La campaña del Maestrazgo/XXIX
XXIX
Viendo muy mejorado a Nelet, diole cuenta de la reaparición de Malaena y de lo que habían hablado; excitose el enfermo, recobrando de golpe su locuacidad, y a las primeras palabras hubo de comprender D. Beltrán que se renovaba en toda su intensidad el enfadoso mal de conciencia; no vaciló el maestro en atacarlo con brío diciendo: «Entrégate a mí, pues no estás en disposición de resolver por ti mismo cosa tan grave. Yo lo arreglaré con tan buena maña como pura honradez. Tus escrúpulos se disiparán, y Marcela será tu esposa. Tu delicadeza es ya locura. Conviene que moderemos hasta nuestras virtudes... Y si te encuentras en disposición de caminar, no será malo que salgamos en seguimiento de la divina mujer». Accedió Santapau, y se convino en esperar dos días para mayor acopio de fuerzas, pues no teniendo caballos ni posibilidades de adquirirlos, era forzoso emprender a pie la dura caminata.
Llegado el día de la marcha, salieron, y fue un paso triste para D. Beltrán el separarse de la linda Chimeta, que con sus donaires y risotadas se le había metido en el hueco preferente del viejo corazón. No digamos que le turbaban pretensiones absurdas respecto a la muchacha: no era sino que le dolía separarse de ella, como duele el arrancarnos cualquiera raicilla que penetra en el alma, y la de D. Beltrán tenía un terruño muy propicio al arraigo de toda hierba. ¡Nunca más ¡ay! volvería a ver a la ninfa tosca de Lledó! Era un adiós en la puerta de la eternidad, adiós dado al bello sexo, a la humana belleza, a las únicas flores que alegran este valle de lágrimas. Casi con ellas en los ojos, realmente conmovido, se despidió el señor de tantas Torres, besando la mano áspera y gordezuela de Chimeta. Le deseó un buen novio para hacer de él un buen marido, y le recordó los consejos que le había dado para dominar a los hombres y hacerse querer locamente de ellos. Agradecida la ninfa, así como su hermana y abuelo, a las bondades de los dos señores, les vieron partir con pena, pidiendo a Dios para ellos salud y prosperidades.
Acompañados de Malaena se metieron por los atajos y recodos que conducen a Horta, donde pensaban terminar su primera jornada. Parecían dos pobres titiriteros, seguidos de un perrillo con faldas, o mejor, de un cuadrumano con cuyas monadas y brincos pedirían limosna de pueblo en pueblo. Iba Nelet vestido como en la facción, sin insignias, armado de cuchillo y pistolas; mas en la traza total de la cuadrilla, las armas, a primera vista, parecían trebejos para el arte de volatines o prestidigitación. Muy mal de ropa estaba el primer noble aragonés; pero aun así no se despintaba su empaque de persona principal. Andaban despacio, guardando silencio en largos trayectos, charlando a veces con lánguida conversación. Temerosos del encuentro con alguna columna cristina, mandaban a Malaena por delante, a la descubierta, para que ojeara toda emergencia de gente sospechosa en aquellos horizontes. En el descanso de Horta, albergados en una paridera a la entrada del pueblo, explayose Nelet a contar a su maestro las cosas que le andaban por dentro del espíritu, en verdad muy extrañas, y las visiones que desde los comienzos de su enfermedad le acosaban, alguna de las cuales tuvo poder bastante para obscurecer a las demás y resplandecer sola y continua en el campo luminoso de la óptica interna.
«Esto que voy a contarle -dijo Santapau, recostándose en el suelo junto a su amigo después de mal cenados-, lo vi muy claro la primera noche de mi enfermedad en Lledó; después se me fue apagando... lo veía turbio, desvanecido, mezclado con otras imágenes; pero al entrar en convalecencia, volví a verlo claro, cada noche más, y más... llegando a tanto su claridad, que ya lo veo también de día y con los ojos abiertos.
-Cuéntamelo pronto, que ya estoy ardiendo en curiosidad. No dudo que ello tendrá relación con el fin y empresa que mueven tu vida, y que la imagen de Marcela será centro de todas esas esferas y círculos de tu soñar loco...
-Pues oiga usted. Desde que me entra, ya me tiene usted corriendo a caballo tras de la monja de Sigena.
-¡Y ella... a patita! Poca ventaja te llevará.
-No puedo decir cómo va, pues no la ven mis ojos... Sé que va delante, la siento, la olfateo. Yo grito; ella no me oye.
-Y sigues, sigues... arrimando espuela.
-No espoleo porque voy desnudo de arreos, de ropa y hasta de carne. Soy un esqueleto. Mi caballo es también esqueleto... de caballo, se entiende... y ni yo tengo más espuela que el hueso del carcañal, ni él tiene barriga en que yo pueda espolearlo... Mas no es preciso, porque corre, corre sin que yo le diga nada, haciendo con sus cuatro cascos un compás de música que no se aparta ya de mi oído. Pataplás, parrataplás... siempre así.
-Sufrirás mucho corriendo tras un fantasma sin alcanzarlo nunca.
-Más que la persecución del fantasma, me hace padecer el pataplás de mi cabalgadura y los estragos que causa al sentar alternadamente los cuatro cascos como mazas de hierro... ¿Por dónde voy en esta carrera? Por un campo que parece árido y no lo es. Lo parece, porque en él no nace ningún árbol, ni mata, ni hierba; no lo es, porque está todo lleno de seres vivos, chiquitos, que nacen en él y por entero lo cubren... No se ve el suelo: no hay dónde poner una pieza de dos cuartos. ¿Qué son? dirá usted, ¿qué vidas son aquellas? Pues son niños, señor D. Beltrán; no ángeles, que alas no tienen, sino criaturas como las de acá, como las del mundo, como nosotros cuando teníamos un año, dos años...
-Hombre, sí que es rara, estupenda visión... ¿Pero esos niños...?
-Nada, señor, niños. ¿No sabe usted lo que son niños, criaturas, o como dicen los gitanos, churumbeles? El campo absolutamente lleno de ellos. ¡Y qué lindos, qué graciosos! Gorjean, ríen con esa carcajada del chiquillo que se embelesa mirando una luz. ¿De dónde salen? De la tierra, pienso yo, apretados unos contra otros, como los tallos de la hierba... desnuditos, rollizos, ligeros... Bueno: pues por este campo de niños paso yo a la carrera. Mi caballo les va destruyendo con sus patadas, y ellos vuelven a salir, vuelven a nacer, y a gorjear y a reír... siempre chiquitos y monos; ya digo, de año y medio o dos años, y en número incalculable. En todo lo que alcanza mi vista, no se ve más que el campo lleno de nenes. Se agita el sin fin de cabecitas haciendo ondas, como un campo de trigo, y las ondas traen y llevan el gorjeo. Mi caballo recorre como el viento leguas y leguas, y siempre lo mismo, machacando criaturas, que vuelven a salir vivitas, alegres... Si le digo a usted que son cuatro mil cuatrillones, no digo nada, pues son más, más...
-¿Y su única voz es el gorjeo? ¿No has reparado sí dicen papá y mamá?
-No lo dicen; pero es como si quisieran decirlo.
-Está bien. ¿Y qué hace mi señora beata en el campo de niños?
-No sé... allá lejos va... yo no la veo. Se me antoja que al golpe de sus pisadas brotan las criaturas.
-Hijo, visión más peregrina no atormentó jamás a ningún cristiano. Lo que no alcanzo es qué relación pueda tener ese campo infantil con tus cuitas, Nelet.
-Yo tampoco lo alcanzo... Pero ello es que la visión no me deja. Hasta de día y muy despierto la tengo ya. Los gorjeos también se agarran a mi oído. Y no miento si le digo a usted que a toda esa inmensa chiquillería la quiero ya... ni más ni menos que si fueran mis hijos... ¿Lo serán? pienso yo. ¿Serán los que tuve o debí tener en cuatro mil cuatrillones de siglos que viví antes de esta vida?
-¡Demonio, echa siglos y generaciones!... ¿Sabes que tu fantástico sueño es para marear y confundir la cabeza más firme?
-La mía no puede ya con más confusión.
-Y eso es contagioso... Temo que me pegues tu mal. Cállate ya, por Dios, que yo voy a soñar también lo mismo... pisoteando nenes... quita allá... ¡qué atrocidad!... Cállate, que no quiero yo soñar eso, no quiero».
Guardaron silencio, y a poco dormían ambos; mas se ignora lo que soñaron, y si fue un hecho el contagio que D. Beltrán temía. A la mañana siguiente, que se presentó lluviosa, continuaron andando con no poca molestia, amparándose bajo los árboles cuando el llover arreciaba. El suelo arcilloso, lleno de charcos, les causaba grande enojo, y tan pronto se detenían ateridos al abrigo de un paredón, como aceleraban su andadura, afanosos de llegar pronto a poblado. Renegando de tales contratiempos y de las perversas condiciones en que viajaban, dijo Santapau a su amigo, guarecidos en una aldea mísera: «Ni usted ni yo nos resignamos a andar de camino como unos miserables titiriteros, careciendo de todo, mal vestidos, perdiendo la paciencia, el tiempo y la salud. Necesitamos caballos, vestidos, dinero. Puesto que estamos tan cerca de Cherta, donde tengo familia, amigos y un mas, cuya renta de doscientos ducados no he cobrado este año, nos llegaremos allá, o me llegaré yo solo, si usted no se halla muy dispuesto. Sólo estaré el tiempo preciso para recoger todo el dinero que pueda y proporcionarme un par de caballos o mulas, o aunque sean borricos...». Pareciole de perlas a Don Beltrán este propósito; mas se declaró perezoso de acompañarle, pues se hallaba rendido, aspeado, lleno el cuerpo de dolores y con ganas de guardar sus huesos en abrigo media semana para repararlos de los efectos del último remojo. Convinieron en que iría solo Santapau al romper el día: conocía perfectamente todos los senderos y atajos, y no contaba emplear, andando sin sofocarse, arriba de tres horas. D. Beltrán se quedaría en la aldea, que era el barrio más lejano de Prat de Compte, al cuidado de Malaena, reponiéndose del quebranto producido por la caminata y la mojadura. Partió Nelet tempranito, agregado a una cuadrilla de mujeres que iban a Cherta con haces de leña, y el ilustre señor se quedó en un blando lecho de paja, arreglado por la que había venido a ser su camarera. En la memoria del buen viejo se reprodujo la noche pasada en Fuentes de Ebro, bien apañadito en montones de paja. ¡Pero qué diferencia entre la bella Saloma, tan graciosa y diligente, y aquella desmañada viejecilla de Vallivana, que no servía más que para correr de monte en monte! La compañía de la navarra, su excelente disposición y cháchara festiva, trocaban en palacios las cuadras de los mesones, mientras que Malaena todo lo afeaba y envilecía. Encargole D. Beltrán unas sopas de ajo, y tan mal las hizo, que sólo a fuerza de hambre pudo pasarlas el pobrecito viejo. Por su ineptitud para todo lo doméstico, por su salvajismo y suciedad, se le había hecho antipática, y le azoraba con su prurito de confianza y de palique cuando más deseaba él estar solo, callado y libre; el brillo y la continua vigilancia de sus ratoniles ojos le ponía nervioso; sus familiaridades llegaron a ser de una pesadez impertinente, como si desconociera el respeto que a tan alta persona debía guardarse. Creyérase que le tomaba por titiritero arruinado en el oficio. Sentadita frente a él sobre la paja, le dijo en dulce valenciano, que es forzoso traducir: «¡Qué hace ahí tan metido en su magín, cavilando maldades! Vosté no está ya más que para ponerse en paz con Dios.
-Pienso lo que me da la gana -replicó D. Beltrán, esquivando la mirada de las cuentas de azabache que Malaena tenía por ojos-. ¿Quién te manda a ti meterte...? ¡vaya!
-Me meto por llamarle a Dios, que ya es tiempo. Más vejestorio es vosté que yo. Me da lástima de que la muerte le coja descuidado.
-¡La muerte! ¿Acaso estoy yo para morir?
-Yo no sé leer escrituras, pero leo la muerte en la cara de la persona.
-Vete al demonio... Te encargó Nelet que me acompañaras, no que me faltaras al respeto.
-No falto al respeto diciéndole a vosté que se muere. No me equivoco.
-¡Embustera, quítate de ahí! Aunque algo cansadito, me siento fuerte, y paréceme que aún tengo años por delante.
-Días tiene, y los dedos de una mano le sobran para contarlos.
-¡Lárgate pronto, condenada!», gritó Don Beltrán estirando violentamente una pierna contra la paja.
La vieja se fue. Y en su imperfecta vista creyó el pobre caballero que desaparecía como un ratón por entre los informes y obscuros objetos que llenaban la cuadra, revestidos de telarañas y polvo... Solo ya, meditaba. ¡Si tendría razón la maldita vieja! No, no: él no hacía caso. ¿Qué podría saber de vidas y muertes una pobre rústica, salvaje, casi idiota? ¡Vaya que estaba divertido! ¡Después de una mala noche, soñando con el campo de niños y oyendo sus gorjeos, un día de prisión junto a semejante sabandija, que no era, no, que no podía ser cosa buena...! Sintió un ruidillo de dientes sobre cosa dura, y a poco se le apareció Malaena royendo algo que llevaba de la mano a la boca con movimiento jimioso. Acercose a él y le observó, aproximando su rostro de pasa. Al verse mirado por los ojos ratoniles, D. Beltrán sintió frío, miedo. «Vete -le dijo-. Me molestas». Y ella: «Ya me voy. ¿Quiere estar solito para calentarse los cascos con sus malas ideas?... Diviértese vosté jugando con el pecado de la codicia, y piensa que le van a dar ollas de dinero...
-¡Calla, vete pronto!» gritó Urdaneta ronco, fuera de sí.
Y tan sobresaltado quedó el hombre para todo el día, que cuando Malaena se acercaba al lecho de paja, sentía el hombre verdadero pánico. Tomó el partido de cerrar los ojos y rodearse la cabeza con los brazos como para llamar el sueño; pero este no le favoreció, ni tampoco Nelet, regresando aquella tarde como había prometido. ¡Qué soledad, qué triste abandono! Pasó la noche agitadísimo, sintiendo que Malaena le tiraba de los pies para llevárselo... ¿Era bruja, era un diablo humanizado en la forma más odiosa? No hacía el pobre más que dar golpes en la paja, al modo de coces, murmurando: «Vete, demonio, vete; déjame».
Pero ¡ay! mientras Santapau no volviese, ¿qué remedio tenía más que vivir resignado bajo el poder de la infernal bestiezuela de Vallivana? Dejábase cuidar de ella, y probaba con repugnancia los bodrios que le servía... Pasó todo el día entregado a las absurdas creencias. Él, que nunca fue supersticioso, ya creía en demonios aviesos, en asquerosas brujas y en trasgos maleantes. Y como a la segunda noche tampoco pareciese el bueno de Nelet, viose el señor de Albalate tan desamparado, que hubo de volver los ojos a Dios. Sólo con esto se le fue del alma la superstición, y abominando de tales torpezas, se sintió profundamente religioso, como lo había sido en algunas ocasiones aflictivas de su cautiverio, y singularmente en el tremendo paso del día de la Pentecostés. Sobrevino, pues el estado de arrepentimiento y contrición, dolor de haber ofendido a Dios con una vida de libertinaje; sobrevino el desprecio de las riquezas, el espanto de las malas acciones, así pasadas como presentes. Al amanecer del tercer día llamó a su ratonil guardiana, y con buen modo le dijo que hablase a los dueños de la casa antes que salieran al campo, concertando con ellos que le llevaran un sacerdote, pues sentía vivísimo anhelo de confesarse. Cumplió la vieja el encargo con toda diligencia; mas como no había en el lugar ni en sus contornos clérigo alguno, hubo de quedarse el noble señor sin el consuelo y descanso que deseaba.
Enojosas fueron para él las horas de aquel día, pues sin que se calmara el infantil terror que la seca viejecita le inspiraba, le atormentó el tumulto de su alborotada conciencia. Veía muy clara su abominación, pues cuando Dios le conservó la vida en Rossell, en vez de mostrar gratitud conservando su alma en la pureza y descargo de su arrepentimiento, lo que hizo fue reincidir en sus antiguos vicios. No fue cosa grave el encandilarse un poquito con la gentil Chimeta; pero sí lo era el incurrir de nuevo en la fea codicia, afanándose por el legado de Juan Luco, y más aún la persistencia en agenciar con móvil egoísta el casorio de Nelet y Marcela. La situación moral había empeorado, pues al pecado antiguo de querer secularizar a una esposa de Cristo, se unía el propósito de engañarla, ocultándole que su galán o pretendiente era el matador de Francisco Luco. ¡Oh qué grande malicia, Señor! ¡Y de este modo y con intenciones tan protervas, pagaba la inmensa benignidad de Dios, que le había concedido la vida cuando ya casi apuntaban a su pecho los fusiles facciosos!
Encendida su alma en fuego de contrición, gritó llamando a su guardiana. «Malaena, ven. Ya no me inspiras miedo. ¿Verdad que no eres demonio ni bruja? Yo veía en ti el daño y corrupción que en mí propio llevaba. Perdóname. Eras para mí lo que para los niños el coco. Pero ¡ay! ya he visto que el coco dentro de mí lo tenía yo: era mi conciencia... Pues te digo que Dios me ha iluminado, y vuelvo al bien y a la virtud. Si me muero, que me muera. No más, no más pecar, no más pensamientos infames. Corra quien quiera tras un puñado de oro; yo no. No más supercherías con Marcela... Gobierne la santísima verdad los días que me restan, pocos o muchos. Quiero salvar mi alma. Mi alma merece salvarse...».
En esto sintieron ruido de gente y caballerías. Era Nelet que llegaba de Cherta.