La de Bringas: 18

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​XVIII
(La de Bringas)​
 de Benito Pérez Galdós
¡Y que no venía poco apremiante el tal!... ¡Vaya un apunte! Para el día 14 sin falta necesitaba eso. Pero sin que pudiera retrasarse ni un día, ni una hora, porque su honor estaba comprometido en casa de Mompous, y en caso de que Rosalía no pudiera cumplir, se vería precisado a pedir el dinero a don Francisco.
-Por Dios..., no diga usted tal disparate. ¡Jesús!... Usted se ha vuelto loco -tartamudeó la de Bringas con temblor y sobresalto.
Volvió a echar sus cuentas por centésima vez. Ni aun vendiendo cosas que no deseaba vender, podría reunir la suma. La prendera le había traído algunas cantidades; pero parte de ellas las había gastado mi buena señora en comprar cuatro fruslerías para componer a sus niños. Si Milagros le hubiera devuelto aquellos seiscientos reales que le anticipó para pagar al joyero...! Pues sí, era preciso que se los devolviera. Se los pediría terminantemente. Si por arte del Demonio, o más bien por milagro de Su Divina Majestad, tuviera Cándida algún dinero...! Cándida le debía cinco duros que Rosalía le prestó para dar la vuelta de un billete de cien escudos. También aquellos extraviados reales debían volver al redil. Haciendo propósitos de energía, fue a ver a la marquesa. ¡Casualidad funesta! La marquesa estaba en una función religiosa, que costeaba con otras señoras. Era una Novena dedicada a no sé qué santo titular, con Manifiesto, Estación, Rosario, Sermón, Novena, Gozos del Santo, Santo Dios y Reserva. Acudió allá Rosalía, deseosa de ver a su amiga aquella misma tarde. La calle estaba llena de coches elegantes. En la iglesia, hecha un ascua de oro, con cortinas de terciopelo del barato, cenefas de papel dorado, candilejas mil, enormes ramilletes de trapo y unos pabellones que parecían de teatro de tercer orden, había tal concurrencia, que era muy difícil penetrar en ella. Rosalía logró abrirse camino por entre el elegante gentío; pero no pudo llegar hasta donde estaba la marquesa, que se había encaramado en el presbiterio, cerca de los curas. Pasó tiempo, mucho tiempo, durante el cual Rosalía oyó medio sermón patético, aflautado, un guisote de lugares comunes con salsa de gestos de teatro; oyó cantorrios más o menos gangosos, y por último se hizo tan tarde, pero tan tarde, que desesperando ver el fin de la dilatada función, tuvo que marcharse sin hablar con Milagros. La pobre señora era una mártir de los insufribles métodos de su marido, y no podía retrasar su vuelta a la casa, porque si la comida no estaba puesta en la mesa a la hora precisa, don Francisco bufaba y decía cosas muy desagradables, como por ejemplo:
-Hijita, me tienes muerto de debilidad. Otra vez avisa, y comeremos solos.
La noche la pasó muy intranquila, y al día siguiente, 13 de junio, a eso de las doce, cuando se disponía a visitar a su amiga, he aquí que se presenta ésta, sobresaltada, manifestando en la expresión de su rostro que algo extraordinario le ocurría; y lo declaraban así, no sólo el descuido plástico del mismo, sino la turbación de la voz y otros síntomas espasmódicos. Rosalía participó de aquel sobresalto cuando le oyó decir:
-¡Ay!, ¡amiga de mi alma, en qué conflicto me veo! Si usted no me saca en bien...
-¿Yo? -dijo la Bringas apartándose, pues comprendió que se trataba de un problema monetario como el suyo-. Precisamente viene usted a buena hora... Si usted supiera... Allá iba yo.
-¿A casa?... Le diré a usted lo que sucede para que me tenga lástima, mucha lástima. Mañana tengo baile y cena, una solemnidad de familia, absolutamente indispensable. Ya he repartido las invitaciones..., ¡verá usted qué chasco! Hija, deme usted por Dios un vaso de agua, porque no puedo hablar. Tengo algo aquí que me corta la respiración... (Después de tragar algunos buches de agua.) Para evitarme quebraderos de cabeza, encargo la cena a Bonelli. Ayer le mando llamar. Creo arreglarlo fácilmente; pero el tal, con todo su descaro, me exige que le he de pagar las tres cenas que se le deben. Yo bien quisiera; figúrese usted si me gustará deber... ¡Ay!, créalo usted, mi mariducho tiene la culpa de que vivamos de esta manera... Pero vamos a lo que decía. ¿Qué estaba yo diciendo? No sabe usted cómo está mi cabeza. ¡Ah! En vista de la exigencia de Bonelli, mando llamar esta mañana a Trouchín, el de la calle del Arenal, que nunca me ha servido nada; le propongo servirme la cena de mañana, la ajusto, nos convenimos; pero el condenado, ¿creerá usted?, con muchas cortesías y mucha labia me dice que si no le pago anticipadamente no hay cena... Esto ya es un insulto. Jamás me ha pasado cosa igual... Le diré a usted. Es que los reposteros todos son unos. Sin duda Bonelli fue a prevenir a Trouchín y a llevarle el cuento de que yo le debía tres cenas. Es una conspiración contra mí, un complot... Si bien se mira, no les falta razón, querida; ¿pero yo qué culpa tengo? ¡Ese hombre incapaz, mi maridillo...! Cuanto se diga de él es poco. Es propiamente incalumniable... He tenido que pagarle ayer una cuenta de su sastre, que se había colgado de la campanilla de la puerta de casa... Conque ya ve usted mi situación; aconséjeme, indíqueme alguna salida.
Rosalía, con humildes razones, se declaró incapaz de brujulear a su amiga por aquel laberinto, mayormente cuando ella estaba en un aprieto semejante, y contaba con recobrar aquel día los..., aquellos seiscientos reales...
-¡Oh!, sí; me acuerdo perfectamente... Anteayer me los eché en el portamonedas para traérselos a usted..., dispénseme..., pero antes de salir de casa, se presentó el cobrador de la Congregación con el recibo de mi cuota para la función de ayer y..., hija de mi alma, no tuve más remedio que aflojar... Por cierto que ayer la vi a usted en la iglesia, y sentí que no estuviera a mi lado para hacerle observar algunas cosas. La función bonitísima; pero ¿no vio usted cuánto mamarracho? La de Cucúrbitas se fue a la iglesia con aquel estrepitoso vestido color de tabaco que parece un hábito de la orden de Estancadas. El uniforme de la casa. La de San Salomó estaba también muy estrepitosa. No he visto en mi vida mayor pouff, y aunque dicen que la tendencia de la moda es aumentarlo, creo que la iglesia pide moderación en esto. Nada quiero decir del bullonado tan estupendo que llevaba..., pues ¿y la cola?... En cuanto a mí..., ¿usted me miró bien? No se podía pedir más sencillez... Pero vuelvo a mi pleito, querida mía. ¿No me aconseja usted algo? Discurra por mí; pues yo me he vuelto como tonta. Si de aquí a mañana no resuelvo la cuestión, estoy perdida... Crea usted que es para suicidarse.

Por curiosidad preguntó Rosalía a su amiga lo que necesitaba, y oyéndole decir que unos nueve o más bien diez mil reales, puso una cara de mal humor que aumentó la tribulación de la ya tan atribulada Milagros.

-¡Ay!, qué pocos alientos me da usted... Y para colmo de desdicha, ayer tarde me hizo Eponina un escándalo. Si lo que a mí me pasa no le pasa a nadie... Me ha puesto unas cuentas... de lo más estrepitoso... Por una hechura ¡dos mil reales!, por avíos de aquella bata, sólo por avíos, ¡mil quinientos!... Es para matarla...
-¡Diez mil reales! -murmuró Rosalía mirando al suelo y contando las sílabas como si fueran monedas-. Con la quinta parte tendría yo bastante.
-Diga usted; don Francisco... -indicó Milagros con animación, dando a entender que el bendito Bringas debía de tener ahorros.
-¡Cállese usted por Dios! Si mi marido supiera... -replicó la otra aterrorizada-. Estas cosas le sacan de quicio.
-¿Y Cándida?...
-¡Ave María Purísima!
-Podía darse el caso... Olvidé decirle a usted que, empeñando tres o cuatro cosillas, podré reunir cuatro mil reales. Sólo necesito seis.
-Imposible de toda imposibilidad.
-Ese Torres... -murmuró Milagros con la boca tan seca, que la lengua se le pegaba al paladar.
-¡Jesús! ¡Torres!..., ¡qué disparate!... -exclamó Rosalía viendo alzarse ante ella, como una aparición fantástica, la imagen de su acreedor-. No sé si he dicho a usted que mañana antes de las doce... ¡Ay!, fue una locura la compra de aquella manteleta. Ya ve usted..., ¿qué necesidad tenía yo de estos ahogos?
-Es una bicoca, hija -manifestó la marquesa con aquel tono y aire de superioridad indulgente que sabía tomar cuando le convenía-. Si salgo de mi conflicto, esa futesa por que usted se apura tanto, corre de mi cuenta. (Acercándose más a su amiga y oprimiéndole el brazo.) Don Francisco debe de tener mucho parné guardado, dinero improductivo, onza sobre onza, a estilo de paleto. ¡Qué atraso tan grande! Así está el país como está, porque el capital no circula, porque todo el metálico está en las arcas, sin beneficio para nadie, ni para el que lo posee. Don Francisco es de los que piensan que el dinero debe criar telarañas. En esto su apreciable marido de usted es como los lugareños ricos. ¿Por qué no le propone usted una cosa? Que me preste lo que necesito..., se entiende, con el interés debido, y mediante una obligación formal. ¡Yo no quiero...!
-Dudo yo que Bringas...
-(Con calor.) Pues hija, alguna influencia ha de tener usted sobre él... Pues no faltaba más. ¿Es usted tonta? Con decirle: «hombre, por amor de Dios, ese dinero no nos produce nada». Y duro, duro, para que aprenda, o es que no tenemos carácter...? Yo creí que él le consultaba a usted todo, y se dejaba dominar por quien le gana en inteligencia y gobierno... A ver, decídase a proponérselo. Lo dicho dicho: en caso de que nos arreglemos, el piquillo de usted corre de mi cuenta. (Riendo.) Lo consideraremos como corretaje.
-Dudo yo que mi marido... ¡Quia, imposible..!
Pero, aun creyendo imposible lo que se le había ocurrido a su ingeniosa amiga, Rosalía meditaba sobre ello. La misma dificultad insuperable del asunto atraía su espíritu, como los grandes problemas embelesan y fascinan los entendimientos superiores. Durante un rato no se oyó en Gasparini más ruido que los suspiros de la Pipaón y algunas tosecillas de la marquesa, que no tenía sus bronquios en el mejor estado. Como las dos amigas estaban solas en la casa, pues Bringas no había vuelto de la oficina, ni del colegio los niños, podían hablar con toda libertad de sus cuitas sin hacer misterio de ellas. Volvió la de Tellería a explanar su proposición, robusteciéndola con razones de gran peso (¡oh!, ¡el dinero de manos muertas es la causa del atraso de la nación!) y con zalamerías muy cucas; mas la Bringas persistía en considerar la propuesta como una de las cuestiones más arduas y escabrosas que podían ofrecerse a la voluntad humana. Acometerla sólo era como encaramarse a las cimas del heroísmo. En el propio estado seguían las dos cuando se les apareció Cándida, muy risueña y oronda. Venía de ver a Su Majestad y a doña Tula, y después había estado en las cocinas, donde el cocinero jefe se empeñó en hacerle aceptar tres entrecotes y un par de perdices. «Cosas de Galland...». Era un hombre que no se cansaba de obsequiarla, y por no desairarle, ella había dicho: «Pues que me lo suban a casa».
-Luego le mandaré a usted una perdiz y dos entrecotes -dijo a Rosalía azotándola con su abanico-. No, no me lo agradezca... Si yo no lo he de probar. A mí me sobra carne... Ayer he repartido entre los vecinos un solomillo magnífico que mandé traer de la plaza del Carmen, esperando tener convidados... ¡Si viera usted aquella pobre gente qué agradecida...! Mi casa es la Beneficencia. El día que yo me mude de aquel cuarto han de correr por allí muchas lágrimas.
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XVII XVIII XIX