La de Bringas: 20

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XX
(La de Bringas)

de Benito Pérez Galdós
Pasado el breve estupor que tan insólitos ruidos le produjeron, Rosalía corrió hacia Gasparini, y allí, ¡Santo Dios!, vio un espectáculo incomprensible. Bringas estaba en medio de la habitación, el rostro descompuesto, de una palidez aterradora, las manos crispadas, los ojos muy abiertos, muy abiertos... Un mueblecillo, que al lado de la mesa tenía con el cacharro de goma laca y la lamparilla de alcohol para calentarla, había caído empujado por el artista cuando éste se levantó atropelladamente de su sillón. El espíritu derramado ardía sobre la alfombra con vagorosa llama. Cándida se ocupaba con presteza en apagarlo, pisándolo, para lo cual tuvo que alzarse las faldas hasta muy cerca de la rodilla. Daba saltos y acudía con el peso de su pie a donde la llama era más viva; mas como también corría por el suelo la goma laca líquida y caliente, que es sustancia muy pegajosa, las suelas del calzado de la respetable señora se adherían tan fuertemente al piso, que no podía, sin un mediano esfuerzo, levantarlas.
Rosalía fue derecha a su marido, el cual, sintiéndola cerca, se agarró a ella con ansiedad convulsiva, y volviendo a todos lados sus ojos, parecía buscar algo que se le escapaba. Su rostro expresaba terror tan vivo, que su mujer no recordaba haber visto en él nada semejante.
-¿Qué?... -fue lo único que ella, en su consternación, pudo decir.
Bringas se frotó los ojos, los volvió a abrir, y moviendo mucho los párpados, como los poetas cuando leen sus versos, exclamó con acento que desgarraba:
-¡No veo!... ¡No veo!
Rosalía no pudo añadir nada; tal era su espanto. La de García Grande, que había logrado dominar el fuego, aunque no evitar completamente la adherencia de sus botas al piso, acudió al lastimoso grupo...
-Eso no será nada -dijo observando aquel extraño mirar de don Francisco.
-¿En dónde está la ventana, la ventana?... -gimió el infeliz en la mayor desesperación.
-Ahí, ahí, ¿no la ves?... -gritó Rosalía, volviéndole hacia la luz.
-No, no la veo, no te veo, no veo nada... Oscuridad completa, absoluta... Todo negro...
-¡Ay!, ese maldito trabajo... Bien te lo dije, bien te lo decían todos... Pero eso pasará...
Rosalía estaba más muerta que viva... No le ocurría nada. La pena la ahogaba. Cándida, procediendo con más calma, empezó a tomar disposiciones.
-Sentémosle en el sofá... Ahora convendría llamar al médico.
Le acercaron al sofá, y en él se desplomó el enfermo con desesperación, como si se dejara caer en su ataúd. Palpaba los objetos, palpaba a su mujer, que ni un punto se separó de él.
-Bien te lo decíamos -repitió, ahogándose en lágrimas y disimulando el desentono de la voz-. Esa condenada obra de pelo..., trabajando todo el día... Si notabas cansancio de la vista, ¿para qué seguir?
-Mis hijos, ¿dónde están? -murmuró Bringas.
Junto a la puerta estaban Isabelita y Alfonsín, aterrados, mudos, sin atreverse a dar un paso: el pequeño con el pan de la merienda en la mano, masticándolo lentamente; la niña seria, con las manos a la espalda, mirando el triste grupo de sus padres consternados. Rosalía les mandó acercarse. Bringas les palpó, dioles mil besos, lamentándose de no poderles ver, y augurando que ya no les vería nunca. Más lágrimas derramó el pobrecito en aquel cuarto de hora que en toda su vida anterior, y la Pipaón, considerando aquella súbita desgracia que Dios le enviaba, la conceptuó castigo de las faltas que había cometido. Fue preciso al fin sacar de allí a los pequeñuelos. Prudencia se encargó de retenerles en la Furriela y de no dejarles pasar. Inspiraba cuidado Isabelita por el temor de que la fuerte impresión recibida le produjese un trastorno espasmódico más grave que los anteriores. Entre tanto, la señora de García Grande, más obsequiosa y servicial con los amigos en las ocasiones críticas, se desvivía por ser útil.
-Yo misma iré en busca del médico. Verán ustedes cómo nos dice que esto no es nada. Yo tuve una cosa semejante cuando aprendí el punto de Flandes. Sentí de repente una perturbación rarísima en la vista; luego empecé a ver los objetos partidos por la mitad. Todo paró en un fuerte dolor de cabeza. Jaqueca oftálmica llaman a eso. Recuerdo haber oído decir a mi médico que en algunos casos se pierde completamente la vista por unas horas, por un día... Serénese usted, mi amigo don Francisco, y tómese un vasito de agua con un poco de vino. Pronto vuelvo.
Salió diligente, con ganas sinceras de servir, y no hallando al médico que vivía en la casa, fue a buscar al de guardia. Mientras estuvieron solos, Bringas y su mujer apenas hablaron. Ella no cesaba de mirarle, con la esperanza de que, cuando menos se pensase, recobraran aquellos ojos atónitos el don preciosísimo para que fueron criados; él empezaba a ejercitar el sentido peculiar de los ciegos, el tacto, y la veía con las manos, ya estrechando las de ella, ya palpándola cariñosa y detenidamente. Alguna palabra suelta, suspiros y lamentaciones del pobre enfermo, eran la única expresión verbal de aquella triste escena, más elocuente cuanto más callada.
El médico vino al fin. Cándida, no quiso dejarle de la mano hasta entrar con él en la casa. Era un viejo afable, de la escuela antigua, excelente diagnosticador, tímido para prescribir, y según se decía, poco afortunado. Enterándose de los antecedentes del caso, calificó el mal de congestión retiniana.
-De la retina -apoyó Cándida-. Eso pasa. Pronto recobrará la vista; pero ese trabajo de los pelos, amiguito, delo usted por terminado.
-Si yo lo decía, si yo lo anunciaba -exclamó briosamente la Bringas, reanimada con las esperanzas que daba el médico-. ¿Y ahora...?
El doctor prescribió reposo absoluto, dieta, y para el día próximo un derivativo. Ordenó también un vendaje negro, un calmante ligero para en caso de insomnio, y ofreció venir temprano a la mañana siguiente para examinar con detención los ojos del enfermo. Era ya tarde, y la última luz solar se retiraba lúgubremente de la habitación. Cuando el bondadoso anciano se retiró, Bringas y su mujer estaban más animados.
-Nada, hijos míos, no hay que apurarse -les dijo Cándida, cuya útil oficiosidad a entrambos servía de gran consuelo-. Ahora acostarse... y dormir si se puede. Nada de miedo, ni de pensar en lo que no ha de ser. Serenidad y un poquito de paciencia. Es cuestión de horas o de un par de días todo lo más. Yo me encargo de traer las medicinas y cuanto haga falta. Les acompañaré también toda la noche, si fuere preciso...
Cuando la servicial señora volvió de la botica, ya Rosalía había acostado a su marido, después de vendarle con un gran pedazo de tafetán negro. Como todo ciego incipiente, Bringas afectaba no necesitar de extraña ayuda para desnudarse, y conociendo la tribulación de su mujer, tenía el heroísmo de reanimarla con expresiones cariñosas, como si él fuera el sano y ella la enferma.
-Probablemente esto pasará... Pero es cargante. Ni en broma me gusta esto de no ver. Tranquilízate, que yo lo llevaré con paciencia, y casi casi principio ya a acostumbrarme... Me alegraré mucho de no tener que llamar a un oculista, pues éstos, aunque curen, siempre cuestan un ojo de la cara.
Pasó la noche sin suceso alguno notable; Bringas harto inquieto, con agudísimo dolor cefalálgico y en los ojos, Rosalía en vela, compartiendo su cuidado y vigilancia entre el marido ciego y la niña epiléptica, que fue acometida de pesadillas más alarmantes que las de ordinario, pues las escenas de aquella tarde la excitaron vivísimamente. Por dicha de todos, Candidita acompañó a su atribulada amiga la noche entera, consolándola con su sola presencia y prestándole auxilios muy eficaces. Era muy propia para casos tales y sabía mil cosillas útiles de medicina doméstica. A lo más difícil encontraba pronta solución; jamás se acobardaba, ni sus baqueteados huesos conocían el cansancio.
Al alba poco más o menos, Rosalía, vencida del sueño, se adormeció en un sillón frente al lecho conyugal donde el bueno de Thiers reposaba, aletargado ya; y lo mismo fue caer la señora en aquella modorra que empezará ver al Torres y su barba y nariz famosas. También se ofreció a su vista la suma, que corría pieza tras pieza, desarrollando sus unidades en dilatado espacio, y vio la apremiante hora de aquel día, que despuntaba amenazador... Recobrose la infeliz súbitamente abriendo los ojos. Creyó haber oído un ¡ay! de Bringas; pero debió de ser ilusión suya, pues el santo varón parecía muy tranquilo, y su mesurado aliento indicaba que al fin se había dormido de veras.
-¡Torres..., el dinero! -pensó Rosalía sacudiendo la cabeza para ahuyentar aquella idea, como si esta fuera un moscón que se le posara en la frente-. ¡Y en qué circunstancias, Dios mío!...
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XIX XX XXI