La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid: 09

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Capítulo IX

Por qué y cómo se realizó la revolución.-Estado del país.-Primeras medidas restauradoras.-Creación de la piel moneda.

Mujanda quería marchar directamente a la corte, temeroso de que la presa se le escapara; pero mis consejos, ahora en auge, le convencieron de que era conveniente retrasarnos para que las primeras determinaciones que habría que tomar, y que no serían nada suaves, las tomasen nuestros partidarios, y sobre ellos recayera toda la odiosidad. El arte de un príncipe consiste en hacer el bien personalmente, y el mal por segunda mano, con lo cual los aplausos recaen sobre él, y las maldiciones sobre sus agentes; así se consolidan las instituciones, pues el hombre no es como el perro, que lame la mano que le castiga y la que le halaga, y reconoce la razón de los golpes y de las caricias; el hombre odia más al que le hace mal que al que le hace bien, y de aquí la necesidad de un hábil juego de manos.

Enviamos, pues, a la corte, desde Ruzozi, una orden para que el dentudo Menu, que se anunciaba como jefe de nuestro bando, tomase medidas a su arbitrio para restablecer el orden, y entretanto hicimos varias visitas a las ciudades del Sur. Al pasar habíamos visitado Tondo, cuyo reyezuelo, Ndjúdju, forzudo como un «elefante», nos ofreció cuatro de sus hijas, y Boro, situada en lo alto de una montaña, la única del país donde, según la tradición, había sido edificado el gran enju Monyo, el reyezuelo de nariz larga y afilada como un «cuchillo», nos acogió como mejor pudo, nos cambió nuestras cebras por búfalos domesticados, y nos hizo donativo de dos siervos. Desde Ruzozi fuimos a Ancu-Myera, donde el recibimiento fue delirante, y aquí aparejamos varias canoas para seguir por la vía fluvial. Tocamos brevemente en Mbúa y pernoctamos en Upala, después de hacer un difícil transbordo en la catarata del Myera para ir al día siguiente, por tierra, a Quetiba y Viyata. Este viaje nos llevó tres días, pero los reyezuelos Niama y Viaculia nos resarcieron ampliamente del sacrificio de tiempo con regalos de gran estima: Niama, el gordo, el «carnoso», nos dio cuatro mujeres de su harén y dos siervos, y Viaculia, el «glotón», una punta de cincuenta cabezas de ganado cabrío. Tanto en una como en otra ciudad me llamó la atención el extraordinario cultivo de la patata; Viyata debe su nombre a este producto, y Quetiba, nombrada así porque está construida sobre dos bancales cortados por una albarrada en forma de escalón, y desde lejos parece una «silla», no le va en zaga en cuanto a la producción del tubérculo.

Desde Viyata, última ciudad del interior, regresamos por otro camino a Upala, para continuar río abajo hasta Arimu y Nera; pero el aviso de la llegada de Sungo a Ruzozi más pronto de lo que nosotros creíamos, nos hizo dejarlo para más tarde, y nos despedimos del reyezuelo Churuqui, encargándole del reenvío de las canoas; formamos una caravana con las mujeres, siervos y ganados recibidos y los que añadió el reyezuelo de Upala, y emprendimos la vuelta por el Unzu. Por el inteligente Churuqui tuve la primera noticia de que en el país maya se celebraban, en ciertas épocas del año, carreras de hombres, especie de juegos olímpicos rudimentarios; Churuqui, el gran «corredor», había triunfado en diez carreras seguidas, y tenía en su palacio un pequeño museo de armas ganadas como premio y de sandalias que le habían servido el día de una victoria.

El lago Unzu, que acaso sea el Onzo u Ozo de los árabes, es una dilatación del Myera. En los tiempos prehistóricos no debió existir ni la catarata ni el lago, y el lecho del río sería más hondo y más inclinado; pero sea que la vigorosa vegetación de las márgenes del río levantara el suelo de éste, sea que los árboles derribados por los huracanes formaran, con el detritus acarreado por la corriente, una presa natural o muro de contención, las aguas se fueron embalsando, y se produjo, al mismo tiempo que la catarata, el desbordamiento por la margen izquierda y el estancamiento de las aguas en la región baja del Sur, que es hoy la cuenca del Unzu. En toda ella la vegetación es tan intensa que no permite el paso, y para penetrar hay que seguir la vía abierta cerca de Mbúa, que los pescadores y cazadores cuidan de conservar expedita. Nosotros bordeamos el bosque, dejando el lago a la izquierda, y llegamos a Mbúa a la hora del afuiri. Aquí nos esperaban ya nuestras familias, deseosas de vernos, y se organizó la última expedición hacia la corte, donde la presencia del rey se hacía necesaria. El dentudo Menu, para congraciarse con Mujanda, había ordenado decapitar cincuenta personas cada día de su mando, y no habiendo ya más siervos, se temía que comenzase con los hombres libres. Desde la catarata del Myera hasta la ciudad, todos los árboles del camino estaban cuajados de cadáveres, expuestos para festejar nuestra llegada; hubo danza de uagangas y entusiasmos sin límites cuando, antes de darla por terminada el rey, por consejo mío anunció que suspendía las ejecuciones; y por fin nos pudimos retirar a nuestras moradas, en las que Menu había cuidado de reparar los grandes estragos del tiempo y del incendio.

Nuestra primera reunión familiar fue mezclada de tristezas y alegrías; ocho de mis mujeres, entre ellas Niezi y Nera, y mis cinco hijos accesivos, habían muerto en el destierro de Viloqué; mis tres siervos habían sido decapitados, y de sus mujeres, sólo una, la de Enchúa, se me presentó con sus seis pequeñuelos. A esta pobre viuda la desposé aquella misma noche con un siervo del corredor Churuqui, único presente que acepté de Mujanda, a quien, para halagarle, permití que se quedara con todos los regalos que nos habían hecho. En cambio, tenía la satisfacción de ver tres verdaderos hijos míos, habidos de la esbelta Memé, de la sensual Canúa y de la flaca Quimé, la hábil tocadora de laúd, que, a pesar de su extremada delgadez, había llegado a ser una, quizás la primera, de mis esposas favoritas.

Grande era mi deseo de conocer el origen y el desarrollo de esta revolución, que cada persona relataba a su manera, quedando sólo como testigos irrecusables los cadáveres y las ruinas. Yo recogí diferentes versiones, y con todas ellas pude reconstruir de una manera bastante aproximada el cuadro de los acontecimientos. Mientras las localidades del Norte, como las del Sur, burlando la autoridad de Viaco, volvían a su antiguo régimen, en Maya se llevó la reforma a punta de lanza. El fogoso Viaco no quiso ceder, ni aunque quisiera podría hacerlo, porque el partido ensi, que en las regiones era sólo nominal e imitativo, en la corte era vigoroso y se había exaltado con su triunfo. Al mismo tiempo las dificultades del sistema eran menores, porque el distrito de Maya es el más rico del país, y todos los colonos tuvieron tierra sobrada para sus necesidades; sólo hubo quejas de parte de los que recibieron sus lotes alejados de la capital, o de los que no teniendo riqueza adquirida para esperar la nueva cosecha, tenían que solicitar anticipos a interés usurario.

De otra parte soplaron los vientos de tempestad. La nueva organización se oponía al día muntu, pues si legalmente no había sido éste suprimido, y las ceremonias podían celebrarse en los nuevos ensis, lo característico de la fiesta, la congregación de hombres y mujeres, desaparecía. Aparte de esto, surgió otro peligro gravísimo: los siervos eran enemigos del afuiri porque casi siempre los sacrificios

recaían sobre los de su clase; los hombres libres creían que un día muntu era incompleto si no había sacrificio jurídico, y afirmaban con la historia en la mano que jamás se había celebrado sin él una fiesta religiosa en el país. Por grande que sea la moralidad de una población, nunca transcurre un mes lunar sin que se cometan varios crímenes, y así se comprende que sin visos de crueldad se sostuviera el cruento afuiri; pero el sistema ensi, a la vez que dificultaba la comisión de delitos, supuesto que cada cual se mantuviera en su propia casa, exigía por lo menos un reo mensual para cada demarcación, so pena de quebrantar las tradiciones. Con temor debió saber el fogoso Viaco que en el primer día muntu de su gobierno cuatrocientas víctimas habían sido sacrificadas, y que se continuaría haciendo esto mismo en lo sucesivo en virtud de las facultades omnímodas de los jefes territoriales. A este paso, bien pronto se le acababan los súbditos, y con ellos las ventajas que le proporcionaban.

Diose, pues, un edicto restableciendo el día muntu en su forma antigua, y nombrando Igana Iguru al dormilón Viami; y la solemnidad próxima tuvo lugar en la colina del Myera, en el templo de Igana Nionyi. Las dificultades, sin embargo, aumentaron: mientras unos residían cerca de Maya, otros necesitaban cuatro horas de camino para llegar a la colina, y cuando llegaban se sentían fatigados y poco dispuestos a divertirse; cuando se vivía en Maya, se cerraban las puertas de la ciudad y todo quedaba seguro; pero viviendo en el campo, unos venían a la colina, y otros, los incrédulos, se quedaban en sus casas, y aprovechaban el tiempo para saquear las del vecino. Un nuevo edicto declaró obligatoria la asistencia a las ceremonias religiosas, sin adelantar más, porque el recuento era imposible, y los autores de los robos descargaban la culpa sobre los habitantes de los distritos próximos. De esta suerte, los jefes tuvieron que resolver que cada día muntu quedara en los ensis una parte de la familia encargada de la vigilancia; y sin quererlo, pusieron la chispa que produjo la explosión.

Si los hombres se habían resignado a sufrir, esperando, bien que con progresiva desconfianza, la venida de los cabilis, de la cual yo era el anuncio, las mujeres estaban preparando sordamente la obra de liberación. No podían consentir que del único día libre de cada mes se les robase, primero las horas del viaje de ida y vuelta, y luego el día de vigilancia, siquiera fuese uno de cada seis; excitaron las pasiones de sus esposos y de sus padres, tomando como blanco al dormilón Viami, al que consideraban indigno de ser Igana Iguru y al que atribuían todos los males: los robos, los adulterios, las muertes, obra de Rubango, irritado por la condición servil de su ministro. Llegó el décimo muntu del cómputo revolucionario y la hora del ucuezi. Viami se adelantó, descorrió las cortinas del templete, desató la cuerda y la dejó correr; a los primeros tirones, el gallo ¡cosa nunca vista! agitó las alas (sin duda porque no estaba bien muerto). Toda la concurrencia profirió en maldiciones contra el pobre ex-siervo, y mientras los hombres se esforzaban por descubrir el misterio que haber pudiera en el estremecimiento del gallo, y veían en él una señal de la indignación de Igana Nionyi, las mujeres, con instinto más certero, se arrojaron sobre Viaco, y una de ellas, llamada Rubuca, le cortó la cabeza con un cuchillo. Esta Rubuca «la tejedora», era la etíope, la esposa del desgraciado y orejudo Mato, muerto en Misúa, confiscada por el rey usurpador y agregada después a su harén.

Todos presintieron la matanza y se agruparon para defenderse; los antiguos siervos a un lado, dirigidos por el dormilón Viami, se apercibían para sostener la lucha, y junto al cadáver, el dentudo Menu proclamaba al príncipe Mujanda, mientras la familia real lloraba y gesticulaba según las costumbres del país, al mismo tiempo que reconocía como señor al nuevo rey para asegurar la vida y la manutención. Menu, en nombre del rey legítimo, acordó suprimir aquel día las ceremonias religiosas, y dedicar el tiempo al traslado de los hogares a la ciudad, por turnos designados a la suerte. La falta de armas impidió por el momento la lucha; pero los siervos tuvieron una idea que creyeron salvadora. Trataron de deshacer el error cometido al conservar la ciudad, de la que ahora se aprovechaban los enemigos, y se dirigieron a Maya, sembrando por todas partes la destrucción y el incendio; el dentudo Menu, con buen golpe de hombres y de mujeres, los persiguió y los obligó a huir; mas, por desgracia, no había otra agua que la del río, que está lejos, y no fue posible atajar el incendio, que destruyó media población. Sin embargo, destruida hasta los cimientos, hubiera reaparecido nuevamente; porque no era la ciudad material lo que atraía, sino la ciudad espiritual, la vida antigua en mal hora interrumpida por los quiméricos reformadores.

En los diez días del gobierno provisional del dentudo Menu, la traslación se fue realizando; las sendas de todo el distrito de Maya eran largos hormigueros de mujeres afanosas, que ya iban ligeras a los ensis, ya volvían cargadas con vestidos, pieles, telas, jaulas de pájaros, taburetes y demás menudencias de su uso; los muchachos guiaban el ganado a los nuevos establos; cebúes y cebras acarreaban las provisiones y materiales de construcción; y dentro de la ciudad, los hombres, convertidos en albañiles y carpinteros, construían casas nuevas y restauraban las deterioradas. Mientras tanto, Menu perseguía a los incendiarios, ordenaba a los reyezuelos vecinos la entrega de los que cogiesen, y todas las tardes, después de concluidos los trabajos, hacía enfrente del palacio del rey una ejemplar hecatombe.

Al amanecer del día siguiente al de nuestra llegada me dirigí al palacio real y me encerré a solas con Mujanda, para acordar con él lo que debía hacerse en tan críticos momentos; algunos incendiarios se habían refugiado en las fronteras del Norte, y los jefes militares se negaban a entregarlos; Menu sabía que en tiempo de Viaco muchas ciudades occidentales se habían resistido a enviar los impuestos; por todas partes la indisciplina asomaba la cabeza, porque, viendo que el rey toleraba el abandono de un régimen que él mismo había personalmente implantado, le creyeron impotente para reprimir otros abusos; muchos reyezuelos soñaban con declararse independientes, y cada general aspiraba a ser el amo del país. Esto no nacía sólo del reparto territorial, que apenas había dado sus frutos, sino de la debilidad del fogoso Viaco; toda la energía del organizador se convirtió en flojedad en el gobernante; el que había resistido un año de fatigas en la guerra, no soportó una semana de deleites en la paz; los artículos asignados al pago de los funcionarios fueron invertidos en la compra de mujeres, y las horas que debía consagrar al gobierno las dedicaba a satisfacer sin medida sus sensuales pasiones.

Urgía, pues, remediar pronto estos males, y así se lo hice presente a mi yerno; pero éste, que por una extraña coincidencia aprovechada por los vates caseros, se llamaba «Buen Camino» (que esto significa la palabra mujanda), no quería comprenderme. Era un hombre de la misma madera que Viaco, y con gran sentimiento mío supe que hasta entonces no se había preocupado lo más mínimo por la suerte del reino, cuando yo, sin otro interés que él puramente humanitario, me había pasado las horas en vela cavilando sobre la situación y revolviendo en mi mente toda la historia de la humanidad en busca de las triquiñuelas más sencillas y más seguras para restaurar la monarquía legítima, las fuentes de la riqueza y las sabias tradiciones nacionales.

La falta capital de los gobernantes mayas es la pobreza de memoria. Viven al día porque, careciendo del hábito de la abstracción, no ven más que lo visible, y no pueden abarcar las series de hechos históricos para comprender en qué punto se hallan y qué dirección es la más segura. Sus recuerdos son exclusivamente pasionales: una ofensa se les graba con tenacidad, y subsiste durante veinte generaciones; una enseñanza les hace tan poca mella como el son de los roncos bordones del laúd, que apenas llegan al oído. Después de diez meses de privaciones, Mujanda despertaba en su gran palacio, se veía rodeado de doscientas mujeres y cincuenta siervos, y halagado por las adulaciones de las personas distinguidas y por las aclamaciones de la plebe; nada tan difícil como hacerle comprender que el camino del destierro seguía donde antes estaba; que aquellas mujeres podían pasar legalmente, en veinticuatro horas, de sus manos a las de un usurpador; que aquellos siervos podían imitar, en caso de apuro, la bochornosa conducta del ala central de nuestro ejército en la batalla de Misúa; que aquellos aduladores habían adulado antes que a él al cabezudo Quiganza y al fogoso Viaco; que aquellos aclamadores habían aclamado cuando proclamaron a Quiganza y cuando le cortaron la cabeza; cuando Viaco triunfó y cuando fue asesinado; cuando Menu degollaba y cuando se suspendió la degollación.

Yo, que sabía por la historia que los príncipes amamantados en las enseñanzas de la adversidad, cuando llegan a restaurar el trono de sus ascendientes suelen ser los más ciegos, los más sordos y los más disolutos, no intenté variar el orden de la sabía naturaleza y me abstuve de dar consejos. Únicamente solicité algunas facultades para trabajar por mi cuenta, y en este punto hay que honrar a Mujanda con el título de modelo sin par de reyes constitucionales. No sólo me concedió lo que yo deseaba, sino que me dio amplísimos poderes para hacer y deshacer a mi antojo, y hasta me hizo entrega de los rujus amarillos, donde se escriben los edictos reales. Estos rujus no los poseía nadie más que el rey, porque eran de preparación antigua, y ya no se sabía hacer en Maya la tintura con que se les daba su extraño color; pero yo descubrí el procedimiento, que se reduce a extraer el jugo de las flores grandes y pajizas de la gayomba o de una planta muy parecida, que abunda en las orillas del Niyera, y a mezclarlo con sangre de conejo y aceite de palma. Este hallazgo fue trascendental, porque a la abundancia de rujus, y no a otra cosa, se debió la salvación del país.

Varios peligros inmediatos amenazaban, y había que atacar de frente: la indisciplina de las tropas, la desobediencia de los reyezuelos y la inmoralidad pública. Una de las consecuencias inseparables de los períodos de agitación y de cambios políticos, lo mismo entre los negros que entre los blancos, es la desmoralización. Los que han visto a una autoridad caer hoy para levantarse mañana, pasar del destierro a los honores y de la pobreza a la abundancia; los que han tenido que adular en poco tiempo a los desposeídos, a los usurpadores y a los restauradores, y acaso han obtenido triples beneficios, se acostumbran a considerar la vida como una danza continua de hombres y de cosas, pierden gran parte del temor a la ley, que confían no ha de cumplir el que gobierna por falta de tiempo, ni el que gobernará después por espíritu de oposición, y sienten un deseo violento de medrar, de aprovechar el momento oportuno para meter los brazos hasta los codos (y los brazos de los mayas son extremadamente largos) en la hacienda de la comunidad y aun de los particulares; las tropas aspiran a despojar al país para cobrar de una vez la soldada que el gobierno les da en pequeñas raciones; los reyezuelos quieren fundar cada uno su dinastía independiente y descargarla del vasallaje; los consejeros, los uagangas, los pedagogos, husmean de dónde sopla el viento, para volver las espaldas al que manda hoy y ponerse del lado del que mandará mañana; los ciudadanos se dedican a expoliarse mutuamente, confiados en hallar amparo presente o futuro para la conservación de los bienes de procedencia turbia. El estratégico de Misúa, el dentudo Menu, es un tipo característico de la época: con el cabezudo Quiganza fue consejero y se enriqueció; con el fogoso Viaco fue consejero y dobló su fortuna; muerto Viaco, fue jefe del partido de Mujanda, y se redondeó con los despojos de los siervos que hizo decapitar; con el débil Mujanda continuó de consejero, y se dispuso a seguir acumulando, insaciable, cuanto cayera entre sus garras.

En situación semejante no había más recurso eficaz que calmar los apetitos, y para esto faltaban los medios materiales. Entonces tuve yo una idea, que llamaré genial. Me encerré solo en mi habitación con el paquete de rujus amarillos, con varios pedazos de plomo, con un cuchillo y con un tarro de tinta verde, de la que se usa para escribir. En aquellos cuatro elementos estaba la regeneración nacional. Corté cuatro pedazos de plomo en placas redondas, que alisé por una de las caras, y grabé con la punta del cuchillo diversas figuras: una hermosa vaca, cuyas ubres llegaban al suelo; una cabrita con cuernos muy retorcidos; un cebú mocho, con su enorme giba en la cruz; una cebra primorosamente listada. Luego unté los grabados con la tinta verde, y los estampé sobre las pieles, cuidando de aprovechar el espacio; y cuando se secó la estampación, los recorté en redondo con el cuchillo y los fui colocando unos sobre otros en cuatro montones, para prensarlos y desarrugarlos. En el primer día hice cien estampitas, veinticinco de cada serie, y quedé satisfecho de mi obra, que, sin ser un prodigio de arte, debía parecerlo a quienes yo las destinaba. Faltábame ahora un detalle importante: lanzar este papel moneda a la circulación. Para ello redacté un edicto breve y claro, del que, por su importancia, doy aquí la copia:

«A los hijos de Maya.-Un motivo de la furia de Rubango es la marcha de los animales por las sendas; así veis que los destruye con los rayos del sol, con las aguas de los ríos, con los ataques de las fieras. En el reino de Rubango los ganados se conservan en las cuadras y en las colinas. Cuando Rubango quiere enviar vacas, envía pequeños rujus amarillos en los que su mirada crea vacas. Un ruju es una vaca, una cabra o lo que Rubango desea. Sus reyezuelos dan una vaca al que tiene un ruju con una vaca de Rubango. Arimi ha venido de las mansiones de Rubango y tiene la mirada de Rubango; Arimi crea vacas y cabras y toda clase de ganados. Los reyezuelos de Maya harán como los de Rubango.-MUJANDA.»

Después de leer este edicto, que hice circular por todo el país, los mayas debieron quedar sumidos en la mayor confusión; la idea sin el hecho visible, es para ellos un arcano. Pero bien pronto llegó el hecho. Un pastor de la corte iba a Misúa a vender cinco cabras, y se presentó en el palacio real. Yo estaba allí; le hice dejar las cinco cabras y le di en cambio cinco rujus, que él miraba con ojos de asombro. Marchose a Misúa, y el pacífico reyezuelo Mtata, muy adicto a Mujanda, de quien temía un fuerte castigo, a la vista de los rujus entregó al pastor cinco cabras, al parecer más gordas que las que en Maya quedaron. Este pastor fue el primer agente de propaganda. Bien pronto se comentó el hecho en la corte y en Misúa, y todo el mundo deseaba ver los milagrosos rujus, cuya fabricación proseguía yo sin descanso previendo los acontecimientos. En un mes se hicieron diez transacciones como la primera con distintas localidades, y ni uno de los rujus que salían fue devuelto al cambio, porque los reyezuelos, por regla general bien acomodados, encontraban preferible conservar aquellas figuras que parecían vivas, creadas en pergamino regio por la mirada de Rubango o de su ministro. No tardaron en llegar peticiones de rujus, mediante la entrega de ganados, que los establos de Mujanda eran pequeños para contener. La confianza se engendró en poco tiempo, y otro hecho palpable acabó de cimentarla. Lisu, el de los espantados ojos, reyezuelo de Mbúa, vino el día de costumbre a entregar el impuesto, y mientras los demás reyezuelos mandaban trigo o cabezas de ganado, él, por indicación mía, se limitó a contar cierto número de rujus. El pago fue válido, y además Mujanda, a la vista del pueblo, le obsequió con un bonito puñal. Esto puso el sello a la reputación de los rujus, y no hubo maya que no trabajase por alcanzar siquiera uno de cada clase, convencido de que en un ruju se poseía un amuleto de Rubango, y además, en caso preciso, un animal como el que se había entregado, en caso de que no fuera más gordo. Lejos de tropezar en el peligro que yo creí, tropezaba en el opuesto, en la exageración de la confianza, en el deseo de convertir todas las riquezas en papel. Esta exageración me proporcionó un conflicto con el imprevisor Mujanda, que, a gobernar a su gusto, hubiera liquidado en pocos días el reino.

Él quería que jamás faltasen rujus dispuestos para el cambio, y se irritaba cuando alguien exigía la devolución del ganado. Así es que el día del pago de Lisu, habiéndole yo dado instrucciones para que recibiera los rujus e hiciera el regalo del puñalito, que era mío, se resistió a obedecerme. Él comprendía la primera parte de la operación, la de recoger el ganado; pero no la segunda, la de entregarlo. ¿Qué ventaja había en recibir, si después existía la obligación de devolver, si era necesario conservar tantas cabezas de ganado como rujus, expedidos, para darlas a sus dueños cuando éstos lo desearan? Esto era un trabajo inútil. Pero entonces le expliqué yo cómo, si existía la seguridad de que en cualquier momento los establos reales poseían ganados para cambiar los rujus, la mayoría, sea por confianza, sea por el gusto de poseer las estampitas, sea por la comodidad para transportar sus bienes de un punto a otro sin molestar a Rubango, dejarían en paz los establos mientras no les precisara, y siempre tendríamos una gran cantidad de animales que no nos pertenecían. «Los rujus no multiplican el ganado, pero permiten que éste tenga dos dueños: uno, el que posee el ruju; otro, el que posee el animal; el que tiene un ruju con figura de vaca, es el dueño de una vaca; pero la vaca la tenemos nosotros, disponemos de ella, nos bebemos la leche y nos quedamos con las crías.»

Este último ejemplo fue el que iluminó al imbécil Mujanda; su inteligencia era obscura, pero, una vez que atrapaba una idea, la percibía con gran penetración. Su aire de torpeza se desvaneció de improviso, y cuando el caso de la vaca le hizo comprender la parte jugosa del cambio de los rujus, estiró la boca hasta las orejas para reírse de una manera que, si en Maya hubiese diablos, podría llamarse diabólica.