La copa de Verlaine: Capítulo VI

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La copa de Verlaine de Emilio Carrere
Capítulo VI: La última copa de Edgar Poe

VI. La última copa de Edgar Poe

E

N los banales y sutiles ajetreos de la farándula política, en que el favoritismo se yergue en divinidad sobre su propia bahorrina, es edificante la evocación de un episodio hondo de desolación inquietante y cruel, de la vida extraña de aquel inadaptable genial, de «aquel celeste Edgardo» cuyo nombre figura en esa fúnebre antología de anormales y degenerados entre los otros grandes locos: Nietzsche y Baudelaire.

Poe fué un precursor de esta moderna opinión de que la ciencia debe ser el fundamento de todo arte. Químico, matemático, médico, oficiante solemne de las capillas herméticas de abstrusas ciencias, su paso funambulesco por la vida tiene algo de liturgia alada, real y demoníaca a la vez. A trechos por el ultramisticismo de apoteosis de sus poemas pasa una desolada sombra de horror: el ala angustiadora y proterva del monstruo del alcohol.

Y así nos ha dado las más hondas y raras impresiones que artista alguno dió a la humanidad en todos los tiempos. Hay en él voces misteriosas, angélicas, ungidas; iniciaciones de todos los arcanos; ecos del cielo, de la tierra y también del infierno. Tal vez fuera la noche, en cuyo seno vagaba borracho en todas las ciudades y a todas las horas; la noche, tan medrosa, tan aristócrata, tan reveladora, la que ponía en su corazón esas palabras ultrahumanas, tan únicas en su regia originalidad, tan perennemente emocionales.

Y también como en ésta, en aquélla y en todas las épocas, había una dorada medianía culta, un rebaño de hombres equilibrados, fácilmente moldeables a todas las formas y a todas las conveniencias; una humanidad correcta, honorable, de tan glorioso sentido común, que rechazó de su seno, babeó la reputación y mordió la sandalia de aquel extravagante perturbador de la buena armonía de las costumbres, de aquel inadaptable inmoral. Y se dió el caso estupendo de que en algún periódico le pagasen menos dinero que a los demás, reconociendo la superioridad de su talento; y por eso mismo, porque su arte era «demasiado original».

Y esa cualidad no la perdonan nunca la poetambre, ni los paladines de la frase hecha.

Avanzando en la miseria hosca, en la confidente soledad que le era tan amable; eterno trashumante, muerta su mujer, la dulce Virginia, esa bella sombra añorante que pasa por los versos de El Cuervo, esa «incomparable y deslumbradora doncella que los ángeles llaman Leonor», errando, pues, por el mundo, llegó a Baltimore la noche antes de unas elecciones de diputados.

La ciudad hervía en la agitación huraña de esos momentos. Poe entró en una taberna y bebió, bebió incesantemente en unión de un antiguo y fatal camarada que el azar le deparó.

Ya a la madrugada, en ese punto visionario y absurdo de los borrachos, en que el alcohol hace bailar a todas las cosas una zarabanda fantástica, habiendo sido reconocido por algunos, el poeta se vió obligado a recitar sus versos entre el ulular delirante del concurso y el ambiente plúmbeo, homicida, del antro.

Una de las muchas rondas que recorrían la ciudad reclutando a lo florido del hampa, a los bigardos y galloferos de todas partes que andaban lampando por las calles, para acarrearlos a votar al día siguiente, topó con el grupo de borrachos en que iba Poe, y todos juntos fueron encerrados en una mazmorra donde les dieron de beber, de beber hasta el enloquecimiento.

El poeta, que estaba consumido por ese horrible mal que se llama combustión espontánea, votó al día siguiente entre aquel enjambre borroso y hediondo, y, al apurar la última copa que le brindaron, cayó definitivamente herido por el delirium tremens.

Pocas horas después murió aquel portentoso artista en el anónimo desconsolador de un hospital. Sus compatriotas se cebaron cruelmente en su memoria, y el periodista Rufus Griswold, que había sido su amigo, hizo una repugnante campaña de difamación, caliente aún el cadáver de aquel desgraciado superior.

La vida del cantor de Ligeia, esa extraordinaria mujer, prodigio de carne y maravilla de inteligencia, nos da la impresión de una negra pesadilla, de una taumatúrgica alucinación de opio, por donde vaga la sombra sonámbula de ese triste discípulo de un fatal y desventurado maestro, cuya voz repite ese único y desolado estribillo:

«Nunca más.»