La de Bringas: 25

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XXV
(La de Bringas)

de Benito Pérez Galdós
¡Y aquel modo de peinarse tan sencillo y tan señor al mismo tiempo, aquel discreto uso de finos perfumes, aquella olorosa cartera de cuero de Rusia, aquellos modales finos y aquel hablar pomposo, diciendo las cosas de dos o tres maneras para que fueran mejor comprendidas...! Ni una sola vez, siempre que le decía algo, dejaba de emplear alguna frase de sentido ingenioso y un poco doble. Rosalía no las hubiera oído quizás con gusto si no le inspirara indulgencia la consideración de que las merecía muy bien y de que en cierto modo la sociedad tenía con ella deudas de homenaje, que hasta entonces no le habían sido pagadas en ninguna forma. Venía a ser Pez, en buena ley, el desagraviador de ella, el que en nombre de la sociedad le pagaba olvidados tributos.
Como apretaba bastante el calor, principalmente por la tarde, a causa de estar la casa al Poniente, la familia buscaba desahogo en la terraza. Una tarde, con permiso del médico, salió el mismo don Francisco, apoyado en el brazo de Pez, y dio un par de vueltas; mas no le sentó bien, y se dejaron los paseos hasta que el enfermo se hallase en mejores condiciones. Pero por verso privado de aquel esparcimiento, no gustaba que los demás se privasen, y con frecuencia instaba a su mujer para que saliese a tomar el aire.
-Hijita, no sé qué me da de verte encerrada en esta cazuela. Yo no siento el calor; pero tú que no cesas de andar de aquí para allí, estarás abrasada. Salte a la terraza.
Las más de las veces negábase Rosalía.
-No estoy yo para paseos..., déjame.
Pero algunas tardes salía. El señor de Pez la acompañaba. Un día que él salió primero, porque verdaderamente se ahogaba en el caldeado gabinete, la vio aparecer con su bata grosella, adornada de encajes, abanicándose. Estaba elegantísima, algo estrepitosa, como diría Milagros; pero muy bien, muy bien. Contar los piropos que le echó Pez sería convertir este libro en un largo madrigal. Sin saber cómo, dejose ir la dama al impulso de una espontaneidad violenta que en su espíritu bullía, y contó a su amigo el incidente de la bata, sorprendida por el esposo en un momento en que se alzó la venda...
-¡Pobrecito!, no le gusta ver en mí cosas que le parecen de un lujo excesivo..., y quizás tenga razón...
De aquí pasó la Pipaón a consideraciones generales. Para Bringas no había más que los cuatro trapos de siempre, bien apañaditos, y las metamorfosis de un mismo vestido hasta lo infinito... Por cierto que ella no sabía cómo arreglarse. De una parte la solicitaba la obediencia que debía a su marido, de otra el deseo de presentarse decentemente, con dignidad..., ¡por decoro de él mismo!
-Si se tratara de mí sola, me importaría poco. Pero es por él, por él..., para que no digan por ahí que me visto de tarasca.
Todo esto lo aprobaba Pez con frase no ya decidida sino vehemente, y llegó a indignarse, increpando duramente a su amigo por mezquindad tan contraria a las exigencias sociales...
-Ese hombre no conoce que su propia dignidad, que su propio decoro, que su propio interés... ¿Cómo ha de hacer carrera un hombre semejante, un hombre que así discurre, un hombre que de este modo procede?...
Rosalía se extendió aún más en el terreno de las confidencias, no callando las agonías que pasaba para ocultar a Bringas las pequeñas compras que se veía obligada a hacer...
-A veces, no sabe usted lo que padezco; tengo que mentir, tengo que inventar historias...
Tan caballero era Pez y tan noble, que después de compadecer a su amiga con toda el alma, se brindó a prestarle su desinteresada ayuda si por las incalificables sordideces de Bringas se veía ella en cualquier situación difícil...
-O hay amistad entre los dos, o no la hay; o hay franqueza, o no. Ello quedaría entre usted y yo... ¡Cómo consentir que usted..., con tanto valer, tanto mérito, con una figura como hay pocas, deje de lucir...!
Y siguió tal diluvio de elogios, que Rosalía se abanicaba más para atenuar el vivísimo calor que a su epidermis salía. Su bonita nariz de facetas se hinchaba, se hinchaba hasta reventar...
-Voy a darle el refresco..., son las siete -dijo de súbito. También ella debía tomarlo, que bien lo necesitaba.
Con las seguridades que dio el médico al siguiente día, se pusieron todos muy contentos. Oyéronse de nuevo risas en la casa, y el paciente mismo, recobrando sus ánimos, despedía chispas de impaciencia y vivacidad.
-La semana que entra -había dicho el doctor-, le quitaremos a usted el trapo. Eso va muy bien. Para la otra semana no tendrá usted sino ligeras alteraciones en la visión, y podrá salir a la calle con espejuelos oscuros. Absteniéndose durante el verano de todo trabajo en que se canse la vista, para el otoño volverá usted a su oficina y a las ocupaciones ordinarias, renunciando para siempre a jugar con pelos... Los trabajos mecánicos que afectan al sistema muscular le sentarán bien, como la carpintería, por ejemplo, la tornería, labores campestres... Pero nada de menudencias.
Muy mal gesto puso Bringas cuando el médico agregó a esto la indicación de tomar las aguas de Cestona. Hubo aquello de «patraña; en otros tiempos nadie tomaba baños y moría menos gente» y lo de que «los baños son un pretexto para gastar dinero y lucir las señoras sus arrumacos...». A lo que el viejo Galeno contestó con una apología vehemente de la medicación hidropática...
-Sea lo que quiera, hijito -declaró Rosalía, con más elocuencia en las ventanillas de la nariz que en los labios-; el médico lo manda y basta... ¿Que es patraña?... Eso no es cuenta tuya. En estos casos debe hacerse todo para que no quede el desconsuelo de no haberlo hecho si te pones peor... El clima de las provincias en verano te acabará de reponer. ¡Oh!, lo que es por mí, aquí me quedaría, pues el viajar, más es molestia que otra cosa; pero los niños (Acentuando la afirmación con enfáticos ademanes.) no pueden pasarse un año más sin los baños de mar.
A pesar de que lastimaba su espíritu aquella perspectiva de viaje, con las molestias consiguientes, el mucho gastar, el pedir billetes gratuitos y demás chinchorrerías, don Francisco estaba tan contento que le rebozaba la alegría en los labios, y no podía estar callado ni un minuto.
-En cuanto me ponga bien, voy a emprender un trabajo de carpintería. Te voy a hacer un armario para la ropa, tan bueno y tan famoso, que la gente pedirá papeleta para verlo, como la Historia Natural, y Caballerizas. El arrendatario de las cortas de Balsaín me da cuanta madera de pino me baga falta... En los sótanos de esta casa hay un depósito de caobas que se están pudriendo, y Su Majestad me permitirá sacar una piececita... El contratista del panteón de Infantes del Escorial me ha ofrecido todo el mármol que quiera. Te haré un armario de mármol..., digo un panteón para la ropa..., no, haré un magnífico lavabo y una consola... Y a Candidita le voy a hacer también un mueble... De herramientas estoy tal cual... Pero me procuraré otras..., o me las prestará el contratista de las obras de La Granja...
Hablando de esto, metió su cucharada la viuda, diciendo al artista que ella le podría suministrar para su trabajo los modelos más suntuosos y elegantes. Tenía una consola con incrustaciones que perteneció al mismísimo Grimaldi, y un ropero traído de París por la de los Ursinos. En cuanto al taller que don Francisco necesitaba, fácil le sería conseguir de Su Majestad que le cediera un local de los muchos que estaban inhabitados y vacíos en el piso tercero. Precisamente junto al oratorio había una gran sala con excelentes luces, en otro tiempo palomar, que ni hecha adrede sería mejor para aquel objeto. Con tanto brío se restregaba las manos Bringas, que poco faltó sin duda para echar chispas de ellas.
-Vamos bien, bien. Vea yo, y verán todos mis obras... -era lo que sin cesar decía.
Inútil creo decir que Rosalía estaba también muy alegre. Su querido esposo recobraría la salud, la vista, que es la mejor parte de ella y de la vida, y volvería a desempeñar en aquella casa sus funciones de soberanía paterna. Mas como ninguna dicha es completa en este detestable mundo, sino que los sucesos prósperos han de llevar siempre consigo su proyección triste, como llevan los cuerpos todos su sombra, aquel placer de la Bringas tenía por uno de sus lados una oscuridad desapacible. Era que por aquella región de su mente se extendía el recuerdo de los candelabros empeñados y del forzoso compromiso de redimirlos antes que Bringas recobrase la vista y, con ella, el mirar vigilante, la observación entrometida, la curiosidad implacable, policiaca, ratonil. Seguramente, si llegaba el día feliz y los candelabros no estaban en la consola ni los tornillos en las bonitas orejas de la dama, lo primero que notaría aquel lince sería la falta de estos objetos... ¡Horror daba el pensarlo!... Ved por dónde la propia felicidad engendraba una punzante pena, de tal suerte que la infeliz dama se hallaba en una perplejidad harto dolorosa. La expresaba diciéndose que tal vez se alegraría de no estar tan alegre.
La impaciencia y vivacidad de Bringas se manifestaban en una fiebre de intervención doméstica, en un como delirio de administración, vigilando sin ver y dirigiendo todo lo mismo que si viera. Ni un instante dejaba de promulgar disposiciones varias, y él mismo se contestaba a las preguntas que hacía. Su mujer, justo es decirlo, tenía la cabeza loca con tal tarabilla.
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