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La copa de Verlaine: Capítulo III

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La copa de Verlaine
de Emilio Carrere
Capítulo III: El viejo poeta Nerval

III. El viejo poeta Nerval

G

ERARDO de Nerval es un nombre desconocido de nuestro público. Fué un gran poeta francés que, hace muchos años, una noche lúgubre de enero, se fué de la vida, ahorcándose del hierro de un tragaluz, en la horrible y sucia calleja de la Vieille Lanterne, en un rincón del París de los apaches y de las buscadoras de amor.

Perteneció a la generación literaria de Gautier, de Balzac, de Baudelaire, de Murger y de Houssaye; época de la bohemia dorada, pintoresca y espiritual. Los amplios bolsillos de su levita negra eran una amplia biblioteca ambulante. Libros de versos, de filosofía, de estética, e innúmeros cuadernos de apuntes. Nerval amaba lo raro en la vida y en los libros; fué un profundo orientalista—además de un exquisito poeta—, y se inició en todos los ritos esotéricos. Tradujo el Fausto, y Goethe le escribió estas palabras: «Nunca me he entendido mejor que cuando os he leído».

En 1836 publicó su Bohemia galante. Hizo, con Gautier, la crítica teatral en La Presse, y publicó interesantes trabajos; pero era un hombre tímido y solitario que desdeñaba la popularidad y los firmaba con seudónimos distintos. Tenía la inocente vanidad de que se le creyese un perezoso, y, en realidad, trabajaba intensamente, sin darle importancia, en un rincón de cualquier cafetín solitario, dando tregua a sus lecturas profundas y eruditas.

Dedicó la mayor parte de sus horas a crearse una vida fantástica y únicamente interior, que para él tenía una absoluta realidad, como aquel M. Joyeuse, de Daudet. Cualquier detalle que veía al paso hería vivamente su imaginación; el resto de la novela se elaboraba rápidamente en su laboratorio mental. Se enamoró de una belleza misteriosa, a la que no dijo nunca nada de su cariño; pero un día que la Casualidad, la providencia de los poetas, le envió un montón de oro, se fué a casa de un mueblista y compró un amplio lecho Renacimiento, con bellas esculturas, entre las que se veía la salamandra de Francisco I. Pero no se había ocupado de alquilar un cuarto, y la magnífica cama fué a parar a casa de Gautier... donde inútilmente esperó a que reposase en ella el cuerpo de la bella desconocida.

Tenía la fiebre de la lectura. Leía acostado doce horas de un tirón, y encontró un modo extravagante de alumbrado: ponía en equilibrio sobre su cabeza una gran palmatoria de cobre, que iluminaba perfectamente las páginas; pero, a veces, se dormía y la palmatoria rodaba por la cama, con grave peligro de incendio.

Acaso bebía un poco o se entregaba al opio; lo cierto es que sus extravagancias se hicieron muy frecuentes. Hubo que llamar al médico, cosa que indignó mucho a Nerval, que no comprendía la ingerencia de la ciencia total, porque un día se paseó por el Palais Royal, llevando tras sí un cangrejo sujeto por un largo cordón azul. «¿Acaso—decía—un cangrejo es más ridículo que un pato, que una gacela, que un león o que cualquier otro animal de que pueda uno hacerse seguir? A mí me gustan los cangrejos porque son pacíficos, serios, saben los secretos del mar, no ladran ni asustan a las gentes como los perros, que tan antipáticos le eran a Goethe, el cual, sin embargo, no estaba loco».

Tenía la preocupación del mundo invisible y de los mitos cosmogónicos, y cultivó los círculos misteriosos de Swendenborg y, del clérigo Terrasson. En un viaje que hizo por Oriente compró una esclava «de piel dorada y de cabellos rubios y el pecho pintado de soles». Iba a documentarse para escribir un poema de la reina de Saba y de Salomón, y se dirigió al Líbano.

Fué huésped de los jefes drusos y maronitas, «semejantes a los burgraves del siglo XIII».

Bien pronto olvidó los motivos literarios de su viaje, y quiso penetrar la doctrina secreta de los drusos. Un día, jinete en su caballo blanco, fué a visitar al Cheih Said Escherazy para pedirle la mano de su hija, «la attaké» Siti Salema. Esta virgen drusa aceptó a Gerardo de Nerval, le dió un tulipán y plantó un arbolillo, que debía crecer con sus amores. Pero el poeta, un día que iba a ver a su prometida, divisó un escarabajo y, tomándolo por mal augurio, renunció a su pintoresco enlace. Con todas estas noticias, conociendo su labor poética, sus inquietudes filosóficas y su fértil imaginación, que contrastaba con su vida de bohemio menesteroso, este soneto epitafio tiene un gran interés de emoción:


SONETO EPITAFIO
A ratos vivió alegre, igual que un gorrión,
este poeta loco, amador e indolente;
otras veces, sombrío cual Clitandro doliente...
Cierto día, una mano llamó a su habitación.
¡Era la Muerte! Entonces, él suspiró:—Señora,
dejadme urdir las rimas de mi último soneto—.
Después cerró los ojos—acaso, un poco inquieto
ante el helado enigma—para aguardar su hora...
Dicen que fué holgazán, errátil e ilusorio,
que dejaba secar la tinta en su escritorio.
Lo quiso saber todo y al fin nada ha sabido.
Y una noche de invierno, cansado de la vida,
dejó escapar el alma de la carne podrida
y se fué preguntando:—¿Para qué habré venido?


Dijeron que se había ahorcado en una hora de locura. Pero este epitafio rimado demuestra lo contrario. Se fué de la vida en la cumbre de una de esas crisis morales en las que acaso el hombre alcanza mayor lucidez. ¡Quién lo sabe!...