La clave

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La clave
de Emilia Pardo Bazán


Calixto Silva se enteró -al regresar de un viaje que había durado cuatro meses-, de que su tío y tutor, aquel excelente don Juan Nepomuceno, a quien debía educación, carrera, la conservación y aumento de su patrimonio y el más solícito cuidado de su salud, iba a casarse..., ¿y con quién?, con la propia Tolina Cortés..., la casquivana que de modo tan terco había tratado de atraerle a él, Calixto, mediante coqueterías, artimañas y diabluras, cuyo efecto fue contraproducente, pero cuyo recuerdo, ante la noticia, le causaba una impresión de temor y repugnancia.

Su tío no le consultaba, y no parecía dispuesto a escuchar observación ninguna respecto al asunto de la boda. Calixto tuvo, pues, que resignarse; su única protesta fue expresar el deseo de marcharse a vivir solo: pero en eso no estaba don Juan conforme.

-¡No faltaba otro dolor de muelas! Tú no eres mi sobrino, que eres mi hijo; si llegan a nacerme, no los querré más que a ti. La niña -así llamaba don Juan a su futura- se hará cuenta de que soy un viudo que tiene un chico. Se acabó... Mientras no te cases tú también, todo sigue como antes.

Asistió Calixto a la ceremonia nupcial, estremeciéndose interiormente de rabia al mirar la tersa guirnalda de azahares que, bajo la nube de tul del velo, coronaba la frente audaz de la diabólica criatura. ¿Cómo se las habría compuesto la serpezuela para anillarse al corazón del honrado viejo? ¿Qué arterías, qué travesuras, qué sortilegios usaría? ¡Sin duda, aquellos mismos que Calixto evocaba mientras el órgano emitía su vibrante raudal de sonidos plenos y graves, y en el altar, una grácil figura, envuelta en blancas sedas que la prolongaban místicamente, articulaba un «sí» apagado, un «sí» blanco también!

El irritante enigma que preocupaba a Calixto le obligó a pensar incesantemente en la esposa de su tío, a tenerla presente día y noche. Resolvió vigilarla, mirar por la honra de don Juan, y no consentir que nadie le burlase impunemente. Semejante propósito, noble y firme, era justificación de su permanencia en la casa. Ojo y oído: que Tolina anduviese con pies de plomo, o si no...

Tolina, sin género de duda, desplegaba la hipocresía más maquiavélica; nada cabía reprender en su conducta. Concurría a algunas diversiones sin mostrar afán por ellas; se adornaba y componía sin exceso; igual y alegre de carácter, con su marido era realmente la niña, más hija que esposa; le cuidaba, le complacía zalameramente, le respetaba en público, le mimaba de puertas adentro y -Calixto hubo de confesárselo a sí propio- don Juan disfrutaba de una felicidad verdadera. Chocho con la dulce y sabrosa mujercita, repetía incesantemente, disolviendo en babas las frases:

-¿Ves, Calixto, qué mona es? Búscate una así. No debe nadie morirse sin primero disfrutar estos goces.

Calixto, ceñudo, se tragaba sus cavilaciones y sospechas malignas.

¡Vamos, no podía ser! Tarde o temprano, Tolina enseñaría la oreja. Si ahora se portaba bien sería por algo... ¡Bah!... Y continuaba observándola con malévola atención. Tolina, afectuosa, algo quejosa, con queja muda, procuraba ni chocar ni insinuarse demasiado con el sobrino, a quien llamaba hijo don Juan, y el sobrino, a quien era indiferente Tolina como mujer, no cesaba de preocuparse de su psicología como esposa. ¿Por qué guardaba tan estricta y dignamente el decoro de su marido? ¿Por qué no daba motivo alguno, ni aun de sospecha? Y, en vez de felicitarse -¡somos tan poco lógicos!-, Calixto se reconcomía. Es humano; todo el que augura mal, sufre mortificación cuando no acierta.

La causa del buen comportamiento de Tolina... Súbito resplandor alumbró a Calixto para adivinarla. ¡Si estaba más claro! No haberlo comprendido! Lo que la joven buscaba y aseguraba con tal arte era la fortuna del viejo, su cuantiosa herencia... Un cálculo ambicioso resguardaba su virtud y la ventura del confiado cónyuge. Antolinita Cortés pertenecía a la falange de las calculadoras, la sabia falange que espera y prepara la lámpara de la noche siguiente...

Al descubrir esta clave, Calixto se dio por doblemente satisfecho. Su pesimismo se contentaba con reconocer en Tolina instintos de mezquindad y avidez; su generosidad le movía a alegrarse de renunciar a una sucesión que nunca había codiciado. Y, adelantándose a lo que pudiese sobrevenir, un día en que la conversación cayó oportunamente, dijo a don Juan:

-Tío, nadie está seguro de vivir mañana... Yo he testado desde que soy mayor de edad. ¿Por qué no toma usted disposiciones y deja a la tía Antolina sus bienes? Lo merece, y es justo.

-Lo merece, y es justo -repitió el anciano, remedando al sobrino-, y yo le dejaría los reinos de España... pero has de saber que no quiere, que no se le antoja y que, al hablarle yo de eso, fue tal su enfado y el daño que le hizo, que hasta se puso enferma. Es el único disgusto que tuvimos. Me ha exigido que mi heredero seas tú... ¿Qué significa ese asombro? ¿Habías supuesto que Tolina me aceptó por interés? ¿Ella? ¿Ella?

Y el anciano irradiaba placer por su cara simpática, rojiza entre la gris aureola de la barba y los cabellos.

-Bueno; pero no consentiré tal disparate y tal injusticia -declaró Calixto-. Lo que usted me legue, para ella será.

-No la persuadirás. No quiere. ¡Es más buena que los ángeles!

Desde esta conversación, cambió Calixto de modo de ser. Huía de Tolina, en vez de vigilarla. La sospecha de ahora era más punzante, más honda, más perturbadora que la antigua. Una tristeza, una inquietud sin límites, invadieron el espíritu de Calixto. Perdió el apetito y el sueño. Una tarde, habiendo echado de menos su cartera, donde guardaba un fajo de billetes, bajó al jardín del hotel a hora impensada, casi anochecido, por si la encontraba allí, y registró, agachándose, los macizos de plantas, hasta un grupo de arbustos que ocultaban un banco de piedra. Se detuvo. Una mujer, sentada en el blanco, besaba un objeto rojo.

-¿Qué haces aquí? -murmuró él, sobrecogido, sin darse cuenta de lo que decía.

-¿Y tú? -respondió ella serenamente.

-Yo... Yo... Buscaba mi cartera...

-Aquí la tienes: la encontré momentos hace.

Tolina le tendió, sonriente, la cartera de cuero de Rusia. Calixto no la tomó. Notaba que palidecía, y la voz se le atascaba en la garganta.

-¿Qué te sucede? -la dama, aproximándose, acercaba la cartera a las manos inertes que no la recogían-. Vamos -añadió melancólicamente y con malicia-, coge tu dinero... Ya sabes que yo no me lo he de guardar.

La contestación de Calixto fue -sin levantarse del suelo- echar los brazos a aquel cuerpo que temblaba de pasión y de triunfo... Tolina, inclinándose, balbucía:

-¡Al fin! Trabajo ha costado... ¡Ciego, ciego!

Un paso plomizo hizo crujir la arena... Calixto se incorporó... Don Juan se acercaba.

-Buscábamos esta cartera -explicó Tolina, radiante, blandiéndola en alto-. Figúrate que Calixto la tocaba con las manos, y no la veía. ¡Y cuidado si saltaba a la vista! Pero siempre sucede así: las cosas más evidentes son las que nos empeñamos en no ver... Toma, sobrino -prosiguió, deslizando ella misma, con graciosa familiaridad, el objeto en el bolsillo del joven-. No la vuelvas a perder, que vale un pico...

A la mañana siguiente, Calixto se marchó, dejando una carta de despedida, breve, aunque cariñosa. Necesitaba viajar largo tiempo, completar sus conocimientos, recorrer el mundo. Tolina, al enterarse de la carta que don Juan leyó furioso -¡diablo de chiquillo!, ¡qué salida de pie de banco es ésta!-, no pronunció palabra.

Poco después se alteró gravemente su salud, y don Juan la pasea por balnearios y antesalas de celebridades médicas sin que se sepa todavía a punto fijo qué mal padece. Los nervios, de fijo... Los nervios, otro enigma sin clave...