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La de Bringas: 43

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XLIII
(La de Bringas)

de Benito Pérez Galdós
Llegó el grande hombre. Rosalía no se equivocaba al suponer que la primera visita de él, y después de quitarse el polvo del camino, sería para sus amigos de Palacio. Y desde que Bringas se fue a la oficina, emperejilose para recibir al que, mientras estuvo ausente, había llenado su pensamiento en las horas de mayor tristeza. Porque de fijo don Manuel vendría de los baños más avispado, más caballeresco y más liberal que antes lo fuera, y lo fue mucho. La dama conoció sus pasos cuando se acercaba a la puerta, y le entró un temblor..., luego una vergüenza... ¡Ánimo, mujer! Echó un vistazo en el espejo a su aspecto personal, que era inmejorable, y después de hacerle aguardar un poquito, salió a Embajadores... La emoción debió entorpecerla un poco al saludarle. Apenas se dio cuenta de que confundía unas palabras con otras y de que se embarullaba un poco al hablar de la completa mejoría de Bringas. ¡Y qué bueno estaba Pez! Parecía que se había quitado diez años más de encima, y que se hallaba en la plenitud de los tiempos pisciformes. Su amabilidad, su distinción no habían cambiado nada; pero algo observó Rosalía desde el principio de la visita, que le hubo de parecer tan extraño como desconsolador. Ella había creído que Pez, desde el primer momento, se mostraría tan vivo de genio como el día de marras, y en esto se llevó un solemne chasco. Mi amigo se presentaba juicioso, reservadísimo, y no tenía para ella sino las consideraciones discretas y comedidas que se deben a una señora. ¿Era que se había verificado un cambio radical en sus sentimientos? Pues no sería porque ella no estuviera bien guapa, que en realidad había echado el resto aquel día... Pasaba tiempo y la Bringas no volvía de su asombro, el cual se iba resolviendo en despecho a medida que Pez agotaba todos los temas de conversación, el tiempo, el calor de Madrid, la salud de todos, las conspiraciones, sin tocar, ni por incidencia, el que ella estimaba más oportuno. El laconismo de las respuestas de ella y el énfasis nervioso con que se abanicaba, eran indicios de su contrariedad. Y Pez, cada vez más frío, con un cierto airecillo de persona superior a las miserias humanas, continuaba hablando de cosas indiferentes con admirable seso, sin perder la brújula, sin decir nada que anunciase una conciencia vacilante o una virtud en peligro. Habíase convertido, por gracia de los aires del Norte, en un varón ejemplar, modelo de rectitud y templanza. Su parecido con el Santo Patriarca antojósele a Rosalía más vivo que nunca; pero consideró aquella belleza rubia como la más sosa perfección del mundo. No le faltaba más que la vara de azucenas para pasar a figurar en la cartulina de los cromos de a peseta que se venden por las calles. A Rosalía empezó a repugnarle tanta circunspección, y ya estaba reuniendo todo su desprecio para dedicárselo por entero, cuando la idea de los compromisos del día 9 la acometió con furia. Pez, leyendo en su cara, le dijo:
-Está usted pálida.
Rosalía no le contestó. Estaba embebecida en su pena, diciendo: «Pecar, llámote necesidad y digo la mayor verdad del mundo... Pues no necesitando, ¿qué mujer habrá tan tonta que no desprecie a toda esta canalla de hombres?».
Pez, un poco más tierno, díjole que notaba en ella algo de extraño, tristeza, quizás preocupaciones graves. Esta indicación la consideró ella como una feliz coyuntura para decir algo. Iba a probar si Pez era el mismo caballero vivaracho y rumboso de antes, o si se había trocado en un empedernido egoísta. La dama, haciendo también graciosos alardes de reserva, replicó:
-Cosas mías. Lo que a mí me pasa, ¿a quién interesa más que a mí sola?
Lentamente mi amigo descendía de aquellas cimas de virtud en que se había encaramado. Inclinose más hacia ella y le habló de ingratitud en tono de queja amorosa. Rosalía vislumbró horizontes de salvación que alumbraban con débil luz las tinieblas de aquel funesto día 9, ya tan próximo. Como llamaron de súbito a la puerta y entraron los pequeños, no pudo la de Bringas ser más explícita, ni Pez tampoco; únicamente tuvo ella tiempo de hacer constar una cosa:
-Deseaba mucho que usted volviese. Tengo que hablarle...
Los besuqueos de los niños interrumpieron esta grata conferencia, que iba tan conforme al plan de la Pipaón. Pero más tarde, después del regreso de Bringas y del largo párrafo que él y Pez echaron sobre las cosas políticas, Rosalía tuvo ocasión de cambiar con su amigo más de una palabra en la Saleta, secretamente, con lo que él puso punto a la visita y se retiró.
Más bien triste que alegre estuvo la Pipaón toda aquella tarde y noche. Su esposo advirtió en ella una sobriedad verbal que rayaba en mutismo; y según su costumbre, no hizo esfuerzo alguno por corregirla. En toda casa es preferible siempre la concisión de una mujer a su locuacidad, y Thiers no tenía gran empeño en alterar esta regla. En la mañana del día 8, Rosalía, vestida con pulcra sencillez, se despidió de su marido. Iba a misa, como lo demostraba el devocionario con tapas de nácar que llevara en la mano... Su marido no debía extrañar que tardase algo, pues iba a ver a la de Cacúrbitas que estaba en peligro de muerte.
-Oí que le daban hoy los Sacramentos -dijo Bringas con verdadera pena.
Salió después de dar sus disposiciones para el almuerzo, en la presunción de tardar algo, y Thiers se quedó en manos del barbero, pues desde la enfermedad no confiaba en su vista lo bastante para afeitarse solo. A su lado estaba Paquito de Asís, a quien el papá echaba una reprimenda amistosa por varios motivos; era el uno que mi niño, no pudiendo sustraerse a la influencia que sobre la juventud ejerce toda idea expansiva, se había dejado contaminar en la Universidad del mal de simpatías por la llamada revolución. Entre sus compañeros tremolaba el estandarte del oscurantismo; pero de poco acá había en su pensamiento reservas, condescendencias, debilidades...; en fin, que el angelito estaba algo tocado del virus...
-Del virus revolucionario -repitió Bringas dos o tres veces mientras le rapaban-, y es preciso que eso se te cure de raíz. Ya verás, ya verás la que se arma si triunfa esa canalla. Los horrores de la Revolución francesa van a ser sainetes en comparación de las tragedias que aquí tendremos.
Otra maña del mozalbete traía muy quemado a don Francisco, y era que empezaba a dañar su espíritu el maleficio de una perversa doctrina titulada krausista. Bringas la había oído calificar de pestilente a un sabio capellán amigo suyo. De algún tiempo acá, Paquito de Asís andaba con unas enredosas monsergas del yo, el no yo, el otro y el de más allá, que sacaban de quicio al buen don Francisco. Éste le dijo, en resumidas cuentas, que si no echaba de su cabeza aquellas filosofías, le iba a quitar de la Universidad y a ponerle de hortera en una tienda.
Trascurrió toda la mañana, y cansados de esperar a Rosalía, almorzaron. La señora llegó a eso de la una, un poco sofocada.
-Muy malita la pobre -dijo adelantándose a su marido, que ya tenía la boca abierta para preguntarlo por la hermana de Cucúrbitas.
Y se encerró en el Camón para quitarse el velo y cambiar de vestido. Por la tarde salieron todos a paseo con los trapitos de cristianar, en correcta formación, los pequeños muy compuestitos, mamá y papá tan graves y apersonados como siempre. Bueno será decir que nunca, en tiempo alguno, había la Pipaón de la Barca tenido a su esposo por más respetable que aquel día... Le miraba y le oía con cierta veneración y se conceptuaba extraordinariamente inferior a él, pero tan inferior que casi casi no merecía fijar sus ojos en él. Atontada y distraída estuvo en el paseo, y en su casa, por la noche, más aún. Su espíritu, apartado de las sencillas escenas domésticas y de cuanto allí se hizo y se dijo, vivía en región distinta, atento a cosas remotas y desconocidas absolutamente para los demás.
-Vaya que estás en Babia esta noche -dijo Bringas algo enojado-, al notar la tercera o cuarta de sus equivocaciones.
Y ella no se atrevió a chistar. Después, mientras el padre y los pequeños jugaban a la lotería, encerrose ella en el Camón, y allí, sentada, cruzados los brazos, la barba sobre el pecho, se entregó a las meditaciones que querían devorar su entendimiento como la llama devora la arista seca.
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