La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid: 21

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Capítulo XXI

Entrada triunfal del ejército en Maya.-Medidas pacificadoras.-Hallazgo del tesoro de Usana, e idea repentina que me sugirió.-Promulgación de una Carta constitucional.-De mi éxodo y de los fenómenos sobrenaturales que lo acompañaron.

Detrás de los embajadores venía el ejército triunfador, y la corte se preparó para recibirlo dignamente. Como el día no era muntu, y la incomunicación diurna de la mujer continuaba siendo rigurosa, se dispuso que el desfile de las tropas tuviera lugar por el centro de la ciudad, entrando por la puerta de Mbúa, o del Sur, y saliendo por la de Mpizi, o del Norte, y volviendo a entrar por la de Lopo, en lo antiguo de Viti, u oriental, y a salir por la de Misúa, u occidental. Así, todas las mujeres podrían presenciar el espectáculo, ocultas, desde las claraboyas de los palacios y tembés.

En la puerta de Mbúa estaban las autoridades, colocadas por orden jerárquico. En primera línea el listísimo Sungo, montado sobre el tranquilo hipopótamo, cuyas riendas eran tenidas por los dos Igurus auxiliares, el valiente Angüé y el astuto Tsetsé; a la derecha, los tres regentes: el hábil mímico Catana; el elefantiaco Mjudsu y el calígrafo Mizcaga, y a la izquierda los cuatro consejeros presentes: el prudente Uquima, el geógrafo Quingani, el gangoso Nganu y el narigudo Nindú. En segunda fila los uagangas matutinos y vespertinos, separado cada grupo en tres alas, según costumbre antigua. Detrás los numerosos pedagogos y mnanis. La muchedumbre, entre la que yo me confundía, se desparramaba por el prado y por las calles de la ciudad.

A eso de mediodía se divisó, por el camino que bordea la margen Norte del río, la vanguardia del ejército, el cual fue llegando, las túnicas marcialmente agitadas por un viento favorable, en el mismo orden en que había salido de Unya. Primero el veloz Nionyi con sus batidores y velocipedistas; luego la banda de música, capitaneada por el consejero Lisu, con sus espantados ojos, abrumado bajo el peso del rescatado estandarte; después los porteadores y cantineras, que ahora caminaban con pie ligero; a continuación el consejero Quiyeré, marcando el paso con sus descomunales patazas, y el grueso del ejército, dividido en doce secciones, cada una mandada por un general; y por último, los dos mil hombres de la reserva de Unya, a cuyo frente venían el gran nadador Anzú y los cuarenta fusileros. Tan brillante milicia desfiló con orden perfectísimo ante los ojos satisfechos de la autoridad y en medio de las aclamaciones populares.

Cuando las tropas, después de atravesar dos veces la ciudad, salieron por la puerta de Misúa, el gobierno, con su comitiva, las aguardaba allí para disolverlas y distribuirlas con arreglo al plan consuetudinario de defensa nacional. El corpulento Mjudsu fue organizando los cuadros de las doce guarniciones, y cada general, después de recibir abundantes provisiones de boca para el camino, y una paga extraordinaria, partió con sus soldados, sus porteadores y sus cantineras. Los músicos obtuvieron permiso para retirarse a sus moradas, pues ardían en deseos de ver a sus familias, y los voluntarios de la reserva, a excepción de los fusileros, fueron licenciados, y salieron en distintas direcciones hacia sus respectivas ciudades. Sólo quedaron en pie de guerra los voluntarios mayas y los velocipedistas, que formaban el núcleo dirigido por el veloz Nionyi, y a los cuales se reservó la honra de sofocar la rebelión de los accas. Nionyi partió para su gobierno de Unya, y su hijo, el experto navegante Anzú, le sucedió en tan importante mando militar. Anzú emprendió la marcha a Mpizi por el camino de Misúa, y en Maya quedaron para nuestra defensa los cuarenta fusileros al mando del prudente Uquima.

El solo anuncio del regreso de los ruandas a sus guarniciones restableció la calma en las ciudades, y para afirmar aún más el orden, muchos reyezuelos acordaron la expulsión de los pocos siervos que se habían librado de la mutilación o de la muerte. Contra lo que yo creía, los accas eran más bien aborrecidos que estimados por el trabajo que prestaban, pues los indígenas pobres querían trabajar en lugar de ellos para poder obtener los tan útiles mcumos. Los muchos atractivos que ahora tenía la vida, y por encima de todo el deseo de embriagarse, les iba poco a poco haciendo amar el trabajo. Los accas, por su mísera condición, por sus pocas exigencias, eran, pues, unos terribles concurrentes, y si los adulterios no bastaran, las leyes reguladoras del trabajo hubieran hecho estallar los odios de los obreros nacionales contra el trabajador extranjero. Los que antes no querían trabajar, ahora estaban muy cerca de sostener su derecho (y aun derecho preferente) al trabajo.

En Maya, no obstante, el problema era más complicado, porque la centralización y monopolio de muchas industrias exigía un gran número de siervos que trabajasen a las órdenes inmediatas del rey o del Igana Iguru. Pero comenzó a susurrarse que podían servir para el caso los esclavos rugas-rugas, cogidos en la batalla de Unya. Es admirable cómo se aguza el ingenio de una nación movida por el odio, y cómo se encuentra salida para las situaciones más complicadas. Examinando la historia de las persecuciones religiosas en los países civilizados, de las expulsiones de que han sido víctimas los judíos, los moriscos españoles y tantos otros pueblos, se pueden hallar crisis análogas a ésta por que atravesó la nación maya. Aquí las diferencias no eran de religión, porque los accas no tenían ninguna y se acomodaban a todas; pero las había y grandes, de tipo, de estatura, de carácter y de temperamento, sin contar la interposición funesta de lo eterno femenino. A pesar de mi resistencia, comenzaba a convencerme de que al fin habría que prescindir de los enanos, que expulsarlos del país, ya que la oportuna adquisición de los rugas-rugas venían muy a punto a suplir su falta y a satisfacer la necesidad que tiene toda nación de algo o alguien en quien desahogar impunemente los malos humores.

Los accas, concentrados poco a poco en los bosques de Mpizi, dueños de los cuarteles de la frontera, podían libremente abandonar el país; pero ¿adónde ir, solos, sin sus mujeres y sus hijos? ¿Dónde ha existido una raza cuyos hombres se trasladaran de unas a otras regiones, abandonando sus seres amados, sin esperanza de volverlos a ver? Aunque a los accas se les hubiesen borrado los dulces recuerdos de su estancia en las ciudades mayas, los retenía aún el amor a sus mujeres propias, porque este amor no era obcecación momentánea, sino sentimiento secular e indestructible. Y aunque por raro ejemplo olvidasen a sus antiguas mujeres y se decidiesen a partir sin ellas y hasta sin sus hijos, en los que los infelices castrados veían la única esperanza de conservación de su especie, ¿cómo podrían partir, desorganizadas sus tribus por la servidumbre, sin jefes que con la debida autoridad les guiaran y supieran vencer los innumerables obstáculos de una emigración al través de los inmensos bosques que separan el reino de Maya de los bordes del Aruvimi?

Ateniéndose estrictamente a las órdenes recibidas, el hábil nadador Anzú pasó por Misúa, donde el innovador y ladrón Chiruyu se hallaba en pacifica posesión del gobierno de los escasos súbditos que había encontrado, y por Mpizi, cuyo reyezuelo, el anciano Racuzi, descendiente de la dinastía anterior a la del plebeyo Usana, no tenía ningún motivo de queja de los infelices siervos y condolido de la desesperada situación en que les veía, les proporcionaba algunos víveres para que no muriesen de hambre los pocos que sanaban de las feroces heridas que recibieran. Después se dirigió hacia la frontera para restablecer la guarnición, expulsada por los enanos, y entró en negociaciones con el malaventurado Bazungu para ver el modo de que la ley fuese cumplida sin más derramamiento de sangre. Bazungu se prestó a entregar los cuarteles y a establecerse con los suyos en un lugar próximo a la frontera, entre Mpizi y Urimi, si se les aseguraban las provisiones necesarias para ir viviendo en paz hasta tanto que pudiesen alimentarse del fruto de su trabajo. El experto Anzú aceptó la proposición, rescató los cuarteles, y de acuerdo con el humanitario Racuzi señaló el terreno y la parte de la foresta que había de darse a los accas. La nueva ciudad que se fundase sería como tributaria de Mpizi, y el mismo Bazurígu sería su reyezuelo.

Esta transacción, que a mí me parecía de perlas, y que valió a su negociador Anzú el cargo de pedagogo, vacante desde que pasó a Boro el geógrafo Quingani, no satisfizo a la generalidad de los mayas, porque éstos se habían encariñado ya con la idea de la expulsión, y veían un peligro en la existencia de los accas dentro del país y en la posibilidad de que continuasen ejerciendo sus industrias como hombres libres. Y aun vino a favorecer tan tenaz oposición la conducta noble y gloriosa de las mujeres accas. Éstas se habían mantenido en las ciudades, o bien por temor, o por apego a sus hijos, o porque creían que los hombres de su raza no tendrían más remedio que volver cuando pasase la tormenta; pero viendo que la escisión tomaba cuerpo y que se reconocía la independencia de los enanos, todas escapaban de noche en busca de sus esposos, de sus padres o de sus hermanos, llevándose consigo cuanto podían. Esta fuga general era alentada y favorecida, por las mujeres mayas, que, privadas de los enanos, aplicaban a sus maridos la ley del talión, por la cual, en caso de duda o de silencio en la ley escrita, se rigen en el justiciero país de Maya.

En tal situación, quiso la buena fortuna de los accas que el famoso cantor de las palmeras y reyezuelo de Rozica, Uquindu, me invitase a pasar unos días a su lado, y que yo aceptara la invitación para zafarme de las mil molestias que la mala voluntad del pueblo maya y mi cargo decorativo de rey padre me proporcionaban. Dirigíme, pues, a Upala, cuyo nuevo reyezuelo, el narilargo Monyo, me retuvo y me colmó de atenciones, demostrando que, a pesar de sus ¡legales exacciones en Boro, albergaba en su pecho un alma agradecida. A veces, y no me fundo en este caso solo para afirmarlo, el hombre que abusa del poder y se burla de las leyes, es más justo que el que las cumple y las acata; porque el primero suele ser un espíritu abierto al mal y al bien, y obrar como verdadero hombre, mientras que el segundo es siempre un alma seca e inabordable, incapaz así de bondad como de malicia.

En Upala me embarqué con destino a Rozica; pero al pasar por Nera, su reyezuelo, el rico armador Cazala, a quien personalmente no conocía, me salió al encuentro, me agasajó como mejor pudo y me acompañó hasta Rozica, donde me recibieron con gran pompa el poeta y reyezuelo Uquindu y sus seis hijastros, hijos del célebre Enchúa, alojándome en las mejores piezas de su grande y ruinoso palacio. Al día siguiente, después de pasearme por la ciudad para calmar la expectación pública, consagré el resto de la mañana a visitar el palacio, no tan abastecido como solían estarlo los de los demás reyezuelos, pero donde me estaba reservada una grata sorpresa. En un inmenso tembé, situado cerca del kiosco de los loros, se conservaba desde tiempo inmemorial una colección de objetos pertenecientes al rey Usana, botín de sus victorias en los países vecinos, particularmente en Banga, que tenía con Rozica fronteras comunes. A la sazón el país de Banga estaba deshabitado, y los ruandas de esta guarnición vivían casi siempre en la ciudad, sin temor a extrañas intrusiones.

Entre los objetos allí quedados, que no eran todo el botín de guerra, pues gran parte de él fue distribuido entre diversos reyezuelos, había gran variedad de armas enmohecidas, y aun me pareció reconocer restos de fusiles comidos por el orín; pero lo más interesante era una pila enorme de defensas de elefante, amontonadas como cosa inútil, y que de seguro databan del tiempo en que estas regiones sostenían tráfico mercantil con las costeñas. Al cortar Usana estas relaciones, que juzgó peligrosas, acaso con buen fundamento, aquel rico tesoro de marfil no tenía ya valor, y fue abandonado en el palacio del reyezuelo de Rozica. La contemplación de tan valiosas como inútiles riquezas suscitó en mi ánimo, en forma de vago preludio, el pensamiento de abandonar el país. No fue que se me despertara el instinto comercial, que, sinceramente hablando, nunca me poseyó por completo, ni aun logró contrabalancear el fondo de idealismo que de mi buena madre tenía heredado, sino que, viendo el perfecto orden en que los mayas vivían, alterado sólo por la presencia de los enanos, ocurrióseme librar a aquéllos de tan gran estorbo y valerme de éstos para transportar los dientes de elefante, que eran en mis manos un precioso recurso. De esta suerte aseguraba la felicidad de los mayas, la de los siervos, a quienes dejaría bien establecidos fuera del país que tan duramente y con tanta ingratitud les pagaba sus asiduos trabajos, y la mía propia, que no podía cifrarse en vivir toda mi vida entre gente de otra raza. Ante la posibilidad de volver al viejo mundo, simbolizada por mí en las defensas de elefante y en las espaldas de los enanos, los ya moribundos recuerdos de mi primera vida renacían, y la realidad de la vida presente se alejaba, como si ya me encontrase en mi tierra, con los míos, viendo desde allí, con la imaginación, este otro cuadro algo más obscuro, obra mía, del que se destacaban tantas figuras conocidas y amadas. ¡Quién sabe si en esa otra vida con que los hombres sueñan para después de la muerte, no se vive también entre espíritus del recuerdo de lo que fue la vida carnal, menos pura, pero también digna de nuestro pensamiento y de nuestro amor!

Despedíme apresuradamente del vate y reyezuelo Uquindu, y regresé a Maya dominado por estas ideas, y de hora en hora más dispuesto a realizarlas. Los regentes y consejeros hallábanse aún embarazados con la grave cuestión de los accas; sin saber cómo apaciguar las iras populares. Comenzó a notarse escasez de algunos artículos, entre ellos de alcohol, por falta de inteligencia en los rugas-rugas traídos de las ciudades de Occidente, para suplir a los enanos, y veíase con malos ojos el donativo de alimentos concertado por el experto Anzú. Mi intervención resolvió estas dificultades por los medios más pacíficos y más prudentes. Dicté al regente y calígrafo Mizcaga un decreto, en el que se ordenaba que los enanos salieran del país en el término de dos meses lunares, y que mientras tanto se fuesen reuniendo en la ciudad de Rozica, para que la expulsión tuviera lugar por el río abajo y no quedasen ningunos escondidos en los bosques. Todos los mayas debían entregar a los expulsados las mujeres accas que aún retuvieran en su poder, así como los hijos de raza pura acca, conservando sólo los mestizos, que serían tratados, cuando les llegase la edad, como hombres libres. Y, por último, debía darse a cada uno de los expulsados víveres para un mes y armas para defenderse de los ataques de las fieras o de los hombres, hasta llegar a su antigua patria. Mientras llegaba el día de la expulsión, quinientos accas, elegidos entre los castrados, quedarían en la corte para enseñar a los rugas-rugas los diversos oficios en que éstos habían de trabajar a las órdenes del rey y del Igana Iguru. Por doloroso azar, propio de las cosas humanas, el precoz Josimiré puso su primera firma en este terrible edicto, que debía privarle del cariño de su verdadera madre y del apoyo de su padre.

Porque urdiendo hábilmente las diversas partes de un plan que de antemano había concertado, después de publicar el edicto anuncié que, por inspiración de Rubango, sería yo mismo el que caminaría al frente de los accas hasta llevarlos muy lejos del país y canjearlos por igual número de cabilis, de acuerdo con las predicciones del Igana Nionyi. Igualmente les profeticé que mi segunda ausencia sería tan larga como la primera, y les ordené que en el intervalo cumplieran rigorosamente los preceptos consignados en unas tablitas de madera que antes de separarme de ellos les entregaría.

Mi pensamiento en este punto se redujo a condensar en varios preceptos breves, claros y razonables lo substancial de la Constitución que tenía en cartera, y que no promulgué por desconfianza en las fuerzas intelectuales de mis gobernados; y como era aún más importante que los preceptos el modo de colocárselos perpetuamente delante de los ojos, ideé la novedad de las tablillas de madera, que de rechazo me obligó a dotar a los carpinteros del país de una nueva herramienta: el cepillo. Las tablitas tenían que estar muy bien cepilladas, y contener en el anverso la microscópica Constitución, y en el reverso el nombre del que la poseía, seguido de los nombres de su padre y de su abuelo. Había yo notado que las familias mayas se tenían poco cariño, y llegué a descubrir que la causa era la eterna falta de memoria. Como las personas tenían un solo nombre, y la mayor parte ni siquiera lo recordaban, no se conservaba el ligamen familiar más que entre los que vivían bajo el mismo techo; en separándose, como si fueran animales inferiores, se olvidaban los unos de los otros, y aun perdían el hábito de reconocerse. Mi pensamiento era, pues, de gran trascendencia moral y social, porque obligando a cada persona a llevar colgada al cuello, como adorno, la tablita de madera, no sólo les recordaba los mandamientos de la Constitución, sino también su abolengo familiar y las buenas o malas acciones que a él fueren anejas. Sólo había una dificultad que salvar al establecer la reforma: la de inscribir los nombres del padre y abuelo de las personas que no los recordaban. En estos casos se eligió uno arbitrariamente, por donde vinieron a ser los más pobres, como los más ricos, nietos de los más ilustres personajes glorificados por la historia nacional. El lluvioso Ndjiru, el segundo Usana y el corpulento Viti tuvieron millares de descendientes en todo el país, y la nivelación de clases dio un paso digno del firme y zancudo Quiyeré.

Al mismo tiempo que, auxiliado por gran número de pedagogos, inscribía en el reverso de las tablillas los nombres de cada habitante del país, según los censos de los afuiris de la corte y locales, y con arreglo a los datos que cada particular aportaba, hacía copiar exactamente en el anverso los cinco artículos de que se componía la Constitución, redactados, después de muchas cavilaciones y tanteos, en la forma siguiente:

  • I. Teme a Rubango, cree en el Igana Nionyi, confía en Arimi.
  • II. Ama al gran muanango, venera al Igana Iguru, respeta a todos los uagangas.
  • III. Obedece a los reyezuelos, sigue a los pedagogos, huye de los ruandas y mnanis.
  • IV. Trabaja mientras dure el sol, paga los tributos, ten gran número de mujeres e hijos.
  • V. Come sólo legumbres, bebe poco alcohol, duerme mucho.

Como se nota a primera vista, los preceptos están todos en forma ternaria, y, además, en lengua maya resultan con cierto ritmo, muy conveniente para que se peguen al oído y se les retenga sin esfuerzo. La colocación de los tres términos en cada renglón no es tampoco arbitraria, pues aparte de estar colocados por orden de materias, procuré que el primer mandamiento de cada grupo fuese el más esencial, y que en cada mandamiento fuese también lo más esencial la primera palabra. Por este sistema, aunque los perezosos mayas no pasaran del principio de los renglones, hipótesis muy admisible, aprendían ya lo bastante para que su vida fuera tan perfecta como cabe concebirla en lo humano, puesto que, siempre que se las interprete con mediano buen sentido, las cinco palabras iniciales: teme, ama, obedece, trabaja y come, son como los fundamentos de la sabiduría, de la humanidad, de la paz de los estados, de la prosperidad material y de la buena salud.

Simultáneamente con mis faenas legislativas marchaban otros trabajos de no menor importancia, en los que mis paternales previsiones para asegurar la felicidad y el progreso de la nación llegaron hasta un extremo exagerado. Revelé al listísimo Sungo todos mis secretos de gobierno, en particular la preparación de los milagrosos rujus, sin reservarme más que el de la pólvora, que después de muchas vacilaciones consideré muy perjudicial aun en las manos más firmes y prudentes; y aprovechando la romería a la montaña de Boro, hice una última visita a la hierática ciudad, y en medio del pasmo de los innumerables peregrinos lancé al espacio, desde el observatorio astronómico, un globo de tela que construí con el intento de fortificar más todavía la fe en el Igana Nionyi y de extender por todo el país las profecías sobre mi viaje y mi tardío regreso. El globo era como un mensaje al progenitor de los cabilis, quien debía contestar por medio de signos celestiales, que yo también hice aquella misma noche, disparando desde el nuevo enju varios cohetes que, envueltos entre matas de maíz, había llevado conmigo, y que al caer en forma de bellos caireles, de estrellas fugaces y de largos lagrimones, dejaron cimentada la nueva Constitución, con tanta firmeza como los fuegos del Sinaí habían establecido, algunos siglos atrás, la ley judaica.

Pero con ser estas medidas de gran trascendencia para el país, había otras queme preocupaban más altamente, por referirse a mi numerosa familia, a la que yo amaba con amor entrañable, aunque parezca deducirse lo contrario de la severidad con que, a fuer de historiador verídico, la he juzgado en algunos pasajes de estas Memorias. Pareciéndome peligroso dejar en el real palacio un número excesivo de mujeres sin otra autoridad que la del tierno Josimiré, jefe natural durante mi ausencia, decidí hacer un expurgo riguroso y distribuir mis mujeres jóvenes entre los regentes, uagangas, consejeros, reyezuelos y personas de altísima posición social, exceptuando a los inhabilitados por su parentesco conmigo, como eran, aparte del Igana Iguru, los regentes Catana y Njudsu y los hijos de éstos. Entre las mujeres regaladas figuraron también dos de mis favoritas: la sensual Canúa, que pasó a poder de su antiguo señor, Lisu, el de los grandes ojos, y la revoltosa y glotona Matay, mi lavandera familiar, enviada a mi gran favorecido, el valiente Ucucu, uno de los entusiastas del lavado de las túnicas desde los albores de la reforma.

En virtud de esta selección quedaron sólo en palacio quince mujeres ancianas para hacer compañía a la vieja Mpizi, a la ya bastante ajada Memé y a la flaca Quimé. En cuanto a mis treinta y dos hijos, en muchos de los cuales se notaba la influencia de los accas, todos debían quedar bajo la potestad de Josimiré.

Para que la realeza se conservara con el mayor exclusivismo entre mis descendientes aproveché la circunstancia de estar permitido por las leyes del país el casamiento entre hermanos de un solo vínculo, y desposé un tanto prematuramente al hijo único de Memé, mi primogénito, llamado, como yo, Arimi, a pesar de su extremada torpeza en la articulación de los sonidos, con la hija mayor de Quimé, flaca como su madre y celebrada por mis vates caseros bajo el nombre de Vitya, porque su cabellera ondulante y larguísima, tan diferente de la rizada y corta de las mujeres mayas, tenía, a juicio de los cantores, cierta semejanza con un árbol del país, especie de mimbrera llorona. Los hijos que saliesen de este enlace, como hijos de la hermana mayor del rey, serían, con arreglo a la ley maya, los llamados a continuar la dinastía de Arimi a la muerte de Josimiré.

Al expirar el plazo de dos meses lunares, fijada en el edicto de expulsión de los siervos, todo estaba preparado para mi partida. Los enanos, con sus mujeres e hijos, sus armas y provisiones, se habían concentrado en Rozica, y todos los organismos de la nación funcionaban con la regularidad de un aparato de relojería. Asistí por última vez a las fiestas del día muntu, y cuando el sol empezaba a declinar anuncié que era llegada la hora de la triste separación, y, no sin dirigir una suprema mirada al vencedor de Unya, en cuya diestra ondeaba la verde túnica del cabezudo Quiganza, abandoné los frescos prados del Myera, arrastrando tras de mí a la confundida muchedumbre, que con profunda emoción permaneció junto a la gruta de Bau-Mau, sobre la catarata, hasta que, siguiéndonos con los ojos, nos vio desaparecer en nuestra canoa a mí y a mi pobre comitiva, formada sólo por la angustiada reina Muvi y seis remeros enanos. Aquella noche dormirnos en Upala, en el palacio del narilargo Monyo, y a la mañana siguiente, rayando el día, continuamos nuestro viaje hasta Rozica, adonde llegamos al anochecer.

Durante el viaje iba yo repasando en mi memoria todas las ideas que se me habían ocurrido en los dos últimos meses para resolver el arduo problema del establecimiento de los accas. Pensaba utilizarlos para mi liberación, pero pensaba pagarles este servicio como mejor pudiera. Abandonados a su torpe iniciativa, su actividad, que, era grande, quedaría anulada por su falta de dirección. Ellos eran para mí una fuerza utilísima, y yo quería ser para ellos un nuevo Moisés, que, sacándoles de la servidumbre, les llevara a un país libre, donde pudiesen vivir y multiplicarse a sus anchas. Daba por cosa hecha que, con los conocimientos que habían adquirido en los nueve años de vida común con los mayas, estaban en condiciones para fundar una nación tan bien gobernada como la de éstos, siempre que encontrasen un territorio deshabitado, sin relación con otros hombres de mayor estatura, que, por ser más fuertes, sentirían inmediatamente el deseo de destruirlos o esclavizarlos. Al propio tiempo comprendía la imposibilidad de hacer un largo viaje al través de selvas vírgenes con más de veinte mil personas a pesar de las mutilaciones y matanzas, los enanos, que al entrar en Maya eran unos diez mil, resultaban duplicados con largueza; los hombres útiles habían disminuido; pero en cambio las mujeres habían aumentado, y la impedimenta de niños era un obstáculo casi insuperable para emprender largas jornadas.

Confiando en la bondad de mi antiguo poeta casero, el reyezuelo Uquindu, y en la amistad que, tanto él como sus seis hijastros, profesaban a la reina Muvi, propuse a éstos secretamente una combinación que me pareció ventajosa: el establecimiento de las mujeres accas, con sus hijos, en el vecino reino de Banga, bajo promesa solemne de que no se les molestaría, y de que siempre que fuera posible se les prestarían los auxilios propios de una buena vecindad. Como muchas de estas mujeres habían perdido a sus esposos, y en Rozica, por ser práctica constante la poliandria, el sexo femenino estaba muy escasamente representado, era de esperar que nacieran de este contacto uniones mixtas y una descendencia no incapacitada para vivir en Maya, donde ya quedaba un número considerable de mestizos. Andando el tiempo, insensiblemente, los habitantes de Banga irían penetrando en el país, y Rozica encontraría en ellos los más activos auxiliares para desarrollar sus industrias. El cantor Uquindu penetró rápidamente en mis trascendentales designios, y el mayor de sus hijastros, el primogénito de Enchúa, se ofreció para ejercer el cargo de reyezuelo de la nueva nación; mas pareciendo justo que en una nación de mujeres el gobierno lo ejerciera una mujer, se decidió que la magnánima Muvi fuera la reina, y que el primogénito de Enchúa sustituyera como rey al malaventurado Bazungu.

Tuvo, pues, lugar nuestra salida del país en las circunstancias más favorables, y en particular la reina Muvi no ocultaba su regocijo ante la idea de quedar cerca de Maya y de su hijo Josimiré, a quien amaba como madre y veneraba por natural orgullo, tanto más intenso cuanto que no podía hallar desahogo ni en hechos ni en palabras. Grande es siempre el amor maternal, pero toca en lo sublime cuando se mezcla con la admiración por el hijo amado. Todos los sentimientos de la magnánima reina acca, sin excluir el religioso amor que a mí llegó a tenerme, cedían ante la idea de su hijo rey triunfante de la malquerencia de los mayas; proclamando, bien que para su madre sola, la superioridad intelectual del vencido, que huyendo impone al pueblo fuerte un amo de su raza. Entre todos los enanos, Muvi era la única que tuviese un ideal que la ligara perpetuamente al país perdido: la necesidad de seguir paso a paso la historia de su hijo Josimiré, y la esperanza de penetrar alguna vez, sin ser vista, hasta la corte de Maya, y verle y tributarle su muda adoración, y glorificarse a si misma con la grandeza de su obra. Por esto su alegría fue indecible cuando conoció el feliz resultado de mis negociaciones, que la permitían quedar junto a las fronteras mayas, y en tal dignidad que acaso con el tiempo tuviese ocasión de tratar de asuntos de Estado con su propio hijo y de descubrirle el gran secreto que la devoraba.