La corte de Carlos IV/XXVI
XXVI
El escenario se llenó de gente. La condesa, alzada al instante del suelo, fue objeto de solícitos cuidados. Al poco rato desvaneciose su desmayo, abrió los ojos y dijo algunas palabras. No tenía la más ligera lesión, y todo había concluido sin más consecuencias que las del susto. Su palidez y la alteración de su semblante eran extraordinarias; pero aún había entre los circunstantes una persona más alterada y más pálida: era mi ama.
Isidoro parecía embrutecido y avergonzado. Transcurrió media hora, y cuando fue indudable que no había ocurrido ninguna desgracia que se temía, entablose una discusión muy viva sobre aquel acontecimiento, que la mayoría de los presentes consideraba bajo el punto de vista artístico; y era opinión de muchos que exaltado hasta un extremo de delirio el genio artístico de Máiquez, se identificó con su papel de un modo perfecto.
-Pues lejos de ser el camino de la perfección artística -dijo Moratín-, lleva derecho a la corrupción del gusto, y extinguirá en las ficciones el decoro y la gracia, para confundirlas con la repugnante realidad.
-Ni eso es representar, ni eso es nada -dijo Arriaza, que como es sabido, detestaba a Isidoro-. Desde que ese caballero introdujo aquí la escuela francesa, ha corrompido el arte de la declamación.
-Nunca he visto a Máiquez tan apasionado y fogoso -indicó un caballero que se unió al grupo-. Me parece que en la escena ha pasado algo extraño a la comedia.
Otro joven acercó sus labios al oído del primero, y por un rato le habló en voz muy baja. Después a los cuchicheos siguieron las risas. Pasó Mañara no lejos de allí, y todos fijaron la vista en él.
-Bien se explica la ferocidad de Isidoro -dijo uno.
-Hasta aquí -añadió Moratín-, siempre se le ha visto contenerse dentro del límite de las conveniencias escénicas.
-Me acuerdo de cuando Isidoro era un pedazo de hielo -dijo Arriaza-. En el teatro no le llamaban sino el marmolillo.
-Es verdad -repuso Moratín-. Pero cuando volvió de París vino muy corregido, y no puede negarse que es un actor de gran mérito. En lo patético no tiene igual; en lo trágico suele carecer de fuego: pero esta noche lo ha tenido con exceso.
-Le he tratado bastante -dijo un tercero-. Es hombre de pasiones enérgicas. Como actor consumado, comprende bien que el arte es una ficción, y representando no deja nunca de ser comedido y decoroso. Esta noche, sin embargo, le hemos visto tal cual es.
Otro personaje se acercó al grupo.
-¿Qué le ha parecido a Vd., señor duque, el desenlace de la tragedia? -le preguntó Arriaza.
-¡Magnífico! Esto se llama representar -contestó el marido de Lesbia-. Parecía aquello la misma realidad. Pero no consentiré que mi esposa salga otra vez a la escena. Representa demasiado bien y entusiasma y trastorna a los actores que la acompañan.
Un abanico tocó el hombro del señor duque; volviose éste, y Amaranta entró en el corrillo. Todos la saludaron, disputándose a porfía el honor de dirigirle la palabra. Ella habló así:
-Bien dije a Vd., señor duque, que no había nada que temer. Un exceso de inspiración dramática y nada más.
-El exceso es malo en todo: yo creí que la duquesa iba a perecer a manos de Isidoro por un exceso de inspiración.
-Además -dijo Amaranta-, quizás alguna causa que no conocemos...
Al decir esto pareció que los pies de la hermosa dama habían tocado algún objeto arrojado en el escenario. Apartose ella vivamente, apartáronse todos, y las faldas de Amaranta, al deslizarse sobre el piso, dejaron ver un papel arrugado. Como si aquel papel fuera un tesoro de inestimable precio, Amaranta bajose a cogerlo, y después de mirarlo rápidamente, lo guardó en su bolsillo. Era la carta fatal, como diría un novelista.
-¿Alguna causa que no conocemos?... -preguntó el duque continuando la conversación interrumpida.
-Sí -contestó la dama-; y me parece que puedo sacarle a Vd. de dudas... Pero tengo que ir al cuarto de la González. Allí le aguardo a usted y hablaremos.
Quedaron solos los hombres otra vez. La marquesa atravesó la escena preguntando por Isidoro.
-¿Será posible -decía-, que no pueda representarse La venganza del Zurdillo? ¡Pepa!... ¿Pero dónde está Pepa?
Esta pregunta se dirigió a mí, y al instante marché en busca de mi ama. No estaba en su cuarto, y sí en el de Máiquez, quien una vez pasada la excitación del terrible momento, se esforzaba en aparecer tranquilo y hasta risueño, aunque era fácil conocer que la rabia no se había extinguido en su pecho.
-¡Qué broma tan pesada, Isidoro! -dijo la marquesa asomándose a la puerta-. Aún no me he recobrado del susto.
-Es verdad, señora -dijo el actor-; pero la señora duquesa tiene la culpa, por la perfección con que ha hecho su papel. Su incomparable talento tuvo el don, no sólo de transportarla a ella, sino de transportarme a mí mismo a la esfera de la realidad. Jamás me ha pasado cosa igual desde que piso las tablas. Un actor inglés, representando en cierta ocasión a Otelo, mató a la cómica que hacía de Desdémona. Esto me parecía inverosímil; pero ahora comprendo que puede ser verdad.
-¿No se suspenderá La venganza del Zurdillo?
-Por ningún caso. Hace falta reír un poco, señora marquesa.
Retirose ésta y después que salieron algunos amigos de Máiquez, que le acompañaban, el actor quedó solo con mi ama y conmigo.
-Ven acá -me dijo el actor, apretándome vigorosamente el brazo-. ¿Quién te dio aquella carta?
Señalé a mi ama.
-Fui yo -dijo ésta-. Quería que conocieras el corazón de Lesbia.
-¿Por qué no me la diste en otra parte? Me has puesto al borde del abismo; he estado a punto de cometer un crimen. Mi furor fue tan grande cuando leí aquel papel, que lo olvidé todo, y aunque en el instante que estuve fuera de la escena procuré serenarme, mi cólera se encendió más, y... ya sabes lo que pasó. Cuando la vi en la escena final quise contenerme; pero sus miradas, su acento, me irritaban cada vez más, y sentí en mí una crueldad, una ferocidad que nunca había conocido. Recordaba sus tiernas promesas, sus apasionados arrebatos de amor, su falsa sencillez, y por un momento creí que hasta era un deber castigar a aquel monstruo de falsedad e hipocresía. Cuando saqué el puñal y advertí que era una hoja de acero, experimenté un placer indecible. ¡Ay, Pepa! ¡Qué momento! No sé cómo no la maté; no sé cómo en aquel instante no me perdí y me deshonré para siempre. Si Gabriel no se hubiera abrazado a ella cubriéndola con su cuerpo, creo que a estas horas... no lo quiero pensar.
-A estas horas -dijo mi ama-, estarías llorando sobre el cadáver de tu amante, herida por tu propia mano.
-No, Pepa, no; ya no la amo. La lectura de la carta ha ahuyentado de mí todo sentimiento amoroso: ya no tengo para ella más que un desprecio, una repugnancia de que no puedes formar idea. Me espanto de haber amado a semejante mujer. Pero di: ¿fuiste tú quien trocó el puñal de teatro por la hoja de acero?
-Sí; yo fui.
-¿Luego tú -exclamó con asombro, lo preparaste todo? ¿Qué interés, qué intención...?
-¡La aborrezco con toda mi alma!
-¡Y quisiste hacerme instrumento de un crimen! Hace poco hablabas de tu venganza. ¿Por qué aborreces a Lesbia?
-La aborrezco porque... la aborrezco.
-¿Y no te remuerde la conciencia de un sentimiento que te lleva hasta el crimen?
-¡La conciencia!... ¡Un crimen! -dijo mi ama con cierta enajenación, y después ocultando el rostro entre las manos empezó a llorar amargamente, exclamando-. ¡Oh! ¡Dios mío, qué desgraciada soy!
-Pepa, ¿qué tienes? ¿qué es eso? -dijo Isidoro sentándose junto a ella, y apartándole las manos del rostro-. Pero tú... Con que tú... De modo que tú...
Dieron golpes en la puerta, y una voz dijo: «El sainete: que va a empezar el sainete».
El aviso no distrajo a los dos actores. Pepa seguía llorando e Isidoro lleno de asombro.