La de Bringas: 23

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​XXIII
(La de Bringas)​
 de Benito Pérez Galdós
Rosalía oyó esto desde la puerta. Desconcertada al pronto, no tardó en recobrar su serenidad, y dijo riendo:
-¿Pues no dice que llevo bata de seda?... Sí, para batas de seda estamos... Ahí tienes lo que te vale asomarte a la ventanita. Todo lo ves cambiado, todo lo ves equivocado; el tartán se te antoja seda, y este color pardo sucio te parece grosella...
-Pues yo juraría...
-No jures, hijito, que es pecado... ¡Batas de seda...!, qué más quisiera yo...
Y salió prontamente. En el Camón mudó la bata que tenía puesta por otra muy vieja, que era la que generalmente usaba...
-¿Estás aquí? -preguntó Bringas después de aguardar un rato, durante el cual hubo de dudar si su esposa estaba presente o no.
-Aquí estoy... sí -respondió Rosalía contestando apresurada-. El panadero..., hoy no he tomado más que tres libras...
-Pues yo juraría... ¿Será que todo lo veo trastornado?
-¿Todavía estás con lo de la bata?... -dijo Rosalía acercándose a él y haciéndole caricias...
El ciego tocó la tela, estrujándola entre sus dedos.
-Lo que es al tacto, lana es, y muy señora lana.
Y después de otra pausa, durante la cual ella no dijo nada, Bringas, azuzado por su ingénita suspicacia, añadió:
-Como no te la mudaras en el ratito que estuviste fuera... Me pareció haber sentido ruido y frotamiento de tela...
-¡Jesús!... Oír es. Puede que sí. Está ahí la modista arreglando los vestidos de Milagros...
Paquito, que acababa de entrar de la calle, se sentó junto a su padre para contarle algunas anécdotas de las que corrían y leerle sueltos de periódico. Aquella tarde fue Milagros, que también había ido las anteriores, demostrando por la salud del señor don Francisco un interés verdaderamente fraternal. Algunos ratitos le acompañaba; pero pronto se dirigían ella y su colega al aposento más lejano, que era la Furriela.
Nunca explicó claramente la marquesa a su amiga cómo había sido aquel feliz arreglo de la famosa apretura del día 14; pero ello debió de ser un préstamo a cortísimo plazo, por lo que se verá más adelante. Lo cierto es que la cena fue esplendidísima, y un célebre cronista de salones, con aquel estilo eunuco que les es peculiar, la ponderó y ensalzó hasta las nubes, usando frases entre españolas y francesas que no repito por temor a que, leyéndolas, sientan mis buenos lectores en su estómago efectos parecidos a los del tártaro emético. Cuando le leyeron a don Francisco la relación de la lucida fiesta, el buen señor no cesaba de repetir:
-¡Quién sería el bobo, quién sería el bobo...!
Los primeros días después del sarao, Milagros parecía muy satisfecha. Paulatinamente su contento amenguaba, y hacia el 20 podríais notar en ella súbitos ataques de tristeza. No pasó el 22 sin que a ratos revelara con hondos suspiros una aprensión muy grave. Por San Juan ya los ratos de tranquilidad eran los menos, y la marquesa anunció a su amiga, confidencias muy desagradables. Ésta se asustaba oyendo tales augurios, y veía venir una nube más negra y tempestuosa que la pasada. Entre tanto, los cariños de Milagros eran tan extremados, que Rosalía no sabía cómo agradecerlos. A menudo hablaban de trajes y modas, aunque la de Bringas no tenía gusto para nada, mientras [144] su esposo estuviese enfermo. Por fortuna, el médico anunciaba una curación pronta, y con este pronóstico feliz tomaba tales alientos la dama, que su espíritu empezó a reservar un hueco no pequeño para todo lo concerniente al orden de la indumentaria elegante. Los regalitos de Milagros en aquella ocasión triste le llegaban al alma. Y cuenta que no eran bicoca estos obsequios. Una tarde, al despedirse, le dijo:
-¿Sabe usted que el sombrero Florián no me va bien? A usted le caería perfectamente. Se lo voy a mandar.
Y se lo mandó. Otro día hablaron de vestidos, con más calor.
-El de pelo de cabra, que tengo a medio hacer no me gusta. Se lo enviaré mañana... Como usted ha de ir forzosamente a baños con su marido, puede usarlo allá... No, no me lo agradezca usted. Si no me sirve... También le traeré el fichú con cinta de terciopelo verde y un casquete de fieltro para que usted se lo arregle fácilmente. Para baños, delicioso. Le mandaré igualmente flores, plumas, aigrettes... Tengo seis cajones llenos de estas cosas... Hoy me llevó la modista la bata grosella... ¿Sabe usted que no me va muy bien? Ese color sólo sienta bien a las gruesas, a las caras frescas... ¿La quiere usted? Puede hacerle algunas variaciones, nsancharla un poquito, y le servirá... La tela es riquísima.
He aquí como entraron en la casa todas estas ricas prendas. Rosalía, como hemos dicho, no tenía gusto para nada, y las iba almacenando en el Camón. Alguna vez, cuando su espíritu estaba sosegado, por las buenas esperanzas que daba el médico, solía encerrarse en la citada pieza para probarse la bata, el vestido, el sombrero... Sin poder resistir la tentación, dispuso con Emilia varios arreglos, alargando unas cosas, reformando completamente otras. A veces, dejándose llevar de su apasionado afán, salía del Camón y daba dos o tres vueltas por la casa con todos aquellos arreos sobre su cuerpo. Para esto esperaba a que la criada y los niños estuviesen fuera y don Francisco encerrado en Gasparini con Paquito. Más de una vez se mostró engalanada a la admiración de Cándida, solicitando del criterio de ésta una aprobación o censura juiciosas. La viuda siempre se sentía tocada del furor del aplauso, y para que no lo diese con aspavientos ruidosos, Rosalía se llegaba a ella con el dedo en la boca, incitándola a reprimir toda manifestación de pasmo y sorpresa, no fuera que algún sutil oído percibiese lo que en la Saleta ocurría. Luego tornaba melancólica al recatado Camón, y allí se despojaba de aquellas galas, diciendo con pena:
-No tengo gusto para nada, no está mi espíritu para estas bromas.
El 26 fue cuando la de Tellería, no pudiendo ya contener la ola de tristeza que se desbordaba en su afligido pecho, la vertió sobre el de su buena amiga, previo este exordio patético que nos ha conservado la historia:
-También le mandaré a usted el vestido de muselina con visos violeta..., y todos mis encajes de Valenciennes, punto de Alenzon y guipure. ¿Para qué quiero nada ya? Las pocas joyas que me quedan tal vez sean algún día para usted... Yo estoy perdida; no tengo más remedio que esconderme, entrar en un convento, huir, o qué sé yo... Si pudiera entrar en un convento, sería lo mejor... Y si Dios me quisiera llevar, ¡qué servicio me haría!... Pero no sé lo que me digo... Se pasmará usted de verme tan aturdida, tan trastornada, que no parezco la misma... ¡Cuándo usted sepa...! Es que llueven sobre mí las calamidades, como si el Señor quisiera probarme. Dicen que así se hacen méritos para la otra vida, y tiene que ser, tiene que ser, porque si no, amiga mía, ¿qué cosa más triste que penar aquí y penar allá?... Yo nací con mala estrella... Hasta ahora, los conflictos en que me ha puesto mi mariducho han sido tales, que los he ido sorteando con maña... Dios sabe el mérito grande, ¿qué digo mérito?, el heroísmo de estos últimos años. ¡Qué sofocaciones para sostener la dignidad de la casa, para que a los hijos no les faltase nada!... ¡Y algunos días, qué afán horroroso para que los criados pudieran decir: «la sopa está en la mesa...». ¡Cuánta humillación, cuánto padecer, y qué lucha, amiguita, qué lucha con acreedores, con gente ordinaria y con toda clase de pedigüeños!... Pero cuando se van acumulando las dificultades, cuando se prolonga mucho el sistema de abrir un hueco para tapar otro y prorrogar y aplazar, llega un día en que todo se va de través; es como un barco ya muy viejo y remendado que de repente se abre..., ¡plum!... y...
Al llegar a esto del barco averiado, el lenguaje de la pobre señora, más que lenguaje, era un sollozo continuo. Rosalía, casi tan apenada como ella, la incitó a que explicara el motivo de tanta desdicha, para ver si, conocido de una manera clara y concreta, era fácil buscarle remedio. Mas la marquesa no supo o no quiso exponer su conflicto en términos categóricos. Ello era cosa de reunir para fin de mes una cantidad no pequeña. Si no la tenía, veríase en el mayor y más grave compromiso de su vida, y quizás, o sin quizás, expuesta al vilipendio de ser llevada a los tribunales de justicia. Pero ¿qué era...? ¿Tal vez que un amigo se había comprometido por sacarla del difícil paso y ella había puesto su malhadada firma...? ¡La muy tonta!, ¿por qué no se cortó la mano antes...? Es verdad que si se hubiera cortado la manecita, no habría tenido cena en la mil veces malhadada noche del 14.
Rosalía, que sabía de lógica más que la marquesa, díjole que por qué no escribía a su administrador de Almendralejo para que le anticipase la renta del trimestre, aunque fuera con descuento. A lo que Milagros contestó entre suspiros que ya esta probable solución se había tanteado y no podía contar con la renta hasta el 15 de julio... Eso sí, la renta era segura, y a la persona que le hiciera el anticipo, le pagaría puntualmente en dicha fecha.
-¿Pero no puede usted aplazar...?
-Imposible, hija, imposible... Tan imposible como que vuelen los bueyes o que mi marido tenga sentido común.
-¿Y su hermana de usted, Tula...?
-Más absurdo aún...
Rosalía alzó los hombros. No veía salvación. Pero Milagros, que iba tras el quid de que su amiga la sacase de aquel profundo atolladero en que estaba, echole los brazos al cuello y con ahogada voz le deletreó en el oído estas palabras, más lacrimosas que el cenotafio en que don Francisco había trabajado con tan mala fortuna:
-Usted..., usted, amiga del alma, puede salvarme...
Dicho esto, le entró una congoja y una convulsioncilla de estas que las mujeres llaman ataque de nervios, por llamarlo de alguna manera, seguida de un espasmo de los que reciben el bonito nombre de síncope.
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