sorprendiéndole en su cuarto cuando daba la última mano en su retoque personal. Desempeñado había con extraordinaria agudeza el encargo que le confirió D. Beltrán, ganando, si no la confianza, las atenciones de aquel señor. Por las referencias de Saloma y el nombre del criado, se afirmó Urdaneta en que el tal no era otro que el siciliano de que Fernando Calpena le habló, intermediario clandestino entre las dos ramas borbónicas que se disputaban el Trono. Toda la madrugada, hasta que se durmió, había estado el prócer devanándose los sesos por recordar la gracia de aquel sujeto. Su memoria era ya para los nombres un verdadero caos. Mas cuando Saloma le contaba su entrevista, se le metió súbitamente en el cerebro a D. Beltrán el perdido nombre, y gritó: «¡Rapella, Rapella! Ya me acuerdo. En la punta de la lengua lo tenía». Díjole por fin la navarra que el señor extranjero se alegró mucho al saber que en el propio parador se hallaba persona de tan alta alcurnia, a quien conocía de fama por sus amigos de Madrid, y que deseando el honor de tratarle, le invitaba a almorzar.
«¿Ves? -dijo Urdaneta con alborozo, dando pataditas en el portal para entrar en calor-. Tú me has traído la suerte, pues yo venía con mala pata, y desde que te encontré, todas las cartas me salen buenas».
Antes de la hora del almuerzo juntáronse el viejo aristócrata y el pintado diplomático en la calle, y cambiando mil finuras, hablaron después cuanto les dio la gana, sin parar hasta que terminó el comistraje. Hizo gala Rapella de su cortesanía, y derrochó sin tasa el énfasis de su especial oratoria familiar. Aseguró a D. Beltrán que le conocía por lo que de él le habían hablado sus grandes amigos Bernardino Frías, Luis Córdova, Paco Malpica, Martínez de la Rosa, Quintana y otros. Hablaron luego de Fernando Calpena, mostrándose Rapella muy gozoso de saber que vivía, pues ya le consideraba muerto; y por fin se eternizaron en el comentario de las cosas políticas y militares, la revolución de la Granja, las nuevas Cortes, la situación política en Madrid y en la corte carlista, las intrigas de una y otra parte, Espartero, Cabrera, las expediciones de Gómez, D. Basilio y Batanero... el buen giro de la guerra en el Norte, el mal cariz de la misma en el Maestrazgo.
Por más empeño que en ello puso, no pudo el viejo conseguir que Rapella se clareara en lo de las misiones y recados que traía y llevaba de corte en corte. Se escabullía gallardamente de todas las trampas que el otro le armaba con capciosas preguntas. A veces la agudeza de D. Beltrán le cogía en contradicción. Dijo primero que iba hacia Vinaroz, donde le aguardaba un barco que debía llevarte a Nápoles; después indicó que el objeto de su viaje en tal dirección era sólo avistarse con su íntimo amigo Borso di Carminati, para darle un abrazo y pasar unos días con él. Tenía en el ejército del Centro excelentes amigos, entre ellos su paisano Cialdini, muchacho de gran porvenir, ayudante de Borso. Inútil fue también el empeño que puso D. Beltrán en sonsacarle noticias y cuentos de las interioridades del Cuartel de D. Carlos... Nada: el siciliano no daba lumbres. Y si no su locuacidad perdía un poco de su finura cuando el otro quería llevarle a cierto terreno, apartándole de los temas que él elegía, siempre vagos, de generalidades y lugares comunes. Por fin llevó la conversación a la persona y hechos de Cabrera, de quien se mostró admirador, sosteniendo que era ya vulgaridad insigne tenerle por uno de tantos cabecillas, notable sólo por su inquietud y ferocidad. Desde que apareció en la guerra, conmoviendo y abrasando el país como fuego del cielo, mostrose gran caudillo, tan buen conocedor del suelo como de los hombres, táctico y estratégico de primera, audaz, incansable, heroico; y por entre estas cualidades apuntaba ya un gran político.
«¡Oh, no tanto! ¿Ya quiere usted hacer de él un Napoleón?
-Un Napoleón de montaña, amigo mío».
Respecto a las tan cacareadas crueldades del jefe carlista, dijo Rapella que habían sido estrictamente de carácter disciplinario militar hasta que los cristinos derramaron con bárbara torpeza la sangre de María Griñó. El asesinato de una mujer, sin más delito que ser madre de Cabrera, creó nueva ordenanza militar, dando una infernal lógica las horrendas carnicerías consumadas por uno y otro ejército. Fuera de esto, para abrirse camino el travieso bigardón de Tortosa, y pasar en breve tiempo de seminarista pendenciero a caudillo y gobernador de hombres en los campos de batalla, no podía menos de emplear, como resorte de dominio, el terror, la fiereza y la brutalidad. No se había formado dentro de un organismo, sino que tenía que sacar el organismo del caos social, y esto no se hace sino desplegando desde los primeros momentos un genio implacable, aterrador, extraordinaria viveza para aplicar justicias rápidas, de moral severa y primitiva; haciendo sentir el peso de su mano antes de que pudiera discutirse el derecho con que la levantaba. En las guerras civiles, los hombres culminantes nacen así, o no nacen nunca.
No le parecieron mal a Urdaneta estas razones, y como sacara a relucir la especie, muy corriente en aquellos días, de la muerte del famoso guerrero, negola el siciliano, sosteniendo que había, sí, corrido grandísimo peligro en los últimos días de Diciembre; pero que estaba vivo, aunque al parecer no muy sano. En Septiembre del año anterior habíase unido Cabrera en Utiel a la expedición de Gómez. Juntos recorrieron Cuenca, Albacete, la Mancha, Andalucía y Extremadura... Si las tropas cristinas que les perseguían no pudieron deshacerles, tampoco ellos lograron su intento de sublevar las comarcas que invadían. Un correr continuo; exacciones y rapiñas en ciudades y aldeas; aislados lances de guerra sin plan ni concierto, gloriosos unos para los liberales, como el de Villarrobledo, ventajosos otros para los carlistas, pero sin que de ninguno resultara el aniquilamiento de la expedición, ni tampoco su triunfo; tal fue la obra combinada de Cabrera y Gómez, caracteres antitéticos, de cuya unión no podía resultar nada eficaz. La falta de engranaje entre uno y otro temperamento militar fue marcándose en desavenencias, luego en discordias, y los dos cabecillas, que juntos no podían formar una cabeza, riñeron al fin, a la vuelta de Cáceres, campando cada uno por sus respetos. Cabrera se escabulló fugaz y resbaladizo por el caminito que creyó más seguro para volver a sus riscos y barranqueras del Maestrazgo, donde en su ausencia las cosas de la guerra no iban muy prósperas, y amenazaba desbaratarse lo que él con paciencia, rigor y firme mano organizado había.
Lo primero que intentó al pisar su terreno fue pasar al Cuartel general de D. Carlos en el Norte, para dar cuenta a este de la desavenencia con Gómez y proponerle un nuevo plan de campaña en el Centro. Llegose al Ebro, eligiendo el vado de Rincón de Soto como el único que en aquella estación cruda era practicable; pero le salió mal la cuenta, porque fue sorprendido por la columna de Iribarren, que le deshizo, matándole muchos hombres y dispersándole los que quedaron con vida. La suya estuvo en gran peligro. Acribillado de balazos, quedó al amparo de la obscuridad junto a una pared, donde le recogió uno de los suyos, el cabecilla que llamaban La Diosa, y le llevó atravesado en una caballería, como un saco, pues montar no podía. Perseguido por las tropas de Iribarren, debió su salvación a un cura que le escondió en el sótano de su casa; allí pasó largos días y noches entre la vida y la muerte, hasta que, mejorado de sus heridas, le trasladaron a un abrupto monte, espesura más propia de lobos que de seres humanos, donde permaneció en escondite, recobrando poco a poco la sangre perdida, y con ella el brío y la ferocidad. De este apartamiento provino la noticia de su muerte, que corrió por toda España, descorazonando a los suyos, y llenando de tristeza y confusión a todo el carlismo de aquende y allende el Ebro; pero ya en los últimos de Enero (como unos quince antes de la fecha en que esto se relata) se supo a ciencia cierta que vivía, y que sin reponerse de sus heridas y enfermedades, preparaba nuevas correrías por la Plana de Castellón y riberas del Turia: que en tal hombre la ociosidad era imposible, mientras alguna vida le quedase. Cuando esto narraba el señor Rapella, no podía decir fijamente dónde se hallaba el famoso caudillo; presumía que, medio muerto o medio vivo, recogía sus fuerzas, las reorganizaba, lanzándose al terreno que la Naturaleza parecía haber amoldado a la hechura intelectual y física del que bien podía llamarse, si no el león, el gato montés de la guerra.
«A fe mía -dijo D. Beltrán-, que está usted bien informado. Ya cuidará de decir a su amigo Borso que se ande con tiento, pues este mozo no es de los que fácilmente se dejan destruir y aniquilar».
Por lo que a renglón seguido hablaron, comprendió el buen Urdaneta que en los cálculos de su flamante amigo no entraba el llevarle en su compañía, aunque en ello tuviera gusto, como se dejaba traslucir de lo que manifestó con exquisita urbanidad y palabras equívocas. Delicado en extremo, y muy ducho en artes mundanas, dio a entender D. Beltrán que los fines de su viaje exigíanle también ir solo, sin más acompañamiento que el de sus criados; manifestación que puso en gran cuidado al otro, recelando que llevase también misión diplomática, quizás como apoderado o mensajero del patriciado aragonés. Pero no atreviéndose a entrar en explicaciones, cada cual, como de zorro a zorro, se encerró en su discreción, preparándose para continuar su caminata. D. Beltrán partiría con la columna que a la sazón estaba en Fuentes, y a que pertenecía Baldomero; D. Aníbal aguardaba otra fuerza que llegaría por la tarde, mandada por un coronel, íntimo amigo suyo.
Apercibiéndose para la partida, preguntó Galán a su antiguo señor que de dónde había sacado el hermoso caballo que traía, el cual, mientras Tomé lo limpiaba en el corral, era objeto de la admiración y curiosidad de todos los allí presentes. Replicó Don Beltrán que había ganado aquella joya en una donosa y feliz apuesta; sin dar pormenores del caso, mandó venir a su presencia a los dos escarmentados Joreas y el Epístola, y en un poyo del portalón les interrogó acerca de los hijos supervivientes del desgraciado Juan Luco. De Francisquín nada sabían a ciencia cierta; de su hermana, monja profesa en el Monasterio de Sigena, a cuatro leguas de Sariñena, dio el Epístola informes más concretos. Había despuntado Marcela, desde su entrada en religión, por su ciencia grave y su lúcido ingenio; sabía latín, y dándose a la lectura, lo mismo platicaba de teología que enjaretaba versos y prosas en loor de los sagrados Misterios.
«Hace tiempo -dijo D. Beltrán-, que a mí llegó la fama, no sólo de su santidad, sino de su vivo entendimiento.