La campana de Huesca: 06

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La campana de Huesca de Antonio Cánovas del Castillo
Capítulo V

Capítulo V

Llegan las lástimas

Qui de mal fet es adolorit
es senyal cert, qu’en l’acte’s ignorant


(Ausiàs March: Obres de Amors)


De Francia vine a Castilla,
nunca dejara yo Francia...
Caseme en un día aciago,
martes fue, por la mañana,
y al miércoles enviudaron
el tálamo y la esperanza.


(Romancero general)


La reina acompañada en tanto de damas y servidumbre, se retiró a sus aposentos. No tardó en despedir a todos, deseando hallarse a solas con su fiel doncella Castana, a fin de compartir con ella sus temores y sus lágrimas; que tanto era el amor de aquella muchacha humilde a su poderosa señora. Pero aunque doña Inés la llamó dos tres veces, Castana no dio de sí alguna muestra; parecía cosa de encantamiento.

Ya había notado doña Inés la ausencia de Castana en las últimas horas del baile; pero ocupada en la de su esposo, no era posible que esta le infundiese extrañeza. No tardó ahora en juntarlas y relacionarlas dentro de su espíritu. Pensamientos de horrible absurdo, multiformes contradictorios, ardientes, cruzaron por su fantasía. La superstición de la época era harto a propósito para ello.

No sabiendo apenas qué hacía, echose a andar por un corredor angosto y oscuro, cuyo extremo daba a cierta torrecilla, donde solía habitar Castana. Su pie breve no levantaba ruido en el pavimento y así pudo llegar hasta la puerta de la torrecilla sin ser sentida de dos personas que claramente hablaban dentro, con poco recato a la verdad una de ellas, la cual debía de ser de robustos órganos, según lo que retumbaba su acento en las toscas piedras del muro.

La reina se detuvo primero asustada. Luego, oyendo la voz de Castana, se tranquilizó un poco, pero puso atención a lo que hablaban. Tal vez la movió a ello la esperanza de que tratasen de sus desdichas y de averiguar por tan extraña manera lo que no acertaban a explicar su razón ni sus recuerdos. Tal vez la curiosidad, pero..., ¡oh pecado que perdiste a Eva y has afligido a casi todas sus descendientes! ¿Será posible que quepas en corazones reales y que aun en aquellos momentos de duelo te albergues en el de doña Inés?

No por cierto. Pero el cronista, como viejo y marrullero, no dejó de sospecharlo, diciendo que la curiosidad es el alma de las mujeres y que, en próspera o adversa fortuna, impera en ellas del mismo modo, prefiriendo sus satisfacciones a todas las de la tierra.

Y el caso es que doña Inés se puso de manera que oyó claramente estas palabras:

-¿No te irás, Aznar? No puedo más estar aquí sin que la reina note mi ausencia; y en verdad que si supiera lo que he hecho contigo, quitaría de mí su cariño, y yo me moriría de dolor.

-Castana -respondió su interlocutor-, cabalmente lo que has hecho es lo que más ya me enamora de ti. Yo no podría querer a esas remilgadas doncellas que luchan de mentirillas para rendirse de verdad cada día. Por eso no he querido a ninguna mujer hasta ahora. A mí me place la franqueza, y que quien quiera a uno se lo diga, lo mismo que quien a uno le aborrece. Así soy yo, Castana, así me crio mi padre en la montaña.

-Y así te imaginaba yo, Aznar, y por eso te he tomado amor tan súbito y tan grande.

-El que yo te tengo ya es tal, que por nada lo cambiaría en este mundo si no es por el cumplimiento de la venganza que tengo jurada a los matadores de mi hermano.

-¿De verdad me quieres, Aznar?

-No sabía de ti, ni había visto tus negros ojuelos, y los ojos alegrísimos de tu cara; y, sin embargo, al oír al pajecillo ruin que me enviaste, me dio en el corazón que algo bueno iba a sucederme. Y eso que nada bueno esperaba de las mujeres, y más de vosotras las cortesanas, a quienes tenía muy aborrecidas en mi ánimo.

-De todas suertes, he hecho por ti una cosa que no debía, Aznar. Por acá soléis ser vosotros los que habláis primero de amor.

-Vive Dios, ¿qué importa, Castana? Quien llega primero a tiro de dardo del moro, ese comienza la pelea; el que espera a que el enemigo le ataque bellaco es y cobarde a luz y a sombra: yo no sé más que esto, que es lo único de que hablamos en la montaña. Por los huesos de mi padre, que, en cuanto encuentre al matador de mi hermano, y le mate yo en justa venganza, he de casarme contigo.

-Me asustan tus propósitos, Aznar... Pero vete, vete ahora, que tu dilación puede traerme alguna pena.

-No ha de ser, hermosa Castana, sin que sellemos este amor con un beso de tus labios.

-¡Oh! Nunca, nunca -exclamó Castana, poniéndose como una grana de encendida.

-¿Nunca? Voto va muchacha que...

-Si no es Dios servido que nos casemos -añadió dulcemente Castana.

-Como soy Aznar Garcés -repuso el desairado amante-, que no entiendo de ningunos escrúpulos. Me quieres, te quiero; ¿qué más esperas, ni qué más necesitamos para besarnos a nuestro sabor como buenos muchachos?

-No, no, Aznar. No puedo darte gusto sin cometer un pecado, y más quisiera morir que cometerlo a sabiendas.

-Dame el beso o reñimos -exclamó con poco amable acento el impetuoso almogávar que por tal le habrán ya conocido nuestros lectores-. Dámele, o no volverás a verme en tu vida.

A estas palabras, los ojos de Castana debieron de inundarse en lágrimas, porque Aznar añadió al punto:

-¡Qué diablos! ¿Ya lloras? No eres tú para los de mi laya y linaje, Castana. Mi madre no lloró en cuarenta años que estuvo casada con mi padre; y eso que el viejo la traía de acá para allá como cabra montés, y no la respetaba más en su cólera que a cualquier moro o judío.

-Lloro -respondió Castana- porque quieres un imposible, y has de reñir conmigo si no lo hago. Si ahora te besara, Aznar, ¿cómo entraría mañana en la misa de San Pedro a pedirle a Dios por mi salud y la tuya? Dios no me oiría. Ni ¿cómo podría confesar este sábado que viene con mosén Blas, que pone tan mala cara al menor de mis pecados, llevando sobre mí uno tan grande? Y luego -añadió llorando-, que vendrán a verme las doncellas de mi edad y me dará mucha envidia de ellas, porque yo era de las más buenas de todas, y ahora serán todas ellas más buenas que yo.

-¿Qué es esto? -murmuró Aznar, de modo que bien pudo oírse-. Las cosas de esta muchacha me enternecen. No lo habría sospechado... Vaya, Castana, queda con Dios, y no te aflijas; ya mudarás de opinión con el tiempo.

-No mudaré, Aznar. ¿Qué diría si tal supiera mi Señora?...

Estas palabras sacaron a doña Inés de un género de letargo en que estaba su espíritu, oyendo, como si no oyese, y tal vez comparando confusamente lo que oía con lo que sentía, aquellas palabras de amor, con los dolorosos latidos de su pecho.

-¡Pobres muchachos! -dijo sólo.

Y a paso lento se encaminó a su estancia.

Acercábanse ya las altas horas de la noche; esas horas terribles para las mujeres y para los niños, y para todas las fantasías, o vírgenes o acaloradas.

La reina se encaminó maquinalmente a su alcoba.

Había en ella una gran cama de madera de roble con figuras de animales fantásticos; dos anchas plumazas o colchones de pluma levantaban el lecho muy alto, y lo cubrían una gran colcha de seda y dos pieles magníficas de zorro.

Incierta, temerosa, despechada, sin saber siquiera qué esperar ni qué temer de funesto, se reclinó la reina en el lecho vestida; hallábase en uno de aquellos instantes en que el espíritu apenas se siente dentro del cuerpo, y los ojos, preñados de llanto, no lloran, y el corazón, lleno de suspiros, recoge apenas el aliento necesario para la vida.

¡Pobre reina, tan infeliz entonces como el más infeliz de sus vasallos! ¡Pobre esposa, que comenzaba a hallar desierto el tálamo donde juzgó hallar siempre eterna ventura! ¡Pobre mujer!

Y en verdad que nunca había estado más bella. Su crencha destocada dejaba ondular mil y mil hebras de oro, que, esparcidas de una en una, se confundían por lo leves con el ambiente, y juntas casi casi parecían un rayo de sol.

¡Qué blanca era la tez! ¡Qué palidez tan dulce había en ella! Pudiera decirse que era la propia palidez del alba, que deja entrever apenas la púrpura del día; pero más propiamente podía compararse aún a la de una rosa blanca puesta por largas horas en un vaso sin agua.

De los ojos da lástima hablar; porque, turbios como el dolor los tenía, había en ellos, con todo, una cierta expresión tan tierna y orgullosa que a la par infundían compasión, amor y respeto.

Era, en fin, hermosa, muy hermosa, de alta estatura, delgada sin ser cenceña, alta y flexible; y lo bien concertado del talle, el contorno aéreo de las manos, y lo menudo del pie, acababan el conjunto perfectísimo de su persona.

¡Raro hechizo! ¡Atractivo incomparable el de aquella reina dolorida!, exclama al llegar aquí el cronista mozárabe, que, aunque viejo, no debía de ser de roca, según el calor que acude a su mente y enciende su pluma, siempre que trata de la hermosura.

Pasada sería ya la primera hora de la segunda medianoche, hora adelantadísima para aquellos tiempos en que era costumbre destinar al descanso las sombras, y al placer y trabajo la claridad del día, cuando se sintió crujir una portezuela escondida en la pared de la alcoba.

Cedió el resorte, abriose de par en par, y apareció al umbral don Ramiro. Un ¡ay! de placer y de sorpresa se escapó de los labios de doña Inés al verle. Levantose precipitada, y al ponerse en pie tendiéronse los cabellos en su espalda, repusiéronse los descompuestos pliegues de su gola y vestidos, y así como instintivamente sus galas se ordenaron y apareció con ellas, no sólo más hermosa, sino en más esplendor que nunca.

Pero si la pluma del cronista emplea algunos instantes en describir tales efectos, la reina doña Inés no tardó uno solo en ver a don Ramiro y alzarse, y venir a él y estrecharlo en sus brazos.

-¿Cómo tan tarde, bien mío? ¿Dónde habéis estado, mi señor, que en tanta inquietud pusisteis a vuestra esposa y sierva? ¿No me habláis? ¿No me amáis ya como el día de nuestras bodas?

Todo esto dijo doña Inés en un punto; pero don Ramiro no le contestó, sino que desasiéndose de sus brazos fue a sentarse con faz torva y cogitabunda en uno de los cojines orientales que prestaban voluptuosa comodidad a aquella estancia. Doña Inés, más sorprendida que nunca, se mantuvo inmóvil por algún espacio, de hito en hito, contemplando la extraña expresión que en el semblante del esposo se advertía.

-¡Estáis quejoso de mí! ¿Os he ofendido sin querer en algo? -dijo, al fin, con tierno acento.

Levantó la cabeza, que tenía inclinada sobre el pecho don Ramiro, y murmuró entre dientes:

-¡Desventurada!

No habló tan por lo bajo que no lo oyese la reina, y acercándose más al esposo, le dijo:

-¡Desventurada yo, don Ramiro! ¡Desventurada yo cuando soy vuestra esposa!

-¿Mi esposa?... No, no sois mi esposa -exclamó el rey; y levantándose al propio tiempo, asió fuertemente con una de sus manos el brazo derecho de doña Inés-. No sois mi esposa..., ¿lo oís?... Nuestro matrimonio es nulo, nulo ante Dios y ante los hombres; y vos y yo hace diez meses, los mismos de nuestro matrimonio, que estamos poseídos del infierno.

Temblaba ya doña Inés a punto que tenerse en pie no podía; saltaban a raudales las lágrimas de sus ojos sin acertar a decir palabra, y don Ramiro, arrastrado por una especie de preocupación inconcebible, repetía:

-¡Oh, no! ¡No digáis ya más que sois mi esposa! ¡No lo sois! ¡Y pluguiera al cielo que nunca tal os apellidaran los hombres!

Doña Inés pensó por un instante que estaba loca; don Ramiro continuó:

-Mirad: desde este día no podemos más vivir juntos; mañana mismo pienso divorciarme de vos y renunciar el cetro en don García de Navarra, en don Alonso de Castilla, en cualquiera de mis competidores. Yo no he debido empuñar nunca el cetro, ni jamás he debido ser casado; ahora sé ya de cierto que la cólera de Dios está sobre mí, sobre vos, sobre toda nuestra casa.

-¿Habláis de veras, don Ramiro? -dijo, al fin, doña Inés-. ¡Apartaros de mí, que os amo tanto! ¡Privar, privar del trono a nuestro hijo! ¿Qué decís, esposo mío?

-¡Mi hijo! ¿Qué habláis de hijo? ¿Quién es mi hijo? ¿Qué decís vos ahora, doña Inés? -preguntó el rey, asombrado.

-Digo que hace tres meses que llevo el fruto de nuestro amor en mis entrañas. Esta noche misma tenía determinado decíroslo para que el júbilo del día fuera completo, y no pensé, en verdad, que tanto os entristeciera el saberlo. Pero ¿estáis en vos, don Ramiro? ¿Qué propósitos son esos tan extraños? ¿Qué palabras son esas que ahora escucho, y que ni fueron oídas ni fueron jamás esperadas de mí?

La sorpresa de don Ramiro no hay cómo encarecerla: confuso, aturdido, dio tres o cuatro vueltas alrededor de la sala, lanzose a la puerta y salió precipitadamente gritando:

-¿Eso más, Dios mío? ¿Eso más envías sobre vuestro descarriado siervo?

Justo será, puesto que el rey se fue, que aquí cerremos el capítulo y volvamos atrás un tanto por ver si hallamos las causas del extraño propósito y de las incomprensibles palabras de don Ramiro.

A bien que adónde fuera este cuando salió de la alcoba de doña Inés, ni se sabe ahora ni parece que importa saberlo; y cómo quedaría doña Inés después de la singular entrevista que tuvo con su marido, cada cual puede por sí adivinarlo.

Que puesto que el cronista mozárabe se pare aquí más tiempo, refiriendo por menor las exclamaciones y llantos de doña Inés, copiarlo también en esto sería ofender la gran penetración que por lo común alcanzan los lectores de tales crónicas como la presente.

Sólo es de añadir, pues, que al punto mismo en que salió el rey de la estancia, Castana se asomó en ella tímidamente, como quien sabe que ha llegado tarde y desea que algún casual incidente haya encubierto su tardanza.