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La corte de Carlos IV/XIX

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XIX

Al día siguiente se levantó un servidor de ustedes de malísimo humor, y su primera idea fue salir del Escorial lo más pronto que le fuera posible. Para pensar en los medios de ejecutar tan buen propósito fuese a pasear a los claustros del monasterio, y allí discurriendo sobre su situación, se acaloró la cabeza del pobre muchacho revolviendo en ella mil pensamientos que cree poder comunicar al discreto lector.

Los que hayan leído en el primer libro de mi vida el capítulo en que di cuenta de mi inútil presencia en el combate de Trafalgar, recordarán que en tan alta ocasión, y cuando la grandeza y majestad de lo que pasaba ante mis ojos parecían sutilizar las facultades de mi alma, puede concebir de un modo clarísimo la idea de la patria. Pues bien: en la ocasión que ahora refiero, y cuando la desastrosa catástrofe de tan ridículas ilusiones había conmovido hasta lo más profundo mi naturaleza toda, el espíritu del pobre Gabriel hizo después de tanto abatimiento una nueva adquisición, una nueva conquista de inmenso valor, la idea del honor.

¡Qué luz! Recordé lo que me había dicho Amaranta, y comparando sus conceptos con los míos, sus ideas con lo que yo pensaba, mezcla de ingenuo engreimiento y de honrada fatuidad, no pude menos de enorgullecerme de mí mismo. Y al pensar esto no pude menos de decir: -Yo soy hombre de honor, yo soy hombre que siento en mí una repugnancia invencible de toda acción fea y villana que me deshonre a mis propios ojos; y además la idea de que pueda ser objeto del menosprecio de los demás me enardece la sangre y me pone furioso. Cierto que quiero llegar a ser persona de provecho; pero de modo que mis acciones me enaltezcan ante los demás y al mismo tiempo ante mí, porque de nada vale que mil tontos me aplaudan, si yo mismo me desprecio. Grande y consolador debe de ser, si vivo mucho tiempo, estar siempre contento de lo que haga, y poder decir por las noches mientras me tapo bien con mis sabanitas para matar el frío: «No he hecho nada que ofenda a Dios ni a los hombres. Estoy satisfecho de ti, Gabriel.»

Debo advertir que en mis monólogos siempre hablaba conmigo como si yo fuera otro.

Lo particular es que mientras pensaba estas cosas, la figura de mi Inés no se apartaba un momento de mi imaginación y su recuerdo daba vueltas en torno a mi espíritu, como esas mariposas o pajaritas que se nos aparecen a veces en días tristes trayendo según el vulgo cree, alguna buena noticia.

Tal era la situación de mi espíritu, cuando acertó a pasar cerca de mí el caballero D. Juan de Mañara, vestido de uniforme. Detúvose y me llamó con empeño, demostrando que mi presencia era para él nada menos que un buen hallazgo. No era aquélla la primera vez que solicitaba de mí un pequeño favor.

-Gabriel -me dijo en tono bastante confidencial sacando de su bolsillo una moneda de oro-, esto es para ti, si me haces el favor que voy a pedirte.

-Señor -contesté-, con tal que sea cosa que no perjudique a mi honor...

-Pero, pedazo de zarramplín, ¿acaso tú tienes honor?

-Pues sí que lo tengo, señor oficial -contesté muy enfadado-; y deseo encontrar ocasión de darle a usted mil pruebas de ello.

-Ahora te la proporciono, porque nada más honroso que servir a un caballero y a una señora.

-Dígame usted lo que tengo que hacer -dije deseando ardientemente que la posesión del doblón que brillaba ante mis ojos fuera compatible con la dignidad de un hombre como yo.

-Nada más que lo siguiente -respondió el hermoso galán sacando una carta del bolsillo-: llevar este billete a la señorita Lesbia.

-No tengo inconveniente -dije, reflexionando que en mi calidad de criado no podía deshonrarme llevando una carta amorosa-. Déme usted la esquelita.

-Pero ten en cuenta -añadió entregándomela-, que si no desempeñas bien la comisión, o este papel va a otras manos, tendrás memoria de mí mientras vivas, si es que te queda vida después que todos tus huesos pasen por mis manos.

Al decir esto el guardia demostraba, apretándome fuertemente el brazo, firme intención de hacer lo que decía. Yo le prometí cumplir su encargo como me lo mandaba, y tratando de esto llegamos al gran patio de palacio, donde me sorprendió ver bastante gente reunida descollando entre todos algunas aves de mal agüero, tales como ministriles y demás gente de la curia. Yo advertí que al verles mi acompañante se inmutó mucho, quedándose pálido, y hasta me parece que le oí pronunciar algún juramento contra los pajarracos negros que tan de improviso se habían presentado a nuestra vista. Pero yo no necesitaba reflexionar mucho para comprender que aquella siniestra turba nada tenía que ver conmigo, así es que dejando al militar en la puerta del cuerpo de guardia, una vez trasladadas carta y moneda a mi bolsillo, subí en cuatro zancajos la escalera chica, corriendo derecho a la cámara de la señora Lesbia.

No tardé en hacerme presentar a su señoría. Estaba de pie en medio de la sala, y con entonación dramática leía en un cuadernillo aquellos versos célebres:


... todo me mata,
todo va reuniéndose en mi daño!
-Y todo te confunde, desdichada.



Estaba estudiando su papel. Cuando me vio entrar cesó su lectura, y tuve el gusto de entregarle en persona el billete, pensando para mí: -¿Quién dirá que con esa cara tan linda eres una de las mejores piezas que han hecho enredos en el mundo?

Mientras leía, observé el ligero rubor y la sonrisa que hermoseaban su agraciado rostro. Después que hubo concluido, me dijo un poco alarmada:

-¿Pero tú no sirves a Amaranta?

-No señora -respondí-. Desde anoche he dejado su servicio, y ahora mismo me voy para Madrid.

-¡Ah!, entonces bien -dijo tranquilizándose.

Yo en tanto no cesaba de pensar en el placer que habría experimentado Amaranta si yo hubiera cometido la infamia de llevarle aquella carta. ¡Qué pronto se me había presentado la ocasión de portarme como un servidor honrado, aunque humilde! Lesbia, encontrando ocasión de zaherir a su amiga, me dijo:

-Amaranta es muy rigurosa y cruel con sus criados.

-¡Oh, no señora! -exclamé yo, gozoso de encontrar otra coyuntura de portarme caballerosamente, rechazando la ofensa hecha a quien me daba el pan-. La señora condesa me trata muy bien; pero yo no quiero servir más en palacio.

-¿De modo que has dejado a Amaranta?

-Completamente. Me marcharé a Madrid antes de medio día.

-¿Y no querrías entrar en mi servidumbre?

  -Estoy decidido a aprender un oficio.

-De modo que hoy estás libre, no dependes de nadie, ni siquiera volverás a ver a tu antigua ama.

-Ya me he despedido de su señoría y no pienso volver allá.

No era verdad lo primero, pero sí lo segundo.

Después, como yo hiciera una profunda reverencia para despedirme, me contuvo diciendo:

-Aguarda: tengo que contestar a la carta que has traído, y puesto que estás hoy sin ocupación, y no tienes quien te detenga, llevarás la respuesta.

Esto me infundió la grata esperanza de que mi capital se engrosara con otro doblón, y aguardé mirando las pinturas del techo y los dibujos de los tapices. Cuando Lesbia hubo concluido su epístola, la selló cuidadosamente y la puso en mis manos, ordenándome que la llevase sin perder un instante. Así lo hice; pero ¿cuál no sería mi sorpresa cuando al llegar al cuerpo de guardia me encontré con la inesperada novedad de que sacaban preso a mi señor el guardia, llevándole bonitamente entre dos soldados de los suyos! Yo temblé como un azogado, creyendo que también iban a echarme mano, pues sabía que no bastaba ser insignificante para librarse de los ministriles, quienes deseando mostrar su celo en la causa del Escorial, comprendían en los voluminosos autos el mayor número posible de personas.

  Cometí la indiscreción de entrar en el cuerpo de guardia para curiosear, lo cual hizo que un hombre allí presente, temerosa estantigua con nariz de gancho, espejuelos verdes y larguísimos dientes del mismo color, dirigiese hacia mi rostro aquellas partes del suyo, observándome con tenaz atención y diciendo con la voz más desagradable y bronca que en mi vida oí:

-Este es el muchacho a quien el preso entregó una carta poco antes de caer en poder de la justicia.

Un sudor frío corrió por mi cuerpo al oír tales palabras, y volví la espalda con disimulo para marcharme a toda prisa; pero ¡ay!, no había andado dos pasos, cuando sentí que se clavaban en mi hombro unas como garras de gavilán, pues no otro nombre merecían las afiladas y durísimas uñas del hombre de los espejuelos verdes en cuyo poder había caído. La impresión que experimenté fue tan terrorífica, que nunca pienso olvidarla, pues al encarar con su finísima estampa, los vidrios redondos de sus gafas que recomendaban la pupila cuajada, penetrante y estupefacta del gato, me turbaron hasta lo sumo, y al mismo tiempo sus dientes verdes, afilados sin duda por la voracidad, parecían ansiosos de roerme.

-No vaya Vd. tan de prisa, caballerito -dijo-, que tal vez haga aquí más falta que en otra parte.

-¿En qué puedo servir a usía? -pregunté melifluamente, comprendiendo que nada me valdría mostrarme altanero con semejante lobo.

-Eso lo veremos -contestó con un gruñido que me obligó a encomendarme a Dios.

Mientras aquel cernícalo, con la formidable zarpa clavada en mi cuello, me llevaba a una pieza inmediata, yo evoqué mis facultades intelectuales para ver si con el esfuerzo combinado de todas ellas encontraba medio de salir de tan apurado trance. En un instante de reflexión, hice el siguiente rapidísimo cálculo: -«Gabriel: este instante es supremo. Nada conseguirás defendiéndote con la fuerza. Si intentas escaparte, estás perdido. De modo que si por medio de algún rasgo de astucia no te libras de las uñas de este pícaro, que te enterrará vivo bajo una losa de papel sellado, ya puedes hacer acto de contrición. Al mismo tiempo llevas sobre ti la honra de una dama que sabe Dios lo que habrá escrito en esta endiablada carta. Con que ánimo, muchacho, serenidad y a ver por dónde se sale».

Afortunadamente, Dios iluminó mi entendimiento en el instante en que el curial se sentó en un desnudo banquillo, poniéndome delante para que respondiera a sus preguntas. Recordé haber visto al feroz leguleyo en el cuarto de Amaranta, a quien gustaba de ofrecer servilmente sus respetos, y esto con la idea de que mi antigua ama era desafecta a las personas a quienes se formaba la causa, me dio la norma del plan que debía seguir para librarme de aquel vestiglo.

-Conque tú andas llevando y trayendo cartitas, picaronazo -dijo en la plenitud de su curial sevicia, gozándose de antemano con la contemplación imaginaria de las resmas de papel sellado en que había de emparedarme-. Ahora veremos para quiénes son esas cartas, y si te ocupas en comunicar a los conjurados con los presos, para que burlen la acción de la justicia.

-Señor licenciado -contesté yo recobrando un poco la serenidad-, usted no me conoce, y sin duda me confunde con esos picarones que se ocupan en traer y llevar papelitos a los que están presos en el Noviciado.

-¿Cómo? -exclamó con júbilo-. ¿Estás seguro de que eso pasa?

-Sí, señor-, respondí envalentonándome cada vez más-. Vaya usía ahora mismo con disimulo al patio de los convalecientes, y verá que desde el piso tercero del monasterio echan cartas a la bohardilla valiéndose de unas larguísimas cañas.

-¿Qué me dices?

-Lo que usía oye: y si quiere verlo con sus propios ojos vaya ahora mismo; que esta es la hora que escogen los malvados para su intento, por ser la de la siesta. Ya me podría usía recompensar por la noticia, pues le doy este aviso, para que pueda prestar un gran servicio a nuestro querido Rey.

-Pero tú recibiste una carta del joven alférez, y si no me la das ante todo, ya te ajustaré las cuentas.

-¿Pero el señor licenciado no sabe -contesté-, que soy paje de la excelentísima señora condesa Amaranta, a quien sirvo hace algún tiempo? ¡Y que no me tiene poco cariño mi ama en gracia de Dios! Mil veces ha dicho que ya puede tentarse la ropa el que me tocase tan siquiera al pelo de la misma.

El leguleyo parecía recordar, y como era cierto que me había visto repetidas veces en compañía de mi ama, advertí que su endemoniado rostro se apaciguaba poco a poco.

-Bien sabe el señor licenciado -continué-, que la señora condesa me protege, y habiendo conocido que yo sirvo para algo más que para ese bajo oficio, se propone instruirme y hacer de mí un hombre de provecho. Ya he empezado a estudiar con el padre Antolínez, y después entraré en la casa de pajes, porque ahora hemos descubierto que yo, aunque pobre, soy noble y desciendo en línea recta de unos al modo de duques o marqueses de las islas Chafarinas.

El leguleyo parecía muy preocupado con estas razones que yo pronuncié con mucho desparpajo.

-Y ahora -proseguí-, iba al cuarto de mi ama, que me está esperando, y en cuanto sepa que el señor licenciado me ha detenido se pondrá furiosa: porque ha de saber el señor licenciado que mi ama me manda recorrer estos patios y galerías para oír lo que dicen los partidarios de los presos, y ella lo va apuntando en un libro que tiene, no menos grande que ese banco. Ella va a descubrir muchas cosas malas de esa gente y está muy contenta con mi ayuda, pues dice que sin mí no sabría la mitad de lo que sabe. Por ejemplo, lo de las cañas apuesto a que nadie lo sabe más que yo, y agradézcame el señor licenciado que se lo haya dicho antes que a ninguno.

-Cierto es -dijo el ministril-, que la señora condesa te protege, pues ahora caigo en la cuenta de que algunas veces se lo he oído decir; pero no me explico que tu ama se cartee con el alférez.

-También a mí me llamó la atención -repuse-, porque mi ama decía que ese señor era de los que primero debían ser puestos a la sombra; pero vea el señor licenciado. La carta que recibí era para mi ama; y le decía que viéndose próximo a caer en poder de la justicia, solicitaba la protección de la señora condesa para librarse de aquélla.

-¡Ah, Sr. Mañara, tunante, trapisondista! -exclamó el representante de la justicia humana-. Quería escaparse de nuestras uñas, poniéndose al amparo de una persona que está demostrando el mayor celo en favor de la causa del Rey.

-Pero no le valieron sus malas mañas, señor licenciadito de mi alma -añadí entusiasmándome-, porque mi ama rompió la carta con desdén, y me mandó contestarle de palabra que nada podía hacer por él.

-¿Y a eso venías?

-Precisamente. Ya sabía yo que no lograba nada el señor alférez. Y me alegro, me alegro. Porque yo digo: esos picarones, ¿no querían quitarle al Rey su corona, y a la Reina la vida? Pues que las paguen todas juntas, que bien merecido tienen el cadalso; y como se descuiden, el señor Príncipe de la Paz no se andará por las ramas.

-Bien -dijo algo más benévolo para conmigo, pero sin que se extinguiera su recelo-. Iremos juntos a ver a tu ama, y ella confirmará lo que has dicho.

-Ahora se fue al cuarto del Príncipe de la Paz, a quien piensa recomendarme para que entre en la casa de Pajes. Y como el señor licenciado se descuide, no podrá ver a los que echan la caña por los balcones del piso tercero del monasterio. Vaya usía a enterarse de esto, y luego puede pasar al cuarto de mi ama, donde le espero. Ella estará prevenida y recibirá a usía con mucho agasajo, porque le aprecia y estima mucho.

-¿Sí? ¿Le has oído hablar de mí alguna vez? -preguntó vivamente.

-¿Alguna vez? Diga el señor licenciado mil veces. La otra noche estuvo hablando de usía más de dos horas con el Príncipe de la Paz, y con el marqués Caballero.

-¿De veras? -preguntó plegando su arrugada boca con una sonrisa indefinible y dejando ver en todo su vasto desarrollo el mapa de su verde dentadura-. ¿Y qué decía?

-Que al señor licenciado se deben todas las averiguaciones que se han hecho en la causa, y otras cosas que no digo por no ofender la modestia de usía.

-Dilas picarón, y no seas corto de genio.

-Pues hizo grandes elogios de usía, ponderando su talento, su mucho saber y su disposición para sacar leyes aunque fuera de un canto rodado. Después añadió que si no le hacían al señor licenciado consejero de Indias o de la sala de alcaldes de Casa y Corte, no tendrían perdón de Dios.

-¿Eso dijo? Veo que eres un chico formal y discreto. Di a la señora condesa que dentro de un momento pasaré a visitarla, para consultar con ella gravísimas cuestiones. Ella sabrá cuánto la aprecio y estimo. Con respecto a ti, al principio pensé que la carta entregada por el alférez era para la duquesa Lesbia.

-¡Quiá! No voy yo al cuarto de esa señora, porque mi ama y ella están reñidas.

-Y como hoy -continuó-, se procederá también a prender a esa señora, que resulta complicada en el proceso lo mismo que su esposo el señor duque...

-¡También prenden a la señora Lesbia! -exclamé asombrado.

-También; ya habrán subido mis compañeros a notificárselo. Con que, joven, sube al cuarto de tu ama, adviértele mi próxima visita.

No esperé más para separarme de hombre tan fiero, y bendiciendo fervorosamente a Dios, salí del cuerpo de guardia, muy satisfecho de la estratagema empleada. Mi primera intención fue correr al cuarto de Lesbia, no sólo para devolverle la carta, sino para prevenirla acerca del gran riesgo que su libertad corría; mas cuando subí, noté que la justicia había invadido su vivienda. Era preciso huir de palacio, donde corría gran peligro de caer en poder del atroz licenciado, en cuanto éste, conferenciando con mi ama, descubriese mis estupendas mentiras. Pies, ¿para qué os quiero?, dije, y al punto subí precipitadamente a mi camaranchón, cogí y empaqueté de cualquier modo mi ropa, y sin despedirme de nadie salí del palacio y del monasterio, resuelto a no detenerme hasta Madrid.

A pesar de mi zozobra, no quise partir sin provisiones, y habiéndome surtido en la plaza del pueblo de lo más necesario, eché a andar, volviendo a cada rato la vista, porque me parecía que el licenciado caminaba detrás de mí. Hasta que no desapareció de mi vista la cúpula y las torres del terrible monasterio no recobré la tranquilidad, y después de dos horas de precipitada marcha, me aparté del camino y restauré mis fuerzas con pan, queso y uvas, seguro ya de que por el momento las durísimas uñas del representante de la justicia no se clavarían en mis hombros.

En aquel rato de descanso y esparcimiento, me reí a mis anchas, recordando las mentiras que había empleado para salvarme; pero no me remordía la conciencia por haberlas desembuchado con tanta largueza, puesto que aquellos embustes, con los cuales no perjudicaba a la honra de nadie, eran la única arma que me defendía contra una persecución tan bárbara como injusta. Los trances difíciles aguzan al ingenio, y en cuanto a mí, puedo decir que antes de encontrarme en el que he referido, jamás hubiera sido capaz de inventar tales desatinos. Bien dicen, que las circunstancias hacen al hombre tonto o discreto, aguzando el más rústico entendimiento, u oscureciendo el que se precia de más claro.

Más allá de Torrelodones encontré unos arrieros, que por poco dinero me dejaron montar en sus caballerías, y de este modo llegué a Madrid cómodamente, ya muy avanzada la noche.