La crítica de El sí de las Niñas: Notas del autor

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La crítica de El sí de las Niñas
Notas del autor​
 de Ventura de la Vega


Compuse esta comedia el año de 1848 para que se representase en una función dispuesta en el teatro de la Cruz con objeto de celebrar el aniversario del natalicio de Moratín.

Era El Sí de las Niñas la comedia que iba a hacerse; y de ahí me ocurrió escribir esta, que llamé, acordándome de Molière, La Crítica de El Sí de las Niñas.

El éxito que obtuvo no pudo ser más satisfactorio. El público, que había estado celebrando El Sí de las Niñas como si se estrenara, aplaudió en mi comedia todo lo que se refiere a elogio de la de Moratín; y al aparecer su busto en la escena fue inmenso el entusiasmo que produjo.

Desde esta fecha puede decirse que El Sí de las Niñas, hasta entonces casi desterrado del teatro por la furiosa invasión del género romántico, ha vuelto a figurar en el repertorio ordinario, y cada vez con más aceptación: esto redunda en honor del público madrileño.

¡No podía ser menos! Entre cuantas obras dramáticas conozco, antiguas y modernas, El Sí de las Niñas es, en mi juicio, la que más se acerca a la perfección.

Moratín es el modelo del arte: todo el que quiera escribir con acierto para el teatro no debe estudiar otro.

El ingenio no se adquiere: se tiene o no se tiene, según Dios ha querido: si se tiene, no hay cuidado, que él saldrá. Lo que hay que adquirir es el modo de dirigirlo, de sujetarlo, no a reglas caprichosas, sino a los principios eternos del arte; y esto no se aprende más que en Moratín: fuera de él, sólo se aprende a extraviarlo y perderlo. No hay que cansarse: Moratín se eclipsará en los períodos de corrupción; pero en las restauraciones del buen gusto él llevará siempre la bandera.

Una cosa que me propuse con empeño logré con mi comedia; y ahora me arrepiento de haberla logrado.

En los versos que se recitaron en el estreno de la obra habrá visto el lector el deseo que manifesté de que los restos de Moratín, que yacían en París, se trajesen a España. El pensamiento hizo fortuna; o como ahora se dice, fue creando atmósfera, y cinco años después un Ministerio, que sin duda hubo de respirarla, tomó el asunto en serio y llevó a cabo la traslación.

El día 12 de octubre de 1853 entraron en Madrid las cenizas de Moratín con gran solemnidad. Iban en un magnífico carro fúnebre, y les hacían cortejo los ministros, las autoridades y altos funcionarios, todos de grande uniforme, y un sinnúmero de personas entre literatos y demás gente distinguida. Llegó la comitiva a la iglesia de San Isidro, y en su bóveda subterránea quedó el ataúd depositado, hasta que se le lleve a un monumento que se le ha de erigir.

Hoy es, y el monumento no se le ha erigido, ni nadie se acuerda de ello. Moratín seguirá escondido en los sótanos de San Isidro; y gracias que, andando los tiempos, no llegue un día en que, por quitar estorbos, saquen de allí la caja y echen los huesos en la fosa del cementerio general.

Así se hizo en San Sebastián con los de Lope de Vega: no sería ninguna novedad.

En París, Moratín estaba enterrado en el vasto y magnífico cementerio del Padre La-Chaise, que todo extranjero va a visitar. El guardián que lo enseña es un hábil cicerone, y al llegar a cierto sitio decía: «Este es el panteón de la familia Silvela: y aquí yace también el célebre escritor dramático Moratín, el Molière español.»

Así en efecto lo publicaba una inscripción puesta en el monumento, que era de piedra, sencillo y elegante.

Allí, pues, no solamente estaba en sitio decoroso y visible, sino que su nombre sonaba diariamente en el oído de centenares de extranjeros, que quizá sólo por eso le conocían.

Se le sacó de allí; se le trajo a España: ¡como si hubiera caído en un pozo!

¿Necesito explicar por qué estoy arrepentido de haber hecho aquellos versos?

En los que se recitaron en el teatro el día de la traslación, en 1854, me ocurrió pedir igual gracia para Meléndez y para Cienfuegos, que también murieron y están enterrados en Francia. Afortunadamente para ellos, esto no creó atmósfera. -No, por Dios: bien están allá. Al menos se sabe dónde yacen: puede el que quiera ir a visitar su sepulcro: no están, como el pobre Inarco, secuestrados de esa segunda existencia, escondidos en un sótano, expuestos a ir el mejor día a la fosa común.