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La canción de las estrellas

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La canción de las estrellas
de Manuel Reina

                 CANTO PRIMERO

I
    ¡Oh sol, oh regio sol de Andalucía,
 besa mi frente, y con tus rayos de oro
 corona mi laúd.¡Oh frescas rosas
 de los jardines béticos, perfumes
 y colores prestad a mi poesía!
 ¡Oh esquivos ruiseñores melodiosos
 que moráis en los bosques de mi patria,
 las perlas derramad de vuestro canto
 sobre el metal sonoro de mis versos!...
 ¡Sol, rosas, ruiseñores, embriagadme
 de fragancias, y músicas, y lumbres,
 y así podré narrar la breve historia
 de un tierno amor, en lágrimas bañado,
 como violeta henchida de rocío!

II
    Bajo el sereno azul la primavera
 toda desnuda y luminosa ríe.
 A la vívida llama de sus ojos
 las fuentes y los lagos centellean,
 luce la húmeda yerba su esmeralda
 y palpitan los puros corazones.
 Mayo, el alegre mes de las caricias,
 sus alas de oro en los espacios tiende;
 los prados llena de vistosas flores
 y las almas de fúlgidas auroras.
 En los fecundos campos todo canta...
 Ingente lira es cada bosque y arpegio
 cada rama florida, grato idilio
 cada vergel: naturaleza entona
 al erótico mayo himnos triunfales.
 Sí, todo canta; desde el claro arroyo
 que, al pie de la persiana de los juncos,
 su flauta de cristal, plácido tañe,
 hasta el primer amor, que alza en los pechos
 juveniles su bella Serenata.

III
    ¡La serenata del amor, divina!...
 ¿Quién no oyó sus dulcísimos acordes?...
 ¿Qué virgen corazón de quince años
 no ama bajo el imperio de las rosas?
 Tiempo fascinador en que desciende
 Apolo del Olimpo; las estrellas,
 como un coro de ninfas nacaradas,
 se bañan en las olas de zafiro;
 lleva la brisa aromas de claveles
 y de jóvenes senos; la mañana
 su collar de luciente pedrería
 rompe sobre los prados y las flores;
 bajo el lascivo pámpano sonríe
 la bacante feliz; entre el follaje
 vuela del ruiseñor la estrofa de oro...
 ¡y enamorada la radiante musa
 acaricia en sus brazos al poeta,
 y enciende en él la esplendorosa llama
 que cambia al hombre en dios... ¿Quién no ha escuchado
 en las tranquilas argentadas noches
 el áureo bandolín?

IV
    ¿Veis esa huerta
 que, arrullador, abraza el caudaloso
 Guadalquivir triunfante?... Ella es la amada,
 la hermosa favorita del gran río,
 próvido rey de la andaluza tierra.
 Alguna vez irrítase el monarca
 y, desbordado el bramador torrente
 de su temida cólera y sus celos,
 deshace la guirnalda de la huerta
 y su resplandeciente vestidura.
 Pero después, calmados sus enojos,
 gentil y halagador, a su querida
 orna con verde túnica de raso,
 en su frente coloca una diadema
 de hojas y frutos, y a sus pies floridos
 palmas de plata, enamorado, arroja.
 Bien merece esa huerta ofrendas tales:
 que es un edén. Relumbra entre sus ramas,
 como el nevado cuerpo de una ninfa,
 la morada blanquísima y risueña
 del hortelano, placentero albergue
 en cuyo alero arrullan las palomas
 y fabricó su nido alicatado
 la inquieta golondrina. En la fachada,
 que orlan y alegran pámpanos frondosos,
 brillan al sol, como pupila verde,
 los vidrios de una rústica ventana
 en cuyo marco embalsamadas flores
 dan su perfume y el amor su trova.
 ¿Cómo no ha de sonar el dulce canto,
 la serenata del amor, divina,
 en la ventana rústica, si en ella,
 al sonrosado albor de la mañana,
 peina su fina cabellera de oro
 una niña feliz? Blanca es su nombre.
 Doncella más hermosa no ha nacido
 en las comarcas que fecunda el Betis.
 Su cuerpo virginal, gallardo, ostenta
 la airosa curva y el contorno puro
 de ánfora griega; en sus celestes ojos
 luce el fulgor sereno de los astros;
 sobre su fresca boca la sonrisa
 vuela como pintada mariposa
 en torno de un clavel; y su ovalado
 rostro de nieve irradia entre el sedoso
 rubio cabello, como la hostia blanca
 en el cerco de aurífera custodia.
 -Hija del dueña de la huerta alegre
 -rudo trabajador de piel tostada
 y mano encallecida-, la doncella
 tiene en el noble pecho de su padre
 un trono y un altar.

V
     Gentil mancebo,
 llena la tersa frente de ilusiones
 y los ojos de sol, una mañana
 que cruza por la huerta, ve este cuadro,
 con resplandores de égloga latina
 y destellos de aurora. Sobre tosco
 banco sentada y a la grata sombra
 de un dosel, que jazmín pomposo y alto
 formó con su follaje y con sus mudas
 campanillas de plata, está la hija
 del hortelano, bella y floreciente
 como abierto rosal. Velan y ciñen
 las sagradas turgencias de sus formas
 un pañuelo de seda, purpurino,
 y un blanco traje de percal, crujiente
 completando su linda vestidura
 el manto brillador de sus cabellos
 que desatados por su espalda ruedan.
 En torno de la niña, cuya mano
 esparce rubio trigo, una bandada
 de ligeras palomas aletea
 y lanza sus arrullos gemidores.
 Una de pluma azul se posa erguida
 sobre el hombro de Blanca; otra despeina
 con sus alas de nácar, sus cabellos;
 otra en su limpia falda se cobija,
 y otra, la más feliz, hunde su pico,
 como en un rojo casco de granada,
 en los carmíneos labios de la hermosa.
 Ante visión tan hechicera, el mozo
 quedó sumido en hondo arrobamiento,
 en éxtasis divino, hasta que Blanca,
 terminado el banquete delicioso
 que ofrece a sus palomas cada día,
 traspasó de su casa los umbrales.

VI
    Aquella noche, el joven, desvelado,
 la cabeza revuelve en la almohada,
 fijando sus miradas en la sombra.
 Es que ve en la negrura que lo envuelve
 una imagen de diáfanas pupilas,
 rostro de nieve, palpitante seno
 velado de escarlata y blanco traje.
 Y ve también, brillando en las tinieblas,
 una paloma azul que, en vez de pico,
 tiene los labios de él, ¡sus mismos labios!
 y apasionada besa a la hermosura...
 A poco, el siempre asiduo y apacible
 sueño de la dichosa adolescencia
 cierra los ojos al gentil mancebo
 y en su boca dibuja una sonrisa...
 ¡Oh, dulce joven! goza del tranquilo
 plácido sueño de la edad temprana!
 disfruta de ese bien; que en los corceles
 voladores del tiempo, airados llegan
 el encendido afán, la duda impía,
 la cólera insensata, el vil despecho,
 el vicio tentador, la aguda pena,
 la ingratitud, de víboras armada,
 y la torpe ambición, fantasmas hoscos
 que tienen por constantes compañeras
 las noches de amargura y desconsuelo,
 en que el pálido insomnio nuestras frentes
 desgarra con espinas punzadoras.
 ¡Oh, mancebo feliz, goza, disfruta
 de ese bien que tan pronto se disipa!

VII
    A la primera luz de la mañana
 salta del lecho el tierno adolescente,
 aún llena la retina del encanto
 y claridad de la visión nocturna.
 Se acicala, y escoge el más lucido
 de sus costosos trajes: que Adelardo
 -tal se llama el garzón de nuestra historia-
 hijo es del labrador más opulento
 de la región feraz. Vestido el mozo
 con sus galas más ricas y flamantes,
 en busca de la niña seductora
 marcha jovial, bizarro y diligente.
 Todo es resolución, audacia y brío
 el bello seductor, cuando camina
 hacia la huerta; pero al verse luego
 en presencia de Blanca, siente el joven
 que le palpita el corazón, que abrasa
 el fuego su mejilla y que, turbado,
 nada acierta a decir. La virgen rubia,
 que conoce a Adelardo, de un fragante
 rosal corta una flor, y, sonriendo,
 mas trémula y la faz toda encendida,
 al mancebo la ofrece, que, dichoso,
 prende la rosa en su agitado pecho.

VIII
    Aquella noche, la feliz doncella
 la cabeza revuelve en la almohada,
 fijando sus miradas en las sombras.
 Es que ve en las tinieblas la arrogante
 imagen de Adelardo, con un nimbo
 de matinal fulgor...
    Luego el sagrado
 ángel resplandeciente de la guarda
 tiende sus blancas alas protectoras
 sobre el cándido lecho de la niña,
 y vela su tranquilo y casto sueño.

IX
    Se aman los dos con el amor riente,
 con el primer amor, límpido néctar
 que perfuma la copa de la vida.
 Vedlos bajo los árboles floridos
 dando al aire sus risas melodiosas.
 ¡Cuán divina está Blanca en esta alegre
 tarde de Mayo! Adornan sus cabellos,
 que relumbran al sol, lirios azules,
 blancos jazmines y encarnadas rosas
 luce en el pecho un ramo de azucenas
 y en la nívea garganta de alabastro
 un collar de cerezas encendidas.
 Ella mira a su amante, enamorada,
 mientras él la contempla embebecido.
 De pronto suena un beso, un dulce beso
 todo música y luz, como una endecha
 de ruiseñor... ¡Inflámase el ambiente;
 tiemblan todas las hojas y las flores;
 suspiran los arroyos, y en la umbría
 canta el alma sublime de Virgilio!
 Vedlos pasar por el mojado césped
 unidos, cual dos versos amorosos
 que ata el lazo de perlas de la rima.
 Él le pide que cante, y ella entona
 esta canción, con regalado timbre:
              -Hoy de su palacio azul
           han salido las estrellas,
          ciñendo sus frentes bellas
          con velos de blanco tul.
 
               Por una escala de plata
          a la tierra han descendido,
          y una corona han tejido
          de claveles escarlata.
               Con ella esmaltan la hermosa
          casta frente de marfil
          de una doncella gentil,
          que esta noche se desposa.
 
              Mucho quieren las estrellas
          a esta niña blanca y pura,
          porque en sus ojos fulgura
          la misma luz que arde en ellas.
 
              La doncella angelical
          camina al templo sagrado,
          y un amante despechado
          le clava agudo puñal.
              Las estrellitas en coro,
          al ver a la niña muerta,
          sobre su faz triste y yerta
          vierten lágrimas de oro.

              Luego, en su palacio azul
           ocúltanse las estrellas,
           y ciñen sus frentes bellas
           con velos de negro tul.
 
    Vibrando, la canción, rasga los aires
 y el pecho de Adelardo y su adorada:
 que en la edad juvenil es generoso
 y blando el corazón. La tarde expira;
 poblando de fantásticas visiones
 la bóveda del cielo. Sobre el musgo,
 avanza muda la pareja amante
 mientras el sol, de llamas coronado,
 la viste con purpúreos esplendores.


CANTO SEGUNDO
I

    Hay un hada fatal, pálida y bella,
 de ojos de fuego y tentadora risa,
 que oculta con su regia vestidura
 un cuerpo de reptil; hada traidora
 que, cuando besa con su torpe labio
 a la florida juventud, le arranca
 la corona de rosas de la frente.
 Fascinador espíritu que engendra
 la desceñida bacanal; transforma
 el místico y humilde escapulario
 de la doncella pobre en refulgente
 collar de perlas; abre el negro abismo
 del juego; bebe lágrimas y oro
 y mancha la virtud. Ese funesto
 monstruo devorador, como se enrosca
 a la palma gentil la estéril hiedra,
 ciñó el cuerpo y el alma de Adelardo.

II
    Su buen padre murió, y al verse el mozo
 dueño de una fortuna, la apacible
 vida cambió de su natal aldea
 por el fausto y bullicio de la corte.
 Gozar, siempre gozar era su norma;
 pero no al goce puro se entregaba,
 no al deleite inefable que alas presta
 al corazón para elevarlo al cielo,
 sino al placer febril de los sentidos
 que, como el rayo, brilla, ciega y mata.
 -Reclinar la cabeza en blancos senos
 guarnecidos de perlas y diamantes
 ajar y deshacer lazos y flores;
 beber, cantar, reír en los festines
 las manos, empapadas por el vino,
 enjugarse en lucientes cabelleras...
 Tal fue la disipada vida alegre
 de Adelardo en Madrid. Reinó el mancebo
 en el antro del vicio y la licencia
 y en el áureo salón, pues repartía
 el oro por doquier. ¡Maldito el oro!
 ¡Maldito, sí, maldito una y mil veces!
 que obrero infatigable, en las tinieblas,
 labra la culpa, el deshonor y el crimen.
 ¿Cómo dudar que lágrimas enjuga?...
 Mas ¡ay! por cada lágrima que seca,
 hace verter un mar de llanto y sangre.
 Y ¡oh pavorosa realidad! el oro,
 el gran infame, el corruptor eterno,
 para la raza humana sienipre ha sido
 excelso rey, de todos venerado,
 y único dios que no ha tenido ateos.

III
    Su fortuna Adelardo prodigaba
 en perdurable bacanal. Se hundían
 en la charca del vil libertinaje,
 como náufrago en mar alborotada,
 sus ternuras, su fe, sus ilusiones...
 toda la dicha juvenil. Tan sólo
 flotaba alguna vez en la onda negra
 el recuerdo de Blanca. Como el cisne
 que, al cruzar por el lago cristalino,
 deja sobre la linfa transparente
 una pluma de plata, el sonrosado
 idilio de la huerta su destello
 dejó en el alma del liviano mozo.
 ¡Cuántas noches en medio de la orgía,
 vio en el cristal de la bruñida copa
 la figura de Blanca entre el follaje
 bañado por el sol!... Y ¡cuántas veces,
 en brazos de una impura, envuelta en raso,
 al asaltarle el mágico recuerdo
 de su primer amor, palidecía,
 inclinaba la frente, y, a sus ojos,
 transfomábase el rostro de la hetaira
 en seca y espantable calavera!...

IV
    En tino de esos bailes con que el vicio
 y la demencia humana solemnizan
 el Carnaval; en una de esas fiestas,
 como un incendio espléndidas y ardientes,
 en que la faz se oculta a las miradas
 y desgarra el pudor sus vestiduras,
 vio Adelardo entre el loco torbellino
 a una blanca beldad de ojos serenos
 como el terso cristal de mansa fuente,
 de rosfro fresco y puro como un lirio,
 y de figura tan gentil y airosa
 que Grecia hubiera honrado su hermosura
 en magnífico altar. Perplejo el mozo
 quedó ante gracias tales, y admirando
 aquellas dulces límpidas miradas,
 aquella noble frente, aquel risueño
 labio infantil que, ingenuo, parecía
 no haber sido rozado por el ala
 de un ósculo de amor, luces y sombras
 surcaron a la vez su pensamiento.
 -¿Quién es esta mujer? -se preguntaba-.
 ¿Será una de esas lúbricas deidades
 cuyos dientes de perlas nos devoran
 el corazón, y en no lejano día
 ruedan desde el asiento de oro y seda
 de una carroza al lecho miserable
 de un hospital?... ¿Será una tierna virgen,
 una doncella cándida que alegres
 amigas arrastraron a este abismo
 de ofuscadora corrupción?... ¡Oh cielo!
 -Adelardo, confuso, murmuraba-.
 ¿Por qué con esta duda nos castigas?
 ¿Por qué no marcas con tu rayo el rostro
 del vicio y la maldad? ¿Por qué permites
 que se confunda la mujer manchada
 con la inocente joven, de alma pura
 cual mañana de mayo?... Injusto cielo,
 ¿por qué, por qué toleras que se esconda
 en un cuerpo divino un depravado
 corazón criminal, como una sierpe
 en un fragante ramo de azucenas?
 La mujer... ¿será un ángel o un demonio?
 ¡Aterrador problema de la vida!...
 Es un ángel, sin duda, esta belleza.
 ¿No lo dicen sus ojos y su frente,
 más casta y luminosa que la luna?
 Así pensó el mancebo, y presuroso
 habló con ella, de entusiasmo henchido.
 ¡Oh, entusiasmo, onda azul que reverbera
 el estrellado cielo, ardiente llama
 que corre por las venas juveniles,
 palacio de cristal de los ensueños
 y lira de cien voces! ¡Oh, entusiasmo
 resplandeciente aurora de la vida,
 como el radiante sol, esmaltas de oro
 hasta el negro pantano y la caverna!
    Adelardo escuchaba, conmovido,
 a la blanca deidad, que ruborosa
 y con lánguida voz, más cristalina
 que murmullo de arroyo, le narraba
 todo un poema de dolor: la joven
 era una humilde púdica doncella,
 huérfana y sola, como el arpa muda
 de la canción del inmortal Gustavo.
 Con una amiga al baile fue engañada
 y allí la infiel la abandonó... El mancebo,
 ya enamorado, le ofreció su brazo,
 al cual plegose luego el de la bella,
 como un ala ligera y temblorosa.

VI
    Fue este amor torbellino rutilante
 de oro y zafir, de púrpura y de fuego,
 frenética pasión arrolladora
 que devoraba el pecho de Adelardo,
 mientras la rauda nave de su mente
 en el mar de los cielos se perdía.
 Esclavo de la espléndida hermosura,
 el joven adoraba sus cabellos
 negros y relucientes como el raso;
 su boca, húmedo cáliz de rubíes
 lleno de miel, de risas y de besos;
 sus magnéticos ojos de sirena;
 su floreciente seno modelado
 en la redonda copa de los dioses;
 su cuerpo, en fin, su primoroso cuerpo,
 tan firme y brillador, que parecía
 haber sido tallado en un diamante
 de las preciosas minas de Golconda.
 
    El mozo, delirante, enloquecido,
 ciego por la beldad, alma y fortuna
 arrojole a los pies. ¡Nunca lo hiciera!,
 que aquella joven pérfida ocultaba
 una víbora horrible en cada beso
 y las llamas de Venus Citerea
 en el vil corazón. Para la infame
 costosísimas joyas Adelardo
 compraba sin cesar. ¡Aparecía
 tan bella entre el relámpago cambiante
 de las piedras preciosas que irradiaban
 en su cuello y su negra cabellera!...
 A la ardiente mirada de sus ojos
 fundiose todo el oro del mancebo,
 como la nieve bajo el sol. Entonces,
 del mismo modo que huye presurosa
 la golondrina del sañudo invierno,
 huyó la infiel del arruinado amante.

VI
    Tétrico, solo, en la miseria hundido,
 sintió Adelardo el odio de los hombres
 y el olvido del cielo; y en la oscura
 noche de su pesar la clara imagen
 surgió de sus idílicos amores,
 como de negra encina desgajada
 sale volando nítida paloma.
 Mas ¡ah! pronto borrose este recuerdo
 deslumbrador en su revuelta mente;
 que, más atado al vicio cada día,
 rodó el joven al fondo abominable
 de la degradación... y sobre el campo
 desierto y aterido de su alma
 sólo cruzaron ya fúnebres cuervos.


CANTO TERCERO
    Es una tarde tibia y deliciosa
 del mes de mayo. En la encantada huerta
 llena de sol, de aromas y de arpegios,
 alzan las flores su fragante copa
 brindando por la fértil primavera.
 Sobre el rústico banco está sentada
 Blanca, la faz descolorida y mustia
 como el rostro de virgen dolorosa
 esculpido en marfil. El desengaño
 rompió los bellos prismas fulgurantes
 de su grata ilusión, y los dolores
 esmaltaron el cerco de sus ojos
 con el matiz de los morados lirios.
 Alguna vez asómase a sus labios
 leve sonrisa, en cuyo fondo llora
 vencido el ideal: es que la triste
 recuerda a su Adelardo, cuya imagen
 grabó en su corazón buril de fuego.
 Al negro olvido, al desamor, al dolo
 del mancebo falaz responde Blanca
 con la pasión más firme y encendida.
 ¡Tal la preciosa concha de los mares
 -que cantó el dulce Hafiz- de perlas cubre
 la despiadada mano que la hiere!
 
    No lejos de la pálida hermosura
 su noble padre las robustas ramas
 tala de un árbol, y miradas llenas
 de ternura y amor a Blanca envía,
 mientras rueda una lágrima candente
 por su atezado rostro, cual la savia
 por la corteza del oscuro roble.
 De pronto suenan voces, roncos gritos
 y locas carcajadas... Por la huerta
 pasa un grupo de mozos embriagados
 y mujeres impúdicas. Al frente
 marcha Adelardo de la turba inquieta,
 y al ver a su adorada de otros días,
 que engañara traidor, detiene el paso
 y le dice procaz: -Bella paloma,
 ¿por qué estás triste? Vente con nosotros,
 y gustarás placeres infinitos.
 Dame, como otras veces, tus caricias
 y tus besos de miel...
    El hortelano,
 que oye el terrible ultraje, despidiendo
 rayos de muerte por los turbios ojos,
 roto su tierno corazón de padre,
 llega al grupo veloz, y, alzando el hacha,
 que en los aires arroja una centella,
 parte la frente del cínico Adelardo.
 En este instante los espacios cruzan,
 cual doradas abejas, cadenciosos
 ritmos y dulces notas: a lo lejos
 un coro de morenas labradoras,
 de vuelta del trabajo, canta alegre
 la popular canción de las estrellas...
 En la faz el horror, desesperada,
 corre Blanca a la orilla del gran río.
 Besa allí su bendito escapulario,
 traza con mano trémula en su frente
 la señal de la cruz, cierra los ojos...
 y arrójase a las aguas, que, piadosas,
 le abren su tumba de cristal.
    Gimiendo
 pasa la brisa, entre las verdes ramas,
 como un sollozo de órgano; la sombra
 del velado crepúsculo solemne
 ciñe a la huerta su crespón de duelo,
 y el rojo sol, cual corazón herido,
 olas de sangre vierte por el cielo.