La ciudad de Dios/IV
Libro Cuarto.
La grandeza de Roma es don de Dios
CAPITULO PRIMERO. De lo que se ha dicho en el libro primero
CAPITULO II. De lo que se contiene en el libro segundo y tercero
CAPITULO III. Si la grandeza del Imperio que no se alcanza sino con la guerra, se debe contar entre los bienes que llaman, así de los felices como de los sabios
CAPITULO IV. Cuán semejante a los latrocinios son los reinos sin justicia
CAPITULO V. De los gladiadores fugitivos, cuyo poder vino a ser semejante a la dignidad real
CAPITULO VI. De la codicia del rey Nino, que por extender su dominio fue el primero que movió guerra a sus vecinos
CAPITULO VII. Si los dioses han dado o dejado de dar su ayuda a los reinos de la tierra para su esplendor y decadencia
CAPITULO VIII. Qué dioses piensan los romanos que les han acrecentado y conservado su imperio, habiéndoles parecido que apenas se podía encomendar a estos dioses, y cada uno de por si, el amparo de una sola cosa
CAPITULO IX. Si la grandeza del imperio romano y el haber durado tanto se debe atribuir a Júpiter, a quien sus adoradores tienen por el supremo de los dioses
CAPITULO X. Las opiniones que siguieron los que pusieron diferentes dioses en diversas partes del mundo
CAPITULO XI. De muchos dioses que los maestros y doctores de los paganos defienden que son un mismo Júpiter
CAPITULO XII. De la opinión de los que pensaron que Dios era el alma del mundo y que el mundo era el cuerpo de Dios
CAPITULO XIII. De los que dicen que sólo los animales racionales son parte del que es un solo Dios
CAPITULO XIV. Que sin razón atribuyen a Júpiter el aumento de los reinos, pues si, como dicen, la victoria es odiosa, ella sola bastará para este negocio
CAPITULO XV. Si conviene a los buenos querer extender su reino
CAPITULO XVI. Cuál fue la causa por que, atribuyendo los romanos a cada cosa y a cada movimiento su dios, pusieron el templo de la Quietud fuera de las puertas de Roma
CAPITULO XVII. Pregúntase si, teniendo Júpiter el poder supremo, se debió tener por diosa a la Victoria
CAPITULO XVIII. Por qué tuvieron por dioses distintos a la Felicidad y a la Fortuna
CAPITULO XIX. De la Fortuna femenil
CAPITULO XX. De la virtud y fe, a quienes los paganos honraron con templos y sacrificios, dejándose otras cosas buenas que asimismo debían adorar, si se concedía rectamente a las otras la divinidad
CAPITULO XXI. Que los que no conocían un solo Dios, por lo menos se debieran contentar con la virtud y con la felicidad
CAPITULO XXII. De la ciencia del culto de los dioses, la cual se gloria Varrón haberla el enseñado a los romanos
CAPITULO XXIII. De la Felicidad, a quien los romanos, con tener a muchos dioses, en mucho tiempo no adoraron con culto divino, siendo ella sola bastante en lugar de todos
CAPITULO XXIV. Cómo defienden los paganos el adorar por dioses a los mismos dones de Dios
CAPITULO XXV. Que se debe adorar a un solo Dios, cuyo nombre, aunque no se sepa, con todo, se ve que es dador de la felicidad
CAPITULO XXVI. Que se debe adorar a un solo Dios, cuyo nombre, aunque no se sepa, con todo, se ve que es dador de la felicidad
CAPITULO XXVII. De tres géneros de dioses de que habló el pontífice Escévola
CAPITULO XXVIII. Si para alcanzar y dilatar el Imperio les aprovechó a los romanos el culto de sus dioses
CAPITULO XXIX. De la falsedad del agüero que pareció haber pronosticado la fortaleza y estabilidad del imperio romano
CAPITULO XXX. Qué opinan los gentiles de los dioses que adoran
CAPITULO XXXI. De las opiniones de Varrón, que, aunque reprueba la persuasión que tenía el pueblo, y no llega a alcanzar la noticia del verdadero Dios, con todo, es de parecer que se debía adorar un solo Dios
CAPITULO XXXII. Con qué pretexto quisieron los príncipes gentiles que perseverasen entre sus vasallos las falsas religiones
CAPITULO XXXIII. Que todos los reyes y reinos están dispuestos y ordenados por el decreto y potestad del verdadero Dios
CAPITULO XXXIV. Del reino de los judíos, el cual instituyó y conservó¿ el que es sólo y verdadero Dios, mientras que ellos perseveraron en la verdadera religión
CAPITULO PRIMERO. De lo que se ha dicho en el libro primero
Debiendo empezar ya a tratar de la Ciudad de Dios, fui de parecer que debía responder, en primer lugar, a los enemigos , quienes, como viven arrastrados de los gustos y deleites terrenos, apeteciéndo con ansia los bienes caducos y perecederos, cualquiera adversidad que padecen, cuando Dios, usando de su misericordia, les avisa, suspendiendo el castigarlos con todo rigor y justicia, lo atribuyen criminalmente a la religión cristiana, la cual es solamente la verdadera y saludable religión, y porque entre ellos hay también vulgo estúpido e ignorante, se arrebatan con mayor ardor e irritan contra nosotros, como excitados y sostenidos de la autoridad respetable de los doctos; persuadiéndose los necios que los sucesos extraordinarios que acaecen la vicisitud de los tiempos no solían acontecer en las épocas pasadas. Confirman su falsa opinión con disimular que lo que ignoran, no obstante que saben que es falso, para que de este modo se pueden persuadir los entendimientos humanos ser justa la queja que manifiestan tener contra nosotros, porque lo que fue necesario demostrar por los mismos libros que escribieron sus historiadores dándonos una noticia extensa y circunstanciada de la historia y sucesos ocurridos en los tiempos pasados, que es muy al contrario de lo que opinan; y asimismo enseñar que los dioses falsos que entonces adoraban públicamente y ahora todavía adoran en secreto, son unos espíritus inmundos, perversos y engañosos demonios, tan procaces, que tienen su mayor deleite y complacencia en oír y examinar las culpas y maldades más execrables, sean ciertas o fingidas, aunque seguramente suyas, las cuales quisieron se celebrasen y anunciasen solemnemente en sus fiestas, a fin de que la humana imbecilidad no se ruborizase en perpetrar acciones feas y reprensibles, teniendo por imitadores de las más impías a las mismas deidades, lo cual no he probado yo precisamente por meras conjeturas falibles, sino ya por lo sucedido en nuestros tiempos, en los que yo mismo vi hacer y celebrar semejantes torpezas en honor de los dioses, ya por lo que está escrito en autores que dejaron a la posteridad, el recuerdo de estas torpezas, considerándolas no como infames, sino como honoríficas y apreciables a sus dioses. De modo que el docto Varrón, de grande autoridad entre los gentiles, escribiendo unos libros que trataban de las cosas divinas y humanas, y distribuyendo, conforme a la calidad de cada uno, en unos las materias divinas y en otros las humanas, a lo menos no colocó los juegos escénicos entre las cosas humanas, sino entre las divinas, siendo seguramente cierto que si en Roma hubiera solamente personas honestas y virtuosas, ni aun en las cosas humanas fuera justo que hubiera juegos escénicos; lo cual, ciertamente, no estableció Varrón por su, propia autoridad, sino como nacido y criado en Roma, los halló considerados entre las cosas divinas. Y porque al fin del libro primero expusimos en compendio lo que en adelante habíamos de referir, y parte de ello dijimos en los dos libros siguientes, reconozco la obligación en que estoy empeñado de cumplir en lo restante con la esperanza de los lectores.
CAPITULO II. De lo que se contiene en el libro segundo y tercero
Prometimos, pues, hablar contra los que atribuyeron las calamidades padecidas en la República romana a nuestra religión, y referir extensamente todos los males y penalidades grandes y pequeños que nos ocurriesen, o los suficientes para demostrar claramente los que padeció Roma y las provincias que estaban bajo su Imperio antes de que se prohibieran absolutamente los sacrificios. Todos los cuales infortunios, sin duda, nos los atribuyeran si entonces tuvieran ellos noticia de nuestra religión, o les vedase sus sacrílegas oblaciones: este punto, a lo que creo, le hemos explicado bastantemente en el libro segundo y tercero. En el segundo, cuando tratamos de los males de las costumbres, que se deben estimar por los únicos y por los más grandes, y en el tercero, cuando tratamos de las calamidades que temen los necios y huyen de padecer; es, a saber: de los males corporales y de las cosas exteriores, las cuales por mayor parte sufren también los buenos; pero, al contrario, las desgracias con que empeoran sus costumbres las toleran, no digo con paciencia, sino con mucho gusto. Ha sido sumamente limitada la relación que he dado de las desgracias de Roma y de su Imperio, y de éstas no he referido todas las ocurridas hasta Augusto César; pues si me hubiera propuesto contar y exagerarlas todas, no las que se causan los hombres mutuamente unos a otros, como son los estragos y ruinas que motivan las guerras, sino las que atraen a la tierra los elementos celestes, las que resumió Apuleyo. en el libro que escribió del mundo, diciendo que todas las cosas de la tierra sufren cambios y destrucciones, porque asegura, para decirlo con. sus palabras, que se abrió la tierra con terribles temblores, se tragó ciudades enteras y mucha gente; que rompiéndose las cataratas del cielo se anegaron provincias enteras; que las que anteriormente había sido continente y tierra firme quedaron aisladas por el mar; que otras, por el descenso del mar, se hicieron accesibles a pie enjuto; que fueron asoladas y destruidas hermosas ciudades con furiosos vientos y tempestades; que de las nubes descendió fuego, con que perecieron y fueron abrasadas algunas regiones en el Oriente; que en el Occidente, las frecuentes avenidas de los ríos causaron igual estrago, y que en tiempos antiguos, abriéndose y despeñándose de las cumbres, del monte Etna hacia abajo aquellas encendidas bocas con divino incendio, corrieron ríos de llamas y fuego, como si fuesen una impetuosa avenida de agua. Si estas particularidades y otras semejantes intentara yo recopilar (las que se hallan en varias historias de donde podría trasladarlas), ¿cuándo acabaría de referir las que acontecieron en aquellos lastimosos tiempos, antes que el nombre de Cristo reprimiese a los incrédulos sus vanidades y contradicciones a la verdadera fe? Prometí asimismo patentizar cuáles fueron las costumbres que quiso favorecer para acrecentar con ellas el imperio el verdadero Dios, en cuya potestad están todos los reinos, y por qué causa y cuán poco les auxiliaron estos que tienen por dioses, o, por mejor decir, cuántos daños les causaron con sus seducciones y falacias; sobre lo cual advierto ahora que me conviene hablar, y aún más del acrecentamiento del Imperio romano, porque del pernicioso engaño de los demonios, a quienes adoraban como a dioses, y de los grandes daños que ha causado en sus costumbres su culto, queda ya dicho lo suficiente, especialmente en el libro segundo. En el discurso de los tres libros, donde lo juzgué a propósito, referí igualmente los imponderables consuelos que en medio de los trabajos de la guerra envía Dios a los buenos y a los malos por amor a su santo nombre, a quien, al contrario de lo que se acostumbra en campaña, tuvieron los bárbaros tanto respeto, tributando obediencia y reconocimiento al augusto nombre de Aquel que hace salga el sol sobre los buenos y los malos, y que llueva sobre los justos y los injustos.
CAPITULO III. Si la grandeza del Imperio que no se alcanza sino con la guerra, se debe contar entre los bienes que llaman, así de los felices como de los sabios
Veamos ya y examinemos las causas que puedan alegar para demostrar la grandeza y duración tan dilatada del Imperio romano, no sea que se atrevan a atribuirla a estos dioses, a quienes pretenden haber reverenciado y servido honestamente con juegos torpes y por ministerio de hombres impúdicos; aunque primero quisiera indagar en qué razón o prudencia humana se funda, que no pudiendo probar sean felices los hombres que andan siempre poseídos de un tenebroso temor y una sangrienta codicia en los estragos de la guerra y en derramar la sangre de sus ciudadanos o de otros enemigos, aunque siempre humana (tanto que solemos comparar al vidrio el contento y alegría de estos tales que frágilmente resplandece, de quien con más horror tememos no se nos quiebre de improviso), con todo, quieran gloriarse de la opulencia y extensión de su Imperio. Y para que esto se entienda más fácilmente y no nos desvanezcamos llevados del viento de la vanidad, y no escandalicemos la vista de nuestro entendimiento con voces de grande bulto, oyendo pueblos, reinos, provincias, pongamos dos hombres, porque así como las letras en un escrito, cada hombre se considera como principio y elemento de una ciudad y de un reino, por más grande y extenso que sea. Supongamos que el uno de éstos es pobre y el otro muy rico; pero este contristado con temores, consumido de melancolía, abrazado de codicia, nunca seguro, siempre inquieto, batallando con perpetuas contiendas y enemistades, que con estas miserias va acrecentando sobremanera su patrimonio, y con tales incrementos va acumulando también grandísimos cuidados; y el de mediana hacienda, contento con su corto caudal, acomodado a sus facultades, muy querido de sus deudos, vecinos confidentes y amigos, gozando de una paz dulce, piadoso en la religión, de corazón benigno, de cuerpo sano, ordenado en la vida, honesto en las costumbres y seguro en conciencia, No sé si pueda haber alguno tan necio que se atreva a poner en duda sobre a cuál de éstos, haya de preferir. Así, pues, como en estos dos hombres, así en dos familias, así en dos pueblos, así en dos reinos se sigue la misma razón de semejanza e igualdad, la cual, aplicada con acuerdo, si corrigiésemos los ojos de nuestro entendimiento, fácilmente advertiríamos dónde se halla la vanidad y dónde la felicidad; por lo cual, si se adora al verdadero Dios y le sirven con verdaderos sacrificios con buena vida y costumbres, es útil e importante que los buenos reinen mucho tiempo con crecidos honores; cuya felicidad no es precisamente útil a ellos solos, sino a aquellos sobre quienes reinan; pues por lo que se refiere a éstos, su religión y santidad (que son grandes dones de Dios) les basta para conseguir la verdadera felicidad, con la que pueden pasar dichosamente esta vida y después alcanzar la eterna. En la tierra se concede el reino a los buenos, no tanto por utilidad suya como de las cosas humanas; pero el reino que se da a los malos, antes es en daño de los que reinan, pues estragan y destruyen sus almas con la mayor libertad de pecar, aunque a los súbditos y a los que los sirven no les puede perjudicar sino su propio pecado; pues todos cuantos perjuicios causan los malos señores a los justos no es pena del pecado, sino prueba de la virtud, por tanto, el bueno, aunque sirva, es libre, y el malo, aunque reine, es esclavo, y no de sólo un hombre, sino, lo que es más pesado, de tantos señores como vicios le dominan, de los cuales, tratando la Escritura, dice: «que por el mismo hecho de dejarse uno vencer o rendir a otro, viene a ser su esclavo».
CAPITULO IV. Cuán semejante a los latrocinios son los reinos sin justicia
Sin la virtud de la justicia, ¿qué son los reinos sino unos execrables latrocinios? Y éstos, ¿qué son sino unos reducidos reinos? Estos son ciertamente una junta de hombres gobernada por su príncipe la que está unida entre si con pacto de sociedad, distribuyendo el botín y las conquistas conforme a las leyes y condiciones que mutuamente establecieron. Esta sociedad, digo, cuando llega a crecer con el concurso de gentes abandonadas, de modo que tenga ya lugares, funde poblaciones fuertes, y magnificas, ocupe ciudades y sojuzgue pueblos, toma otro nombre más ilustre llamándose reino, al cual se le concede ya al descubierto, no la ambición que ha dejado, sino la libertad, sin miedo de las vigorosas leyes que se le han añadido; y por eso con mucha gracia y verdad respondió un corsario, siendo preso, a Alejandro Magno, preguntándole este rey qué le parecía cómo tenía inquieto y turbado el mar, con arrogante libertad le dijo: y ¿qué te parece a ti cómo tienes conmovido y turbado todo el mundo? Mas porque yo ejecuto mis piraterías con un pequeño bajel me llaman ladrón, y a ti, porque las haces con formidables ejércitos, te llaman rey.
CAPITULO V. De los gladiadores fugitivos, cuyo poder vino a ser semejante a la dignidad real
Por lo cual dejo de examinar qué clase de hombres fueron los que juntó Rómulo para la fundación de su nuevo Estado, resultando en beneficio suyo la nueva creación del Imperio; pues que se valió de este medio para que con aquella nueva forma de vida, en la que tomaban parte y participaban de los intereses comunes de la nueva ciudad, dejasen el temor de las personas que merecían por sus demasías, y este temor los impelía a cometer crímenes más detestables, y desde entonces viviesen con más sosiego entre los hombres. Digo que el Imperio romano, siendo ya grande y poderoso con las muchas naciones que había sujetado, terrible su nombre a las demás, experimentó terribles vaivenes de la fortuna, y temió con justa razón, viéndose con gran dificultad para poder escapar de una terrible calamidad, cuando ciertos gladiadores, bien pocos en número, huyéndose a Campania de la escuela donde se ejercitaban, juntaron un formidable ejército que, acaudillado por tres famosos jefes, destruyeron cruelmente gran parte de Italia Dígannos: ¿qué dios ayudó a los rebeldes para que, de un pequeño latrocinio, llegasen a poseer un reino, que puso terror a tantas y tan exorbitantes fuerzas de los romanos? ¿Acaso porque duraron poco tiempo se ha de negar que no les ayudó Dios, como si la vida de cualquier hombre fuese muy prolongada? Luego, bajo este supuesto, a nadie favorecen los dioses para que reine, pues todos se mueren presto, ni se debe tener por beneficio lo que dura poco tiempo en cada hombre, y lo que en todos se desvanece como humo. ¿Qué les importa a los que en tiempo de Rómulo adoraron los dioses, y hace, tantos años que murieron, que después de su fallecimiento haya crecido tanto el Imperio romano, mientras ellos están en los infiernos? Si buenas o malas, sus causas no interesan al asunto que tratamos, y esto se debe entender de todos los que por el mismo Imperio (aunque muriendo unos, y sucediendo en su lugar otros, se extienda y dilate por largos años), en pocos días y con otra vida lo pasaron presurosa y arrebatadamente, cargados y oprimidos con el insoportable peso de sus acciones criminales. Y si, con todo, los beneficios de un breve tiempo se deben atribuir al favor y ayuda de los dioses, no poco ayudaron a los gladiadores, que rompieron las cadenas de su servidumbre y cautiverio, huyeron y se pusieron en salvo, juntaron un ejército numeroso y poderoso, y obedeciendo a los consejos y preceptos de sus caudillos y reyes, causando terror a la formidable Roma, resistiendo con valor y denuedo a algunos generales romanos, tomaron y saquearon muchas poblaciones, gozaron de muchas victorias y de los deleites que quisieron, hicieron todo cuanto les proponía su apetito, eso mismo hicieron, hasta que finalmente fueron vencidos (cuya gloria costó bastante sangre a los romanos), y vivieron reinando con poder y majestad. Pero descendamos a asuntos de mayor momento.
CAPITULO VI. De la codicia del rey Nino, que por extender su dominio fue el primero que movió guerra a sus vecinos
Justino, que, siguiendo a Trogo Pompeyo, escribió un compendio, de la Historia griega, o, por mejor decir, universal, comienza su obra de esta manera: «Al principio del mundo el imperio de las naciones le tuvieron los reyes, quienes eran elevados al alto grado de la majestad, no por ambición popular, sino por la buena opinión que los hombres tenían de su conducta. Los pueblos se gobernaban sin leyes, sirviendo de tales los arbitrios y dictámenes de los reyes, los cuales estaban acostumbrados más a defender que a dilatar ambiciosamente los términos de su imperio. El reino que cada uno poseía se incluía dentro de los límites de su patria. Nino, rey de los asirios, fue el primero que con nueva codicia y deseo de dominar, mudó esta antigua costumbre conservada de unos a otros desde sus antepasados. Este monarca fue el primero que movió guerra a sus vecinos, y sujetó, como no sabían aún hacer resistencia, todas las naciones situadas hasta los confines de Libra»; y más adelante añade: «Nino robusteció el poder de su codiciado dominio con un largo reinado. Habiendo, pues, sujetado a sus comarcanos, como con el acrecentamiento de las fuerzas militares pasase con más pujanza contra otras naciones, y siendo la victoria que acababa de conseguir instrumento para la siguiente, sojuzgó las provincias y naciones de todo el Oriente.» Sea lo que fuere el crédito que se debe dar a Justino o a Trogo (porque otras historias más verdaderas manifiestan que mintieron en algunos particulares); con todo, consta también entre los otros escritores que el rey Nino fue el que extendió fuera de los límites regulares el reino de los asirios, durando por tan largos años, que el Imperio romano no ha podido igualársele en el tiempo; pues según escriben los cronologistas, el reino de los asirios, contando desde el primer año en que Nino empezó a reinar hasta que pasó a los medos, duró mil doscientos cuarenta años El mover guerra a sus vecinos, pasar después a invadir a otros, afligir y sujetar los pueblos sin tener para ello causa justa, sólo por ambición de dominar, ¿cómo debe llamarse sino un grande latrocinio?
CAPITULO VII. Si los dioses han dado o dejado de dar su ayuda a los reinos de la tierra para su esplendor y decadencia
Si el reino de los asirios fue tan opulento y permaneció por tantos siglos sin el favor de los dioses, ¿por qué el de los romanos, que se ha extendido por tan dilatadas regiones y ha durado tantos años, se ha de atribuir su permanencia a la protección de los dioses de los romanos, cuando lo mismo pasa en el uno y en el otro? Y si dijesen que la conservación de aquél debe atribuirse también al auxilio y favor de los dioses, pregunto: De qué dioses? Si las otras naciones que domó y sujetó Nino no adoraban entonces otros dioses, o si tenían los asirios dioses propios que fuesen como artífices más diestros para fundar y conservar Imperios, pregunto: ¿Se murieron, acaso, cuando ellos perdieron igualmente el Imperio? ¿O por qué no les recompensaron sus penosos cuidados, o por qué ofreciéndoles mayor recompensa, quisieron más pasarse a los medos, y de aquí otra vez, convidándolos Ciro y proponiéndolos tal vez partidos más ventajosos, a los persas? Los cuales, en muchas y dilatadas tierras de Oriente, después del reino de Alejandro de Macedonia, que fue grande en las posesiones y brevísimo en su duración, todavía perseveran hasta ahora en su reino. Y si esto es cierto, o son infieles los dioses que, desamparando a los suyos, se pasan a los enemigos (cuya traición no ejecutó Camilo, siendo hombre, cuando habiendo vencido y conquistado para Roma una ciudad, su mayor émula y enemiga, ella le correspondió ingrata, a la cual, a pesar de este desagradecimiento, olvidado después de sus agravios y acordándose del amor de su patria, la volvió a librar segunda vez de la invasión de los galos) o no son tan fuertes y valerosos cómo es natural sean los dioses, pues pueden ser vencidos por industria o por humanas fuerzas; o cuando traen en sí guerra no son los hombres quienes vencen a los dioses, sino que acaso los dioses propios de una ciudad vencen a los otros. Luego también estos falsos númenes se enemistan mutuamente, defendiendo cada uno a los de su partido. Luego no debió Roma adorar más a sus dioses que a los extraños, por quienes eran favorecidos sus adoradores. Finalmente, como quiera que sea este paso, huida o abandono de los dioses en las batallas, con todo, aún no se había predicado en aquellos tiempos y en aquellas tierras el nombre de Jesucristo cuando se perdieron tan poderosos reinos o pasaron a otras manos su poder y majestad con crueles estragos y guerras; porque si al cabo de mil doscientos años y los que van hasta que se arruinó el Imperio de los asirios, predicara ya allí la religión cristiana otro reino eterno, y prohibiera la sacrílega adoración, de los falsos dioses, ¿qué otra cosa dijeran los hombres ilusos de aquella nación, sino que el reino que había existido por tantos años no se pudo perder por otra causa sino por haber desamparado su religión y abrazado la cristiana? En esta alucinación, que pudo suceder, mírense éstos como en un espejo y tengan pudor, si acaso conservan alguno, de quejarse de semejante acaecimientos; aunque la ruina del Imperio romano más ha sido aflicción que mudanza, la que le acaeció igualmente en otros tiempos muy anteriores a la promulgación del nombre de Jesucristo y de su ley evangélica, reponiéndose al fin de aquella aflicción; y por eso no debemos desconfiar en esta época, porque en esto, ¿quién sabe la voluntad de Dios?
CAPITULO VIII. Qué dioses piensan los romanos que les han acrecentado y conservado su imperio, habiéndoles parecido que apenas se podía encomendar a estos dioses, y cada uno de por si, el amparo de una sola cosa
Parece muy a propósito veamos ahora entre la turba de dioses que adoraban los romanos cuáles creen ellos fueron los que acrecentaron o conservaron aquel Imperio. ¿Por qué en empresa tan famosa y de tan alta dignidad no se atreven a conceder alguna parte de gloria a la diosa Cloacina, o la Volupia, llamada así de coluptale, que es el deleite, o la Libentina, denominada así de libidini, que es el apetito torpe, o al Vaticano, que preside a los llantos de las criaturas, o la Cunina, que cuida sus cunas? ¿Y cómo pudiéramos acabar de referir en un solo lugar de este libro todos los nombres de los dioses o diosas, que apenas caben en abultados volúmenes, dando a cada dios un oficio propio y peculiar para cada ministerio? No se contentaron, pues, con encomendar el cuidado del campo a un dios particular, sino que encargaron la labranza rural a Rusina, las cumbres de los montes al dios Jugatino, los collados a la diosa Colatina, los valles a Valona. Ni tampoco pudieron hallar una Segecia, tal que de una vez se encargase y cuidase de las mieses, sino que las mieses sembradas, en tanto que estaban debajo de la tierra, quisieron que las tuviese a su cargo la diosa Seya; y cuando habían ya salido de la tierra y criado caña y espiga, la diosa Segecia; y el grano ya cogido y encerrado en las trojes para que se guardase seguramente, la diosa Tutilina; para lo cual no parecía bastante la Segecia, mientras la mies llegaba desde que comenzaba a verdeguear hasta las secas aristas. Y, con todo eso, no bastó a los hombres amantes de los dioses este desengaño para evitar que la miserable alma no se sujetase torpemente a la turba de los demonios, huyendo los castos abrazos de un solo Dios verdadero. Encomendaron, pues, a Proserpina los granos que brotan y nacen; al dios Noduto los nudos y articulaciones de las cañas; a la diosa Volutina los capullos y envoltorios de las espigas, y a la diosa Patelena, cuando se abren estos capullos para que salga la espiga; a la diosa Hostilina, cuando las mieses se igualan con nuevas aristas, porque los antiguos, al igualar, dijeron hostire; a la diosa Flora, cuando las mieses florecen; a Lacturcia, cuando están en leche; a la diosa Matura, cuando maduran; a la diosa Runcina, cuándo los arrancan de la tierra; y no lo refiero todo, porque me ruborizo de lo que ellos no se avergüenzan. Esto he dicho precisamente para que se entienda que de ningún modo se atreverán a decir que, estos dioses fundaron, acrecentaron y conservaron el Imperio romano; pues en tal conformidad daban a cada uno su oficio, pues a ninguno encargaban todos en general. ¿Cuándo Segecia había de cuidar del Imperio, si no era lícito cuidar a un mismo tiempo de las mieses y de los árboles? ¿Cuándo había de cuidar de las armas Cunina, si su poder no se extendía más que a velar sobre las cunas de los niños? ¿Cuándo Noduto les había de ayudar en la guerra, si su poder ni siquiera se extendía al cuidado del capullo de la espiga, sino tan sólo a los nudos de la caña? Cada uno pone en su casa un portero, y porque es hombre, es, sin duda, bastante. Estos pusieron tres dioses: Fórculo, para las puertas; Cardea, para los quicios; Limentino, para los umbrales. ¿Acaso era imposible que Fórculo pudiese cuidar juntamente de las puertas, quicios y umbrales?
CAPITULO IX. Si la grandeza del imperio romano y el haber durado tanto se debe atribuir a Júpiter, a quien sus adoradores tienen por el supremo de los dioses
Dejada, pues, a un lado por tiempo breve la turba de estos dioses particulares, es necesario pasemos a indagar el oficio y cargo de los dioses mayores, con que Roma ha llegado a creer en tanto grado que ha tenido el dominio sobre tantas naciones crecido número de siglos. Luego, en efecto, esta gloria se debe a Júpiter Optimo Máximo, ya que quieren que éste sea el rey de todos los dioses y diosas; lo cual manifiesta su cetro y la elevada roca Tarpeya en el Capitolio. De este dios refieren, aunque por un poeta, que se dijo muy bien Jovis omnia plena, que todo estaba lleno de Júpiter. Este -cree Varrón- es el que adoraban también los que veneran a un solo dios sin necesidad de imágenes, aunque le llaman con otro nombre; y si esto es así ¿por qué le trataron tan mal en Roma, así como algunos, igualmente, entre las de-más naciones, erigiéndole estatuas, lo cual al mismo Varrón le desconcertó tanto, que con ser contra el uso y depravada costumbre de una ciudad tan populosa, no dudó en escribir que los que en los pueblos instituyeron estatuas les quitaron el temor y les añadieron error?
CAPITULO X. Las opiniones que siguieron los que pusieron diferentes dioses en diversas partes del mundo
Y ¿por qué ponen a su lado también a su esposa, Juno, y permiten que ésta se llame hermana y esposa? Por qué motivo por Júpiter entendemos el cielo, y por Juno el aire, siendo así que estos dos elementos están juntos, el uno más alto y el otro más bajo? Luego no es aquel dé quien se dijo que todo estaba lleno de Júpiter, si alguna parte la llena también Juno. ¿Por ventura cada uno de ellos hinche el cielo y el aire, y ambos están juntamente en estos dos elementos y en cada uno de ellos? ¿Por qué causa atribuyen el cielo a Júpiter y el aire a Juno? Finalmente, si estos dos solos fuesen bastantes, ¿para qué el mar le atribuyen a Neptuno, y la tierra a Plutón? Y porque éstos no estuvieran tampoco sin sus mujeres, les añadieron, a Neptuno, Salacia, y a Plutón, Proserpina; pues así como Juno, dicen, ocupa la parte inferior del cielo, esto es, el aire, así Salacia ocupa la parte inferior del mar, y Proserpina la de la tierra. Buscan solícitos estratagemas para sostener sus fábulas, y no las hallan; pues si esto fuese así, sus mayores mejor dijeran que los elementos del mundo eran tres, que no cuatro, para que a cada elemento le cupiera su casamiento con los dioses; no obstante, es cierto que afirman ser una cosa el cielo y otra el aire; y el agua, ya sea la de arriba o la de abajo, seguramente sea agua. Pero supongo que sea diferente; ¿acaso es tanta la diferencia que la inferior no sea agua? Y la tierra, ¿qué puede ser otra cosa que tierra, por más diferente que sea, y más cuando con estos tres o cuatro elementos estará ya perfeccionado todo el mundo corpóreo? Minerva, ¿dónde estará? ¿Qué lugar ocupará? ¿Cuál llenará? Ya, juntamente con los otros, la tienen puesta en el Capitolio, aunque no es hija de ambos; y si dicen que Minerva ocupa la parte superior del cielo, y por esta causa fingen los Poetas que nació de la cabeza de Júpiter, ¿por qué motivo no tienen a ésta por reina de los dioses, que es superior a Júpiter? ¿Es por ventura porque es impropio preferir una hija a su padre’? Y si ésta es la causa, ¿por qué no se hizo esta justicia a Saturno con el mismo Júpiter? ¿Es por ventura porque fue vencido? ¿Luego pelearon? De ninguna manera, dicen, sino que esto es cosa de fábulas. Sea así enhorabuena; no creamos a las fábulas y tengamos mejor concepto de los dioses; mas ¿por que no le han dado al padre de Júpiter, ya que no lugar más alto, por lo menos uno igual en honra? Porque Saturno, dicen, es la longitud del tiempo. Luego adoran al tiempo los que adoran a Saturno, y suficientemente se nos insinúa que el rey de los dioses, Júpiter, es hijo del tiempo. ¿Qué expresión indigna se profiere cuando se dice que Júpiter y Juno son hijos del tiempo, si él es el Cielo y ella la Tierra, supuesto que el Cielo y la Tierra son cosas criadas? Esto también lo confiesan sus doctos y sabios en sus libros, y no lo tomo de ficciones poéticas, sino de los libros de los filósofos, donde dijo Virgilio: «Entonces el Cielo, padre todopoderoso, con fecundas lluvias desciende en el regazo de su festiva esposa»; esto es, en el regazo de la Tellus o Tierra, porque también quieren que haya algunas diferencias, y en la misma tierra una cosa piensan que es la Tierra, otra Tellus, otra Tellumón, y tienen a todos éstos como dioses, llamándolos con sus propios nombres y con sus oficios distintos, y reverenciando a cada uno en particular con sus aras y sacrificios. A la misma Tierra denominan también madre de los dioses; de modo que viene ya a ser más tolerable lo que fingen los poetas, si, según los libros de éstos, no los poéticos, sino los que tratan de su religión, Juno no sólo es hermana y mujer, sino también madre de Júpiter. Esta misma Tierra quieren que sea Ceres, la misma también, Vesta, aunque, por la mayor parte afirmen que Vesta no es sino el fuego que pertenece a los hogares, sin los cuales no puede pasar la ciudad, y que por esto le suelen servir las vírgenes, porque así como de la virgen no nace cosa alguna, tampoco del fuego, Toda esta vanidad fue preciso que la desterrase y deshiciese el que nació de la Virgen; porque ¿quién podría sufrir que tributando tanto honor al fuego y atribuyéndole tanta castidad, algunas veces no tenga pudor de decir que Vesta es también Venus, para que en sus siervas sea vana la virginidad tan estimada y honrada? Por que si Vesta fue Venus, ¿cómo la podría servir legítimamente las vírgenes no imitando a Venus? ¿Por ventura hay dos Venus, una virgen y otra casada? O, por mejor decir, hay tres: una, de las vírgenes, la cual se llama también Vesta; otra, de las casadas, y otra, de las camareras. A ésta también los fenicios ofrecían sus oblaciones, resultantes de la torpe ganancia que hacían sus hijas con sus cuerpos antes que las diesen en matrimonio a sus maridos. ¿Cuál de estas matronas es la de Vulcano? Sin duda que no, es la virgen, porque tiene mando, y por ningún caso será tampoco la ramera, porque no parece que hacemos agravio al hijo de Juno, auxiliar de Minerva; luego se infiere que ésta es la que pertenece a las casadas; pero no queremos que la imiten en lo que ella hizo con Marte. Otra vez, dicen, volvéis a las fábulas; mas ¿qué razón o qué justicia es ésta, agraviarse de ,nosotros porque hablamos de sus dioses y no agraviarse de sus propios cuando tan de buena gana se ponen a mirar en los teatros como se representan semejantes delitos de sus dioses, y, lo que es más increíble, si constantemente no se probase con la experiencia que estos mismos crímenes teatrales de sus dioses se instituyeron en honor de su divinidad?
CAPITULO XI. De muchos dioses que los maestros y doctores de los paganos defienden que son un mismo Júpiter
Por más razones y argumentos filosóficos que quieran alegar, jamás podrán sostener que Júpiter es ya el alma de este mundo corpóreo que llena y mueve toda esta máquina, fabricada y compuesta de los cuatro elementos o de cuantos quisieren añadir; con tal que ceda su parte a su hermana y hermanos, ya sea el Cielo, de modo que tenga abrazada por encima a Juno, que es el aire y tiene debajo de sí; ya sea todo el Cielo, juntamente con el aire, y fertilice con fecundas lluvias y semillas la tierra, como a su mujer, y a la misma como a su madre; supuesto que tan extraña mezcla de parentescos en los dioses no se tiene por acción criminal; ya porque no sea necesario discurrir particularmente por todas sus cualidades si es un solo dios, de quien creen algunos habló el poeta cuando dijo <que Dios se difunde por todas las tierras, por todos los golfos y senos del mar, y por toda la profunda máquina del Cielo>. Pues bien; el que en el Cielo es Júpiter; en el aire, Juno; en el mar, Neptuno; en las partes inferiores del mar, Salacia; en la tierra, Plutón; en la parte inferior de la tierra, Proserpina; en los domésticos hogares, Vesta en las fraguas de los herreros, Vulcano; en los astros, el Sol, Luna y Estrellas; en los adivinos, Apolo; en las mercaderías, Mercurio; en Jano, el que comienza; en Término, el que acaba; en el tiempo, Saturno; Marte y Belona, en las guerras; Uber, en las viñas; Ceres, en las mieses; Diana, en las selvas; Minerva, en los ingenios; finalmente, sea Júpiter también la turba de dioses plebeyos; él sea el que preside, con el nombre de Libero, a la semilla o virtud generativa de los varones, y con nombre dc Ubera, a la de las mujeres; él sea Diespiter, el que lleva a feliz término los nacimientos; él sea la diosa Mena, a quien encargaron los menstruos de las mujeres; él sea Lucina, a quien invocan las que paren; él sea el que ayuda a los que nacen, recibiéndolos en el regazo de la tierra, y llámese Opis, el que en los llantos de las criaturas les abra la boca, y Ilámese dios Vaticano el que las levante de la tierra, y llámese la diosa Levana; el que tenga cuenta de las cunas, llámese diosa Cunina; no sea otro sino sea el mismo en aquellas diosas que dicen su suerte a, los que nacen, y se llaman Carmentes; tenga cargo de los sucesos fortuitos, y llámese Fortuna; ya representando a la diosa Ruma, dé leche a las criaturas, porque los antiguos al pecho llamaban ruma; en la diosa Potina, dé de beber bebida; en la diosa Educa, la comida; del pavor de los niños llámese Pavencia; de la esperanza que viene, Venilla; del deleite, Volupia; del acto generativo, Agenoria; de los estímulos con que se mueve el hombre con exceso al acto sexual llámese la diosa Estímula; sea la diosa Estrenua haciéndole estrenuo y diligente; Numeria, que le enseñe a numerar y contar; Camena, a cantar; él sea el dios Conso dándole consejos, los que particularmente no son adorados, ¿cómo no temen, habiendo aplacado a tan pocos, vivir teniendo airado contra si a todo el Cielo? Y si adoran y tributan culto a todas las estrellas, porque están contenidas en Júpiter, a quien reverencian, con este atajo pudieran en él solo venerar a todos, pues así ninguna se enojara, pues que, en sólo Júpiter se rogaba a todas, y ninguna era despreciada; mas adorando a unas se daría justa causa a otras de enojarse por ser adoradas las cuales son muchas más, sin comparación, mayormente cuando estando ellas resplandecientes desde su elevado asiento, se les prefiera hasta el mismo Príapo desnudo y torpemente
armado.
CAPITULO XII. De la opinión de los que pensaron que Dios era el alma del mundo y que el mundo era el cuerpo de Dios
Y ¿qué diremos del otro absurdo? ¿Acaso no es asunto que debe excitar los ingenios expertos, y aun a los que no sean muy agudos? En este punto no hay necesidad de poseer elevada excelencia de ingenio para que, dejada la manía de porfiar, pueda cualquiera advertir que, si Dios es el alma del mundo, y que respecto de esta alma el mundo se considera como cuerpo, de suerte que sea un animal que conste de alma y cuerpo; Y si este dios es un seno de la Naturaleza que en sí mismo contiene todas las cosas, de modo que de su alma, que vivifica toda esta máquina, se extraigan y tomen las vidas y almas de todos los vivientes, conforme a la suerte de cada uno que nace, no puede quedar de modo alguno cosa que no sea parte de Dios; y si esto es verdad, ¿quién no echa de ver la gran irreverencia e inconciencia que se sigue de que pisando uno cualquier cosa haya de pisar y hollar parte de Dios, y que matando cualquier animal haya de matar parte de Dios? No quiero referir todas las reflexiones que pueden ocurrir a los que lo consideraren maduramente, y no se pueden indicar sin pudor.
CAPITULO XlII. De los que dicen que sólo los animales racionales son parte del que es un solo Dios
Y si se obstinan en sostener la errada máxima de que solamente los animales racionales, como son los hombres, son partes de Dios, no puedo comprender cómo, si todo el mundo es Dios, separan de sus partes a las bestias. Pero ¿a qué es necesario porfiar? Del mismo animal, esto es, del hombre, ¿qué mayor extravagancia pudiera creerse si se intentara defender que azotan parte de Dios cuando azotan a un muchacho? Pues querer hacer a las partes de Dios lascivas, perversas, impías y totalmente culpables, ¿quién lo podrá sufrir, sino el que del todo estuviere loco? Finalmente, ¿para qué se ha de enojar con los que no le adoran, si sus partes son las que no le veneran? Resta, pues, que digan que todos los dioses tienen sus peculiares vidas, que cada uno vive de por sí y que, ninguno de ellos es parte de otro, sino que se deben adorar todos los que pueden ser conocidos y adorados, porque son tantos, que no todos lo pueden ser, y entre ellos, como Júpiter preside como rey, entiendo se persuaden que él les fundó y acrecentó el Imperio romano. Y si este prodigio no le obró esta deidad suprema, ¿cuál será el que creerán pudo emprender obra tan majestuosa estando ocupados todos los, demás en sus oficios y cargos propios, sin que nadie se entremeta en el cargo del otro? ¿Luego puede ser que el rey de los dioses propagase y amplificase el reino de los hombres?
CAPITULO XIV. Que sin razón atribuyen a Júpiter el aumento de los reinos, pues si, como dicen, la victoria es odiosa, ella sola bastará para este negocio
Pregunto ahora lo primero: ¿por qué también el mismo reino no es algún dios? ¿Y por qué no lo será así, si la victoria es dios? ¿O qué, necesidad hay de Júpiter en este asunto si nos favorece la Victoria, la tenemos propicia y siempre acude en favor de los que quiere que sean vencedores? Con el socorro y favor de esta diosa, aunque esté quedo e inmóvil Júpiter, y ocupado en otros negocios, ¿qué naciones no se sujetaran? ¿Qué reinos no se rindieran? ¿Es acaso porque aborrecen los buenos el pelear con injusta causa, y provocar con voluntaria guerra por el ansia de dilatar los términos de su Imperio a los vecinos que están pacíficos y no agravian ni causan perjuicios a sus comarcanos? Verdaderamente que si así lo sienten, lo apruebo y alabo.
CAPITULO XV. Si conviene a los buenos querer extender su reino
Consideren, pues, con atención, no sea ajeno del proceder de un hombre de bien el gustar de la grandeza de! reino, porque el ser malos aquellos a quienes se declaró justamente la guerra sirvió para que creciese el reino, el cual sin duda fuera pequeño y limitado si la quietud y bondad de los vecinos comarcanos, con alguna injuria, no provocara contra sí la guerra; pero si permaneciesen con tanta felicidad las cosas humanas, gozando los hombres con quietud de sus haberes, todos los reinos fueran pequeños en sus limites, viviendo alegres con la paz y concordia de sus vecinos, y así hubiera en el mundo muchos reinos de diferentes naciones, así como hay en Roma infinitas casas compuestas de un número considerable de ciudadanos; y por eso el suscitar guerras y continuarías, como el dilatar del reino, sojuzgando gentes y pueblos, a los malos les parece felicidad y a los buenos necesidad; mas porque sería peor que los malos, procaces e injuriosos, se enseñoreasen de los buenos y pacíficos, no fuera de propósito, sino muy al caso, se llama también este trastorno felicidad. Con todo, seguramente, es dicha más apreciable tener amigo a un buen vecino que sujetar por fuerza al malo belicoso. Perversos deseos son desear tener odios y temores, para poder tener triunfos. Luego si sosteniendo juntos guerras, no impías ni injustas, pudieron los romanos conquistar un Imperio tan dilatado, ¿acaso deben o están obligados a adorar igualmente como a diosa a la injusticia ajena? Pues observamos que ésta cooperó mucho para conseguir esta grandeza y posesión vasta del Imperio, en atención a que ella misma formaba malévolos, para que hubiese con quien sostener justa guerra, y así acrecentar el Imperio; ¿y por qué motivo no será diosa del mismo modo la maldad, a lo menos de las otras naciones, si el Pavor, la Palidez y la Fiebre merecieron ser diosas de los romanos? Así que con estas dos, esto es, con la maldad ajena y con la diosa Victoria, levantando las causas y ocasiones de la guerra la maldad, y acabándola con dicho fin la Victoria, creció el Imperio sin hacer nada Júpiter; porque ¿qué parte pudiera tener aquí Júpiter, supuesto que los sucesos que pudieran considerarse como beneficios suyos los tienen por dioses, los llaman dioses y los adoran como dioses, y a éstos llaman e invocan en vez de sus partes? Aunque pudieran tener aquí alguna parte si él se llamara también reino, como se llama la otra victoria; y si el reino es don y merced de Júpiter, ¿por qué no ha de tenerse la victoria por beneficio suyo? Y, sin duda, se tuviera por tal, si conocieran y adoraran, no a la pedirían en el Capitolio, sino al verdadero Rey de Reyes y Señor de Señores.
CAPITULO XVI. Cuál fue la causa por que, atribuyendo los romanos a cada cosa y a cada movimiento su dios, pusieron el templo de la Quietud fuera de las puertas de Roma
Pero me causa grande admiración el observar que, atribuyendo los romanos su dios respectivo a cada objeto, y a casi todos los movimientos naturales en particular, llamando diosa Agenoria a la que los excita a obrar; diosa Estímula a la que los estimulaba con exceso a obrar desordenadamente; diosa Murcia, a la que con demasía los dejaba mover y hacía al hombre, como dice Pomponio, murcidum; esto es, demasiado flojo e inactivo; diosa Estrenía, a la que los hacía diligentes. A todos estos dioses y diosas les señalaron públicas fiestas; pero a la que llamaban Quietud, porque concedía quietud y descanso, teniendo su templo fuera de la puerta Colina, no quisieron recibirla públicamente. Ignoro si fue esta deliberación indicio seguro de su ánimo inquieto, o si acaso nos quisieron dar a entender que él que adoraba aquella turba, no de dioses verdaderos, sino de demonios, no podía gozar de quietud y reposo, a que nos llama y con vida el verdadero médico, diciendo: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas».
CAPITULO XVII. Pregúntase si, teniendo Júpiter el poder supremo, se debió tener por diosa a la Victoria
¿Dirán seguramente que Júpiter es quien envía con los mensajes felices a la diosa Victoria, y que ella, como, obediente al rey de los dioses, va adonde él se lo manda y allí hace su residencia? Esta particular prerrogativa se dice con verdad no de aquel Júpiter, a quien según su opinión suponen rey de los dioses, sino de aquel verdadero rey de los siglos, que envía no la victoria, que no es sustancia, sino a su ángel, haciendo que venza el que le ama de corazón, cuyo consejo y altas disposiciones pueden ser ocultas, pero no injustas;, que si la Victoria es diosa, ¿por qué no es dios también el Triunfo y se une con la Victoria, como marido, o como hermano, o como hijo? Tales absurdos idearon los antiguos gentiles, respecto de sus dioses, los cuales si los poetas lo fingieran y nosotros los reprendiéramos, respondieran que eran ridículas patrañas de los poetas, y no cualidades que se debían atribuir a los verdaderos dioses. Con todo, no se reían de sí mismos no digo cuando leían semejantes desatinos en los poetas, pero ni cuando los adoraban en sus templos; y en tales circunstancias debieran, pues, suplicar y dirigir sus oraciones a Júpiter en todas sus necesidades, acudieron a él solo con sus votos y ruegos; porque si la Victoria es diosa y está subordinada a este rey, no pudiera o no se atreviera a contradecirle, antes más bien cumplirla exactamente su voluntad.
CAPITULO XVIII. Por qué tuvieron por dioses distintos a la Felicidad y a la Fortuna
Supuesto que la Felicidad es también diosa, le fue erigido templo, mereció ara, le dedicaron ceremonias propias; luego debieran adorar a ésta sola, porque donde ésta se halle, ¿qué bien no habrá? Pero ¿qué significa que del mismo modo tienen y adoran por diosa la Fortuna? ¿Es, por ventura, una cosa la felicidad y otra la fortuna? Sin duda, la fortuna puede ser también mala; pero la felicidad, si fuera mala, no será felicidad; pues ciertamente todos los dioses varones y hembras (si es que en ellos hay diferencia de sexos) no los debemos tener sino por buenos. Esto lo enseña Platón y lo enseñan otros filósofos y los más insignes príncipes de los pueblos. Y como la diosa Fortuna a veces es buena y a veces es mala, ¿acaso cuando es mala no es diosa, sino que de repente se convierte en espíritu maligno? ¿Cuántas son estas diosas? Sin duda, cuantos son los hombres afortunados; esto es, de buena fortuna; porque habiendo otros muchos juntamente, esto es, en una misma época, de mala fortuna, pregunto: si ella fuera tal, ¿sería juntamente buena y mala; para esto, una, y para los otros, otra? O la que es diosa, ¿es acaso siempre buena? Luego de esta manera ella es la felicidad, y si lo es, ¿para qué las ponen diversos nombres? Pero esto, dicen, se puede sufrir, porque también acostumbramos llamar a una misma cosa con diferentes nombres. ¿A qué vienen entonces diversos templos, diversas aras y sacrificios? Dicen que la causa es porque felicidad es la que tienen los buenos por sus merecimientos; pero la fortuna que se dice buena viene fortuitamente a los buenos y a los malos, sin tener en cuenta sus méritos, y por eso se, llama también fortuna. ¿Cómo es buena la que sin juicio ni discreción viene a los buenos y a los malos? ¿Y para qué la adoran siendo tan ciega y ofreciéndose a cada paso a cualquier persona, de modo que por la mayor parte desampara a los que la adoran y se hace de la parte de los que la desprecian? Y si es que aprovechan o sacan alguna utilidad los que la tributan culto de manera que ella los atienda y los ame, y tiene en cuenta los méritos y no viene por acaso. ¿Dónde está, pues, aquella definición de la Fortuna? ¿Y por qué se llamó Fortuna del caso fortuito? Porque es cierto que no aprovecha el rendirla adoración si es fortuna; pero si acude a sus devotos, y a los que la reverencian, de modo que utilizase su influjo, no es fortuna. ¿O es que Júpiter la puede enviar donde quiera? Entonces adórenle sólo a él; porque no puede resistir a sus mandatos ni dejar de ir adonde Júpiter quisiere. Pero, en fin, adórenla si quieren los malos, que no se preocupan de adquirir méritos con que granjear el afecto de la diosa Felicidad.
CAPITULO XIX. De la Fortuna femenil
Tanto poder atribuyen a esta diosa que llaman Fortuna, que la estatua que la dedicaron las matronas y se llamó Fortuna femenil refieren que habló y dijo, no una vez, sino dos, que legítimamente la habían dedicado las matronas, de lo cual, dado que sea verdad, no hay por qué maravillarnos: porque el engañarnos de este modo no es difícil a los malignos espíritus, cuyas cautelas debieran éstos advertir mucho mejor por este ejemplar, viendo que, habló una diosa que socorre por acaso y no por méritos, supuesto que vino a ser la fortuna parlera y la felicidad muda, ¿y con qué objeto, sino para que los hombres no cuidasen de vivir bien, habiendo ganado para sí la Fortuna que los puede hace? dichosos sin ningún merecimiento suyo? Si la Fortuna había de hablar, por lo menos hablara no la mujeril, sino la varonil, a fin de que no pareciese que las mismas que habían dedicado la estatua habían también fingido tan gran portento por la locuacidad de las mujeres.
CAPITULO XX. De la virtud y fe, a quienes los paganos honraron con templos y sacrificios, dejándose otras cosas buenas que asimismo debían adorar, si se concedía rectamente a las otras la divinidad
Hicieron asimismo diosa a la Verdad, y si en realidad lo fuera, debiera ser preferida a muchas; pero supuesto que no es diosa, sino un don particular de Dios, pidámosla a Aquel que solamente la puede dar, y desaparecerá como humo toda la canalla de los dioses falsos. Mas ¿por qué motivo tuvieron por diosa a la Fe y la dedicaron templo y altar, a quien el que prudentemente lo reconoce, se convierte a sí mismo en templo y morada para ella? ¿Y de dónde saben ellos qué cosa sea fe, cuyo primero y principal deber es que se crea en el verdadero Dios? ¿Y por qué no se contentaron con sola la Virtud? ¿Por ventura no está allí también la fe, pues observaron que la virtud se divide en cuatro especies: prudencia, justicia, fortaleza y templanza? Y cómo cada una de éstas tienen sus especies subalternas, debajo de la justicia está comprendida la fe, y tiene el primer lugar entre cualquiera de nosotros que sabe lo que es: Justos ex fide vivit, «que el justo vive por la fe»; pero me admiro de estos que tienen ansia por aglomerar dioses. ¿Cómo o por qué causa, si la Fe es diosa, agraviaron a otras diosas sin hacer caso de ellas a quienes asimismo pudieran dedicar templos y aras? ¿Por qué no mereció ser diosa la templanza, habiendo alcanzado con su nombre no pequeña gloria algunos príncipes romanos? ¿Por qué razón, finalmente, no es diosa la fortaleza, la que favoreció a Murcio cuando extendió su diestra sobre las llamas; la que favoreció a Murcio cuando se arrojó por la defensa de su patria en un boquerón abierto en la tierra; la que motivó pudieran venerar a un solo Dios, cuyas partes entienden que favoreció a Decio padre y a Decio hijo cuando ofrecieron sus vidas a los dioses por salvar el ejército? Si es que había en todos estos campeones verdadera fortaleza, de lo cual ahora no tratamos, ¿por qué la prudencia y sabiduría del nombre genérico de la misma virtud se reverencian y sobreentienden todas? Luego por el mismo motivo pudieran venerar a un solo Dios, cuyas partes entienden que son todos los demás, y así es, que en la virtud sola se contienen igualmente la Fe y la Pureza, las cuales, sin embargo, merecieron se las erigiese altares en sus propios templos.
CAPITULO XXI. Que los que no conocían un solo Dios, por lo menos se debieran contentar con la virtud y con la felicidad
A estas virtudes de que acabamos de hablar las hizo diosas no la verdad, sino el capricho humano; pues de hecho son dones del verdadero Dios, no diosas. Con todo, donde está la virtud y la felicidad, ¿para qué buscan otra causa? ¿Qué le ha de bastar a quien no le es suficiente la virtud y la felicidad? La virtud comprende en sí todas las acciones loables que se deben practicar, y la felicidad todas las que se pueden desear; si porque les concediera éstas adoraban a Júpiter (que, en efecto, si la grandeza y duración larga del Imperio es algún bien, pertenece en cierto modo a la felicidad), ¿por qué, pregunto, no entendieron que eran dones de Dios y no diosas? Y si pensaron que eran divinidades, a lo menos no debieron buscar la demás turba numerosa de dioses, pues, considerados atentamente los oficios respectivos de todos ellos, los cuales fingieron como quisieron, según que a cada uno le pareció, busque si quieren alguna prerrogativa que pueda conceder algún dios al hombre, mediante la cual se haya virtuoso y consiga la felicidad. ¿Qué razón había para pedir doctrina a Mercurio o a Minerva, comprendiéndola toda en sí la virtud? Los antiguos nos definieron la virtud, diciendo «que era arte de vivir bien y rectamente», de la cual (como en griego se dice apern la Virtud) se entiende, que tomaron los latinos su derivación y tradujeron el nombre de arte, y si la virtud no podía recaer sino en el ingenios, ¿qué necesidad había del dios padre Cacio para que los hiciera cautos, esto es, agudos, pudiendo desempeñar este ministerio la felicidad? Porque el nacer uno ingenioso, a la felicidad pertenece; y así, aunque no pudo ser reverenciada la diosa Felicidad por el que aún no había nacido para que lisonjeándola en su favor le concediera este don gratuito, con todo, pudo hacer gracia a sus padres, sus devotos, para que les naciesen los hijos ingeniosos. ¿Qué necesidad había de que las que estaban de parto invocasen a Lucina, pues si tenían propicia a la felicidad, no sólo habían de tener feliz parto, sino también buenos hijos? ¿Qué necesidad había de encomendar a la diosa Opis las criaturas que nacían; al dios Vaticano las que lloraban; a la diosa Cunina las que estaban en las cunas; a la diosa Rumina las que mamaban; al dios Estalino las que se tenían ya en pie; a la diosa Adeona las que llegaban; a la Abeona las que partían; a la diosa Mente, para que las diera buena muerte y entendimiento; al dios Volumno y a la diosa Volumna, para que quisiesen cosas buenas; a los dioses Nupciales, para que las casaran bien; a los dioses Agrestes, para que los proporcionaran abundantes, Y copiosos frutos, y principalmente a la misma diosa Fructesea; a Marte y Belona, para que guerreasen con éxito; a la diosa Victoria, para que venciesen; al dios Honor, para que fuesen honrados; al dios Esculano y a su hijo Argentino, para que tuviesen dinero de vellón y plata? Y por eso tuvieron a Esculano por parte de Argentino, porque primero se principió a usar la moneda de vellón y después la de plata; pero me admiro que el Argentino no engendrase a Aurino, pues que a poco tiempo empezó a usarse la de oro; pues si éstos tuvieran por dios a éste, así como antepusieron a Júpiter Saturno, así también prefieran el Aurino a su padre Argentino y a su abuelo Esculano. ¿Qué necesidad había por el interés de estos bienes del cuerpo, o de los del alma, o de los exteriores, de adorar e invocar tanta multitud de dioses, que ni yo Ios he podido contar todos, ni ellos han podido proveer ni destinar a todos los bienes humanos, distribuidos menudamente y a cada uno de por sí, sus imbéciles y particulares dioses, pudiendo con un atajo importante y fácil conceder todos estos bienes la diosa Felicidad por sí sola; en cuyo caso, no sólo no buscaran otro alguno para alcanzar los bienes, pero ni aun para excusar los males? ¿Para qué habían de llamar para aliviar a los cansados a la diosa Fessonia; para rebatir los enemigos, a la diosa Pelonia; para cuidar a los enfermos, al médico Apolo o Esculapio, o a ambos juntos, cuando hubiese mucho peligro? ¿Qué falta les haría implorar el favor del dios Epinense para que les arrancase las espinas o abrojos del campo, ni a la diosa Rubigo para que no se les aneblasen las mieses, estando la Felicidad sola presente, con cuyo auxilio no se ofrecerían males algunos, o fácilmente se evitarían? Finalmente, puesto que hablamos de estas dos diosas, Virtud y Felicidad, si ésta es premio de la virtud, no es diosa, sino don de Dios, y si es diosa, ¿por qué no diremos que también ella da virtud, ya que el conseguirla es una inestimable felicidad?
CAPITULO XXII. De la ciencia del culto de los dioses, la cual se gloria Varrón haberla el enseñado a los romanos
¿Cómo se atreve a vender Varrón por un beneficio muy apreciable a sus ciudadanos no sólo el darles cuenta de los dioses a quienes deben venerar los romanos, sino el enseñarlos también lo que pertenece a cada uno? Así como, dice, no aprovecha que sepan los hombres el nombre y circunstancias de un médico si no saben que es médico, así, dice, no aprovecha saber que es dios Esculapio, sin saber asimismo que ayuda a recobrar la salud, y por esto ignoras lo que debes pedir. Esta misma doctrina enseña con otra semejante muy a propósito, diciendo que no sólo ninguno puede vivir acomodadamente, pero que ni absolutamente puede vivir si no sabe quién es el carpintero, quién el pintor, quién el albañil a quien pueda pedir lo que necesita de su oficio, de quien pueda ayudarse para que le encamine y le enseñe lo que hubiere de hacer, y de este mismo modo nadie duda que es útil el conocimiento de los dioses, si supiere la facultad o poder que cada dios tiene sobre cada cosa; «porque de esta investigación resultarán el que podamos, dice, saber a qué dios debemos llamar e invocar para cada cosa, y no ejecutaremos lo que acostumbraban los bufones de las comedias pidiendo el agua a Baco y a las ninfas el vino». Grande utilidad, por cierto, ¿y quién no se lo agradecería a este sabio escritor si enseñara la verdad y manifestara con expresiones sencillas y concluyentes el modo como debían los hombres reverenciar a un solo Dios verdadero, de quien proceden todos los bienes?
CAPITULO XXIII. De la Felicidad, a quien los romanos, con tener a muchos dioses, en mucho tiempo no adoraron con culto divino, siendo ella sola bastante en lugar de todos
Pero, volviendo a lo que íbamos hablando, si sus libros y los puntos tocantes a su religión son verdaderos, y la Felicidad es diosa, ¿por qué no crearon a ésta sola por divinidad, supuesto que todo podría concederlo, y sin dificultad hacer a cualquiera dichoso? ¿Quién hay, por acaso, que desee alcanzar alguna cosa por otro fin que por ser feliz y dichoso? ¿Por qué, finalmente, después de tantos príncipes romanos, vino Lúculo a dedicar templo, tan tarde, a una diosa tan célebre y poderosa? ¿Por qué razón el mismo Rómulo, ya que deseaba fundar una ciudad feliz, no edificó, antes que a otro, a ésta un templo? ¿Y para qué suplicó gracia alguna a los demás dioses, pues nada le faltaría si tuviese sólo a ésta propicia? Porque ni él fuera en sus principios rey ni, según ellos lo predican, después dios, si no hubiera tenido a está diosa por su favorita. ¿Para qué dio Rómulo por dioses a Jano, Júpiter, Marte, Pico, Fauno, Tiberino, Hércules, si hay otros? ¿Para qué Tito Tacio les añadió a Saturno, Opis, el Sol, la Luna, Vulcano, la Luz y los demás que aumentó, entre los cuales puso a la diosa Cloacina, si para nada valen dejándose a la Felicidad? ¿Para qué añadió Numa tantos dioses y tantas diosas si no hizo caso de ésta? ¿Es, por ventura, porque entre tanta turba no la vio? El rey Hostilio tampoco hubiera introducido nuevamente por dioses para tenerlos propicios al pavor y a la palidez si se conociera y adorara a esta diosa, porque en presencia de la Felicidad todo pavor y palidez se ausentaron, no por, haberlos aplacado, sino que, contra su voluntad, se marcharan. Y asimismo, ¿qué diremos fue el motivo de que, no obstante haberse extendido por diferentes provincias la dominación romana, sin embargo, todavía ninguno adoraba a la Felicidad? ¿Diremos, acaso, que por esto fue el Imperio más grande y feliz? Mas ¿cómo podría haber verdadera felicidad donde no había verdadera piedad y religión?, puesto que la piedad es el culto del verdadero Dios, y no el culto de los dioses falsos, que son tan dioses como demonios; con todo, aun después de haber recibido ya en el número sus falsos dioses a la Felicidad, sobrevino poco después aquella terrible infelicidad causada de las guerras civiles. ¿Diremos, acaso, que el motivo de esta catástrofe dimanó de haberse enojado con justa causa la Felicidad por haberla convidado tan tarde y por no honrarla, sino para afrentarla, con especialidad viendo que juntamente con ella tributaban rendidos cultos a Príapo y a Cloacina, al Pavor y a la Palidez, a la Fiebre y a los demás, no dioses que se debían adorar, sino vicios de los que adoraban? Finalmente, si les pareció conveniente venerar a una tan célebre diosa en compañía de una turba tan infame, ¿por qué siquiera no la adoraban y reverenciaban con más solemnidad que a los otros? ¿Quién ha de sufrir que no colocasen a la Felicidad ni aun entre los dioses Cosentes, que dicen asisten al consejo de Júpiter, ni entre los dioses que llaman Sabetos, dedicándola algún templo que, por la excelencia del lugar y la majestad del edificio, fuera preeminente? ¿Y por qué no debía ser más suntuoso que el del mismo Júpiter? ¿Pues quién dio el reino a Júpiter, sino la Felicidad? Si, pero fue feliz cuando reinó, y mejor es, sin duda, la felicidad que el reino, porque es infalible que fácilmente hallaréis quien rehúse ser rey, pero no hallaréis ninguno que no quiera ser feliz; luego si consultaran a los mismos dioses, por vía de prestigio o agüeros, o de cualquier otro modo que éstos entienden que pueden ser consultados, si, por ventura, querían ceder su lugar a la Felicidad, aun en el caso que el paraje donde hubiese de erigirse a la Felicidad su mayor y más suntuoso templo estuviese ocupado con algunos templos y altares de otros dioses, hasta el mismo Júpiter cediera el suyo a la Felicidad y señalara la misma cumbre del monte Capitolino, lo que ninguno contradijera si no opusiera a la Felicidad, sino lo que es imposible, el que, quisiese ser infeliz. Es evidente que si se lo preguntaran a Júpiter, no practicara, lo que hicieron con él los dioses Marte, Término y Juventas, que no quisieron de modo alguno cederle su lugar, no obstante ser el mayor y su rey; pues, según refieren sus historias, queriendo el rey Tarquino fabricar el Capitolio y observando que el paraje que le parecía más digno y acomodado, le tenían ya ocupado algunos dioses extraños, no atreviéndose a deliberar cosa alguna contra la voluntad de éstos, y creyendo que de su voluntad, gustosamente, cederían el lugar a un dios tan grande y que era su príncipe (por haber copiosa abundancia de ellos en el Capitolio), tomando su agüero procuró saber por el oráculo si querían conceder el lugar a Júpiter, y todos convinieron en desocuparle a excepción de los referidos Marte, Término y Juventas; por esta causa se dispuso la fábrica del Capitolio de tal modo, que quedaron igualmente dentro de él estos tres tan desconocidos y con señales tan oscuras, que apenas lo sabían hombres doctísimos; así que en ninguna manera despreciara Júpiter a la Felicidad, como a él le despreciaron Marte, Término y Juventas; y aun estos mismos que no cedieron a Júpiter, sin duda que cedieran su lugar a la Felicidad que les dio por rey a Júpiter, o si no se le dejaran no lo hicieran por menosprecio, sino porque quisieran más ser desconocidos en casa de la Felicidad que ser sin ella ilustres en sus propios lugares. Y así, colocada la Felicidad en un lugar tan alto y eminente, supieran todos los ciudadanos adónde habían de acudir en busca de ayuda y favor para el cumplimiento de todos sus buenos deseos. Conducidos de la misma Naturaleza, sin hacer caso de la muchedumbre superflua de los demás dioses, adoraran a sola la Felicidad; a ella sólo fueran las rogativas, sólo su templo frecuentaran los ciudadanos que quisiesen ser felices, y no habría uno solo que no lo quisiera hacer. Ella misma fuera a la que los hombres dirigieran sus plegarias, ella sola a la que implorasen y rogasen entre todos los dioses, y aun estos mismos; porque ¿quién hay que quiera alcanzar alguna gracia de un dios, sino la felicidad, o lo que piensa que importa para la felicidad? Por tanto, si la Felicidad tiene en su mano el comunicarse a la persona que quisiere (y tiénelo, sin duda, si es diosa), ¿qué ignorancia tan crasa es pedirla a otro dios, pudiéndola alcanzar de ella propia? Luego debieran estimar a esta diosa sobre todos los dioses, honrándola también con darla el mejor lugar; porque, según se lee en sus historias, los antiguos romanos tributaron adoraciones a no sé qué Sunmiano, a quien atribuían el descenso de los rayos que calan de noche, aunque con más religiosidad que a Júpiter, a quien pertenecía la dirección de los rayos que caían de día; pero después que edificaron a Júpiter aquel templo más magnífico y suntuoso por su excelencia y majestad, acudió a él tal multitud de gentes, que apenas se halla ya quien se acuerde siquiera de haber leído el nombre de Sunmiano, el cual no se oye ya en boca de alguno. Y si la Felicidad no es diosa, como es cierto, porque es don de Dios, búsquese a aquel Dios que nos la pueda dar, y dejen la multitud prejuiciosa de los falsos dioses, la cual sigue la ilusa turba de los hombres ignorantes, haciendo sus dioses a los dones de Dios, ofendiendo con la obstinación de su arrogante y pervertida voluntad al mismo de quien es peculiar la distribución de estos dones; porque no le puede faltar infelicidad al que reverencia a la felicidad como diosa y deja a Dios, dador y dispensador de la verdadera felicidad; así como no puede carecer de hambre el que lame pan pintado y no lo pide al que lo tiene verdadero y puede darlo.
CAPITULO XXIV. Cómo defienden los paganos el adorar por dioses a los mismos dones de Dios
Pero quiero que veamos y consideremos sus razones: ¿Tan necios, dicen, hemos de creer que fueron nuestros antepasados, que no entendieron que estas cosas eran dones y beneficios di-vinos y no dioses? Sino que, como sabían que semejantes gracias nadie las conseguía si no es concediéndolas algún dios a los dioses, cuyos nombres ignoraban, les ponían el nombre de los objetos y cosas que veían que ellos daban, sacando de allí algunos nombres. Como de bello dijeron Belona, y no bellum; de las cunas, Cunina, y no cuna; de las segetes o mieses, Segecia, y no seges; de las pomas o manzanas Pomona, y no pomo; de los bueyes Bubona, y no buey, o también, sin alterar ni la palabra, sino denominándolas con sus propios nombres, como Pecunia se dijo de la diosa que da el dinero, sin tener de ningún modo por dios a la misma pecunia; así se llamó Virtud la que concede la virtud; Honor, el que da la honra; Concordia, la que da concordia; Victoria, la que da victoria; y por eso dicen que cuando llaman diosa a la Felicidad no se atiende a la que se da, sino al dios que la da. Con esta razón que nos han suministrado, con mayor facilidad persuadiremos a los que no fueren de ánimos demasiado obstinados.
CAPITULO XXV. Que se debe adorar a un solo Dios, cuyo nombre, aunque no se sepa, con todo, se ve que es dador de la felicidad
Pero si ya echó de ver la humana flaqueza que la felicidad no la podía conceder sino algún dios, sintiendo esto mismo los hombres que adoraban tanta multitud de dioses, y entre ellos al mismo Júpiter, rey de los dioses, porque ignoraban el nombre del que concedía la felicidad, por eso quisieron llamarle con el nombre peculiar de la gracia que entendían que daba; luego suficientemente nos dan a entender que ni aun el mismo Júpiter, a quien ya adoraban, les podía dar la felicidad, sino aquel a quien con el nombre de la misma felicidad les parecía que se debía adorar; y apruebo, ciertamente, lo que ellos creyeron, que daba la felicidad un dios a quien no conocían; luego busquen a éste, adórenle; éste basta. Repudien el orgullo y tráfico de innumerables demonios; no baste este dios a quien no le basta su don; a aquél, digo, no le baste, para que adore y reverencie al Dios dador de felicidad, a quien no le basta ni satisface la misma felicidad; pero al que le es suficiente (pues que no tiene el hombre objeto que deba desear más) sirva a un solo Dios dador de la felicidad. No es éste el que ellos llaman Júpiter, porque si le reconocieran a éste por dispensador de la felicidad, sin duda que no buscaran otro u otra del nombre de la misma felicidad que les concediera esta particular gracia, ni fueran de parecer que debían adorar al mismo Júpiter por sus muchas maldades.
CAPITULO XXVI. De los fuegos escénicos que pidieron los dioses a los que los adoraban
Pero «crímenes tan obscenos los finge Homero -dice Tulio-, así como las acciones humanas que transfirió, a los dioses, y yo quisiera más que trasladara las divinas a nosotros». Con razón desagradó a tan eximio orador y filósofo la relación del poeta, porque en ella no hizo más que suponer, falsamente, culpas y crímenes de los dioses; mas ¿por qué causa celebra los juegos escénicos, donde estos delitos se cantan y representan en honor de los dioses, y los más doctos entre ellos los colocan entre los ritos tocantes al culto divino? Aquí pudiera clamar Cicerón no contra las ficciones de los poetas, sino contra las costumbres de sus mayores. ¿Pero, acaso, no debían exclamar también ellos en su defensa, diciendo en qué hemos pecado nosotros? Los mismos dioses nos pidieron que hiciéramos estos juegos en honra suya; rigurosamente nos lo mandaron, y nos amenazaron con terribles calamidades si no los ejecutábamos, y porque por accidentes extraordinarios omitimos alguna particularidad de ellos, o los suspendimos algún tiempo, nos castigaron severamente, y porque practicamos lo que dejamos de hacer por breves instantes, se mostraron contentos y apiadados. Entre sus virtudes y hechos maravillosos se refiere el siguiente: Dijéronle en sueños a Tiro Latino, labrador romano, padre de familia, fuese y avisase al Senado que volviesen a celebrar de nuevo los juegos romanos. El primer día en que debían hacerlos sacaron al suplicio a un malhechor en presencia del pueblo romano, y como pretendían realmente los dioses lograr un completo júbilo y regocijo en los juegos, les ofendió la triste y rigurosa justicia pública; y como el que había sido advertido en sueños no se atrevió al día siguiente a ejecutar lo que le mandaron, la segunda noche le volvieron a prevenir lo mismo con más rigor, y perdió la vida su hijo mayor, porque no lo practicó; la tercera noche le dijeron que le amenazaba aún mayor castigo si no ejecutaba la orden; y no atreviéndose, a pesar de la cruel amenaza, cayó enfermo con un mal terrible y maligno; entonces, por consejo de sus amigos, dio, al fin, cuenta a los senadores, haciéndose conducir en una litera al Senado; y luego que declaró su misterioso sueño, recobró inmediatamente la salud, volviéndose a pie, sano y bueno, a su casa. Atónito el Senado con tan estupendo portento, mandó, que se volviesen a celebrar los juegos, gastando en ellos cuatro veces mayor cantidad de la acostumbrada. ¿Qué hombre juicioso y sensato habrá que no advierta cómo los hombres sujetos a los infernales espíritus (de cuyo poderío no los puede librar otro que la gracia de Dios por Jesucristo Señor nuestro) fueron forzados a hacer en honor de estos dioses acciones que con justa razón se podían tener por torpes? Porque en los juegos escénicos es notorio se celebran las culpas y ficciones poéticas de los dioses, los cuales se renovaron por orden del Senado, habiéndole apremiado a ello los dioses. En tales fiestas, los obscenos y deshonestos farsantes cantaban, representaban y aplacaban a Júpiter de un modo extraordinario, manifestando claramente cómo era un profanador y corruptor de la honestidad. Si los sucesos reiterados en el teatro eran fingidos, enojárase en hora buena; pero si se holgaba y lisonjeaba de sus crímenes supuestos, ¿cómo había de ser reverenciado si no sirviendo al demonio? ¿Es posible que había de fundar, dilatar y conservar el Imperio romano este hombre, el más abatido e infame, que cualquier romano a quien no agradaran ciertamente semejantes torpezas? ¿Y había de dar la felicidad el que tan infelizmente se hacía venerar y si así no le reverenciaban, se enojaba en extremo?
CAPITULO XXVII. De tres géneros de dioses de que habló el pontífice Escévola
Refieren las historias que el doctísimo pontífice Escévola trató de tres géneros de dioses, de los cuales, el uno introdujeron los poetas, otro los filósofos y el tercero algunos príncipes de la ciudad. El primero dice que es una patraña, porque suponen muchas operaciones indignas del carácter de los dioses. El segundo, que no conviene a las ciudades, porque tiene algunas cosas superfluas, y otras también que nos conviene las sepa el pueblo: lo superfluo no es ahora tan digno de tenerse en cuenta, pues aun entre los doctos se suele decir que lo superfluo no daña; pero ¿cuáles son aquellas particularidades que, publicadas, dañan al vulgo? El saber que Hércules, Esculapio, Cástor y Pólux no son dioses, pues escriben los doctos que fueron hombres, y que murieron como hombres; y ¿qué más?, que de los que son realmente dioses no tienen las ciudades verdaderas imágenes, porque el que es verdadero Dios no tiene sexo, ni edad, ni ciertos y determinados miembros del cuerpo. Esto no quiere el pontífice que lo sepa el pueblo, porque no las tiene por falsas; luego opinó es bueno que sean engañadas las ciudades en materia de religión. Lo cual no duda afirmar el mismo Varrón en los libros de las cosas divinas. ¡Graciosa religión para que acuda a ella el enfermo en busca de su remedio, e indagando él la verdad para librarse, creamos que le está bien el engañarse en las mismas historias! No se omite tampoco la razón por qué Escévola no admite el género poético de los dioses, y es porque de tal manera afean y desfiguran a los dioses, que ni siquiera se pueden comparar a los hombres de bien, haciendo al uno ladrón y al otro adúltero. Y del mismo modo hacen que digan o hagan algunas cosas fuera de su orden natural, torpe y neciamente, publicando que tres diosas compitieron entre sí sobre quién llevaría el premio de la hermosura, y que las dos, por haber sido vencidas por Venus, destruyeron a Troya; que las diosas se casan con los hombres; que Saturno se comía a sus hijos; en fin, que no se puede fingir engaño alguno sobre horrendos monstruos o vicios que no se halle allí; todo lo cual es muy ajeno a la naturaleza de los dioses. ¡Oh Escévola, pontífice máximo! Destierra los juegos, si puedes; manda al pueblo que no haga tales honores a los dioses inmortales, con los que se deleite en admirarse de las culpas y delitos de los dioses, y se le antoja de imitar lo que es posible y fácil, y si te respondiere el pueblo: «Vosotros, pontífices, nos enseñasteis esta doctrina», acude y ruega a los mismos dioses, por cuya sugestión lo mandaste, que ordene no se ejecuten semejantes fiestas por ellos; las cuales, si son malas, por la misma razón en ninguna conformidad es justo que se crean de la majestad de los dioses; pues mayor injuria es la que se hace a éstos suponiendo libremente y sin temor semejantes abominaciones de ellos, pero no te oirán, son demonios, enseñan máximas perversas, gustan de torpezas, no sólo no las tienen por injuria cuando fingen de ellos estas liviandades, sino que no pueden sufrir de modo alguno la contumelia que reciben cuando estas torpezas no se representan en sus solemnidades. Ya, pues, si de estos juegos os quejaseis a Júpiter, especialmente por razón de que en ellos se representa la mayor parte de sus culpas y horrendos crímenes, acaso, aunque tengáis y confeséis a Júpiter por persona que rige y gobierna todo este mundo, por el mismo hecho de meterle vosotros entre la turba de los otros y adorarle juntamente con ellos y decir que es su reino, le hacéis una notable injuria.
CAPITULO XXVIII. Si para alcanzar y dilatar el Imperio les aprovechó a los romanos el culto de sus dioses
Luego de ningún modo semejantes dioses como éstos que se aplacan; o, por mejor decir, se infaman con tales honores, que es mayor culpa el gastar de ellos siendo falsos que si se dijeran de ellos con verdad; de ningún modo, digo, estos dioses pudieron acrecentar y conservar el Imperio romano; porque si pudieran hacerlo, dispensaran antes esta gracia tan particular a los griegos, quienes en iguales solemnidades divinas, esto es, en los juegos escénicos, los honraron con mucho más respeto y más dignamente, supuesto que ni aun a si propios se eximieron de la mordaz crítica de los poetas con que veían afrentar a los dioses, concediéndoles permiso para que trataren mal a quien se les antojase, y a los mismos actores no los tuvieron por personas abominables ni infames, antes los estimaron por beneméritos dignos de grandes honras y dignidades. Con todo, así como los romanos, pudieron tener la moneda de oro, aunque no veneraran al dios Aurino, y así como pudieron tener la de plata y la de bronce, aunque no tuvieran a Argentino ni a su padre, Esculano, y de este modo todo lo demás cuya narración fastidia, así también, aunque por ningún titulo pudieran tener el Imperio contra la voluntad del verdadero Dios, sin embargo, aun cuando ignoraran o vilipendiaran a estos dioses falsos, conocieran o veneraran a Aquel uno y solo con fe sincera y buenas costumbres, y no sólo gozaran en la tierra de un reino mucho más apreciable, cualquiera que fuese, grande o pequeño, sino que después de éste alcanzaran el eterno, ya le tuvieran aquí o no le tuvieran.
CAPITULO XXIX. De la falsedad del agüero que pareció haber pronosticado la fortaleza y estabilidad del imperio romano
¿Y qué fue lo que dicen haber sido un maravilloso agüero? Digo lo que referí poco antes: que Marte, Término y Juventas no quisieron ceder su lugar a Júpiter, rey de los dioses, porque con esto, dicen, pronosticaron que la nación Marcial, esto es, los romanos, a nadie habían de ceder el lugar que ocupasen; que ninguno había de mudar los términos y límites romanos por respeto al dios Término, y que la juventud romana, por la diosa Juventas, a nadie había de ceder en valor y constancia. Advertían, pues, el aprecio en que tenían al rey de sus dioses y dador de su reino, supuesto que le oponían tales agüeros, teniendo por presagio muy favorable el que no se le hubiera cedido el lugar preeminente; aunque si esto es cierto, nada tienen que temer, ya que no han de confesar ingenuamente que sus dioses, que no quisieron ceder a Júpiter, cedieron por necesidad a Cristo, puesto que sin detrimento ni menoscabo de los límites del Imperio pudieron ceder al Salvador los lugares en donde residían, y, principalmente, los corazones de los fieles. No obstante, antes que Cristo viniese, al mundo en carne mortal; antes, en fin, que se escribiesen estos sucesos que referimos y citamos de sus libros, y después que en tiempo de Tarquino tuvieron aquel agüero, fue derrotado en distintas ocasiones el ejército romano; esto es, le hicieron huir, y demostró ser falso el agüero que aquella juventud no había cedido a Júpiter; la gente marcial, vencida por los galos, fue atropellada y degollada dentro de la misma Roma y los límites del Imperio, pasándose muchas ciudades al partido de Aníbal, se encogieron y estrecharon grandemente. Así salieron vanos sus admirables agüeros, y quedó contra Júpiter la contumacia, no de los dioses, sino de los demonios, porque una cosa es no haber cedido, y otra el haber vuelto al lugar desde donde habían cedido, aunque también después. en las provincias del Oriente se mudaron los límites del Imperio romano, queriéndolo así el emperador Adriano. Este concedió graciosamente al Imperio de los persas tres hermosas provincias: Armenia, Mesopotamia. y Asiria, de suerte que el dios Término, que, según éstos, defendía los límites romanos, y que por aquel admirable agüero no cedió su lugar a Júpiter, parece que temió más a Adriano, rey de los hombres, que al rey de los dioses; y habiéndose recobrado en esta época estas provincias, casi en nuestros tiempos retrocedieron nuevamente los límites, cuando el emperador Juliano, dado a los oráculos de aquellos dioses, con demasiado atrevimiento mandó quemar las naves en que se llevaban los bastimentos, con cuya falta el ejército, habiendo muerto luego el emperador de una herida que le dieron los enemigos, vino a padecer tanta necesidad, que fuera imposible escapar nadie, viéndose acometidos por todas partes, y los soldados, turbados con la muerte de su general, si por medio de la paz no se pusieran los límites del Imperio donde hoy perseveran, aunque no con tanto menoscabo como los concedió Adriano; pero fijos, en efecto, por medio de un tratado amistoso. Luego, con vano agüero, el dios Término no cedió a Júpiter, pues cedió a la voluntad de Adriano; cedió a la temeridad de Juliano y a la necesidad de Joviano. Bien advirtieron estos lances los romanos más inteligentes y graves; pero eran poco poderosos para rebatir las inveteradas y corrompidas costumbres de una ciudad que estaba ligada con los ritos y ceremonias de los demonios, y ellos, aunque entendían que todo aquello era vanidad, eran de opinión que se debía tributar el culto divino que se debe a Dios, a la Naturaleza criada, que está sujeta a la, providencia e imperio de un solo Dios verdadero; sirviendo, como dice el Apóstol, «antes a la criatura que, al Criador, que es bendito para siempre». El auxilio de este Dios verdadero era necesario para que nos enviara varones santos y verdaderamente píos que murieran por la verdadera religión, a fin de que se desterrara de entre los que viven y siguen la falsa.
CAPITULO XXX. Qué opinan los gentiles de los dioses que adoran
Cicerón, siendo miembro del Colegio de Augures o Adivinos, se burla de los agüeros y reprende a los que disponen el método y régimen de su vida por las voces del cuervo y de la corneja. Pero éste académico, que sostiene que todas las cosas son inciertas, no merece crédito ni autoridad alguna en está materia. En sus libros, y en el segundo, De la naturaleza de los dioses, disputa en persona de Quinto Lucio Balbo, y aunque admite tas supersticiones que se derivan de la naturaleza de las cosas, como las físicas y filosóficas, con todo, reprueba la institución de los simulacros o ídolos y las opiniones falsas, diciendo de este modo: «¿Veis cómo de las cosas físicas que descubrieron y hallaron los hombres con utilidad y provecho de la humana sociedad tomaron ocasión para fingir e inventar dioses fabulosos? Lo cual fue motivo de formarse muchas opiniones falsas, de errores turbulentos y de supersticiones casi propias de viejas; porque conocemos la fisonomía de los dioses, su edad, vestido y ornato, y asimismo el sexo, los casamientos, parentescos y todo ello reducido al modo y talle de nuestra humana flaqueza, pues nos lo introducen con ánimos perturbados; conocemos, asimismo, los apetitos de los dioses, sus melancolías. y enojos, ni estuvieron exentos (según refieren las fábulas) de disensiones y guerras, no sólo, como vemos en Homero, cuando los dioses, unos favoreciendo una facción y otros la otra, ayudaban a dos ejércitos contrarios, sino también cuando sostuvieron sus propias guerras, como las que tuvieron con los titanes o gigantes. Estas particularidades no sólo se dicen, sino que se creen muy neciamente, y en realidad no son más que sofismas llenos de vanidad y de suma liviandad.» Y ved aquí, entretanto, palpable lo que confiesan los que defienden a los dioses de los gentiles; pues cuando añade después que esta doctrina pertenece a la superstición, y aun a la religión que él parece enseña, según los estoicos, «porque no sólo los filósofos, dicen, sino también nuestros antepasados, distinguieron la superstición de la religión, en atención a que todo el día rezaban y sacrificaban para que les sobreviviesen sus hijos supérstites, por lo cual los llamamos supersticiosos». ¿Quién no advierte que Cicerón procura aquí, por temor de no contravenir al uso y costumbre de su ciudad, alabar la religión de sus mayores, y queriéndola distinguir de la superstición no halla medio para poderlo hacer? Porque silos progenitores llamaron supersticiosos a los que todo el día rezaban y sacrificaban, ¿acaso no los denominaron así los que idearon, no sin reprenderlo aquél, las estatuas de los dioses, de diferente edad, vestido, sexo, sus casamientos y parentescos? Estas preocupaciones, sin duda, cuando se reprenden como supersticiosas, la misma culpa comprende a los antepasados, que establecieron y adoraron semejantes estatuas, que a él mismo, que por más que procurar con el sacrificio de su elocuencia desenvolverse y librarse de ella, con todo, le era necesario tributarles culto, por no exponerse a los rigores de un pueblo iluso; ni tampoco lo que dice aquí Cicerón y defiende con tanta energía se atreviera a mentarlo, perorando delante del pueblo. Demos, pues, los cristianos gracias a Dios nuestro Señor, no al cielo ni a la tierra, como éste enseña, sino al que hizo el cielo y la tierra, de que estas supersticiones, que este Balbo como balbuciente apenas reprende, las derribó por la elevada humildad de Cristo, por la predicación de los Apóstoles, por la fe de los mártires, que mueren por la verdad y viven con ella, las derribó, digo, y desterró no sólo de los corazones religiosos, sino de los templos supersticiosos, con libre servidumbre de los suyos.
CAPITULO XXXI. De las opiniones de Varrón, que, aunque reprueba la persuasión que tenía el pueblo, y no llega a alcanzar la noticia del verdadero Dios, con todo, es de parecer que se debía adorar un solo Dios
Pues qué, el mismo Varrón (de quien nos pesa que haya colocado entre los asuntos de la religión los juegos escénicos, aunque esto no fuese de su dictamen, pues en muchos lugares, como religioso, exhorta al culto de los dioses), ¿acaso no confiesa que no sigue por parecer propio las cosas que refiere instituyó la ciudad de Roma acerca de este punto, de modo que no duda decir que, si él fundara de nuevo aquella ciudad, dedicara los dioses y los nombres de éstos según la fábula de su naturaleza? Pero dice que le precisa seguir como estaba recibida por los antiguos en el pueblo viejo, la historia de sus nombres y sobrenombres, así como elles nos la dejaron, y escribir y examinarlos atentamente, llevando la mira y procurando que el vulgo se incline antes a reverenciarlos que a menospreciarlos; con las cuales palabras este hombre indiscreto, bastantemente nos da a entender que no declara todo lo que él solo despreciaba, sino lo que parecía que había de vilipendiar el mismo vulgo, si no lo pasase en silencio. Pareciera esto, hablando de las religiones, no dijera claramente que muchas cosas hay verdaderas que no sólo no es útil que las sepa el vulgo, sino también, dado que sean falsas, es conveniente que el pueblo lo entienda de otra manera; y por esto los griegos ocultaron con silencio y entre paredes sus mayores secretos y misterios. Aquí realmente nos descubrió toda la traza de los presumidos de sabios, por quienes se gobiernan las ciudades y los pueblos, aunque de estas seducciones y estos maravillosos gustan los malignos demonios pues igualmente están en posesión de los seductores y de los seducidos, y de su posesión y dominio no hay quien los pueda librar, sino, es la gracia de Dios por Jesucristo Señor nuestro. Dice también el mismo sabio y discreto autor que es Dios los que creyeron era un espíritu, que con movimiento y discurso gobierna: el mundo; con cuyo sentir, aunque no alcanzó un conocimiento exacto y genuino de la verdad (porque el Dios verdadero no es precisamente el alma del mundo, sino más bien el Criador y Hacedor de este espíritu), con todo, si pudiera eximirse de las opiniones que estaban ya tan recibidas por la costumbre, confesara y persuadiera eficazmente que se debía adorar a un solo Dios, que con movimiento y razón el Universo; de modo que sobre este punto sólo quedara con la indecisa la cuestión y duda en cuanto que es espíritu, y no como debiera decir, Criador del alma. Dice asimismo que los antiguos romanos, por más de ciento setenta años, adoraron y veneraron a los dioses sin estatuas; y «si esto, añade, perseverara todavía, con más castidad y santidad se reverenciaran los dioses», Y en apoyo de su parecer cita, entre otros, por testigo la nación de los judíos, no dudando de concluir su discurso diciendo: «Que los primeros que introdujeron en el pueblo las estatuas de los dioses quitaron el miedo a los ciudadanos y los indujeron a nuevos errores»; advirtiendo, como prudente, que fácilmente podía despreciar a los dioses por la imperfección de sus imágenes; al decir no sólo que enseñaron errores, sino que les indujeron, quiere dar a entender ciertamente que también sin las estatuas, había ya errores. Por eso, cuando dice que sólo acertaron a indicar lo que era Dios los que se persuadieron era el alma que gobernaba el mundo, y es de parecer que más casta y santamente se guarda la religión sin estatuas, ¿quién no advierte cuánto se aproximó al conocimiento de la verdad? Porque si se atreviera a oponerse a un error tan antiguo, sin duda que diría: lo uno que había un solo Dios, por cuya providencia creía que se gobernaba el mundo! y lo otro que éste debía adorarse sin representación sensible Y así, hallándose tan cercano a las primeras nociones de la verdadera religión, acaso cayera fácilmente en la cuenta, opinando que el alma era mudable, para de este modo poder entender que Dios verdadero era una naturaleza inmutable que había criado asimismo a la misma alma. Y siendo esto cierto, todas las vanidades ilusorias de muchos dioses, de que semejantes autores han hecho mención en sus libros, más han sido obligados por ocultos juicios de Dios a confesarías como son que procurando persuadirlas. Cuando citamos algunos testimonios de éstos, los alegamos para convencer a esos que no quieren advertir de cuán terrible y maligna potestad de los espíritus infernales nos libra el incruento sacrificio de la sangre santísima que por nosotros se derramó y el don y gracia del espíritu que por él se nos comunica.
CAPITULO XXXII. Con qué pretexto quisieron los príncipes gentiles que perseverasen entre sus vasallos las falsas religiones
Dice también que por lo que se refiere a las generaciones de los dioses, el pueblo se inclinó más a la autoridad de los poetas que a la de los físicos, y que por lo mismo sus antepasados, esto es, los antiguos romanos, creyeron como indudable el sexo y generaciones de los dioses, y creyeron que entre ellos habla también casamientos; lo cual, ciertamente, parece que no lo hicieran si no fuera porque el empeño y principal pretensión de los prudentes y sabios del siglo fue engañar al pueblo su color de religión, y en esto mismo no sólo adorar, sino imitar también a los demonios, que principalmente intentan seducirnos; porque así como los demonios no pueden poseer sino a los que han engañado, así también los príncipes, no digo los justos, sino los que son semejantes a los demonios, lo mismo que sabían era mentira y vanidad con nombre de religión, como si fuera verdad lo persuadieron al pueblo, pareciéndoles que de este modo estrechaban más en él el vínculo de la unión civil, para tenerle así obediente y sujeto; y con tal traza, ¿cómo el flaco e ignorante podría evadirse a un tiempo de los engaños de los príncipes y de los espíritus infernales?
CAPITULO XXXIII. Que todos los reyes y reinos están dispuestos y ordenados por el decreto y potestad del verdadero Dios
Aquel gran Dios, autor y único dispensador de la felicidad, esto es, el Dios verdadero, es el único que da los reinos de la tierra a los buenos y a los malos, no temerariamente y como por acaso, pues es Dios y no fortuna, sino según el orden natural de las cosas y de los tiempos, que es oculto a nosotros y muy conocido a El, al cual orden de los tiempos no sirve y se acomoda como súbdito, sitio que El, como Señor absoluto, le gobierna con admirable sabiduría, y como gobernador le dispone; mas la felicidad no la concede sino a los buenos, por cuanto ésta la pueden tener y no tener los que sirven; pueden también no tenerla y tenerla los que reinan, la cual, sin embargo, será perfecta y cumplida en la vida eterna, donde ya ninguno servirá a otro; y por eso concede los reinos de la tierra a los buenos y a los malos, para que los que le sirven y adoran y son aún pequeñuelos en el aprovechamiento del espíritu no deseen ni le pidan estas gracias y mercedes como un don grande y estimable. Y éste es el misterio del Viejo Testamento, en donde estaba oculto y encubierto el Nuevo, porque allí todas las promesas y dones eran terrenos y temporales, predicando al mismo tiempo, aunque no claramente, los que entonces eran inteligentes y espirituales, la eternidad que significaban aquellas cosas temporales, y en qué dones de Dios consistía la verdadera felicidad.
CAPITULO XXXIV. Del reino de los judíos, el cual instituyó y conservó¿ el que es sólo y verdadero Dios, mientras que ellos perseveraron en la verdadera religión
Para que se conociese también que los bienes terrenos, a que sólo aspiran los que no saben imaginar con más utilidad espiritual, estaban en manos dcl mismo Dios, y no en la multitud de dioses falsos (los cuales creían los romanos antes de ahora se debían adorar), multiplicó en Egipto su pueblo, que era en número muy corto, de donde le sacó libre de la servidumbre con maravillosos prodigios y señales; y, con todo, no invocaron a Lucina aquellas mujeres, cuando para que, de un modo admirable, se multiplicasen e increíblemente creciese aquella nación, las fecundó; él fue quien libró sus hijos varones; él fue quien los guardó de las manos y furia de los egipcios, que los perseguían y deseaban matarles; todas sus criaturas, sin la diosa Rumina, mamaron; sin la Cunina estuvieron en las cunas; sin la Educa y Potina comenzaron a comer y a beber, y sin tantos dioses de niños se criaron; sin los dioses conyugales se casaron, sin invocar a Neptuno se les dividió el mar y concedió paso franco, y anegó, tornando a juntar sus ondas, a los enemigos que iban en su seguimiento; ni consagraron alguna diosa Manina cuando les llovió maná del Cielo, ni cuando, estando muertos de sed, la piedra herida con la misteriosa vara, les brotó abundancia de agua, adoraron a las ninfas y linfas; sin los desaforados misterios de Marte y de Belona emprendieron sus guerras; y aunque es verdad que sin la victoria no vencieron, mas no la tuvieron por diosa, sino por un beneficio singular de Dios. Tuvieron mieses sin Segecia; sin Bobona bueyes; miel sin Melona; pomos y frutas sin Pomona; y, en efecto, todo aquello por lo que los romanos creyeron debían acudir a suplicar a tanta turba de falsos dioses, lo tuvieron con mucha más bendición y abundancia de la mano de un solo Dios verdadero; y si no pelearan contra El con curiosidad impía, acudiendo como hechizados con arte mágica a los dioses de los gentiles y a sus ídolos, y, últimamente, dando la muerte a Cristo, perseveraran en la posesión del mismo reino, aunque no tan espacioso, pero sí más dichoso. Y si ahora andan tan derramados por casi todas las tierras y naciones, es providencia inescrutable de aquel único y solo Dios verdadero, para que, viendo cómo se destruyen por todas partes las estatuas, aras, bosques y templos de los falsos dioses, y se prohíben sus sacrificios, se prueba y verifique por sus libros mismos lo propio que muchos tiempos antes estaba profetizado, porque leyendo en los nuestros no piensen acaso que es invención y ficción nuestra; pero lo que se sigue es necesario que lo veamos en el libro siguiente.