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La careta rosa

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La careta rosa
de Emilia Pardo Bazán


Era aquel un matrimonio dichosísimo. Las circunstancias habían reunido en él elementos de ventura y de esta satisfacción que da la posición bien sentada y el porvenir asegurado. Se agradaban lo suficiente para que sus horas conyugales fuesen de amor sabroso y sazón de azúcar, como fruto otoñal. Se entendían en todo lo que han menester entenderse los esposos, y sobre cosas y personas solían estar conformes, quitándose a veces la palabra para expresar un mismo juicio. Ella llevaba su casa con acierto y gusto, y el amor propio de él no tenía nunca que resentirse de un roce mortificante: todo alrededor suyo era grato, halagador y honroso. Y la gente les envidiaba, con envidia sana, que es la que reconoce los méritos, y, al hacerlo, reconoce también el derecho a la felicidad.

Años hacía que disfrutaban de ella, y la había completado una niña, rubio angelote al principio, hoy espigada colegiada, viva y cariñosa, nuevo encanto del hogar cuando venía a alborotarlo con sus monerías y caprichos. Con la enseñanza del colegio y todo, Jacinta, la pequeña, no estaba muy bien educada, y tal vez hubiese sido menos simpática si lo estuviese. Corría toda la casa de punta a cabo, se metía en la cocina, torneaba zanahorias, cogía el plumero y limpiaba muebles, y en el jardinillo del hotel hacía herejías con los arbustos, a pretexto de podarlos, según lo practicaban las monjas. Su delicia era revolver en los armarios de su madre. Lo malo era que algunos estaban cerrados siempre.

Un domingo, sin embargo, como su madre hubiese salido a misa, vio Jacinta puestas las llaves del tocador, en el que guardaba, sin duda, preciosidades, pues ni aún entreabrirlo había consentido jamás la señora en presencia de la colegiala; y ésta, cual gatito que puede deslizarse en alacena bien repleta de fiambres y quesos, diose prisa a huronear. Había ropa blanca sutil, semejante a gasa la batista y a espuma los encajes; había bolsas de abalorio, cajitas con collares y brincos, abanicos de nácar, guantes, haces de vetiver, pañolería delicada... Y deslizando la mano bajo un montón de medias de seda, sin estrenar, largas y elásticas como víboras, que parecían retorcerse, sacó la niña un objeto que se quedó mirando, fascinada. Una careta de seda rosa, aplastada ya la picuda nariz por la permanencia bajo otras prendas y cachivaches.

En los niños ejercen misteriosa atracción los atributos carnavalescos, antifaces, disfraces, cuanto huele a máscaras. Jacinta nunca conseguía que las monjas la dejasen ver el carnaval. Aquellos días se hacían desagravios en la capilla y las colegialas no tenían asueto. La niña miraba a la careta, preguntándose interiormente qué expresaba su burlona faz.

Tan ensimismada estaba contemplando el objeto que no vio venir a su padre hasta que él repitió su nombre:

-¡Cinta, Cinta!

Volvióse con sobresalto, dejando caer la careta.

-¿Qué es eso? ¿Quién te lo ha dado?

Balbuciente, la chiquilla murmuró, excusándose:

-Estaba ahí... ahí...

Y señalaba al armario de su madre. El padre, por un momento no se dio cuenta exacta del caso. Hay un intervalo entre el hecho sin relación con otros anteriores y el cálculo de su significación. Una careta... Estaba ahí... Cubrió por fin sus ojos una nube de las que no tienen existencia real, que vienen de dentro y parecen formadas de tinieblas psicológicas. Tendió el brazo, recogió la prenda, dio dos vueltas a la llave del armario y se la guardó como por máquina. La careta también pasó al bolsillo. Ordenó a Jacinta:

-Vete a jugar al jardín.

Cuando volvió la madre, nada de particular ocurrió. Almorzaron cordialmente; sólo Jacinta estaba asustada, temerosa de un regaño. No se revuelve en los armarios, no se aprovechan los descuidos para curiosear. Sor Sainte Foi le impondría severo correctivo, si lo supiese. Pero su padre lo sabía y nada le había dicho... Hasta la servía, cariñoso, llenando su plato... Como siempre...

¿Como siempre? Los niños también observan, y Jacinta notaba la nerviosidad, lo forzado del buen humor. Cuando vino a recogerla el coche del colegio, estaba la niña a dos dedos de llorar. Hubiese preferido un buen regaño franco. Temores indefinibles la acongojaban.

El padre, entretanto, iniciaba la tarea amarga de roerse el corazón queriendo averiguar lo que nunca averiguaría, pretendiendo reencarnar un pasado desvanecido, para pedirle cuentas. Él nunca había visto aquella careta rosa. Él no tenía noticia de que su mujer hubiese concurrido a ninguna fiesta carnavalesca de las que reclaman antifaz. ¿Cómo había de ignorarlo, en la estrecha unión en que habían vivido? Era, pues, la careta el secreto que tan a menudo se guardan marido y mujer, por íntima que sea su convivencia, porque el ayer no es de nadie, y el ayer está herméticamente cerrado, como debería haberlo estado siempre aquel armario fatal.

Con tal pensamiento, el marido se convirtió en espía. Fabricó llaves dobles de todos los muebles de su mujer. Cuando ella salía confiada -pues él había vuelto a colocar la careta en su sitio por si ella la echaba de menos- registraba, a su vez, estante por estante, cajón por cajón. Buscaba afanoso cartas, flores, retratos, recuerdos... Lo que encontró fue muy inocente. Nada que comprometiese a la esposa. Esquelas de amigas, retratos de familia, flores de Jerusalén... Y en medio de tales testimonios de una vida pura, intachable, de señorita perfecta, la careta rosa continuaba sin explicación, como enigma de una flor de pecado, prensada entre las hojas de un libro, olvidada allí, y que un día aparece, recordando lo que nadie guarda ya ni en la memoria. Y la ironía de la careta sacaba de quicio al mísero, amarrado al potro de la sospecha durante la vida; aquella respingada nariz, aquellos oblicuos ojos vacíos, detrás de los cuales había ardido la llama pasional; aquel barbuquejo deshilachado, picado, arrugado, que un día cubrió una boca riente y húmeda y fue alzado por el juguetón impulso de unos enamorados dedos..., enloquecía al infeliz torturado de los peores celos: los de lo desconocido, lo indescifrable.

El desgraciado perdía el sueño y el apetito; sus noches eran infiernos de pesadilla; las hipótesis martilleaban su cráneo como mazos fragorosos, y creía tener en los sesos una campana, cuyo badajo, a todo vuelo, le golpeaba, vibrando.

Al acercarse los Carnavales, habló el marido con la mujer de bailes, fiestas y alegrías, de un asalto de capuchones anunciado en casa de Ambas Castillas el próximo lunes. Y con la ansiedad con que se espera una sentencia absolutoria, aguardó la frase que iba a salir de aquella boca amada, en respuesta a la pregunta:

-¿Te gustan a ti los bailes de máscaras? ¿Te has disfrazado alguna vez?

-¡Nunca!, respondió ella con energía, con una especie de estremecimiento hondo, imperceptible quizás para quien no fuese celoso de lo que no tiene cuerpo, ni más efectividad que la seda ajada de un antifaz rosa. Y el celoso comprendió al punto que su mujer mentía; que mentía resueltamente, determinadamente, como el que repele una agresión, como el que se pone en defensiva ante un peligro grave. Y en lo extraviado de sus ojos, en la palidez, que no pudo esconderse, que poco a poco iba esparciéndose por el semblante desencajado de la esposa, no dudó. Había acertado con el sitio doloroso; había tocado la llaga oculta, cicatrizada en falso, que ahora respondía con sordo quejido del alma al tacto y a la presión. Y comprendió también que él no podía hablar, que no podía acusar, ni apremiar, ni maldecir; que no encontraría frases ni fundamentos para su requisitoria; que carecía de base todo, todo..., y que sólo podía hacer una cosa terrible: estrangularla y ponerle luego sobre el rostro la maldita careta, como bofetón de ignominia... Tanto lo comprendió, que se levantó recto, a guisa de autómata, y huyó de su casa, y se fue a pasar la noche en un hotel, y por la mañana salió hacia Barcelona, donde embarcó para los países lejanos en que no tenía probabilidad alguna de volver a ver a la que fue el eje de su vida, a la madre de su hija, a la que aún amaba y de la cual -extraña contradicción- estaba seguro de ser amado.

Le lanzaba a la fuga un poco de cartón forrado de raso, en cuya superficie se dibujaba, irónica, una mueca de frivolidad y de alocado placer. ¡Aquella careta, conservada religiosamente entre encajes y bagatelas en el fondo del armario elegante! Pero jamás lograría arrancar a su mujer la confesión plena, clara leal. No; sin duda lo de la careta era algo inconfensable, sabe Dios qué... Algo que hacía palidecer el rostro, que ya siempre se había de figurar él tapado con el raso de la careta que no palidece. Y por no resbalar hasta el crimen, nunca regresó a su hogar el desventurado, sucumbiendo en un choque de trenes, en los Estados Unidos, sin que se supiese qué nombre darle en la lista de los muertos.