La de Bringas: 29

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​XXIX
(La de Bringas)​
 de Benito Pérez Galdós
Los candelabros de plata..., el peligro de que su marido descubriese pronto que habían hecho un viaje a Peñaranda de Bracamonte..., el medio de evitar esto..., el señor de Pez, su ideal... ¡Oh, qué hombre tan extraordinario y fascinador! Qué elevación de miras, qué superioridad!... Con decir que era capaz, si le dejaban, de organizar un sistema administrativo con ochenta y cuatro Direcciones generales, está dicho lo que podía dar de sí aquella soberana cabeza... ¡Y qué finura y distinción de modales, qué generosidad caballeresca!... Seguramente, si ella se veía en cualquier ahogo, acudiría Pez a auxiliarla con aquella delicadeza galante que Bringas no conocía ni había mostrado jamás en ningún tiempo, ni aun cuando fue su pretendiente, ni en los días de la luna de miel, pasados en Navalcarnero... ¡Qué tinte tan ordinario había tenido siempre su vida toda! Hasta el pueblo elegido para la inauguración matrimonial era horriblemente inculto, antipático y contrario a toda idea de buen tono... Bien se acordaba la dama de aquel lugarón, de aquella posada en que no había ni una silla cómoda en que sentarse, de aquel olor a ganado y a paja, de aquel vino sabiendo a pez y aquellas chuletas sabiendo a cuero... Luego el pedestre Bringas no le hablaba más que de cosas vulgares. En Madrid, el día antes de casarse, no fue hombre para gastarse seis cuartos en un ramo de rositas de olor... En Navalcarnero le había regalado un botijito, y la llevaba a pasear por los trigos, permitiéndose coger amapolas, que se deshojaban en seguida. A ella lo gustaba muy poco el campo y lo único que se lo habría hecho tolerable era la caza; pero Bringas se asustaba de los tiros, y habiéndole llevado en cierta ocasión el alcalde a una campaña venatoria, por poco mata al propio alcalde. Era hombre de tan mala puntería que no daba ni al viento... De vuelta en Madrid, había empezado aquella vida matrimonial reglamentada, oprimida, compuesta de estrecheces y fingimientos, una comedia doméstica de día y de noche, entre el metódico y rutinario correr de los ochavos y las horas. Ella, sometida a hombre tan vulgar, había llegado a aprender su frío papel y lo representaba como una máquina sin darse cuenta de lo que hacía. Aquel muñeco hízola madre de cuatro hijos, uno de los cuales había muerto en la lactancia. Ella les quería entrañablemente, y gracias a esto, iba creciendo el vivo aprecio que el muñeco había llegado a inspirarle... Deseaba que el tal viviese y tuviera salud; la esposa fiel seguiría a su lado, haciendo su papel con aquella destreza que le habían dado tantos años de hipocresía. Pero para sí anhelaba ardientemente algo más que vida y salad; deseaba un poco, un poquito siquiera de lo que nunca había tenido, libertad, y salir, aunque solo fuera por modo figurado, de aquella estrechez vergonzante. Porque, lo decía con sinceridad, envidiaba a los mendigos, pues éstos, el ochavo que tienen lo gozan con libertad, mientras que ella... Venciola el sueño. Ni aun sintió el peso de Bringas inclinando el colchón. Al despertar, el primer pensamiento de la ilustre dama fue para los candelabros prisioneros.
-¿Qué tal te encuentras?
-Me parece -dijo el esposo dando un gran suspiro-, que no voy tan bien como esperaba. Estoy desvelado desde las cuatro. He oído todas las horas, las medias y los cuartos. Siento escozor, dolor, y la idea de recibir la luz en los ojos me horroriza.
Pasose la mañana en gran incertidumbre hasta que vino el doctor. Éste se mostró descorazonado y un tanto perplejo, titubeando en las razones médicas con que explicar el retroceso de la enfermedad del pobre Thiers. ¿Era resultado de un poco de exceso en la comida...? ¿Era un efecto de la belladona y desaparecería atenuando la medicación? ¿Era...? En una palabra, convenía volver al reposo, no impacientarse, resguardar absolutamente los ojos de la luz, y ya que no se resignaba a permanecer en la cama, no debía moverse del sillón ni ocuparse de nada ni tener tertulia en el cuarto... La tristeza con que mi buen amigo oyó estas prescripciones no es para dicha. ¿Ves, ves? -le dijo su esposa hinchando desmedidamente la nariz-. Ahí tienes lo que sacas de hacer gracias, de querer curarte en dos días. Te lo vengo diciendo, y tú... Si eres un chiquillo... Abatidísimo, el desdichado señor no decía una palabra. Todo el día estuvo en el sillón, con las manos cruzadas, volteando los pulgares uno sobre otro. Su mujer y su hijo le confortaban con palabras cariñosas, más él no se daba a partido, y su dolor cómo que se exacerbaba con los paliativos verbales. Por la tarde, el inteligente Pez, hablando con Rosalía del asunto, dijo con mucho tino:
-Yo no sé cómo desde el primer día no llamaron ustedes a un oculista... Este buen señor (por el médico) me parece a mí que entiendo tanto de ojos como un topo.
-Lo mismo he dicho yo -replicó la dama, queriendo expresar con elocuente mohín y alzamiento de hombros la sordidez de su marido-. Pero váyale usted a Bringas con esas ideas. Dice que no, que los oculistas no van más que a coger dinero... Y no es que a él le falte. Tiene sus economías..., pero no se decidirá a gastarlas por su salud sino en el último trance, cuando ya la enfermedad le diga: «La bolsa o la vista».
Mucha gracia le hizo a don Manuel esta interpretación pintoresca de la avaricia de su amigo, y hablando con él después, le insinuó la idea de consultar a un especialista en enfermedades de los ojos. Esta vez no recibió mal el enfermo la indicación. Descorazonado e impaciente, consideraba que sus economías valían bien un rayo de luz, y sólo dijo:
-Hágase lo que ustedes quieran.
Por la noche, Milagros fue a acompañar a su correligionaria en trapos. Ésta, como no se habían visto desde la semana anterior, creía resuelto ya el problema financiero que puso a la marquesa tan angustiada en los últimos días de junio. Francamente, yo también lo creí. Pero tanto Rosalía como el que tiene el honor de escribir estos renglones, advertíamos con sorpresa que en el rostro de la aristócrata no brillaban aquellos resplandores de contento que son segura expresión de reciente victoria. En efecto, la Tellería no tardó en declarar que su asuntillo no estaba resuelto sino aplazado. A fuerza de ruegos había conseguido una prórroga hasta el día 10. Corría el 7 de julio, y sólo faltaban tres días. ¡Por todos los Santos del cielo, por lo que más amase su amiga, le rogaba que...!
Rosalía se puso el dedo en la boca, recomendando la discreción. Andaba por allí Isabelita, y esta niña tenía la fea maña de contar todo lo que oía. Era un reloj de repetición, y en su presencia era forzoso andar con mucho cuidado, porque en seguida le faltaba tiempo para ir con el cuento a su papá. Días antes había hecho reír al buen señor con esta delación inocente:
-Papá, dice don Manuel que yo salgo a ti... en que guardo todos los cuartos que me dan.
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