La de Bringas: 02

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​II
(La de Bringas)​
 de Benito Pérez Galdós
Era un delicado obsequio con el cual quería nuestro buen Thiers pagar diferentes deudas de gratitud a su insigne amigo don Manuel María José del Pez. Este próvido sujeto administrativo había dado a la familia Bringas en marzo de aquel año (1868) nuevas pruebas de su generosidad. Sin aguardar a que Paquito se hiciera licenciado en dos o tres Derechos, habíale adjudicado un empleíllo en Hacienda con cinco mil realetes, lo que no es mal principio de carrera burocrática a los diez y seis años mal cumplidos.

Toda la sal de este nombramiento, que por lo temprano parecía el agua del bautismo, estaba en que mi niño, atareado con sus clases de la Universidad y con aquellas lecturas de Filosofía de la Historia y de Derecho de Gentes a que se entregaba con furor, no ponía los pies en la oficina más que para cobrar los cuatrocientos diez y seis reales y pico que le regalábamos cada mes por su linda cara.

Aunque en el engreído meollo de Rosalía Bringas se había incrustado la idea de que la credencial aquella no era favor sino el cumplimiento de un deber del Estado para con los españolitos precoces, estaba agradecidísima a la diligencia con que Pez hizo entender y cumplir a la patria sus obligaciones. El reconocimiento de don Francisco, mucho más fervoroso, no acertaba a encontrar para manifestarse medios proporcionados a su intensidad. Un regalo, si había de ser correspondiente a la magnitud del favor, no cabía dentro de los estrechos posibles de la familia. Había que pensar en algo original, admirable y valioso que al bendito señor no le costara dinero, algo que brotase de su fecunda cabeza y tomara cuerpo y vida en sus plasmantes manos de artista. Dios, que a todo atiende, arregló la cosa conforme a los nobles deseos de mi amigo. Un año antes se había llevado de este mundo, para adornar con ella su gloria, a la mayor de las hijas de Pez, interesante señorita de quince años. La desconsolada madre conservaba los hermosos cabellos de Juanita y andaba buscando un habilidoso que hiciera con ellos una obra conmemorativa y ornamental de esas que ya sólo se ven, marchitas y sucias, en el escaparate de anticuados peluqueros o en algunos nichos de Camposanto. Lo que la señora de Pez quería era... algo como poner en verso una cosa poética que está en prosa. No tenía ella, sin duda por bastante elocuentes las espesas guedejas, olorosas aún, entre cuya maraña creyérase escondida parte del alma de la pobre niña. Quería la madre que aquello fuera bonito y que hablara lenguaje semejante al que hablan los versos comunes, la escayola, las flores de trapo, la purpurina y los Nocturnos fáciles para piano.

Enterado Bringas de este antojo de Carolina, lanzó con todo el vigor de su espíritu el grito de un eureka. Él iba a ser el versificador.

-Yo, señora, yo... -tartamudeó, conteniendo a duras penas el fervor artístico que llenaba su alma.

-Es verdad... Usted sabrá hacer eso como otras muchas cosas. Es usted tan hábil...

-¿De qué color es el cabello?

-Ahora mismo lo verá usted -dijo la mamá abriendo, no sin emoción, una cajita que había sido de dulces, y era ya depósito azul y rosa de fúnebres memorias-. Vea usted qué trenza..., es de un castaño hermosísimo.

-¡Oh!, sí, ¡soberbio! -profirió Bringas temblando de gozo-. Pero nos hacía falta un poco de rubio.

-¿Rubio?... Yo tengo de todos colores. Vea usted estos rizos de mi Arturín que se me murió a los tres años.

-Delicioso tono. Es oro puro... ¿Y este rubio claro?

-¡Ah!, la cabellera de Joaquín. Se la cortamos a los diez años. ¡Qué lástima! Parecía una pintura. Fue un dolor meter la tijera en aquella cabeza incomparable..., pero el médico no quiso transigir. Joaquín estaba convaleciente de un tabardillo, y su cara ahilada apenas se veía dentro de aquel sol de pelos.

-Bien, bien; tenemos castaño y dos tonos de rubio. Para entonar no vendría mal un poco de negro...

-Utilizaremos el pelo de Rosa. Hija, tráeme uno de tus añadidos.

Don Francisco tomó, no ya entusiasmado, sino extático, la guedeja que se le ofreció.

-Ahora... -dijo algo balbuciente-. Porque verá usted, Carolina... tengo una idea..., la estoy viendo. Es un cenotafio en campo funeral, con sauces, muchas flores... Es de noche.

-¿De noche?

-Quiero decir, que para dar melancolía al paisaje del fondo, conviene ponerlo todo en cierta penumbra... Habrá agua, allá, allá, muy lejos, una superficie tranquila, un bruñido espejo..., ¿me comprende usted?...

-¿Qué es ello?, ¿agua, cristal...?

-Un lago, señora, una, especie de bahía. Fíjese usted: los sauces extienden las ramas así..., como si gotearan. Por entre el follaje se alcanza a ver el disco de la luna, cuya luz pálida platea las cumbres de los cerros lejanos, y produce un temblorcito..., ¿está usted?, un temblorcito sobre la superficie...

-¡Oh!, sí..., del agua. Comprendido, comprendido. ¡Lo que a usted se le ocurre...!

-Pues bien, señora, para este bonito efecto me harían falta algunas canas.

-¡Jesús!, ¡canas!... Me río tontamente del apuro de usted por una cosa que tenemos tan de sobra... Vea usted mi cosecha, señor don Francisco. No quisiera yo poder proporcionar a usted en tanta abundancia esos rayos de luna que le hacen falta... Con este añadido (Sacando uno largo y copioso.) no llorará usted por canas...

Tomó Bringas el blanco mechón, y juntándolo a los demás, oprimiolo todo contra su pecho con espasmo de artista. Tenía, ¡oh dicha!, oro de dos tonos, nítida y reluciente plata, ébano y aquel castaño sienoso y romántico que había de ser la nota dominante.

-Lo que sí espero de la rectitud de usted -dijo Carolina, disimulando la desconfianza con la cortesía-, es que por ningún caso introduzca en la obra cabello que no sea nuestro. Todo se ha de hacer con pelo de la familia.

-Señora, ¡por los clavos de Cristo!... ¿Me cree usted capaz de adulterar...?

-No..., no, si no digo... Es que los artistas, cuando se dejan llevar de la inspiración (Riendo.) pierden toda idea de moralidad, y con tal de lograr un efecto...

-¡Carolina!...

Salió de la casa el buen amigo, febril y tembliqueante. Tenía la enfermedad epiléptica de la gestación artística. La obra, recién encarnada en su mente, anunciaba ya con íntimos rebullicios que era un ser vivo, y se desarrollaba potentísima oprimiendo las paredes del cerebro y excitando los pares nerviosos, que llevaban inexplicables sensaciones de ahogo a la respiración, a la epidermis hormiguilla, a las extremidades desasosiego, y al ser todo impaciencia, temores, no sé qué más... Al mismo tiempo su fantasía se regalaba de antemano con la imagen de la obra, figurándosela ya parida y palpitante, completa, acabada, con la forma del molde en que estuviera. Otras veces veíala nacer por partes, asomando ahora un miembro, luego otro, hasta que toda entera aparecía en el reino de la luz. Veía mi enfermo idealista el cenotafio de entremezclados órdenes de arquitectura, el ángel llorón, el sauce compungido con sus ramas colgantes, como babas que se le caen al cielo, las flores que por todas partes esmaltaban el piso, los términos lejanos con toda aquella tristeza lacustre y lunática... Interrumpiendo esta hermosa visión de la obra non-nata, llameaban en el cerebro [15] del artista, al modo de fuegos fatuos (natural complemento de una cosa tan funeraria), ciertas ideas atañederas al presupuesto de la obra. Bringas las acariciaba, prestándoles aquella atención de hombre práctico que no excluía en él las desazones espasmódicas de la creación genial. Contando mentalmente, decía:
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