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La cencerrada/III

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Las campanas de Benimuslim iban al vuelo desde el amanecer.

Se casaba el tío Sento, noticia que había circulado por todo el distrito, y de los pueblos inmediatos iban llegando amigos y parientes: unos, a caballo, en sus bestias de labranza, con el sobrelomo cubierto con vistosas mantas, y otros, en sus carros, con sillas de cuerda atadas a los varales, en la que iba sentada toda la familia, desde la mujer con el pelo reluciente de aceite y la mantilla de terciopelo, hasta los chicos que lloriqueaban por las maternales bofetadas recibidas cada vez que atentaban a la limpieza de sus trajes de fiesta.

La casa de tío Sento era un verdadero infierno. ¡Qué movimiento! Desde el día anterior allí no se descansaba. Las vecinas que gozaban justa fama de guisanderas, iban por el corral con los brazos arremangados y el vestido prendido atrás con alfileres, mostrando las blancas enaguas, mientras que cerca de la gran hoguera algunos muchachos atizaban las hogueras de secos sarmientos.

Aquello era el matadero. El cortante del pueblo, cuchillo en mano, les abría el gañote a las gallinas; los chicuelos dedicábanse con el mayor entusiasmo a pelar los cadáveres, revoloteaban nubes de plumas, pegándose al suelo, manchado de sangre, y en las vacilantes llamas tostábase la fláccida piel todavía erizada de cañones, pasando después las víctimas a ser colgadas de una rama de higuera, donde la tía Pascuala, vieja criada de la casa, con delicadezas de cirujano experto, abríalas en canal, sacando los higadillos y los ovarios, bocados exquisitos para el almuerzo de todos los ayudantes de cocina.

Daba gloria ver tan alegre agitación. Aquellas gentes, que en el resto del año vivían condenadas a manejar la azada de sol a sol sin más consuelo que el tomate crudo, la sardina mohosa y el áspero bacalao, se embriagaban de grasa en la gigantesca inundación de comida. ¡Lo que hace tener dinero! Bien se estaba en una casa como aquélla, con todo lo que Dios cría de bueno.

Las paellas mostrábanse con la panza hollinada y las entrañas brillantes como plata, esperando el momento de chillar sobre las llamas; el arroz en sacos; caracoles de montaña en enormes cazuelas orladas de sal, saliendo del agua para enseñar sus movibles cuernos al sol naciente; en un rincón toda una hornada de rollos, esparciendo en aquel am-biente de sangre y grasa el perfume fragante del pan caliente y tierno; las especias a libras en una caja de latón, y de la bodega salían pellejos y más pellejos, que caían temblorosos en el suelo, como cuerpos palpitantes; unos enormes, conteniendo el vino rojo para la comida, y otras más pequeños, guardando el néctar de la bota del rincón, aquel patriarca del que se hablaba en el pueblo con respeto, y que con su colorcillo claro y su corona de brillantes hacía caer al más valiente.

¿Y los dulces? ¡Ave María! El tío Sento se había traído toda una confitería de Valencia. En sacos estaban los confites para tirar, las almendras roñosas, los canelados, todos aquellos proyectiles de azúcar y almidón, duros como balas, que habían de cubrir de chichones las cabezas de la pedigüeña chiquillería; y dentro, en el estudi, guardábanse las cosas finas: las tortadas cubiertas de flores de caramelo y rematadas por mariposas que temblaban sobre un alambre; los tiernos pasteles de espuma, las bandejas monumentales henchidas de frutas confitadas, todos aquello primores que desde la puerta, pálidos de emoción y chupándose el dedo con avaricia, contemplaban los chicos de los convidados.

La fiesta prometía. El gozo reflejábase en los rostros rubicundos; en el corral se desataban los pellejos para hacer cataduras y tomar fuerzas, y por si algo faltaba, allá en la calle sonó la alegre dulzaina con escalas que parecían cabriolas. Hasta Dimoni estaba en la fiesta: bien decían que el novio no reparaba en gastos. Había que darle vino para que tocase mejor, y el enorme vaso iba de mano en mano desde el corral hasta la puerta de calle, donde Dimoni empinaba el codo con gravedad, dejando el sobrante a su pelado tamborilero.

Ya era hora. Don Vicente esperaba en la iglesia, las campanas habían enmudecido y toda la comitiva nupcial salió en busca de la novia; ellas, con sus vestidos huecos y la mantilla a los ojos, y los hombres, arrastrando sus recias capas azules de larga esclavina y alto cuello, que les ponía rojas las orejas. Todo el pueblo esperaba a la puerta de la iglesia. Algunos parientes de la siñá Tomasa, violando la consigna de familia, estaban allí en última fila, y no pudiendo resistir la curiosidad, se empinaban pies en puntas para ver mejor.

Primero, una turba de muchachos dando cabriolas en torno de Di-moni, que soplaba con la cabeza atrás y la dulzaina en alto como si ésta fuese una gran nariz, con la que husmeaba el cielo, y después venían los novios; él, con su sombrerón de terciopelo, su capa con mangas que le congestionaba el sudoroso rostro, y por bajo de la cual asomaban los pies con calcetines bordados y alpargatas finas.

¿Y ella? Las mujeres no se cansaban de admirarla. ¡Reina y siñora! Parecía una de Valencia con la mantilla de blonda, el pañolón de Manila que con el largo fleco barría el polvo, la falda de seda hinchada por innumerables zagalejos, el rosario de nácar al puño, un bloque de oro y diamantes como alfileres de pecho y las orejas estiradas y rojas por el peso de aquellas enormes polcas de perlas que tantas veces había ostentado la otra.

Esto sublevaba a los parientes de la difunta.

-¡Lladre! ¡ ¡Mes que lladre! -rugían mirando al tío Sento.

Pero éste se metió en la iglesia con expresión satisfecha, chispeándole los ojuelos bajo las enormes cejas; y tras él desfilaron los padrinos, el alcalde con su ronda, escopeta al hombro, y todos los convidados sudando la gota gorda bajo el peso de las ceremoniosas capas, con grandes pañuelos de atadas puntas por el brazo y henchidos de confites, que había de tirar a la salida de la iglesia.

Los curiosos que quedaron en la puerta miraban a la taberna de la plaza. Hacia ella se fué el dulzainero, como si le molestasen los sonidos del órgano, y allí se encontró con el Desgarrat y sus amigotes, lo peorcito del pueblo, gente toda ella sospechosa que bebían silenciosamente, cambiando guiños y sonrisas con los enemigos del tío Sento.

Algo se tramaba: las mujeres comentaban el caso con voz misteriosa,, como si temieran que el pueblo fuese a arder por los cuatro costados.

Ya iba a salir la comitiva. ¡Gran Dios, qué batahola! Del polvo parecía surgir toda aquella chiquillería desgreñada y sucia que se arremolinaba en la puerta gritando: ¡Armeles, confits! ..., y mientras que Dimoni se aproximaba rompiendo a tocar la Marcha Real.

¡Allá va! El mismo tío Sento soltó como un metrallazo el primer puñado de confites que, rebotando sobre las duras testas, se hundieron en el polvo, donde los buscaba a gatas la gente menuda, mostrando al aire las sucias posaderas.

Y desde allí hasta casa de los novios, fué aquello un bombardeo; la comitiva sin cansarse de tirar confites y la ronda del alcalde teniendo que abrir paso a patadas y a palos.

Al pasar frente a la taberna, Marieta bajo la cabeza y palideció, viendo cómo sonreía burlonamente su marido mirando al Desgarrat, el cual contestó a la mirada con un ademán indecente. ¡Ay! Aquel condenado se había propuesto amargar su boda.

El chocolate esperaba. ¡Cuidado con atracarse! Era don Julián el notario quien lo aconsejaba: había que pensar en que dentro de dos horas sería la gran comida. Pero a pesar de tan prudentes consejos, la gente arremetió con los refrescos, los cestos de bizcochos, los platos de dulces, y en poco tiempo quedó rasa como la palma de la mano aquella mesa, que tenía alrededor más de cien sillas.

La novia mudábase de traje en el estudi, quedando en fresco percal; los morenos brazos casi desnudos y brillándole sobre el luciente peinado las perlas de sus agujas de oro.

El notario charlaba con el cura, que acababa de llegar con gorrito de tercioplelo y el balandrán a puntas. Los convidados huroneaban por el corral, enterándose de los preparativos de la comida; las mujeres se habían puesto frescas y formaban corrillos charlando de sus asuntos de familia; correteaban los chicos en las cercanías del estudi, atraídos por el tesoro que encerraba, y en la puerta de la calle sonaba la incansable dulzaina de Dimoni mientras la granujería se empujaba, dándose de cachetes, o rodaban en el polvo por alcanzar los puñados de confites que venían de dentro.

Llegó el instante solemne, y las paellas burbujeantes y despidiendo azulado humo fueron colocadas sobre la mesa.

Los convidados se apresuraron a ocupar sus asientos. ¡Vaya un golpe de vista! Lo que decía el cura con asombro: «¡Ni en el festín de Baltasar!» Y el notario, por no ser menos, hablaba de la bodas de un tal Camacho que había leído en no recordaba qué libro.

La gente menuda comía en el corral.

Y allí también, en una mesita como de zapatero, estaba Dimoni, el cual, a cada instante, enviaba el acólito adonde estaban los pellejos para que llenara el porrón.

¡Cuerpo de Dios, y qué bien lo hacía todo aquella gente! Las dentaduras, fortalecidas por la diaria comida de salazón, chocaban alegremente, y los ojos miraban con ternura aquellas paellas como circos, en las cuales los pedazos de pollo eran casi tantos como los granos de arroz, hinchados por el sustancioso caldo.

Con el pañuelo al pecho a guisa de servilleta, había bigardón que tragaba como un ogro, mientras las mujeres hacían dengues, llevándose a la boca la puntita de la cuchara con dos granos de arroz, mostrando esa preocupación de la mujer campesina que considera como una falta de pudor el comer mucho en público.

Aquello era un banquete de señores; no se comía en la misma paella, sino en platos, y bebíase en vasos, lo que embarazaba a muchos de los comensales, acostumbrados a arrojar un mendrugo sobre el arroz como señal de que era llegado el momento de pasar el porrón de mano en mano.

La cortesía labriega mostrábase con toda su pegajosidad y falta de limpieza. Ofrecíanse de un extremo a otro del banquete un muslo tierno y jugoso, y de unos dedos a otros llegaba a su destino. Todo era obsequios, como si cada uno no tuviese en su plato lo mismo que le ofrecían.

Marieta apenas si comía. Estaba al lado de su marido con la cabeza baja. Palidecía, contraíase su frente reflejando penosos pensamientos y miraba con alarma a la puerta de la calle, como si temiera alguna aparición del Desgarrat.

Aquel maldito era capaz de todo. Aún le parecía oír las últimas palabras de la noche en que se despidieron para siempre. Se acordaría de él, ya que por avaricia quería casarse con el tío Sento; y ella sabía que aquel bruto, con su cara de hereje, era capaz de hacer algo que fuese sonado. Lo más raro era que, a pesar de sus temores, el furor del Desgarrat le producía cierta inexplicable satisfacción. No había remedio; aquel maldito le tiraba mucho. No en balde se habían criado juntos.

La comida se animaba. Estaban ya limpias las paellas: ahora entraban los primores de la tía Pascuala, y la gente acometía los pollo s asados y rellenos, las fuentes enormes de lomo con tomate, toda la cocina indígena, sólida y pesada, que desaparecía en las fauces siempre abiertas de aquellos glotones.

Los graciosos alegraban la comida. El cura declaraba que ya no podía más, y el notario pellizcábale el tirante abdomen, buscando un huequecito para convencerle de que debía llenarlo. Algunos comenzaban a estar alumbrados, y con lenguas estropajosas les decían a los novios cosas que hacían guiñar los ojillos al tío Sento y enrojecer a Marieta.

Llegaron los postres con el famoso vino de la bota del rincón y se sacaron del estudi las tortadas, los pasteles y las tortas finas.

Como moscas salieron del corral todos los chicuelos, con el pecho y la cara embadurnados de arroz y grasa, yendo a meterse entre las rodillas de sus madres, sin quitar ojo de los postres tentadores.

Marieta púsose en pie con un plato en la mano, y comenzó a dar vueltas a la mesa. Había que regalar algo a la novia para alfileres; era de costumbre. Y los parientes del novio, a quienes convenía estar en buenas relaciones, dejaban caer sobre el redondel de loza la media onza o la dobleta fernandina, monedas relucientes y frotadas con anticipación para que perdiesen la negra pátina adquirida en largo encierro.

-¡Pera agulletes! -decía Marieta con vocecita mimosa.Y era un gozo ver la lluvia de oro que caía sobre el plato. Todos dieron, hasta el notario, que soltó cinco duros pensando en que ya se la vengaría al presentar la cuenta de honorarios, y el cura, con gesto de dolor, sacó dos pesetas, alegando como excusa la pobreza de la Iglesia por culpa del liberalismo. ¡Ah, si mandasen los suyos!...

Marieta, abriendo el amplio bolsillo de su falda, yació el plato con un alegre retintín que regocijaba el oído.

La cosa marchaba. Hablaban todos a un tiempo, y la gente deteníase en la calle para admirar la alegría de los convidados.

Aquel vinillo claro, coronado de brillantes, surtía efecto. Todos querían brindar.

-¡Bomba..., bombaa! -aullaban los más alegres.

Y se ponía en pie un socarrón, vaso en mano, y después de mirar a todos lados con sonrisa maliciosa que prometía mucho, rompía así:


Brindo y bebo, y quedó convidado para luego.


Todos, a pesar de que ese chiste lo oyeron ya a sus abuelos, acogíanlo con grandes risotadas, y gritaban palmoteando: ¡Vítor..., vítooor!

Y tras esta muestra de ingenio venían otras, todas ellas tan rancias, no faltando quien se lanzaba a improvisar cuartetas rabudas en honor de los novios.

El notario estaba en su elemento. Aseguraba que el tío Sento acababa de pellizcarle por debajo de la mesa creyendo que sus piernas eran las de Marieta; hablaba de la próxima noche de un modo que hacía ruborizar a las jóvenes, y sonreír a las madres, y el cura, alegrillo y con los ojos húmedos y brillantes, intentaba ponerse serio murmurando bonachonamente:

-¡Vamos, don Julián! Orden, que estoy aquí.

El vino hacía revivir la brutalidad de los comensales. Gritaban puestos en pie, derribando con sus furiosos manoteos botellas y vasos; cantaban acompañados por la dulzaina de Dimoni, a cuya son saltaban en el corral algunas parejas, y, al fin, instintivamente, dividiéronse en dos bandos, y de un extremo a otro de la mesa comenzaron a arrojarse puñados de confites con todas la fuerza de sus poderosos brazos, acostumbrados a luchar con la ingrata tierra y las tozudas bestias de carga.

¡Qué divertido era aquello! El tío Sento reía muy complacido, pero el cura huyó con las mujeres a refugiarse en el estudi, y el notario se ocultó debajo de la mesa.

Caían los cristales de las alacenas hechos añicos; quebrándose los vasos; un ruido de tiestos sonaba continuamente, y los campeones se enardecían, hasta el punto de que, no encontrando confites a mano, se arrojaban los restos de los bizcochos y los fragmentos de platos.

-Prou; ya teníu prou -gritaba el tío Sento, cansado de sufrir golpes.

Y en vista de que le desobedecían púsose en pie, y a empellones los echó al corral, donde los enardecidos mozos continuaron la fiesta, arrojándose proyectiles menos limpios.

Entonces fué cuando las mujeres volvieron al banquete con el asustado cura. ¡Reina y siñora, aquello no estaba bien! Era un juego de brutos. Y se dedicaron a auxiliar a los descalabrados, que se limpiaban la sangre sonriendo, sin cesar de decir que se habían divertido mucho.

Volvieron a sentarse todos a la revuelta mesa, en la cual el vino derramado y los residuos de la comida formaban repugnantes manchas.

Pero allí no se ganaba para sustos, y algunas respetables matronas saltaron de sus asientos, afirmando entre chillidos medrosos que algo iba por debajo de la mesa que las pellizcaba las abultadas pantorrillas.

Eran los chicos que, no ahítos de confites, buscaban a gatas los residuos de la batalla.

-¡Qué granujería tan endemoniada! ¡Pachets..., fora..., fora! Y a coscorrones fué expulsada aquella invasión de desvergonzados buscadores.

Y fuera gangueaba la dulzaina haciendo locas cabriolas, como si estuviera contagiada de aquel regocijo tan brutal como ingenuo.