La campana de Huesca: 03
Capítulo II
... Et que se levante Rey en sedieylla de Roma o de Arzobispo o de Obispo; et que sea areido la noche en su vigilia: et oya su missa en la eglesia... etc.
(Fuero que dicen de Sobrarbe)
De no mentir desde las primeras letras el dicho mozárabe, el día era de los mejores de diciembre, y grande, grandísimo el júbilo con que los honrados burgueses de Huesca inundaban calles y plazas, a la hora en que él cortó su pluma y comenzó a escribir esta crónica.
Quemaba el sol como en lo riguroso de estío, dejando entender que no andaban lejos las nubes; y en tanto, su luz vivísima embellecía el más maravilloso de los espectáculos.
Que fuera toda júbilo Huesca aquel día, cosa es que bien pudo equivocarse el mozárabe que lo afirma, porque no siempre dan de ello señales ciertas las galas en la persona y la algazara en los labios; el correr de los unos y el gritar de los otros; los rumores y ecos de una muchedumbre que anda y siente y clama a su albedrío.
Más veces son estas muestras de curiosidad que no de júbilo; que lo propio se nota el día de la coronación de un rey que aquel en que se ejecuta una sentencia de muerte, si es famoso el reo por la enormidad de su crimen.
Pero en cuanto a lo maravilloso del espectáculo, no es posible que errara el cronista, como que cuenta lo que vio, aunque viejo, por sus propios ojos, y tocó con sus trémulas manos.
No hay duda, por lo mismo, que aquel día todas las casas de Huesca estaban engalanadas con cortinas de colores varios y ramas de ciprés recién cortadas; y alfombradas las calles con juncias y siemprevivas, y con arcos a mucha altura levantados, y compuestos con hojas de álamos y castaños, arrancadas en los sotos de la Isuela.
Los villanos (rustici) de la famosa hoya de Huesca acudían a las puertas de la muralla de tierra, que a la sazón cercaba los arrabales; y, reuniéndose en ella con los cultos oscenses, que al propio tiempo desocupaban sus casas, agolpábanse todos en tumulto a los robustos arcos, flanqueados por altas y fortísimas torres redondas que a lo interior de la ciudad daban entrada.
Oíanse allí palabras y frases de muy distinto origen y sonido. Quiénes hablaban entre sí a solas la extraña y solitaria lengua éuscara que conserva aún en alguna de sus vertientes el Pirineo; quiénes, y no eran los menos, se comunicaban con unos y otros en el latín corrupto de los hispanorromanos; quiénes parecía que pusieran particular cuidado en pronunciar ciertas voces germánicas, como para dar a entender origen godo; quiénes ostentaban su carácter de francos o extranjeros con su frecuente afirmación en oc, o su marcado acento bearnés. A algunos se les escapaba de cuando en cuando tal o cual exclamación en pura lengua árabe; otros se solían lamentar, entre dientes, de los percances ordinarios del bullicio, en el habla misma con que Isalas y Jeremías de mayores desdichas se lamentaron; muchos de la plebe corrían de acá para allá, procurando que todos entendiesen por igual una especie de jerga o jerigonza que algo sonaba ya al moderno romance castellano; no pocos, por último, de los hombres buenos y bien portados, que en sus maneras y trajes claramente parecían aragoneses, con cierta afectación de superioridad y buen gusto deletreaban un dialecto que tenía el propio dejo del lemosín, que todavía usan gentes españolas.
Poco menos que la del idioma era la diversidad de los trajes, que por aquí y por allá distinguía la curiosidad, sin duda insaciable, del cronista mozárabe.
Ocupaban las pequeñas y mal repartidas ventanas de las casas las damas principales; todo el señorío, podía decirse, de Huesca y de las vegas del Gállego, del Aragón y del Ebro. Y sería muy de ver seguramente aquella multitud de mujeres alegres con sus mantos de bruneta, que era tela de fina lana, y sus manteletas forradas de piel de conejo, con sus vestidos de cendat, donde ya campeaba la rica seda, y de escarlata; con sus ojos y sus rostros que acaso produciría no menos lindos que ahora el arte inagotable de la Naturaleza.
Mas el gentío y variedad mayor estaban, como era natural, en las estrechas plazas y calles. Allí revueltos y confundidos en aquella multitud, se miraban los caballeros (milites) con sus garnachas o balandranes, y sus capirones o gorras rematadas por la parte inferior en esclavinas que caían sobre los hombros. Allí los ciudadanos y gente común (burgueses) con sombreros y capas guarnecidas con pieles de cordero. Allí los moros mudéjares, todavía recién conquistados, con sus resplandecientes albornoces y turbantes. Allí el almogávar, que por primera vez bajaba acaso de la montaña, o vascón, o godo, o hispanorromano, que no era fácil, por cierto, averiguar el origen de ninguno de ellos; pero siempre y por igual cubierto con el ancho capuchón de malla que le caía de la cabeza hasta las rodillas, y la piel de toro o de lobo amarrada con una soga a la cintura; desnudo el pecho y los brazos y piernas; armado con su corta y ancha espada, sujeta entre la piel y la soga; provisto, además, de dos dardos, enganchados en esta, de menos que mediana labor, pues consistían en palos de encina o roble sin descortezar, y puntas de hierro de cuatro lados, agudísimas y limpias, como si sus dueños se ejercitasen continuamente en afilarlas contra las piedras. Gente esta última de mal ver y de poco cristiana catadura, que andaba con singular desembarazo, mirando, con más desprecio que asombro, las pintadas telas y el limpio metal que ostentaban otros del concurso.
-¿Adónde vamos, Fortuñón?
Así dijo uno de tales almogávares a otro, de harta más edad, con quien venía.
-A la Misleida -respondió este.
-¡Misleida! No he oído nunca mentar eso, Fortuñón.
-Ni es de extrañar, hijo Aznar, que tanto ignores. Tú no debías de ser nacido cuanto tu padre y yo peleamos uno contra veinte en aquella llanura que al frente miras, la llanura del Alcoraz. Pues sábete que de resultas de tal jornada, la más sangrienta que hayan visto los pecadores, se rindió esta ciudad, tan fuerte como la ves, con sus noventa y nueve torres, que son casi tan altas como los cerros que cierran el llano de Jaca.
-Pero, ¿y la Misleida, Fortuñón? -repuso el otro almogávar, que no debía de ser hombre de espera.
-Paso, hijo mío, paso -contestó Fortuñón-. A vosotros, los que sois mozos, debe de daros envidia que los viejos sepamos de tales hazañas. La Misleida era la iglesia principal de aquellos perros infieles que ocupaban esta ciudad hermosa. Mírala, Aznar, mira esta ciudad y considera cuánto dolor no sería que estuviese aún en poder de aquel perro de Ebn-Hud y de sus malditos vasallos.
-Eres prolijo, Fortuñón. Dime, si te place, por qué hemos de ir a esa condenada mezquita de moros, y no a la iglesia de los cristianos donde hoy se celebra la jura y coronación del buen rey don Ramiro; que eso y no otra cosa pregunto.
-¿Qué sabes tú de buenos reyes? -dijo Fortuñón con acento un tanto dolorido-. ¡Buenos reyes! Desde que una mala flecha quitó la vida a nuestro invicto rey y señor Sancho Ramírez, temiéndome he estado yo que no los viésemos tan buenos. Y aunque don Pedro y don Alfonso lo fueron y...
-Pero, ¿qué tiene que ver eso con la Misleida? Por la espada de San Miguel y la lanza de San Jorge, que, a no ser quien eres, no pudiera ya refrenar la cólera que me causan tus digresiones. Responde a lo que te pregunto o no respondas; pero no me atormentes con cosas que sé tan bien como tú a fuerza de oírlas a todas horas.
-Paso, paso te digo, Aznar -repuso con calma su compañero-. No envidies mi pericia y conocimiento en esto de buenos reyes. Cabalmente vamos allá, a la Misleida, a ver la jura y coronación de don Ramiro, porque has de saber que el rey don Pedro (aquel sí que era buen rey, Aznar) convirtió la mezquita de los moros en santa catedral de cristianos.
Y a tiempo dijo esto Fortuñón, que llegaban entrambos a la estrecha plaza en donde se levantaba la rica Misleida, templo querido y venerado de los moros a la par de las grandes mezquitas de Córdoba y de la Meca, y, a la sazón, tenido de los cristianos por uno de los mejores donde se adorase al Dios verdadero.
En la plaza era innumerable el gentío, y las puertas del templo estaban ocupadas de tal suerte, que no parecía posible hallar entrada.
Fortuñón y Aznar lograron, sin embargo, abrirse camino por en medio de todos hasta las numerosas columnas, de capiteles varios, del templo, que no parecía con ellas sino que era un bosque de mármol simétricamente plantado. Lo extraño de su continente y lo espantoso de sus armas y apostura, al propio tiempo que la fama de ásperos y violentos que alcanzaban los almogávares, eran parte a que los pacíficos burgueses abriesen a aquellos ancha calle, no bien intentaban el paso. De esta suerte lograron cosa que, a tales horas, no era fácil que otros lograsen.
La ceremonia andaba ya bien comenzada. El nuevo rey don Ramiro, después de haber velado las armas toda la noche, según ordenaba la ley del Fuero, había oído misa y comulgado, ofreciendo luego ante el altar púrpura y oro en monedas, las primeras batidas en su reinado.
En el momento de entrar los almogávares, la comitiva, compuesta de muchos prelados y caballeros, estaba plantada delante del altar mayor.
Ocho ricoshombres de los mejores del reino alzaron sobre un largo pavés a don Ramiro, gritando al propio tiempo muy esforzadamente:
-Real, Real, Real.
Y los circunstantes repitieron todas tres veces el grito. Entonces el rey, desde lo alto del pavés, arrojó a la muchedumbre copia de monedas nuevas, que podrían valer hasta cien sueldos de Jaca.
Luego pusieron el pavés en tierra los ricoshombres. Y acercándose el rey al altar, tomó de allí primero la corona, toda resplandeciente de piedras verdes y rojas, que debían de ser muy preciosas, sin duda, y la espada hecha a semblante de cruz, según el cronista; ciñéndose por sí mismo una y otra como en señal de que ningún otro rey terrenal tenía poder sobre él, ni a nadie en el mundo era en deber de su autoridad y soberanía.
Y aquí advierte el mozárabe que don Ramiro anduvo un tanto torpe en el ceñir de la espada, como si no estuviese acostumbrado a ello; verdad es que, a darle crédito, en toda la ceremonia se mostró el rey embarazado y con menos majestad que convenía.
Pero, bien o mal, ello es que se puso la espada y corona, y luego se encaminó a un tablado, dispuesto a la mano derecha del altar, y ricamente forrado de tela de seda, con las primitivas armas de Aragón aquí y allá bordadas. Encima del tablado había una silla de ébano, con primorosas labores de nácar y marfil, y una tal cual de plata, en la que el rey se sentó, aguardando que llegase el reino a tomarle juramento.
Subió primero el arzobispo de Zaragoza, acompañado de otros dos prelados, y, poniéndole delante la cruz y los Santos Evangelios, dijo:
-¿Juráis ser fiel a la Santa Iglesia Católica, y obediente a sus príncipes y prelados?
-Sí, juro -respondió el rey.
-¿Juráis respetar las decisiones de la Iglesia en sus Concilios, y las sentencias de los Santos Padres en todo lo que atañe al dogma y a la interna y externa disciplina?
-Sí, juro -volvió a responder el rey.
-Pues si tal hacéis -concluyó el prelado-, Dios os lo premie, y si no os lo demande, que si os lo demandaría, así en esta vida como en la otra.
Bajó el arzobispo del tablado, y subieron tres ricoshombres, que fueron Roldán, Gil de Atrosillo y García de Vidaura; y el primero de ellos, presentándole también la cruz y los Santos Evangelios, habló al rey de esta suerte:
-¿Juráis respetar los fueros y privilegios que nosotros los señores y ricoshombres del reino disfrutamos ab initio, por la gracia de Dios, es a saber, desde que en las montañas empezaron a repartirse los bienes a los más esforzados?
-Sí, juro -respondió el rey.
-¿Juráis devolver a todos y cada uno de los ricoshombres del reino los castillos y lugares de que injustamente los han desposeído vuestros predecesores?
-Sí, juro -dijo de nuevo el rey.
-Pues si todo ello lo cumplís -repuso Roldán-, conservaréis el reino hasta la muerte, y si no lo perderéis en justo castigo del perjurio y agravio.
Cuenta el cronista que, al sonar estas últimas palabras, se sintió gran rumor entre el pueblo, que, por lo confuso, no descubría claramente si era de aprobación o de extrañeza, aunque más indicaba esta que no aquella, pareciendo como si tal fórmula de juramento no se hubiese oído nunca bien que él de por sí no pudiera esto asentarlo de seguro, porque, como mozárabe que era, no andaba muy ducho en los fueros y usanzas de los conquistadores aragoneses.
No bien acabó el juramento del rey a los vasallos, comenzó el de los vasallos al rey, que fue de esta manera: subiendo al tablado unos tras otros todos los arzobispos, y obispos, y abades, y todos los barones y ricoshombres, y algunos luego del estado llano, y allí jurando de guardarle el cuerpo y de ayudarle a mantener la tierra, el pueblo y los fueros. Y jurándolo, iban besando todos su mano en señal de obediencia y vasallaje.
Pero es hora de cortar ya la relación difusa y compleja del cronista.
Sépase, en suma, que fielmente constan en el manuscrito que vamos siguiendo los nombres de todos los prelados, caballeros y diputados que allí se hallaron; las riquezas y pompa que cada uno traía; los colores y divisas, armas y jaeces de estos y aquellos, todo rico, todo relumbrante en oro y plata con otras tales menudencias que ni son para libro tan corto como este, ni mucho podrían importar a los lectores.
No es de olvidar, sin embargo, que en el punto de jurar los brazos del reino, cayó del techo una lluvia de dineros alialeros o de cobre y plata; y aun hubo quien asegurase que cierto judío disfrazado entre la muchedumbre supo divisar por el aire y recoger para sí una hermosa moneda de plata pura, y de bonísima ley, si nacional o extranjera nada se sabe, porque bien podía ser lo uno como lo otro entonces. Costumbre esta de echar y regalar buenas monedas al honrado público que suele tomar parte en las fiestas, no tan observada como sería de desear en nuestros días.