La catedral/V

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Las gentes de la Primada acogían con obstinado silencio la menor alusión al prelado reinante. Era costumbre tradicional en las Claverías: Gabriel recordaba haber visto lo mismo en su infancia.

Si se hablaba del arzobispo anterior, aquella gente, habituada a la murmuración, como todos los que viven en cierto aislamiento, soltaba la lengua comentando su historia y sus defectos. A prelado muerto no había que temerle. Además, era un halago indirecto al arzobispo vivo y sus favoritos hablar mal del difunto. Pero si en la conversación surgía el nombre de Su Eminencia reinante, todos callaban, llevándose la mano a la gorra para saludar, como si el príncipe de la Iglesia pudiese verlos desde el inmediato palacio.

Gabriel, oyendo a sus compañeros del claustro alto, recordaba el juicio funeral de los egipcios. En la Primada no se decía verdad sobre los prelados, ni osaba nadie publicar sus faltas, hasta que la muerte se apoderaba de ellos.

A lo más que se atrevían era a comentar las desavenencias entre los señores canónigos, a llevar la lista de los que se saludaban en el coro o se miraban entre versículo y antífona como perros rabiosos próximos a morderse, o a hablar con asombro de cierta polémica que el Doctoral y el Obrero sostenían en los papeles católicos de Madrid, durante tres años, sobre si el Diluvio fue universal o parcial, contestándose los artículos con cuatro meses de plazo.

En torno de Gabriel se había formado un grupo de amigos. Le buscaban, sentían la necesidad de su presencia, experimentaban esa atracción que, aun permaneciendo silenciosos, ejercen los que han nacido para pastores de hombres. Por las tardes se reunían en las habitaciones del campanero, saliendo, cuando el tiempo era bueno, a la galería de la portada del Perdón. Por las mañanas, la tertulia era en casa del zapatero que enseñaba los gigantones, un hombrecillo amarillento y enfermo, con eternos dolores de cabeza que le obligaban a llevar varios pañuelos arrollados a guisa de turbante.

Era el más pobre de las Claverías. No tenía empleo y enseñaba los gigantones sin retribución alguna, con la esperanza de conseguir la primera plaza que vacase, y agradeciendo mucho a los señores del cabildo que le diesen casa gratuita, en consideración a que su mujer era hija de un antiguo servidor de la catedral. El hedor del engrudo y de la suela húmeda infestaba su casa con el ambiente agrio de la miseria. Una fecundidad desesperante agravaba esta pobreza. La mujer, flácida, triste y con grandes ojos amarillentos, presentaba todos los años un chiquitín agarrado a sus ubres desmayadas. Por el claustro se deslizaban a lo largo de las paredes, con la melancolía del hambre, varios chicuelos de cabeza enorme y delgado cuello, siempre enfermos y sin llegar nunca a morirse, afligidos por extrañas dolencias de la anemia, por bultos que surgían y desaparecían en la cara, y costras asquerosas que cubrían sus manos.

Trabajaba el zapatero para las tiendas de la ciudad, sin adelantar gran cosa. Desde que salía el sol sonaba su martillo en el silencio del claustro. Esta manifestación única del trabajo profano atraía a todos los desocupados a la habitación mísera y maloliente. Mariano, el Tato y un pertiguero que también vivía en el claustro eran los que con más frecuencia encontraba Gabriel sentados en las desvencijadas silletas del zapatero, tan bajas, que podían tocar con las manos el suelo de ladrillos rojos y polvorientos.

Muchas veces, el campanero corría a la torre para hacer los toques ordinarios, pero su sitio vacío lo ocupaba un viejo manchador del órgano y gentes de la sacristía, que subían atraídas por lo que se hablaba de esta reunión entre el personal menudo de la Primada. El objeto de la tertulia era oír a Gabriel. El revolucionario quería callar y escuchaba distraídamente las murmuraciones sobre la vida del culto; pero sus amigos deseaban saber cosas de aquellas tierras que había corrido, con una curiosidad de seres encerrados y aislados del mundo. Al oírle describir la hermosura de París o la grandeza de Londres, abrían sus ojos como niños que escuchan un cuento fantástico.

El zapatero, con la cabeza baja, sin dejar su trabajo, seguía atentamente la relación de tantas maravillas. Todos convenían en lo mismo cuando callaba Gabriel. Aquellas ciudades eran más hermosas que Madrid. ¡Y mire usted que Madrid...! Hasta la zapatera, de pie en un rincón, olvidando la enfermiza prole, escuchaba a Luna con asombro, animándose su rostro con una pálida sonrisa, asomando la mujer al través de la bestia resignada de la miseria cuando Luna describía el lujo de las grandes damas en el extranjero.

Todos los siervos del templo sentían removerse sus espíritus endurecidos e insensibles como la piedra de los muros ante estas evocaciones de un mundo lejano que jamás habían de ver. Los esplendores de la civilización moderna les conmovían más sinceramente que las bellezas del cielo descritas en los sermones. En el ambiente agrio y polvoriento de la casucha, veían desarrollarse con los ojos de la imaginación ciudades fantásticas, y preguntaban candidamente sobre los alimentos y costumbres de las gentes de por allá, como si los creyesen seres de distinta especie.

Por las tardes, a la hora del coro, cuando trabajaba solo el zapaterillo, Gabriel, cansado de la monotonía silenciosa de las Claverías, bajaba al templo.

Su hermano, con manteo de lana, golilla blanca y vara larga, como un alguacil antiguo, estaba de centinela en el crucero, para evitar que los curiosos pasasen entre el coro y el altar mayor.

Dos cartelones de oro viejo, con letras góticas adosadas a las pilastras, anunciaban que estaba excomulgado quien hablase en alta voz o hiciese señas en el templo. Pero esta amenaza de siglos anteriores no impresionaba a las escasas gentes que acudían a las vísperas y charlaban tras una pilastra con los servidores de la catedral. La luz de la tarde, filtrándose por los ventanales, extendía sobre el pavimento grandes manchas tornasoladas. Los sacerdotes, al pisar esta alfombra de luz, aparecían verdes o rojos, según el color de las vidrieras. En el coro cantaban los canónigos para ellos mismos en la triste soledad del templo. Sonaban como detonaciones los golpes de las cancelas al cerrarse, dejando paso a algún clérigo retrasado. En lo alto del coro gangueaba el órgano de vez en cuando, intercalándose en el canto llano; pero sonaba perezosamente, con desmayo, por pura obligación, y parecía lamentarse de su esfuerzo en la penumbra solitaria.

Gabriel no acababa de dar la vuelta a la catedral sin que se le uniera su sobrino el perrero, abandonando su conversación con los monaguillos o con el mozo de recados de la secretaría del cabildo, que tenía su asiento fijo en la puerta de la Sala Capitular.

A Luna le divertían las picardías del Tato, la confianza y el descuido con que iba por el templo, como si el haber nacido en él le privase de todo sometimiento de respeto. La entrada de un perro en las naves le producía alborozo.

—Tío—decía a Luna—, va usted a ver cómo me abro de capa.

Y tirando de los extremos de la chaqueta, avanzaba hacia el can con contoneos y saltos de lidiador. El animal, conociéndole de antiguo, buscaba su salida por la puerta más inmediata, pero el Tato le cortaba el paso, lo acosaba nave adentro fingiendo perseguirlo, lo lidiaba de capilla en capilla, hasta que, acorralándolo, podía largarle unas cuantas patadas. Los ladridos lastimeros alteraban el canto de los canónigos, y el Tato reía, mientras que allá, en la reja del coro, torcía el gesto el buen Esteban, amenazándole con la vara de palo.

—Tío—dijo una tarde el travieso perrero—, usted que cree conocer bien la catedral, ¿a que no ha visto las cosas «alegres» que tiene?

Guiñaba los ojos y acompañaba este gesto con un ademán obsceno para indicar que eran algo más que «alegres» las tales cosas.

—A mí—continuó—me interesan las bromas que se permitían los antiguos; no hay una que se me escape. Venga usted, tío, y se divertirá un rato. Usted, como todos los que creen conocer la catedral, habrá pasado muchas veces junto a esas cosas sin verlas.

El Tato, siguiendo el coro por su parte exterior, condujo a Gabriel al testero, enfrente de la puerta del Perdón. Bajo el medallón grandioso que sirve de respaldo al Monte Tabor, obra de Berruguete, se abre la capillita de la Virgen de la Estrella.

—Fíjese usted en esa imagen, tío. ¿Hay una igual en todo el mundo? Es una gachí, una chavala que volvería locos a los hombres si parpadease.

Para Gabriel, no era esto un descubrimiento. Desde pequeño conocía aquella imagen de mujer hermosa y sensual, con sonrisa mundana, el cuerpo inclinado, la cadera saliente, y en los ojos una expresión de alegría retozona, como si fuese a bailar.

El niño, en sus brazos, también reía, y echaba mano al rebocillo de la hermosa como si quisiera descubrirla el pecho. La imagen, de piedra pintada, estofada y dorada, tiene un manto azul sembrado de estrellas de oro, que es lo que la da el título de Virgen de la Estrella.

—Usted que ha leído tanto, tío, tal vez no sepa la historia de esta capilla, mucho más antigua que la catedral. Aquí tenían los laneros, cardadores y tejedores de Toledo su patrona antes de que se construyera el templo, y únicamente cedieron el terreno con la condición de que serían dueños absolutos de la capilla y harían en ella lo que les viniese en gana, así como en todo el pedazo de la catedral hasta las pilastras inmediatas. ¡Los líos que trajo esto! En los días que hacían fiesta a la Virgen, no reparaban que los canónigos estuviesen en el coro, y con rabeles, tiorbas y desaforados cantos turbaban los oficios. Si los canónigos les pedían silencio, contestaban que los obligados a callar eran los del coro, pues ellos estaban en su casa, mucho más antigua que la catedral. ¿Sabe usted esto, tío?

—Sí; ahora lo recuerdo. El arzobispo Valero Losa les puso pleito a principios del siglo XVIII. Mira su tumba al pie del altar. Perdió el pleito, murió del disgusto, y mandó que lo enterrasen aquí para que le pisaran los insolentes laneros después de muerto, ya que lo habían vencido en vida. La soberbia de estos príncipes eclesiásticos les impulsaba a la más orgullosa modestia.... Pero ¿todo esto es lo que me querías enseñar?

—Cosas mejores verá usted. Digamos adiós a la Virgen. Pero ¡fíjese usted! ¡Qué cara! Tiene los ojos adormilaos. La gran jembra. Yo me paso las horas mirándola. Es mi novia... ¡Las noches que sueño con ella...!

Avanzaron algunos pasos hacia la puerta grande de la catedral, para abarcar mejor con la vista todo el testero exterior del coro. Sobre los tres huecos o capillas que lo perforan corre una faja de relieves antiguos, obra de un obscuro imaginero medioeval, representando las escenas de la Creación. Gabriel reconocía sus esculturas groseras como contemporáneas de la puerta del Reloj y de las primeras obras de la catedral.

—Vea usted. En los primeros medallones, Adán y Eva van desnudos como gusanos. Pero el Señor los arroja del Paraíso. Tienen que vestirse para ir por el mundo, y mire lo que hacen apenas se ven con ropas. Fíjese en el quinto medallón, a nuestra derecha. ¡Qué buen humor tendría el tío que hizo eso!

Gabriel miró por primera vez con atención aquellos relieves olvidados. Era el naturalismo simple de la Edad Media; la confianza con que los artistas representaban sus concepciones profanas en aquella época de idealidad; el deseo de perpetuar el triunfo de la carne en cualquier rincón ignorado de los monumentos místicos, para testificar que la vida no había muerto. Eva estaba caída entre los árboles, con sus ropas en desorden, y Adán sobre ella, con un gesto de locura sexual, la cogía los brazos para dominarla, y pegaba la boca a su pecho con tal avidez, que lo mismo podía besar que morder.

El Tato sentíase orgulloso ante la sorpresa de su tío.

—¡Eh!, ¿qué tal? Eso lo he descubierto rodando por la iglesia. Los señores canónigos cantan todos los días al otro lado de esa pared, sin sospechar que sobre sus cabezas hay tales alegrías. ¿Y las vidrieras, tío? Fíjese usted bien. Al principio ciegan tantos colores, se confunden las figuras, el plomo corta los monigotes y no se adivina nada. Pero yo he pasado tardes enteras estudiándolas, y me las sé al dedillo. Son historias, cosas de su época que pintaron ahí los vidrieros, y cuyo intríngulis se ha perdido, sin que haya cristiano que pueda pillarlo.

Y señalaba los ventanales de la segunda nave, por los que se filtraba la luz de la tarde con un tono acaramelado.

—Mire usted allí—prosiguió el perrero—. Un señor con capa roja y espada sube por una escalera de cuerda. En la ventana le espera una monja. Parece cosa del Don Juan Tenorio que representan por Todos Santos. Más allá, esos dos que están en la cama y gente que llama a la puerta. Deben ser los mismos pájaros y la familia que los sorprende. Y en la otra vidriera, fíjese usted bien: gachos en pelota, prójimas sin más vestidura que la mata de pelo; cosas, en fin, de los tiempos en que la gente no tenía vergüenza y andaba con la cara en alto... y la otra cara al aire.

Gabriel sonreía ante las necedades que los caprichos del arte antiguo inspiraban al perrero.

—Pues en el coro, tío, también hay algo que ver. Vamos allá: ya acaban los oficios y salen los canónigos.

Luna sentía el anonadamiento de la admiración siempre que entraba en el coro. Aquella sillería alta, obra en un lado de Felipe de Borgoña y en otro de Berruguete, le embriagaba con su profusión de mármoles, jaspes y dorados, estatuas y medallones. Era el espíritu de Miguel Ángel que resurgía en la catedral toledana.

El perrero examinaba la sillería baja, huroneando en los relieves góticos los descubrimientos realizados por su malsana curiosidad. Esta primera sillería a ras de tierra, donde se sentaban los clérigos de categoría más ínfima, era anterior en medio siglo a la sillería alta; pero en estos cincuenta años dio el arte el gran salto desde el gótico rígido y duro a las suavidades y el buen gusto del Renacimiento. La había tallado Maestre Rodrigo en la época que la España cristiana, conmovida de entusiasmo, asistía a los últimos esfuerzos de los Reyes Católicos para completar la Reconquista. En los respaldos y en los tableros de los frisos, cincuenta y cuatro cuadros tallados reproducían los principales incidentes de la conquista de Granada.

El Tato no miraba estos planos de roble y nogal con tropeles de jinetes y racimos de soldados escalando los muros de las ciudades moras. Le interesaban más los brazos de las sillas, los pasamanos de las escaleras que conducen a la sillería alta, los salientes que separan los asientos y sirven para reclinar la cabeza, cubiertos de animales y seres grotescos: perros, monos, aves, frailes y pajecillos, todos en posturas difíciles, rarísimas y obscenas. Cerdos y ranas se acoplaban en monstruosos ayuntamientos; los monos, con gesto innoble, se retorcían en lúbricos espasmos, y pajecillos entrelazados en posición contraria hundían la cabeza en la cruz de las calzas del compañero. Era un mundo de caricaturas de la lujuria, de gestos simiescos y estremecimientos satiríacos, en el que asomaba la pasión carnal con la mueca de la animalidad más grotesca.

—Mire usted, tío. Como gracioso, éste es el más notable.

Y el Tato enseñaba a Gabriel la figurilla rechoncha de un fraile predicando con enormes orejas de burro.

Cuando salieron del coro, Gabriel vio cerca del gran fresco de San Cristóbal al maestro de capilla. Acababa de cerrar una puertecilla inmediata al coloso, que conduce por una escalera de caracol al archivo de música. El artista llevaba bajo el brazo un gran libro con tapas polvorientas, que mostró a Gabriel.

—Me lo llevo arriba. Ya oirá usted algo: vale la pena.

Y pasando su vista del libróte a la puertecilla inmediata, exclamó:

—¡Ay, ese archivo, Gabriel, qué pena da! Cada vez que lo visito salgo triste. Por ahí han pasado los bárbaros. Todos los libros de música tienen páginas arrancadas, recortes allí donde existía una letra pintada, una viñeta, algo bonito. La vieja música duerme bajo el polvo. Los señores canónigos no la quieren, no la entienden, ni son capaces de dedicar unas cuantas pesetas para que se oiga en las grandes fiestas. Les basta para salir del paso con cualquier pedazo rossiniano; y en cuanto al órgano, lo único que les importa es que toque lento, muy lento. Cuanta más lentitud, más religiosidad, aunque el organista toque una habanera.

Seguía mirando la puertecilla del archivo con ojos melancólicos, como si fuese a llorar sobre la ruina de la música.

—Y ahí dentro, Gabriel, hay obras notabilísimas que no deben morir mientras en el mundo exista el arte. Nosotros en música profana no somos gran cosa, pero crea usted que España ha sido algo en autores religiosos.... Esto se sobrentiende que es si realmente existe música profana y música religiosa, que lo dudo; para mí, sólo hay música, y no sé cuál será el guapo que marque la separación, detallando dónde acaba la una y empieza la otra.... Tras esa pared del San Cristóbal duermen mutilados, con mortaja de polvo, los grandes músicos españoles. Mejor es que duerman. ¡Para oír lo que se canta en este coro! Ahí está Cristóbal Morales, que hace tres siglos fue maestro de capilla en esta catedral y veinte años antes que Palestrina comenzó la reforma de la música. En Roma compartió la gloria con el famoso maestro. Su retrato está en el Vaticano, y sus Lamentaciones, sus motetes, su Magnificat, duermen aquí olvidados hace siglos. Ahí Victoria... ¿Lo conoce usted? Otro de la misma época. Los contemporáneos envidiosos le llamaban «el mono de Palestrina», tomando todas sus obras por imitaciones, después de su larga estancia en Roma; pero crea usted que en vez de plagiar al italiano tal vez lo superó. Aquí está Rivera, un maestro toledano del que nadie se acuerda, y tiene en el archivo un volumen entero de Misas; y Romero de Ávila, el que mejor estudió el canto mozárabe; y Ramos de Pareja, un músico nada menos que del siglo XV, que escribió en Bolonia su libro De música Tractatus, y destruyó el sistema anticuado de Guido de Arezzo, descubriendo el «temperamento de los sonidos»; y el monje Ureña, que añade la nota si a la escala; y Javier García, que en el siglo pasado reformaba la música, encaminándola hacia Italia (¡Dios le perdone!), sendero trillado del que aún no hemos salido; y Nebra, el gran organista de Carlos III, un señor que un siglo antes de nacer Wagner empleaba ya en España la disonancia musical. Al escribir el Réquiem para los funerales de doña Bárbara de Braganza, presintiendo la extrañeza de instrumentistas y cantantes ante su música revolucionaria, puso en el margen de las particellas: «Se advierte que este papel no está equivocado.» Su Letanía fue tan célebre, que estaba prohibido copiarla, bajo pena de excomunión; pero trabajo inútil, pues hoy a quien excomulgarían es al que se acordase de ella. Crea usted, Gabriel, que ese archivo es un panteón de grandes hombres, pero panteón al fin, en el que nadie resucita.

Luego añadió, bajando la voz:

—La Iglesia ha sido siempre poco amante de la música. Para comprenderla y sentirla hay que nacer artista, y ya sabe usted lo que son todos estos señores que cobran por cantar en el coro... sin saber música. Cuando le veo a usted, Gabriel, sonreír ante las cosas religiosas, adivino en su gesto lo mucho que se calla, y le doy la razón. Yo he tenido curiosidad por saber la historia de la música en la Iglesia; he seguido paso a paso el largo calvario del arte infeliz, llevando a cuestas la cruz del culto al través de los siglos. Usted habrá oído hablar muchas veces de música religiosa, como si fuese una cosa aparte, creada por la Iglesia. Pues bien, es una mentira: la música religiosa no existe.

El perrero se había alejado al oír que el maestro de capilla, de infatigable locuacidad cuando hablaba de su arte, acometía el tema de la música. Él tenía formada su opinión sobre don Luis, y la decía a todos en el claustro alto. Era un guillati, que sólo sabía tocar tristezas en su armónium, sin que se le ocurriera alegrar a los pobres de las Claverías con algo bailable, como le pedía la sobrina del Vara de plata.

El sacerdote y Gabriel pasearon hablando por las silenciosas naves. No se veían más personas que un grupo de gente de la casa en la puerta de la sacristía y dos mujeres arrodilladas ante la reja del altar mayor rezando en voz alta. Comenzaba a extenderse por la catedral la penumbra de las rápidas tardes de invierno. Los primeros murciélagos descendían de las bóvedas, revoloteando entre el bosque de columnas.

—La música eclesiástica—dijo el artista—es una verdadera anarquía. En la Iglesia todo es anárquico. Crea usted que de la unidad del culto católico en toda la tierra hay mucho que decir. El cristianismo, al formarse como religión, no inventó ni una mala melopea. Toma a los judíos sus cánticos y el modo de cantarlos: una música primitiva y bárbara, que si se conociera ahora, nos taladraría los oídos. Fuera de Palestina, allí donde no había judíos, los primeros poetas cristianos, San Ambrosio, Prudencio y otros, adaptaron sus nuevos himnos y los salmos a las canciones populares que estaban en boga en el mundo romano, o sea a la música griega. Parece que esto de «música griega» signifique una gran cosa, ¿verdad, Gabriel? Los griegos fueron tan grandes en las artes plásticas y en la poesía, que todo lo que lleva su nombre parece envuelto en un ambiente de belleza indiscutible. Pues no señor; la tal música griega debía ser una cencerrada. La marcha de las artes no ha sido paralela en la vida de la humanidad. Cuando la escultura tenía un Fidias y había llegado a la cumbre, la pintura no pasaba de ese carácter casi rudimentario que aún puede apreciarse en Pompeya y la música era un balbuceo infantil. La escritura no podía perpetuar la música; eran tantos los «modos», musicales como los pueblos, y casi toda ella quedaba al arbitrio del ejecutante. No pudiendo fijarse en el pergamino lo que cantaban bocas e instrumentos, el progreso era, pues, imposible. Por esto ha habido un Renacimiento para la escultura, para la pintura y la arquitectura, y al resurgir de nuevo las artes después de la Edad Media, encontraron la música en la misma infancia que la habían dejado al abandonar el mundo antiguo.

Gabriel asentía con movimientos de cabeza a las palabras del maestro de capilla.

—Ésta fue la primitiva música cristiana—continuó don Luis—. Confiados a la tradición y transmitiéndose de oído, los cantos religiosos se desfiguraban y corrompían. En cada iglesia se cantaba de distinto modo. La música religiosa era un galimatías. Los místicos tendían a la unidad rígida, al hieratismo, y San Gregorio publicó en el siglo VI su Antifonario, un centón de todas las melodías litúrgicas, purificándolas según su criterio. Fue una mezcla de dos elementos: el griego, pero oriental y floreado, algo así como la malagueña actual, y el romano, grave y rudo. Las notas se expresaban con letras, se seguían los tonos frigio, lidio, etc., y continuaba el laberinto de la música griega, aunque muy movida, con fioritudes, suspiros y aspiraciones. El centón se perdió, y mucho lo lamentan los que quieren volver a lo antiguo, creyéndolo lo mejor. A juzgar por los fragmentos que quedan, si ahora se ejecutase la tal música nada tendría de religiosa, tal como se entiende hoy la religiosidad en el arte, pues sería un canto como el de los moros, o los chinos, o algunos griegos cismáticos que aún persisten en las liturgias antiguas. El arpa era el instrumento del templo hasta que apareció el órgano en el siglo x, un instrumento tosco y bárbaro que había que tocar a puñetazos, y al que le daban aire con odres hinchados. Guido de Arezzo hizo un arreglo musical sobre la base del centón; un arreglo nada más, y esto bastó para que le colgasen al benedictino la invención del pentagrama. Siguió usando las letras de Boecio y San Gregorio como notas, y sólo las puso en dos líneas con tres colores distintos. Continuaba el embrollo anárquico. Aprender música malamente costaba entonces doce años, y no se lograba que cantores de ciudades distintas entendiesen el mismo papel. San Bernardo, seco y austero como su tiempo, encontró absurdo este canto, por ser poco grave.

Era un hombre refractario al arte. Quería las iglesias desmanteladas, sin adornos arquitectónicos, y en música le parecía la mejor la más lenta. Él fue el padre del canto llano, el que afirmó que la música es tanto más religiosa cuanto más pausada. Pero en el siglo XIII, los cristianos encontraron aburridísimo este canto. Las catedrales eran el punto de distracción, el teatro, el centro de vida en aquella época. Al templo se iba a orar un poco a Dios y a divertirse, olvidando las guerras, violencias y tropelías del exterior. Otra vez entró la música popular en la Iglesia, y se entonaron en las catedrales las canciones en boga, que casi siempre eran obscenas. El pueblo tomó parte en la música religiosa, cantando en diversas tesituras, cada cual como mejor le parecía, siendo estos los primeros intentos del canto polifónico o de voces concertadas. La religión era entonces alegre, popular, democrática, como diría usted, Gabriel; aún no había Inquisición ni sospechas de herejía que agriasen el ánimo con el fanatismo y el miedo. Los instrumentos groseros de aire y de cuerda que entretenían a los artesanos en las ciudades y a los labriegos en las siegas entraron en el templo, y el órgano fue acompañado por violas, violines, trompetas, gaitas, flautas, guitarras y tiorbas. El canto llano era el litúrgico en casi toda Europa, pero los fieles lo despreciaban por incomprensible y alternábanlo con canciones. En las grandes fiestas se entonaban himnos religiosos, adaptándolos a la música de las melodías populares que estaban en boga, tales como La canción del hombre armado; Morenica, dame un beso; No sé qué me bulle; Duélete de mí, señora; Mal haya quien vos casó, y otras del mismo estilo... ¿Y Roma?, preguntará usted; y la Iglesia, ¿qué decía ante tal desorden...? La Iglesia vivió sin criterio artístico; no lo tuvo jamás. No pudo crear una arquitectura propiamente hierática, como otras religiones, ni una pintura ni una escultura que fuesen obra suya, y menos una música. Fue adaptándose al medio, fue aceptando y apropiándose, con una absorbencia falta de originalidad, lo que no era obra suya, sino del humano progreso. El estilo grecorromano, el bizantino, el gótico, el Renacimiento, todos entraron en sus construcciones; pero el arte cristiano puro y original no existe, no existió nunca. En música, mucho hablar de «gravedad», de «unción», de «tradiciones gregorianas», palabras huecas, sin sentido exacto, vaguedades que ocultan la falta de criterio artístico. ¿Cuáles son los linderos de lo religioso y lo profano? Desde el siglo XVI al XVIII estuvieron los críticos cuestionando sobre esto, y la Iglesia les dejó hablar, aceptándolo todo sin criterio. De vez en cuando, Roma se hacía oír con alguna bula papal de la que nadie hacía caso, pues el Pontífice no podía decir: lo religioso en arte es esto, y lo profano lo otro. Recibió Palestrina el encargo de reformar la música eclesiástica: el Papa mostrábase dispuesto a no dejar más que el canto llano o a suprimirlo también si era necesario. La misa del papa Marcelo y otras melodías fueron el resultado de esta orientación, pero no se adelantó gran cosa. Fue preciso, para que la música se purificara dentro del templo, que comenzase el gran movimiento musical en el mundo profano con el italiano Monteverde, con el francés Rameau y los alemanes Sebastián Bach y Haendel. ¡Qué época tan grandiosa, amigo Gabriel! ¡Qué tíos los que vienen detrás, Gluck, Haydn, Mozart, Mehul, Boieldieu, y sobre todos, nuestro buen amigo Beethoven...!

Calló unos instantes el maestro de capilla, como si el nombre de su ídolo le impusiera religioso silencio. Luego continuó:

—Toda esta avalancha de arte pasó por la Iglesia, y ella, según su costumbre, fue apropiándose lo que era más de su gusto. En cada país tomó el culto católico la música más en arreglo con sus tradiciones. En España, estábamos saturados, desde los tiempos de Palestrina, de género italiano, y la música alemana y la francesa no llegaron a nosotros. Fuimos primeramente fuguistas y contrapuntistas, y después del Stabat mater de Rossini, nos dimos tal atracón de melodía teatral, que no nos han quedado ganas de gustar un nuevo plato. La música religiosa en España ha marchado paralelamente con la ópera italiana, cosa que ignoran esos señores canónigos que se indignarían si en una misa les tocase algo de Beethoven, por considerarlo profano, y escuchan con unción mística fragmentos que han rodado hace años por los teatros de Italia. ¿Y el canto llano?, preguntará usted. El canto llano tiene su nido en esta Primada. Aquí se conservó y purificó durante siglos. Lo mejor fue recogiéndolo Toledo, y de los libros de esta catedral han salido los corales de todas las iglesias de España y las Américas. ¡Pobre canto llano! Hace tiempo que ha muerto. Ya lo ve usted, Gabriel: ¿quién viene a la catedral a las horas del coro? Nadie, absolutamente. Los maitines son rezados, y todos los oficios se entonan en medio de la mayor soledad. El pueblo creyente no conoce ya la liturgia, no la estima, la tiene olvidada; sólo se siente atraído por las novenas, triduos y ejercicios, lo que se llama culto tolerado y extralitúrgico. Ha habido que renunciar a las prácticas del catolicismo español antiguo, sano, francote y serio: un catolicismo como si dijéramos de panllevar, para atraer a la gente, dándole cantos bonitos en lengua común. Los jesuítas, con su astucia, adivinaron que había que dar al culto una atracción teatral, mezclar la liturgia con la opereta, y por eso sus iglesias, doradas, alfombradas y floridas como tocadores, se ven llenas, mientras las viejas catedrales suenan a hueco como tumbas. No han proclamado en voz alta la necesidad de una reforma, pero la han llevado a la práctica aboliendo el canto en latín, que no es grato al vulgo, sustituyéndolo con toda clase de romanzas y con versos dulzones. Esto es una abdicación de la Iglesia, una confesión de la anarquía musical en que ha vivido y vive, un reconocimiento de que su antigua liturgia es impotente para conmover al pueblo, y que ha muerto ya. En las iglesias, fuera del Tantum ergo de la reserva, nada se canta en latín. Sermón e himnos son en el idioma del país. Lo mismo que en un templo protestante. Para la masa devota que cree sin discurrir, son las exterioridades las que diferencian a las religiones entre sí, y no era preciso que se achicharrase a tanta gente en las hogueras, y que media Europa fuese a la greña en la famosa guerra de los Treinta Años, y que los papas lanzasen excomunión sobre excomunión, para venir a parar a la postre en que una iglesia católica y otra evangélica sólo se diferencian en una imagen y unos cuantos cirios, pues el culto en ambas partes es igual.... Pero vámonos, Gabriel; van a cerrar.

El campanero corría por las naves agitando su llavero, que asustaba a los murciélagos, cada vez más numerosos. Las dos devotas habían desaparecido. Sólo quedaban en la catedral el maestro de capilla y Gabriel. Por una nave baja avanzaban los vigilantes nocturnos, que iban a ocupar sus puestos hasta la mañana siguiente, precedidos por el perro.

Los dos amigos salieron al claustro, guiados en la penumbra de las naves por el vago resplandor de las vidrieras. Afuera, un rayo de sol enrojecía el jardín y el claustro de las Claverías.

—Lo repito—continuó el sacerdote artista, mirando la puerta por donde habían salido—. Ahí dentro no se ama al arte ni se le entiende. El templo sólo ha prestado un servicio a la música, y esto sin quererlo. La necesidad de tener instrumentistas y cantores para el culto le hizo sostener las capillas y colegios de seises que sirvieron para la enseñanza musical en una época falta de escuelas. Fuera de esto, nada. Los que representamos el arte en las catedrales somos tan despreciados como los ministriles de las antiguas capillas, tañedores de chirimías, bajoncillos y bajones. Para los canónigos, es griego puro todo lo que duerme en los archivos de música, y nosotros los artistas eclesiásticos formamos raza aparte, estamos, cuando más, un peldaño por encima de los sacristanes. El maestro, el organista, el tenor, el contralto y el bajo formamos la capilla. Somos clérigos como los canónigos, llegamos a beneficiados por oposición, hemos estudiado como ellos las ciencias religiosas, y además somos músicos; pues a pesar de esto, cobramos casi la mitad del sueldo de un canónigo, y para recordarnos a todas horas nuestra ínfima condición, nos hacen sentar en la sillería baja. Los únicos que en el coro sabemos música ocupamos el último lugar. El chantre es, por derecho, el jefe de los cantores; y el chantre es un canónigo cualquiera, que nombra Roma sin oposición y que no conoce ni una nota del pentagrama. ¡La anarquía, amigo Gabriel! ¡El desprecio de la Iglesia por la música, que ha sido siempre su esclava, nunca su hija! Por algo en los conventos de monjas la organista y las cantoras son siempre las más despreciadas y se las llama «las sargentas». El cantar conforme a reglas es en la Iglesia oficio bajo. Para todo hay dinero en el templo; a todo alcanzan los fondos de fábrica, menos a la música. Los canónigos nos tienen por locos que vamos disfrazados con hábito eclesiástico. Cuando llega el Corpus o la fiesta de la Virgen del Sagrario, yo sueño siempre con una gran misa digna de la catedral, pero el Obrero me ataja pidiéndome algo italiano y sencillo: asunto de media docena de instrumentistas buscados en la misma ciudad; y tengo que dirigir a unos cuantos chapuceros, rabiando al oír cómo suena la orquesta ratonil bajo esas bóvedas que se construyeron para algo más grande. En resumen, amigo Luna: esto está muerto... pero bien muerto. Aún no hemos desaparecido; nos ven, pero es de cuerpo presente.

Las lamentaciones del maestro de capilla no sorprendieron a Gabriel. Todos en la catedral se quejaban de la vida mísera y sórdida que arrastraba el culto. Unos, como el Vara de plata, lo achacaban a la impiedad del tiempo; otros, como el músico, hacían responsable a la misma Religión, aunque no osaban decirlo en alta voz. El respeto a la Iglesia y sus altos poderes, aprendido desde la niñez, imponía silencio a la población de la catedral. Los más de los servidores del templo vivían moralmente en pleno siglo XVI, en una atmósfera de servilismo y de miedo supersticioso a los superiores, presintiendo lo injusto de su condición, pero sin atreverse a dar forma en el pensamiento a sus vagos intentos de protesta.

Únicamente por la noche, en el silencio del claustro alto, aquellos matrimonios que se reproducían y morían entre las piedras de la catedral osaban repetirse las murmuraciones del templo, la interminable maraña de chismes que crecía sobre la monótona existencia eclesiástica, lo que los canónigos murmuraban contra Su Eminencia y lo que el cardenal decía del cabildo, guerra sorda que se reproducía a cada elevación arzobispal; intrigas y despechos de célibes amargados por la ambición y el favoritismo; odios atávicos que recordaban la época en que los clérigos elegían a sus prelados, mandando sobre ellos, en vez de gemir, como ahora, bajo la férrea presión de la voluntad arzobispal.

Todos en el claustro alto conocían estas luchas. Llegaban hasta ellos los comentarios que se permitían los canónigos en la sacristía; pero los humildes servidores guardaban un silencio receloso cuando se repetían estas murmuraciones en su presencia, temiendo ser delatados por el vecino, que tal vez ambicionaba su puesto. Era el terror de los siglos de Inquisición que aún vivía en aquel pequeño mundo paralizado.

El perrero era el único que no mostraba miedo y hablaba en público del cabildo y del cardenal. ¡A él qué...! Casi deseaba que lo echasen de «aquella cueva», para dedicarse a su afición favorita, volviendo a la plaza de Toros sin protesta de la familia. Además, le entusiasmaba hablar mal de los señores del coro, que le habían dado más de un pescozón cuando era monaguillo.

Ponía motes a todos los canónigos, y señalándolos uno por uno a Gabriel, le contaba los secretos de su vida. Conocía la casa donde cada prebendado iba a pasar la tarde después del coro, los nombres de las señoras o de las monjas que les rizaban las sobrepellices, y las rivalidades sordas y feroces entre estas admiradoras del cabildo que se esforzaban por vencerse blanqueando y planchando la batista canonical.

A la salida del coro señalaba al chantre, un prebendado obeso, con el rostro cubierto de placas rojas.

—Mírelo usted, tío—decía a Gabriel—. Esa caspa que tiene en la cara es un recuerdo del pasado. Corrió mucho, sin fijarse dónde ponía el pie... ¡Pues con esa facha, todavía presume de conquistador! La otra tarde le decía en el claustro a un capellán de la capilla de los Reyes: «Esos capitancitos profesores de la Academia creen que en punto a mujeres se comen lo mejor de Toledo; pero donde está la Iglesia, ¡boca abajo los seglares...!»

Después reía señalando a un grupo de sacerdotes jóvenes, cuidadosamente afeitados, con las mejillas azules y sonrosadas y manteos de seda que al revolotear esparcían un fuerte olor de almizcle. Eran los pollos del cabildo, los canónigos jóvenes, que hacían con frecuencia viajes a Madrid para confesar a sus protectoras, ancianas marquesas, que en fuerza de influencias, les habían conquistado una silla en el coro. En la puerta del Mollete se detenían un instante para arreglarse los pliegues del manteo y lanzarse a la calle.

—¡Ya salen «a hacer» señoras!—decía el Tato en su argot canallesco—. ¡Brrum! ¡Paso a don Juan Tenorio...!

Cuando ya no salían más canónigos, el perrero hablaba a su tío del cardenal.

—Está estos días dado a los demonios. En palacio no hay quien le aguante. La dichosa fístula le trae loco.

—Pero ¿es verdad que tiene esa dolencia?—preguntó Gabriel.

—¡Anda! Todo el mundo lo sabe. Pregúnteselo usted a tía Tomasa. Hasta dicen que si son tan amigos es porque ella le fabrica cierta untura que le sienta como de mano de ángel. Lleva un perro rabioso agarrado a salva sea la parte, y por eso tiene ese genio insufrible. La mañana que se levanta de mal teque, tiembla el palacio y después toda la diócesis. Es un hombre bueno, pero cuando le muerde detrás la mala bestia, hay que huir. Yo le he visto en días de pontifical, con la mitra puesta, mirarnos a todos con tales ojos, que le faltaba muy poco para soltar el báculo y emprendernos a bofetadas. Lo que dice la tía: ¡si no bebiera...!

—Entonces son ciertas las murmuraciones del cabildo.

—Emborracharse, no señor. A cada cual lo suyo: una copita ahora y otra después, y una tercera si le visita un amigo y hay que obsequiarlo. Son costumbres que se trajo de Andalucía cuando fue obispo allá. Pero nada de juergas. Copeo fino y reposado: para ayudar las fuerzas nada más. Y el vino de primera, tío; lo sé por un familiar suyo. ¡De a cincuenta duros la arroba! Se lo guardan, de lo mejor de la Mancha, en una cuba del tiempo del francés. Un jarabe que calienta el estómago y lo templa como si fuese un órgano. Pero a Su Eminencia se le va más abajo, y le hace rabiar como un condenado. Lo que dice tía Tomasa: los médicos le arreglan, y él se encarga de enfermar otra vez con ese vinillo de gloria.

El Tato, en medio de su cinismo burlón, mostraba cierto afecto por el prelado.

—No crea usted, tío, que es un cualquiera; dejando aparte su mal genio, resulta todo un hombre. Ahí donde le ve usted, con su cabecita blanca y sonrosada como un polluelo de cría, que aún parece más pequeña sobre el corpachón enorme, ¡lleva cada cosa dentro de ella...! Ha hablado mucho en Madrid, y los papeles impresos se ocupaban de él como si fuese el Guerra. Su sabiduría encuentra remedios para todo. ¿Le hablan de la miseria que hay en el mundo? Pues receta al canto: pan para los pobres, caridad en los ricos y mucha Doctrina cristiana para todos; así no se pelearán los hombres por si tú tienes más que yo, y habrá en el mundo conformidad y decencia, que es lo que hace falta. ¿Qué tal, tío? ¿Se ríe usted? Pues a mí me gusta la receta de Su Eminencia, especialmente lo del pan, pues el Catecismo maldito si hace falta, ya que todos lo aprendemos de pequeños.

El perrero mostraba cada vez más entusiasmo hablando de su príncipe.

—¿Y como hombre? Todo un barbián. Nada de hipocresía y de llevar la cabeza baja. Bien se le conoce que fue soldado en su juventud. Tía Tomasa se acuerda de haberle visto en el claustro con casco de crines, charreteras de sargento y un chafarote que armaba gran estrépito. Él no se asusta de nada, ni se escandaliza, ni hace aspavientos. El año pasado recaló aquí cierta portuguesita, que traía locos a los cadetes con sus medias de seda y sus grandes sombreros. Usted conoce a Juanito y sabe que es hijo de un sobrino de Su Eminencia que murió hace tiempo. Pues el muchacho paseó su uniforme por Zocodover del brazo de la portuguesa para dar envidia a los compañeros de la Academia. Un día, la muchacha se presentó en palacio, y la servidumbre, viéndola con tales lujos, la dejó paso franco, creyendo que era una señora de Madrid. Su Eminencia la recibió con sonrisa paternal, oyéndola sin pestañear. Me lo contó un paje amigo, que estaba presente. La pájara iba a quejarse al cardenal de su sobrino el cadete, que la había entretenido dos días sin darla un céntimo. Su Eminencia sonrió con modestia: «Señora: la Iglesia es pobre, pero no quiero que por ese calavera sufra el buen nombre de la familia. Tome y remedíese.» Y le largó dos duros. La portuguesa, animada por la buena acogida, quiso chillar, creyendo que aterraría a don Sebastián con el escándalo. Pero hubo que ver a Su Eminencia cuando le entró la furia. «Chico, llama a la policía», gritó al paje. Y tal era su cara, que la portuguesita salió de estampía, dejando sobre la mesa las dos rodajas de plata.

Gabriel reía escuchando esta historia.

—Todo un hombre, créame usted, tío.... Yo le quiero porque tiene al cabildo en un puño; no es como su antecesor, aquel sopitas con leche, que sólo sabía rezar y temblaba ante el último canónigo. ¡Que le vayan a éste con roncas! Tiene redaños para entrar una tarde en el coro y limpiarlo a palos con el báculo. Hace más de dos meses que no baja a la catedral ni le ven los canónigos. La última vez que una comisión de éstos fue a palacio, la servidumbre tembló. Iban a proponerle no sé qué reforma en la Primada y comenzaron diciendo: «Señor: el cabildo opina...» Don Sebastián les interrumpió, hecho un basilisco: «El cabildo no puede opinar nada; el cabildo no tiene sentido común.» Y les volvió la espalda, dejándoles hechos de piedra. Después, dijo a gritos, pegando puñetazos en los muebles, que ha de hacer lo posible para que todas las vacantes de la catedral se cubran con lo peorcito del clero; que entren en el cabildo los curas borrachos, estafadores, etc. «Quiero reventar al cabildo—gritaba—, quiero ensuciarlo; así aprenderá a hablar menos de mí; quiero cubrirlo, sí señor, cubrirlo de...» Y ya se figurará usted, tío, de qué quiere Su Eminencia cubrir a los canónigos. El pobre tiene razón. ¿Por qué se han de meter los del coro en si don Sebastián vive así o asá y tiene estos líos o los otros? ¿No les deja él hacer lo que quieren? ¿Les dice acaso una palabra de sus visiteos escandalosos, a pesar de que todo Toledo los conoce?

—¿Y los canónigos qué dicen del cardenal?

—Hablan de que Juanito es su nieto, y que su padre, que murió, y aparecía como sobrino de Su Eminencia, era un hijo que tuvo de cierta señora cuando fue obispo en Andalucía. Pero esto no parece irritar mucho a don Sebastián. Otra cosa le enfurece, hasta inflamarle la fístula y ponerlo hecho un demonio: que hablen de doña Visitación.

—¿Y quién es esa señora?

—¡Anda! ¡Ésta es buena! ¿Usted aún no conoce a doña Visitación, cuando en la catedral y fuera de ella no se habla de otra persona? Pues la sobrina de Su Eminencia, que vive con él en palacio. Ella es la que manda. Don Sebastián, tan terrible como es, se convierte en un ángel cuando la ve. Rabia, grita y casi muerde, en los días que le pica la maldita enfermedad; pero se presenta doña Visita, y en seguida se contiene; sufre en silencio, gime como un niño, y basta que ella le diga una palabrita dulce o le haga un mimo, para que a Su Eminencia se le caiga la baba de gusto... ¡La quiere mucho!

—¿Pero ella es...?—preguntó con extrañeza Gabriel.

—¡Claro que es lo que usted piensa! ¿Qué otra cosa puede ser? Estaba en el Colegio de Doncellas Nobles desde niña, y apenas vino a Toledo el cardenal, la sacó, llevándosela a palacio. ¡Qué enamoramiento tan ciego el de don Sebastián! Y el caso es que la cosa no lo vale: una señoritinga delgaducha y pálida; ojos grandes y buen pelo: eso es todo. Dicen que canta, que toca el piano, que lee y sabe muchas cosas de las que enseñan en ese colegio tan rico; que tiene la gracia de Dios para traer chalao a Su Eminencia. A la catedral pasa algunas veces por el arco, hecha una beatita, con hábito y mantilla, acompañada de una criadota fea.

—No será lo que creéis, muchacho.

—¡Anda! Todo el cabildo lo asegura, y los canónigos más formales lo creen a pie juntillas. Hasta los que son amigos y favoritos de Su Eminencia y le llevan recados de lo que aquí se murmura contra él no lo niegan con mucha calor. Y don Sebastián se indigna, se enfurece cada vez que una murmuración de éstas llega a sus oídos. Si le dijeran que en el coro iban a dar un baile, se irritaría menos que cuando sabe que llevan en lenguas a doña Visita.

El perrero calló un instante, como si dudase en soltar algo grave.

—Esa señora es muy buena. Todos los de palacio la quieren porque les habla dulcemente. Además, si hace uso de su gran poder sobre el cardenal, es para evitarles las chillerías de Su Eminencia, que muchas veces, en sus ratos de dolor furioso, quiere arrojar copas y platos a la cabeza de los familiares. ¿Por qué se han de meter con ella? ¿Les hace algún daño acaso? Cada uno en su casa, y al que sea malo ya lo castigará Dios.

Se rascó la sien, como vacilando una vez más.

—En cuanto a lo que doña Visita es cerca del cardenal—añadió—, no me cabe duda alguna. Tengo datos, tío. Sé de buena tinta cómo viven. Un familiar los ha visto muchas veces besándose. Es decir, besándose los dos, no. Ella era quien besaba, y don Sebastián acogía con una sonrisa de angelón sus mimos de gatita. ¡El pobre está tan viejo...!

Y el Tato acababa sus confidencias con suposiciones obscenas.

Esta murmuración contra el cardenal, que subía desde la sacristía hasta el claustro, irritaba al hermano de Gabriel. El Vara de palo, soldado raso de la Iglesia, no podía escuchar con calma los ataques a sus superiores. Para él todo eran calumnias. Lo mismo que de don Sebastián, habían hablado los canónigos de todos los arzobispos anteriores, lo que no impedía que después de muertos fuesen unos santos. Cuando sorprendía al Tato repitiendo en las Claverías los chismes de abajo, le amenazaba con toda su autoridad de jefe de la familia.

Esteban se entristecía viendo el estado de salud de su hermano. Alababa la conducta de éste, siempre prudente, acogiendo con un silencio respetuoso las costumbres de la catedral, sin que se le escapase una palabra reveladora de su pasado; le enorgullecía la atmósfera de admiración que rodeaba a su hermano, el afán con que la gente sencilla del claustro escuchaba sus viajes, pero le apenaba la enfermedad de Gabriel, la certeza de que la muerte había puesto en él su mano, y únicamente por los cuidados de que le rodeaba iba retardando el momento de la posesión.

Había días en que el silenciario sonreía satisfecho viendo a Gabriel de buen color y oyendo con menos frecuencia su tos dolorosa.

—Muchacho, eso va bien—decía alegremente.

—Sí—contestaba Gabriel—; pero no te forjes ilusiones. Estoy bien agarrado. Ésa vendrá a su hora. Tú eres quien la repele. Pero un día podrá más que tú.

La certeza de que la muerte acabaría por vencerlo enardecía a Esteban, haciéndole redoblar los cuidados. Apelaba a la superalimentación como único remedio, y siempre que se aproximaba a Gabriel, era con algo en las manos.

—Cómete esto.... Bebe lo que te traigo.

Y luchaba con aquel organismo quebrantado, con el estómago descompuesto por la miseria, con los pulmones heridos y el corazón sujeto a desarreglos en el funcionamiento, con la máquina humana desvencijada por una vida de sufrimientos y emociones.

El constante velar sobre el enfermo había trastornado la vida económica de Esteban. Su mezquino sueldo y la pobre ayuda del maestro de capilla apenas si bastaban para aquella boca que consumía más que todos los de la casa juntos. A fines de mes, Esteban impetraba el auxilio del Vara de plata para acabar los últimos días, ingresando de este modo en la grey sumisa y miserable amarrada a la usura del sacerdote. Otras veces, el maestro de capilla, viviendo por un instante en la realidad, le entregaba unas cuantas pesetas, sacrificando el goce de adquirir una nueva partitura.

Gabriel adivinaba las privaciones a que se sometía el hermano, y quería contribuir a los gastos de la casa. Pero ¿qué trabajo podía encontrar en su aislamiento dentro de la catedral? Anheló un puesto al servicio del templo, cobrar a principios de mes unas cuantas pesetas de manos del Vara de plata, para no ser tan gravoso a su hermano. Pero todas las plazas estaban ocupadas; sólo la muerte podía abrir huecos, y eran muchos los hambrientos que aguardaban la ocasión, alegando derechos de familia.

Su impotencia para ser útil al hermano y que el sacrificio de éste resultase menos costoso era lo que apenaba a Gabriel, turbando la monótona placidez de su existencia. Preguntaba a Esteban qué podría hacer para no estar inactivo, y el hermano le respondía con su expresión bondadosa:

—Cuidarte, nada más que cuidarte. Tú no tienes otra obligación que la de guardar tu salud. Yo estoy aquí para lo demás.

Llegó Semana Santa, y Gabriel encontró ocasión para ganarse algunos jornales. Iban a levantar en la catedral el famoso Monumento entre el trascoro y la puerta del Perdón. Era una fábrica pesada y complicadísima, de estilo suntuoso y barroco, que había costado a principios de siglo una fortuna al segundo cardenal de Borbón. Un verdadero bosque de maderos formaba el andamiaje del Monumento; la riqueza del cardenal había hecho un despilfarro de solidez y suntuosidad, y para armar el sagrado catafalco se necesitaban muchos días y no pocos obreros.

Gabriel se avistó con don Antolín, pidiéndole un sitio en la obra. Eran siete reales diarios que podía entregar a su hermano durante dos semanas, y él, que estaba habituado en otros tiempos a ver retribuido su trabajo con largueza, acogía este jornal como una fortuna inesperada.

El Vara de palo protestó con indignación. Gabriel estaba enfermo y no debía comprometer su escasa salud con los esfuerzos del trabajo. ¿Qué iba a hacer, tosiendo y ahogándose a cada instante, en aquella tarea pesadísima de transportar maderos y acoplarlos? El enfermo le tranquilizó. Ya sabía él lo que eran los trabajos en el templo; todo se hacía con parsimonia, sin premuras de tiempo. Los obreros al servicio de la Iglesia trabajan con la calma perezosa y la lenta prudencia que parecen envolver todos los actos de la religión. Además, el Vara de plata, conociendo su estado, le reservaba el trabajo menos penoso: colocaría tornillos y clavijas, alinearía los candelabros de la escalinata, arreglaría los tapices; confiaban en él como hombre de buen gusto que había visto mucho en sus viajes.

Gabriel trabajó dos semanas en el Monumento. Este período de relativa actividad pareció causarle cierto bienestar. Se movía, se agitaba dando órdenes a sus compañeros de trabajo; iba del templo a lo alto de las Claverías, donde se guardaba el Monumento, y al verse cubierto de polvo, con los miembros fatigados por este incesante ir y venir, se hacía la ilusión de que estaba sano.

En estas dos semanas no entró en la casa del zapatero y casi perdió de vista a sus contertulios. El campanero y los amigos le admiraban. ¡Un hombre de tanta sabiduría, y trabajaba, como cualquiera de ellos, para ayudar a su hermano!

La señora Tomasa le detuvo una mañana junto a la verja del jardín.

—Hay noticias, Gabriel. Creo saber dónde está nuestra pájara. No te digo más; pero prepárate a ayudarme. El día que menos lo pienses la ves en la catedral.

Terminó la erección del Monumento. Toda la parte de la iglesia entre el coro y la puerta del Perdón estaba ocupada por la vistosa y pesada fábrica. Los toledanos acudían a admirar, según costumbre tradicional, la escalinata cubierta de filas de apretadas luces, los legionarios romanos de alabastro apoyados en sus lanzas, y la cortina riquísima, de innumerables pliegues, que bajaba desde la bóveda hasta la plataforma del Monumento.

El Jueves Santo por la tarde estaba Gabriel contemplando lo que en cierto modo era su obra, confundido en el grupo de devotos. La catedral sonreía con su inmaculada blancura, a pesar de los velos negros que cubrían imágenes y altares. Los rosetones luminosos borraban con sus chorros de colores el aspecto fúnebre de la ceremonia religiosa. En el coro gemía una voz de tenor las lamentaciones y trinos de los profetas orientales. Estos lamentos por la muerte de Cristo se perdían sin eco en el templo medioeval, monumento democrático de una época que Introdujo en todas las expansiones religiosas su alegría de vivir al amparo de los muros, mientras la muerte y la desolación corrían los campos.

Gabriel sintió que le tiraban de la chaqueta, y al volverse vio a la jardinera.

—Ven, sobrino. Ya la tenemos ahí. Te espera en el claustro.

Al salir, la señora Tomasa le mostró una mujer adosada al zócalo de piedra del jardín, encogida, envuelta en un mantón raído, con el pañuelo de la cabeza echado sobre los ojos.

Gabriel no la hubiese conocido nunca. Recordaba la carita sonrosada dos años antes, y miraba con asombro un rostro de juventud ajada, huesoso, los pómulos salientes, las ojeras profundas, y unos ojos de escasas cejas, sin pestañas, con las pupilas todavía hermosas, pero empañadas por vidriosa opacidad. Todo revelaba en ella la miseria y el desaliento. La falda era de verano, y por debajo asomaban unas botas rotas, mucho más grandes que sus pies.

—Saluda, muchacha—dijo la vieja—; es tu tío Gabriel; un ángel de Dios, a pesar de sus calaveradas. A él debes que yo te haya buscado.

La jardinera empujaba a Sagrario hacia su tío. Pero la joven bajaba la cabeza, encorvando la espalda y retrocediendo, como si no pudiera resistir la presencia de un individuo de su familia. Se cubría el rostro con el mísero mantón, ocultando sus lágrimas.

—Tía, vamos a casa—dijo Gabriel—. Esta criatura no está bien aquí.

En la escalera del claustro hicieron pasar delante a la joven, que subía con la cabeza oculta, sin mirar, como si sus pies marchasen instintivamente por aquellos peldaños.

—Hemos llegado esta mañana de Madrid—dijo la jardinera mientras subían—. La he tenido en una posada, haciendo tiempo para traerla por la tarde a la catedral. Es la mejor hora: Esteban está en el coro y tú tendrás tiempo para arreglar esto... Tres días he pasado allá. ¡Ay, Gabriel, hijo mío! ¡Qué cosas he visto! ¡En qué lugar estaba esa pobre chica! ¡Qué infiernos hay para las pobres mujeres! ¡Y aún dicen que somos cristianos! ¡Un demonio es lo que somos...! Gracias que yo tengo mis conocimientos en la corte: gentes de campanillas que han estado en la catedral y se acuerdan de la jardinera. De todo he necesitado, hasta de dinero, para sacar a esa infeliz de las garras del diablo.

El claustro alto estaba desierto. Al llegar a la puerta de los Luna, la muchacha, cual si despertase de su marcha soñolienta, se hizo atrás con expresión de terror, como si dentro de la habitación le aguardase un gran peligro.

—Entra, mujer, entra—dijo la tía—. Es tu casa: alguna vez habías de volver.

Y la empujó, hasta hacerla pasar la puerta. Dentro, en el recibimiento, cesó su llanto. Miraba en derredor con asombro, asustada sin duda de haber llegado hasta allí. Sus ojos lo examinaban todo con estupefacción, como admirados de que cada objeto estuviera en el mismo sitio que cinco años antes, con una regularidad que hacía dudar de si realmente había transcurrido el tiempo. Nada cambiaba en aquel pequeño mundo, que parecía petrificado a la sombra de la catedral. Ella era la que, abandonándolo en plena juventud, volvía aviejada y enferma.

Hubo entre las tres personas un largo silencio.

—Tu cuarto, Sagrario—dijo al fin Gabriel con dulzura—, está lo mismo que lo dejaste. Entra en él y no salgas hasta que yo te llame. Ten calma y no llores. Confía en mí. Me conoces poco, pero la tía ya te habrá dicho le que me intereso por tu suerte. Tu padre va a venir. Ocúltate y calla. Te lo repito: no salgas hasta que yo te llame.

Al quedar solos la jardinera y su sobrino, oyeron los sollozos ahogados de la muchacha, que rompía a llorar viéndose en su antiguo cuarto. Después sonó el ruido de su cuerpo cayendo sobre la cama, y el estertor de su llanto fue haciéndose cada vez más ahogado.

—¡Pobrecilla!—dijo la vieja, a la que faltaba muy poco para llorar también—. Es buena y está arrepentida de sus pecados. De haberla buscado su padre cuando la abandonó aquel tunante, menos vergüenza y miserias habría sufrido. ¿Y su salud? Yo creo, Gabriel, que ésa está peor que tú... ¡Los hombres! ¡Con su honor y demás mentiras! Lo honrado es tener caridad, compasión al semejante, y no hacer mal a nadie. Eso lo dije el otro día al sinvergüenza de mi yerno, que se indignó viendo que marchaba a Madrid en busca de la chica. Habló de la honra de la familia, de que si Sagrario regresaba no podrían vivir en la catedral las personas decentes, y él no permitiría que su hija se asomase a la puerta de la casa; y el muy ladrón todos los días le roba cera a la Virgen y estafa a las devotas tomando dinero por misas que nunca se dicen. Así le luce el pelo y está tan gordo..., con tanto honor.

La vieja, después de un corto silencio, miró a Gabriel con indecisión.

—Qué, ¿nos lanzamos a la pelea? ¿Llamo a Esteban...?

—Sí, llámelo. Estará en la catedral. Y usted, ¿se atreve a presenciar la entrevista?

—No, hijo; allá vosotros. Ya conoces a Esteban y me conoces a mí. O tendría que echarme a llorar, o acabaría arañándolo por su testarudez. Tú solo te arreglarás mejor. Para eso te ha dado Dios ese talentazo tan mal empleado.

Se fue la vieja, y Gabriel permaneció solo más de media hora, viendo por los vidrios de una ventana el claustro abandonado. La catedral estaba más silenciosa que de costumbre. La muerte anual de Dios esparcía en la tribu levítica de los tejados un ambiente de tristeza más intenso que el del interior de la iglesia. Los niños de las Claverías y las mujeres estaban abajo, contemplando el Monumento. Las habitaciones parecían abandonadas. Gabriel vio pasar por frente a la ventana a su hermano, que al momento apareció en la puerta.

¿Qué quieres, Gabrielillo? ¿Qué te pasa? La tía me ha alarmado con el recadito. ¿Es que estás peor?

—Siéntate, Esteban. Estoy bien; tranquilízate....

El Vara de palo se sentó, mirando con asombro a Gabriel. Le alarmaba su seriedad inexplicable, el silencio prolongado, en el que parecía coordinar sus pensamientos, cual si no supiera cómo empezar...

—¡Habla, hombre! ¡Rompe de una vez! Me tienes intranquilo.

—Hermano—dijo Gabriel con gravedad—, bien sabes que he respetado ese misterio de tu vida con el que me encontré al volver aquí. Me dijiste: «Mi hija ha muerto»; me manifestaste deseos de que nunca te hablara de ella, y puedes decir si alguna vez he tocado tu vieja herida con la menor alusión.

—Bien, ¿y qué? ¿Adonde vas a parar?—dijo Esteban, tornándose sombrío al oír estas palabras—. ¿A qué viene hablarme en un día tan sagrado como el de hoy de cosas que me hacen daño...?

—Esteban, no es fácil que nos entendamos si te aferras a tus preocupaciones. No pongas ese gesto; óyeme con calma; no te muevas como un autómata a impulsos de los mismos hilos que movieron a nuestros abuelos y tatarabuelos. Sé hombre y obra con arreglo a tus pensamientos propios.... Tú y yo tenernos diversas creencias. Dejo aparte las religiosas, que son para ti un consuelo, y bien sabes que las mías me las callo para no hacer imposible mi vida aquí. Pero aparte de esto, tú crees que la familia es una obra de Dios, una institución de origen sobrenatural, y yo creo que es una institución humana, basada en las necesidades de la especie. Al que falta a las leyes de la familia, al que deserta de su bandera, tú lo condenas para siempre, lo sentencias a la muerte del olvido; yo compadezco su debilidad y lo perdono. Entendemos el honor de un modo distinto. Tú eres el honor castellano: aquel honor tradicional y bárbaro, más cruel y funesto que la misma deshonra; Un honor teatral, cuyos impulsos no arrancan nunca de los sentimientos humanos, sino del miedo al qué dirán, del deseo de aparecer muy grande y muy digno a los ojos de los demás antes que a los de la propia conciencia. Para la esposa adúltera, la muerte, el asesinato vengador; para la hija fugitiva, el desprecio, el olvido; ése es vuestro evangelio. Yo tengo otro: para la esposa que olvida sus deberes, el desprecio y el olvido; y para el pedazo de nuestras entrañas que huye, el amor, el apoyo, la dulzura, hasta lograr que vuelva a nosotros... Esteban, estamos separados por nuestras creencias; un montón de siglos se alza entre nosotros; pero eres mi hermano, me quieres y te quiero, sabes que sólo deseo tu bien, que llevo como tú ese apellido de familia que en tanto estimas, que amé a nuestros pobres padres como tú pudiste amarlos, y en nombre de todo esto te digo que esta situación debe acabar, que no debes vivir insensible y petrificado en lo que llamas tu dignidad, sin que te turbe el recuerdo de una hija tuya que rueda por el mundo como un guiñapo. Tú tan bueno, que me has recogido en el trance más difícil de mi vida, ¿cómo puedes dormir, cómo puedes comer, sin que amargue tu existencia el pensamiento de tu hija perdida? ¿Qué sabes de ella ahora? ¿No puede morir de hambre mientras tú comes? ¿No es fácil que esté en un hospital, mientras tú tienes la casa donde vivieron tus padres...?

Esteban contrajo el rostro con una expresión sombría oyendo a su hermano.

—Es inútil que te esfuerces, Gabriel. Nada conseguirás. ¿Te he negado algo? ¿No estoy dispuesto a todo por mi hermano? Pero no me hables de ésa; me ha causado mucho daño; ha roto mi vida: no sé cómo no he muerto. ¿Has pensado bien en lo que es ser la familia de los Luna durante siglos el espejo de la catedral, el respeto hasta de los mismos arzobispos, y de repente verse uno entre los últimos, expuesto a las risas de todos, pudiendo mirarle con compasión hasta el último monaguillo? ¡Lo que yo he sufrido! ¡Las veces que he llorado de rabia, a solas en esta habitación, después de oír lo que se murmuraba a mis espaldas! Y luego—añadió quedamente, como si el dolor empañase su voz—, ¡aquella infeliz mártir que murió de vergüenza, mi pobre mujer, que se fue del mundo por no ver mi dolor ni sufrir el desprecio de los demás...! ¿Y quieres que yo olvide esto...? Además, Gabriel, yo no sé expresar lo que siento tan bien como tú. Pero el honor... es el honor. Es vivir yo en esta casa sin tener que avergonzarme; dormir por la noche sin miedo a ver en la obscuridad los ojos de nuestro padre que me preguntan, por qué permanece una mujer perdida bajo el mismo techo que se conquistaron los Luna con siglos de servicios a la iglesia de Dios; es evitar que la gente se ría de nuestra familia.... Que digan en buena hora: «Esos Luna, ¡qué desgraciados son!», pero que no digan nunca que los Luna son una familia falta de vergüenza. Por nuestro cariño, hermano, déjame: no me hables más de esto. Esas malas doctrinas te han envenenado el alma: no sólo has dejado de creer en Dios, sino que tampoco crees ya en el honor.

—¿Y qué es eso?—dijo Gabriel, enardeciéndose—. Tú mismo no lo sabes. «El honor es el honor.» Pues bien, los hijos son los hijos. Tu, hombre de preocupaciones, no te paras a considerar lo que son esos seres, continuación de nuestra propia existencia. Tu religión hace a los hijos fruto de Dios, y sin embargo, creéis ser mejores y más perfectos cuando repeléis y maldecís esos regalos del cielo apenas os causan una contrariedad. No, Esteban; el amor a los hijos y la conmiseración para sus faltas deben estar por encima de todas las preocupaciones. Esa vida eterna del alma, promesa mentida de todas las religiones, sólo es una verdad por los hijos. El alma muere con el cuerpo, no es más que una manifestación de nuestro pensamiento, y el pensamiento es una función cerebral; pero los hijos perpetúan nuestro ser a través de las generaciones y los siglos; ellos son los que nos hacen inmortales, ya que guardan y transmiten algo de nuestra personalidad, así como nosotros heredamos la de nuestros antecesores. El que olvida a los seres que son obra suya, es más digno de execración que el que abandona la vida suicidándose. Las contrariedades de la existencia, las leyes y costumbres inventadas por los hombres, ¿qué son ante el instintivo afecto por los seres que han salido de nosotros y perpetúan la variedad infinita de nuestras habitudes y pensamientos? Aborrezco a los miserables que, por no turbar la paz burguesa del matrimonio, abandonan los hijos que tuvieron fuera de su casa. La paternidad es la más noble de las funciones animales, pero las bestias tienen más valor y más dignidad que el hombre para cumplirla. Ningún animal de clase superior abandona o desconoce a su cachorro, y sois muchos los hombres que volvéis la espalda al hijo, por miedo a lo que las gentes puedan decir. Si teniendo yo un hijo me enamorara locamente de la mujer más hermosa del mundo y ésta me exigiera que lo olvidase, ahogaría mi pasión para no abandonar al pequeñuelo. Si faltara mi hijo a todas las leyes humanas y le condujeran al patíbulo, hasta él le acompañaría yo, desafiando la execración de las gentes, sin que por un momento negase que era obra mía. Estamos unidos para siempre al ser que damos vida: es un compromiso de solidaridad que contraemos ante la especie al trabajar por su conservación. El que rompe la cadena y huye, es un cobarde.

—¡No me convencerás, Gabriel!—gritó con energía Esteban—. ¡No quiero...!, ¡no quiero!

—Lo repito: es una cobardía lo que haces. Ya que el honor pesa tanto en ti, ese honor anticuado y cruel que arregla los conflictos de la vida derramando sangre, ¿por qué no buscaste al que te robó la hija?, ¿por qué no le mataste, como un padre de comedia antigua? Eres un hombre pacífico, que no ha aprendido el arte de asesinar, y aquel individuo es un profesional de las armas; si te hubieses vengado sin regla alguna, apelando a lo que crees tu derecho, su familia poderosa se hubiera ensañado en ti. No te has vengado, por instinto de conservación, por miedo al presidio y a todos los castigos inventados por la sociedad; has tenido miedo, a pesar de tu indignación, y ese miedo lo truecas en crueldad para el ser más débil. Tu cólera sólo cae sobre la hija.... Vamos, Esteban; eso no es digno de un padre.

El Vara de palo movía obstinadamente la cabeza.

—No me convencerás; no quiero oírte. Esa mujer no volverá aquí. ¿No me abandonó? Pues que siga su camino.

—Te abandonó a impulsos de ese instinto que llevan en sí todos los seres sanos: el instinto de la conservación de la especie, que embellece la poesía llamándolo amor. Si te hubiese abandonado después de recibir la bendición de un hombre ante un altar, te mostrarías satisfecho y la recibirías con los brazos abiertos tantas veces como viniera a verte. Te abandonó para ser engañada, para caer en la miseria y la vergüenza; y viéndola infeliz, ¿no merece tu conmiseración, más aún que si la vieses dichosa? Reflexiona, Esteban, en la manera como cayó tu pobre hija. ¿Qué le habías enseñado para defenderse de la malicia del mundo? ¿Qué armas tenía para conservar incólume eso que llamas honor? Vosotros, tú y tu mujer, la dabais ejemplo del respeto que merece el dinero y un nacimiento elevado dejando entrar en vuestra casa a aquel muchacho, acogiendo como un honor que un señorito se fijase en vuestra hija. La pobre lo amó viendo en él un resumen de todas las perfecciones humanas. Cuando surgieron los inevitables resultados de la desigualdad social, ella no quiso renunciar: fue una de esas naturalezas nobles que se sublevan contra los prejuicios del mundo, aun a riesgo de sufrir todas las amarguras de su rebelión, y cayó vencida. ¿A quién puede culparse? A su ignorancia; a su vida de aislamiento lejos del mundo; a vosotros, que no la enseñasteis más, y cegados por la ambición la dejabais soñar junto al precipicio; a todos, menos a ella. ¡Infeliz! Con creces ha pagado su noble fiereza contra las preocupaciones sociales. Es una muerta en el combate social: un cuerpo que hay que levantar; y tú, que eres el padre, debes ser el primero en cumplir esta obra de justicia.

Esteban, con la cabeza baja, seguía haciendo movimientos negativos.

—Hermano—dijo Gabriel con cierta solemnidad—, ya que te aferras tenazmente a tu negativa, sólo me resta decirte una cosa: si tu hija no viene, yo me voy.... Cada uno tiene sus escrúpulos. Tú temes las murmuraciones de la gente; yo me temo a mí mismo, a lo que el pensamiento pueda echarme en cara en los momentos de soledad. Desde que soy tu huésped, pienso a todas horas en tu hija: desde que conocí lo ocurrido en esta casa, me propuse que la infeliz víctima volviese a ti. ¿No quieres que vuelva? Pues yo soy el que se va. Sería un ladrón si comiese tu pan, mientras un ser que es carne de tu carne sufre hambre; si me dejase cuidar en mi enfermedad, mientras esa infeliz tal vez está peor que yo y no encuentra en el mundo una mano que la sostenga. Si ella no vuelve, yo no soy tu hermano: soy un intruso que usurpa la parte de cariño y de bienestar que corresponde a otro ser. Hermano, cada uno tiene su moral: la tuya es la enseñada por los curas; la mía me la he creado yo mismo, y aunque menos aparatosa, tal vez sea más rígida. Y en nombre de mi moral, yo te digo: Esteban, hermano mío, o tu hija viene, o yo me voy. Volveré al mundo, a ser perseguido como una bestia rabiosa; al hospital, a la cárcel, a morir como un perro en la cuneta de una carretera; no sé lo que será de mí; lo único que sé de cierto es que me voy mañana, hoy mismo, para no disfrutar de un minuto más de lo que no es mío. Yo, que considero un robo inicuo la usurpación de los bienes de la tierra por una minoría de privilegiados, no puedo retener a sabiendas un bienestar que pertenece por derecho natural a una criatura infeliz. Únicamente podría disfrutarlo compartiéndolo con ella.

Esteban se había puesto de pie, con ademán desesperado.

—Pero ¿estás loco, Gabriel? ¿Quieres dejarme?

¿Y lo dices con esa tranquilidad? Tu presencia aquí es la única alegría de mi vida después de tantas desgracias. Me he acostumbrado a verte, necesito cuidarte, eres mi única familia; antes no tenía ninguna aspiración, vivía sin esperanza; ahora tengo una: verte sano y fuerte. ¿Y me dices con esa frescura que te vas...? No, no te irás.... Eso me faltaba: tras la hija, el hermano... ¡Que me maten de una vez! ¡Señor Dios, llévame contigo...!

Y el sencillo servidor del templo levantaba sus manos con expresión de súplica, mientras sus ojos se empañaban con lágrimas.

—Ten calma, Esteban. Hablemos como hombres, sin exclamaciones y llantos. Mírame a mí: estoy sereno, y no creas por ello que es menos cierto que me iré hoy mismo si no accedes a mi súplica.

—Pero ¿y ésa?, ¿dónde está, que con tanto interés abogas por ella?—preguntó Esteban—. ¿Es que la has visto y la has hablado? ¿Es que está en Toledo? ¿La has traído acaso, con tu audacia de incrédulo, a la misma catedral...?

Gabriel, viéndolo lloroso y quebrantado por su amenaza de marcharse, creyó llegado el momento decisivo, y abrió la puerta del cuarto de Sagrario.

—Sal, muchacha; pide perdón a tu padre.

El Vara de palo vio arrodillada a una mujer en el centro de aquel cuarto en el que nunca entraba, por miedo a recordar lo pasado.

Su mirada fue de extrañeza. Después fijó sus ojos en Gabriel, como si no adivinase quién era aquella mujer. ¿Qué farsa había preparado su hermano?

Con un impulso brutal, agarró las manos de la mujer y las separó de su rostro, mirándola fijamente. Aun así, no la reconoció. Pasó mucho tiempo contemplándola, en medio de un silencio penoso. Poco a poco, en las facciones desfiguradas por la enfermedad fueron marcándose para él las antiguas líneas. En los ojos lacrimosos y sin pestañas vio algo que le recordó la mirada azul de la hija perdida. Los labios amoratados, con profundas grietas, se movían quejumbrosos, murmurando siempre la misma palabra:

—¡Perdón...!, ¡perdón!

A la vista de aquella ruina, el padre sintió que se venía abajo su coraje. Sus ojos expresaron una tristeza inmensa, anonadadora.

Retrocedió de espaldas hasta la puerta de la habitación seguido por la joven, que avanzaba de rodillas tendiéndole las manos.

—Hermano, está bien—dijo con desaliento—. Puedes más que yo: cúmplase tu voluntad. Que se quede, ya que así lo quieres. ¡Pero que no la vea...! Quedaos: quien se va soy yo.