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La campaña del Maestrazgo/XVII

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XVII

La entrada de D. Beltrán en la sala del festín, donde ya ocupaban sus asientos los comensales; el despejo y cortesía con que, adelantándose hacia el General, compendió en una sola frase el saludo y las gracias por el honor que se le dispensaba, cautivaron a todos los allí presentes: bien se veía al aristócrata de raza, maestro en arte social. Con raras excepciones, los jefes carlistas que se sentaban a la mesa del General eran unos pobres gaznápiros, elevados por sus prendas militares a posiciones de las cuales desdecía su educación. Tal coronel había sido arriero, el otro pescador; sacristán, uno de los intendentes; contrabandista de mar y bandido de tierra el jefe de la caballería, sin que ninguno de ellos poseyese el genial instinto con que Cabrera supo borrar de sus modales la humildad de su origen. Mal vestido y roto, D. Beltrán descollaba entre aquella gente, que aun en el modo de mirarle revelaba la conciencia de su inferioridad. Hubo uno, vecino de Nules, que menos avisado que los demás, se permitió decir al prócer: «Vamos, abuelo, que no estará usted poco inflao. En toda su vida ha tenido honor como este... ¡comer con nuestro General ilustrísimo!

-Honor grande, que agradezco mucho -replicó D. Beltrán-; pero que no es nuevo para mí. Yo he comido con Napoleón».

Esto de comer con tan grande celebridad produjo estupor, que se fue trocando en admiración. A lo largo de la mesa sonó un murmullo. Cabrera, hombre muy desahogado en toda circunstancia, mandó a Cala y Valcárcel, sentado a su izquierda, que desocupase el puesto, y haciendo una seña al caballero aragonés, le dijo: «¡Con Napoleón!... ¿Luego era usted su amigo? Véngase a mi lado para que me cuente...». Trocados los asientos, ocupó Urdaneta la izquierda del General, y accediendo a sus deseos, prosiguió así: «No debí decir Napoleón, sino Bonaparte, porque ello fue antes de la primera campaña de Italia. Él tenía entonces menos edad que tiene usted ahora; era delgado, melenudo...

-Sí, sí -dijo Cabrera con admiración infantil-, poseo su retrato en la Vida de Napoleón con láminas, que he leído cien veces, pues no ha existido hom... bre en el mundo que yo admire más».

Refirió D. Beltrán escenas y pasajes interesantísimos de 1795 y 96, años IV y V de la República (¡ya había llovido!), por él presenciados, y añadió anécdotas graciosas, más atractivas que la historia misma; y con tal agrado Cabrera lo oía, que hasta se le olvidaba el comer por no perder concepto ni palabra.

Y entre cuento y cuento, viéndose el aristócrata tan obsequiado, se decía, comiendo tranquilamente: «Tanta finura me da muy mala espina, pues de este tío no hay que esperar compasión: cuando se le hinchan las narices, ni hay para él amigo, ni tienen valor alguno sus atenciones y arrumacos. No puedo olvidar lo que me ha contado Nelet. A las cuatro desdichadas mujeres que en rehenes tenía en Valderrobles, las sentaba a su mesa, prodigándoles obsequios mil. A la de Fontiveros le permitía dar paseítos en una jaca, que aparejaron para ella, y a la chica de Urquiza le hacía el amor por lo fino con tanta insistencia, que hasta corrió la voz de que se casaban. Todo lo cual ¡Dios mío! no impidió que las mandara fusilar al saber la muerte de la Griñó. ¡Vaya un nene! Y no hay que hablar de arrebato, pues Cabrera supo lo de su madre el 20, si no estoy equivocado, y la matanza de las rehenes fue el 27. Sentenciadas días antes, no las mandó ejecutar hasta que no supo que sus dos hermanas, presas en Tortosa, se habían escapado... No me fío, leopardo, no me fío de tus halagos, y aunque me pases por el lomo la pata blanda, con las uñas escondidas, sé que las tienes muy afiladas, y que el mejor día, cuando más tranquilo esté el pobre Don Beltrán... ¡pum! al otro mundo...

-¿Por qué suspira usted? -le preguntó Cabrera-. ¿Está descontento del trato que le damos?

-¡Oh! no señor. Estoy muy satisfecho y muy agradecido. Encuentro simpatías en su ejército, y en él he podido hacer algunas amistades gratísimas. Pero bien sabe usted que la privación de la libertad difícilmente halla consuelo.

-Es muy sensible -le dijo el leopardo hacia el fin de la comida o cena-, que la ley de guerra, que no puedo eludir, no puedo... me obligue a tenerle a usted bien trinca... ado en mi ejército, para que su vida me garantice la de otro aristócrata que tiene en su poder Iriarte... Pero usted podría ahorrarme a mí el disgusto... ya me entiende, y al propio tiempo salir de esta situación molesta... sí señor, comprendo que es car... gante eso de estar un hombre con la idea de que le van a pegar cuatro tiros... Sí señor, usted podría...

-Te veo venir -pensó el anciano, antes de preguntarle cuál era el remedio de su angustiosa incertidumbre.

-¿Por qué el Sr. D. Beltrán de Urdaneta, de la primera nobleza de Aragón, no se presta a reconocer al único Rey legítimo de España? Para S. M. sería muy grato; y a mi entender, si usted se decidiese, le seguirían otros nobles de Aragón y de Castilla. Fírmeme usted una declaración en el sentido que le propongo, y yo la co... municaré al instante a mi Rey...

-Señor General -dijo el noble caballero después de toser y limpiar el gaznate para expresarse con toda claridad-, estimo en lo que vale la excelente intención con que usted me propone ese reconocimiento de los derechos del Infante, y espero que usted estimará del mismo modo la lealtad con que me veo precisado a evadir todo compromiso con la causa carlista. En conciencia, y estudiado el asunto, creo que la sucesión a la Corona pertenece a la hija de Fernando VII, y habiéndolo declarado así solemnemente como prócer del reino, no es decoroso para mí deponer ahora en favor del augusto Príncipe, a quien reverencio como a tío carnal de nuestra Reina. Fácilmente comprenderá usted, ilustre soldado, que en mi clase y en mi raza, la religión del honor y de la consecuencia no nos obliga menos que la otra religión con sus dogmas santísimos. Ni por cuantos bienes hay en el mundo, ni por la vida, que es el primero de los bienes, mancillaría yo con una traición el nombre que llevo... Y dicho esto con toda la entereza de que soy capaz, y todo el respeto que a usted debo, he de manifestarle también que aunque partidario de Isabel, y convencido de la legalidad de sus derechos, no he tomado parte a su favor en esta contienda ni con armas, ni con escritos, ni en ninguna otra forma. Soy hombre de paz, y acato las leyes de la nación, vengan como vinieren. Ni guerrero he sido nunca, ni tampoco político. La pelea y la conspiración me son desconocidas. Soy un hombre honrado, isabelino en la intención, neutral en la conducta. No desconozco la convicción y lealtad con que tremola usted la bandera del Infante. Pero yo no la seguiré nunca: ni puede usted catequizarme ofreciéndome la vida mía, que hoy tiene en su mano. Y si en vez de tener usted en rehenes este cabo de vida, ya caduca, triste y de ningún valor, tuviera usted una vida robusta; si yo fuera joven y mirase ante mí un porvenir de treinta, cuarenta o cincuenta años, lo mismo que ahora le digo, le diría... siempre con la consideración que debo a un hombre de su valer y de su inteligencia».

Oyó con atención y agrado el soldado del absolutismo esta declaración, dicha con cierto énfasis oratorio, y estimó delicadas las razones del caballero. «Basta, señor mío, y no hablemos más del asunto -le dijo-. Yo lo siento por usted... y también por la Causa, que, digan lo que quieran, no se ve muy apoyada por la Grandeza de sangre... Pero ya vendrán, ya vendrán todos... Sólo que llegarán tarde, y les pondremos en última fila. Para entonces ya habremos creado nosotros, digo, el Rey, una aristocracia nueva, sacada de las filas de la lealtad... ¿Qué hizo Napoleón cuando se vio sin nobleza de abolengo? Pues fabricarla. De sus generales hizo duques y príncipes, y hasta reyes... Traemos entre manos la fundación de una sociedad nueva, pueblo nuevo, ejército flamante, aristocracia acabadita de salir... Y ustedes, los de la Corte isabelina, se irán a cuidar cabras, o a destripar terrones... Sí señor, si yo lo dispusiera, así sería. A todos los marqueses y archipámpanos que no han reconocido a Carlos V, les pondría yo una azada en la mano, y... ¡hala! a labrarme las tierras del común...».

Terminó la cuestión de un modo festivo, y con ella la comida. Retirose D. Beltrán, expresando nuevamente al leopardo su estimación, quand mème, y se fue a dar con Nelet, que ansioso le esperaba. En una sala del mismo edificio, y en las propias mesas donde habían comido, los oficiales jugaban al ajedrez o las damas. Cabrera, una vez alzados los manteles, se puso a trabajar con dos secretarios, dictando oficios y comunicaciones para el gobierno de lo que con visos de Estado tenía bajo su mano. No sólo había creado un ejército, sino una administración civil, tal como esta podría existir en aquella vida de constante inquietud, de movilidad epiléptica.

Y en verdad que el Estado en esbozo y su terreno inseguro le venían corto a D. Ramón Cabrera, hombre que por su inteligencia comprensiva, su voluntad potente y sus dotes de organización, había nacido para más altas empresas. Su inquietud continua, la palidez de su rostro, el estado nervioso y febril en que de ordinario se encontraba, no eran más que la impaciencia loca para llegar a donde quería ir, el sentimiento de la desproporción entre sus facultades y la poca materia gobernable que cogía entre las manos. Lo que había creado con esfuerzo monstruoso, con los golpes fulminantes de su coraje guerrero, con su nativo conocimiento de los hombres y del país era mezquino para quien se sentía capaz de manejar un Imperio... Algo de esto pensó D. Beltrán, recordando lo que hablaron durante la comida, y el rostro siempre melancólico de Cabrera: «Es un hombre que, con tener mucho entre las manos, aún tiene más en la cabeza, y de este desequilibrio proviene su aspecto de gato triste... dormilón cuando sus ojos no despiden rayos. Su crueldad es la irritación contra el género humano porque no se le somete de golpe. Si este hombre triunfara y pudiera manifestar tranquilo y seguro lo que lleva en su corazón y en su cabeza, sería un dictador severo y paternal, rigorista y clemente, próvido para todo, y hasta liberal dentro de su poder soberano indiscutible».

No le dejó Nelet hablar de nada que no fuera su asunto, y en cuanto tuvieron ocasión de arrinconarse, lejos del barullo de los jugadores, reanudaron el sabroso tema. «No puede ser hasta mañana por la noche -dijo el militar-... Ahora sobreviene una dificultad que trato de vencer esta noche misma. Dícese que el General vuelve mañana hacia Liria: no se qué planes tiene. Llangostera se queda aquí para ir sobre San Mateo, y después no sé a dónde. Yo he pedido que me destinen a su división, pues deseo aproximarme a mi pueblo, donde necesito proveerme de ropa y dar un vistazo a mis intereses.

-Y en tal caso, ¡ay de mí! habremos de separarnos...

-Creo que no. He hablado a Llangostera, que es grande amigo mío y paisano, y espero conseguir que se quede usted con nosotros. Daremos al General esta noche una razón que no tiene réplica. A Llangostera corresponde fusilarle a usted, en caso de que maten al hermano del Conde de Catí, porque el tal estaba en su división cuando le cogieron. La cosa es de clavo pasado...

-¡Y tan pasado! No sabía que entre carlistas hubiera tales etiquetas.

-¡Anda... y que se cumplen con todo rigor! En fin, que vendrá usted con nosotros.

-Mucho me place; y en cuanto a mi fusilamiento, lo mismo me da que sea Pedro que sea Juan el que me mande a mejor vida... Me alegraré, sí, de que sea usted el encargado de darme los tiros, pues no dudo que usted mandará que me apunten bien al corazón, para que mi muerte sea instantánea, y no esté yo pataleando como un buey a medio degollar... Con que vamos a nuestro negocio.

-Dígame sinceramente, echando mano de todo su saber mundano, si una vez libre Marcela, debo ir tras ella y emprender su conquista por asalto... ¿Cree que es mejor poner paralelas?

-Hijo, sí: el asalto no es prudente hasta que la plaza no esté bien castigada y con ganas de rendirse. No haga usted la tontería de embestirla con violencia... Al contrario, es muy hábil aparentar desgana de entrar en el recinto, afectar que se desean los procedimientos del asedio galante, colmarla de atenciones, sin mostrar al principio una ansiedad viva de amor... Mujer que vive en el idealismo, fíjese usted bien, con el idealismo debe ser atacada.

-¡Oh qué talento tiene usted -dijo Nelet, abrazándole gozoso-, y cómo conoce el corazón humano! Ha sido gran suerte para mí encontrar tal amigo.

-Y para mí también. Entre paréntesis, si quieres que yo hable con el desahogo que facilita la comunicación entre maestro y discípulo, permíteme que te tutee... Pues, sí: como ella tira a lo espiritual, conviene que aprendas tú algo de fraseología mística y hojarasca de librillos devotos. Nada de violencias. Paralelas, hijo, paralelas y fuegos parabólicos... por elevación. Según dices, no eres en este caso un seductor vulgar; solicitas el alma, el amor...

-El amor, sí, grande, abrasador como el mío -dijo Nelet con acento teatral».

Movido de compasión y de un paternal interés, quiso el buen Urdaneta que sus consejos le llevaran por el camino menos aventurado y escabroso. Díjole que de los infinitos casos y ejemplos que atesoraba el archivo de su experiencia, escogía los de color más honrado y puro. Antes que atacar a la hermosa Marcela con asechanzas o artificios de mala ley, debía esperar a que ella se rindiera, poniendo en ejecución para esto los ardides de un hombre lealmente enamorado. Bueno sería empezar con la estratagema de los desdenes, la fingida frialdad o indiferencia, que en multitud de casos subyugan más pronto que los extremos de cariño; bueno sería también mostrarse rival de ella en lo de suspirar por este o el otro santo, o por misterios de la religión; y si esto no resultaba eficaz, se emplearía el galanteo fino y respetuoso, el anhelo de sacrificarse por la persona amada, el propósito de emprender trabajos no menos grandes que los de Hércules, para obtener por recompensa una mirada dulce, una leve ternura, un favor sencillo. Tampoco vendría mal manifestarse caballero amador sin esperanza, por el gusto y la satisfacción espiritual, sin ningún melindre de los sentidos, haciendo gala de constancia a prueba de desprecios, de una adoración pura, en que el alma del galán fuera como esas substancias puestas al fuego que nunca se derriten ni consumen. Alcanzado el primer éxito, se intentaría curar a la beata mujer de su místico arrebato, sacándola de aquel soñar continuo en una perfección imposible; y atraída al terreno de la vida corriente, se le propondría el matrimonio cristiano, bendecido por Dios: la unión honrada de dos almas y dos cuerpos por toda la vida. «Este y no otro es el camino, querido Nelet -concluyó D. Beltrán con serena entonación-, que puede aconsejarte un hombre cargado de años y de experiencia. Creo que si vas resueltamente por él, Dios te ayudará, indultándote del castigo que mereciste por tus pecados de libertinaje. Sí, sí, hijo mío: pues amas a Marcela, hazla tuya honradamente, y constituye con ella una familia, y ten hijos que criarás en la virtud y en el santo temor de Dios».

Tan grande entusiasmo despertó en el apasionado joven esta elocuente exhortación de su amigo, que se le saltaron las lágrimas, y hubo de dominar con vivo esfuerzo su emoción, para no manifestarla ruidosamente ante la muchedumbre de jugadores que llenaba la sala.