La ciudad de las viejas
Lima era antes la ciudad de las viejas. En cada casa había una, dos, cuatro, media docena de viejecitas, parientes, protegidas o antiguas servidoras de la familia, que allí arrastraban una vida humilde y callada, no apareciendo sino en la hora de las comidas, no perturbando la paz y el silencio sino con sus toses y con el monótono cantaleteo de sus rezos, contentas, a pesar de todo, al sentir que en torno de ellas alentaban otros afectos, y satisfechas, modestamente, con las migajas de cariño que, a veces, no siempre, algún alma compasiva solía concederles. Por las mañanas, muy de madrugada, se las veía salir a Misa, con la alfombrita debajo del brazo. En su sillón de paja se pasaban horas enteras, con la mirada fija en el suelo, apoyadas en las mejillas ambas manos, que parecían sarmientos por lo nudosas y retorcidas, y sobre la falda tenían un cuadradito de bayeta, con el que se cazaban las pulgas. Las buenas señoras sabían historias de duendes y de hadas, que contaban a los chicos para que se estuvieran tranquilos; conocían muchas y muy milagrosas recetas para el dolor de cabeza, para las picaduras de arañas, alacranes, hormigones y demás bichos venenosos; eran muy duchas en achaques de genealogías, entroncamientos y parentescos, velaban a los enfermos, consolaban a los afligidos, y cuando la muerte se colaba en la casa, la recibían ellas con cierta familiaridad, como a persona de confianza, y nadie se sabía, como ellas de memoria, las oraciones para bien morir. Ante los grandes acontecimientos domésticos, matrimonios, nombramientos, premios de lotería, quebrantos y duelos, movían de un lado a otro la cabeza temblona, levantaban los ojos al cielo, lanzaban un suspiro muy hondo y lastimero y pronunciaban, indefectiblemente, sin variantes, con aire de convicción inquebrantable, esta frase, en la que ellas resumían toda su triste y pobre experiencia de viejas:
—¡Así es la vida! ¡Todo sea por Dios! [...]
Ya han desaparecido casi todas las amables viejecitas. Se han ido para no más volver, como el ingenio de los limeños, como la belleza de las limeñas, como las pastas de convento y los azafates de mistura. ¡Cuánto extraño yo esa Lima de antaño, con su aire señorial y caduco, con su sonoro vocerío de campanas, con sus viejecitas que se deslizaban, envueltas en la manta negra, con paso rápido y tácito de ratones, al ras de las paredes! En la flamante "ciudad del siglo XX", las viejecitas no tienen ya razón de ser, y por eso, para acabar con las que quedan, vamos a implantar el tranvía eléctrico.
Reproducido de: Viendo pasar las cosas, recopilación de crónicas (Lima, 1915).