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La corte de Carlos IV/XIII

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XIII

-No olvides lo que me has jurado -dijo sentándose-. Yo confío en tu fidelidad y en tu discreción. Ya te dije que me parecías un buen muchacho, y pronto llegará la ocasión de probármelo.

No recuerdo bien las vehementes expresiones con que juré mi fidelidad; mas debieron ser muy acaloradas y aún creo que las acompañé con dramáticos gestos, porque Amaranta sonrió mucho y me recomendó que convenía fuera menos fogoso. Después continuó así:

-¿Y no deseas volver al lado de la González?

-Ni al lado de la González, ni al lado de todos los reyes de la tierra -contesté, pues mientras viva no pienso apartarme del lado de mi ama querida, a quien adoro.

Si mal no recuerdo, me puse de rodillas ante el sillón en que Amaranta reposaba con seductora indolencia; pero ella me hizo levantar, diciéndome que debía pensar en volver a casa de mi antigua ama, aunque continuara sirviendo a la nueva con toda reserva. Esto me pareció algo misterioso e incomprensible; pero no insistí en que lo esclareciera por no parecer impertinente.

-Haciendo lo que te mando -continuó- puedes estar vivir seguro de que te irá bien en el mundo. ¡Y quién sabe, Gabriel, si llegarás a ser persona de condición y de fortuna! Otros con menos ingenio que tú se han convertido de la mañana a la noche en verdaderos personajes.

-Eso no tiene duda, señora. Pero yo he nacido en humilde cuna, yo no tengo padres, yo no he aprendido más que a leer, y eso muy mal, en libros que tengan letras como el puño, y apenas escribo más que mi firma y rúbrica en la cual hago más rasgos que todos los escribanos del gremio.

-Pues es preciso pensar en tu educación: el hombre debe ilustrarse. Yo me encargo de eso. Pero será con la condición de que ha de servirme fielmente; no me canso de repetírtelo.

-En cuanto a mi lealtad no hay más que hablar. Pero entéreme usía de cuáles son mis obligaciones en este nuevo servicio -dije anhelando que satisficiera mi curiosidad respecto a lo que tenía que hacer para hacerme acreedor a tantas bondades.

-Ya te lo iré diciendo. Es cosa difícil y delicada: pero confío en tu buen ingenio.

-Pues ya anhelo prestar a usía esos servicios tan difíciles y delicados -contesté con todo el énfasis de mi bullicioso carácter-. No seré un criado, seré un esclavo pronto a obedecer a usía, aunque pierda en ello la vida.

-No se necesita perder la vida -dijo sonriendo-. Basta con un poco de vigilancia; y sobre todo teniendo completa adhesión a mi persona, sacrificándolo todo a mi deseo y no viendo más que la obligación de satisfacer mi voluntad, te será fácil cumplir.

-Pues estoy impaciente, deshecho por empezar de una vez.

-Ya te enterarás con más calma. Esta noche tengo que escribir muchas cartas... Y ahora que recuerdo; vas a empezar a cumplir lo que espero de ti, respondiéndome a varias preguntas cuya contestación necesito para escribir. Dime, ¿Lesbia solía ir a tu casa sin ser acompañada por mí?

Me quedé perplejo al oír una pregunta que me parecía tan lejos del objeto de mi servicio, como el cielo de la tierra. Pero recogí mis recuerdos y contesté:

-Algunas veces, aunque no muchas.

-¿Y la viste alguna vez en el vestuario del teatro del Príncipe?

-Eso sí que no lo recuerdo bien, y por tanto no puedo jurar que la vi, ni tampoco que no la vi.

-No tiene nada de particular que la hayas visto, porque Lesbia no se mira mucho para ir a semejantes sitios -dijo Amaranta con mucho desdén.

Después de una pausa en que me pareció muy preocupada, continuó así:

-Ella no guarda las conveniencias, y fiada en las simpatías que encuentra en todas partes por su gracia, por su dulzura y por su belleza... aunque la verdad es que su belleza no tiene nada de particular.

-Nada absolutamente de particular -añadí yo adulando la apasionada rivalidad de mi ama.

-Pues bien -dijo-, ya me enterarás despacio de esta y otras cosas que necesito saber. Lo primero que te recomiendo es la más absoluta reserva, Gabriel. Espero que estarás contento de mí y yo de ti, ¿no es verdad?

-¿Cómo podré pagar a usía tantos beneficios? -exclamé con la mayor vehemencia-. Creo que voy a volverme loco señora, y me volveré de seguro. Yo no puedo menos de desahogar mi corazón, mostrando los sentimientos que lo llenan desde el instante en que usía se dignó poner los ojos en mí. Y ahora cuando usía me ha dicho que va a hacer de mí un hombre de provecho, y a ponerme en disposición de ocupar puesto honroso en el mundo, estoy pensando que aunque viva mil años adorando a mi bienhechora, no le pagaré tantos favores. Yo tengo deseos muy fuertes de ser un hombre como algunos que veo por ahí. ¿No es esto posible? ¿Usía cree que podré ser, instruyéndome con su ayuda? ¡Ay! Cuando uno ha nacido pobre, sin parientes ricos; cuando se ha criado en la miseria y en la triste condición de sirviente, no puede subir a otro puesto mejor sino por la protección de alguna persona caritativa como usía. Y si yo llegara a conseguir lo que deseo, no sería el primer caso, ¿no es verdad, señora? Porque gentes hay aquí muy poderosas y muy grandes que deben su fortuna y su carrera a alguna ilustrísima mujer que les dio la mano.

-¡Ah! -dijo Amaranta con bondad-. Veo que tú eres ambicioso, Gabrielillo. Lo que has dicho últimamente es cierto; hombres conocemos a quienes ha elevado a desmedida altura la protección de una señora. ¡Quién sabe si encontrarás tú igual proporción! Es muy posible. Para que no pierdas la esperanza, ahí va un ejemplo. En tiempos muy antiguos y en tierras muy remotas había un grande imperio que era gobernado en completa paz por un soberano sin talento; pero tan bondadoso, que sus vasallos se creían felices con él y le amaban mucho. La sultana era mujer de naturaleza apasionada y viva imaginación; cualidades contrarias a las de su marido, merced a cuya diferencia aquel matrimonio no era completamente feliz. Cuando heredó a su padre, el sultán tenía cincuenta años y la sultana treinta y cuatro. Acertó entonces a entrar en la guardia genízara un joven que se hallaba casi en el mismo caso que tú, pues aunque no era de nacimiento tan humilde, ni tampoco dejaba de tener alguna instrucción, era bastante pobre y no podía esperar gran carrera de sus propios recursos. Al punto se corrió en la corte la voz de que el joven guardia había agradado a la esposa del sultán, y esta sospecha se confirmó al verle avanzar rápidamente en su carrera, hasta el punto de que a los veinticinco años de edad ya había alcanzado todos los honores que pueden ser concedidos a un simple súbdito. El sultán, lejos de poner reparos a tan rápido encumbramiento, había fijado todo su cariño en el favorecido joven, y no contento con darle las primeras dignidades le entregó las riendas del gobierno, le hizo gran visir, príncipe, y le dio por esposa a una dama de su propia familia. Con esto estaban los pueblos de aquella apartada y antigua comarca muy descontentos y aborrecían al joven y a la sultana. En su gobierno, el joven valido hizo algunas cosas buenas; mas el pueblo las olvidaba, para no ocuparse sino de las malas que fueron muchas, y tales que trajeron grandes calamidades a aquel pacífico imperio. El sultán, cada vez más ciego, no comprendía el malestar de sus pueblos, y la sultana, aunque lo comprendía no pudo en lo sucesivo remediarlo, porque las intrigas de su corte se lo impedían. Todos odiaban al favorecido joven, y entre sus enemigos más encarnizados se distinguían los demás individuos de la regia familia. Pero lo más extraño fue que el hombre a quien una mano tan débil como generosa había elevado sin merecimientos, se mostró ingrato con su protectora y lejos de amarla con constante fe, amó a otras mujeres, y hasta llegó a maltratar a la desventurada a quien todo lo debía. Las damas de la sultana referían que algunas veces la vieron derramando acerbo llanto y con señales en su cuerpo de haber recibido violentos golpes de una mano sañuda.

-¡Qué infame ingratitud! -exclamé sin poder contener mi indignación-. ¿Y Dios no castigó a ese hombre, ni devolvió a aquellos inocentes pueblos su tranquilidad, ni abrió los ojos del excelente sultán?

-Eso no lo sé -contestó Amaranta mordiendo las puntas blancas de la pluma con que se preparaba a escribir-; porque estoy leyendo la historia que te cuento en un libro muy viejo, y no he llegado todavía al desenlace.

-¡Qué hombres tan malos hay en el mundo!

-Tú no serás así -dijo Amaranta sonriendo-; y si algún día te vieras elevado a tales alturas por las mismas causas, harías todo lo posible porque se olvidara con la grandeza de tus actos, el origen de tu encumbramiento.

-Si por artes del demonio eso sucediera -respondí-, lo haré tal y como usía lo dice, o no soy quien yo, pues a mí me sobran alma y corazón para gobernar, sin dejar de ser un hombre bueno, decente y generoso.

Estas últimas palabras la hicieron reír, y ofreciéndome que al día siguiente me recomendaría a un padre jerónimo del monasterio para que me instruyese, me dijo que iba a escribir cartas muy urgentes y que la dejase sola. La doncella volvió para conducirme al cuarto donde debía recogerme, y una vez dentro de él me acosté; mas los pensamientos evocados en mi cabeza por la pasada conferencia, me confundían de tal modo, que mi sueño fue agitado y doloroso, cual opresora pesadilla, y creí tener sobre el pecho todas las cúpulas, torres, tejados, aleros, arbotantes y hasta las piedras todas del inmenso Escorial.