La de Bringas: 45

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XLV
(La de Bringas)

de Benito Pérez Galdós
El tiempo ahogaba; la situación no admitía espera. Sin detenerse a meditar la conveniencia de aquel paso, se aventuró a darlo. Eran las doce.
-Antes que Bringas me descubra -decía poniéndose precipitadamente la mantilla-, prefiero pasar por todo, prefiero rebajarme a pedir este favor a una...
Refugio vivía en la calle de Bordadores, frente a la plazoleta de San Ginés, en una casa de buena apariencia. Sorprendió a Rosalía el aspecto decente de la escalera. Creía encontrar una entrada inmunda y vecindad malísima, y era todo lo contrario. La vecindad no podía ser más respetable: en el bajo una tienda de objetos de bronce para el culto eclesiástico; en el entresuelo un gran almacén de paños de Béjar, con placa de cobre en la mampara; en el principal, la redacción de un periódico religioso. Esto dio a la de Bringas muchos ánimos, y bien los necesitaba la infeliz, pues iba como al matadero, considerando lo que aquel paso la degradaba. «¡Lo que puede la necesidad! -pensó al tirar de la campanilla del segundo-. Y quién me había de decir que yo bebería de esta agua. Ahora sólo falta que me eche a cajas destempladas, para que sea mayor mi vergüenza y mi castigo completo».
La misma Refugio le abrió la puerta, y sorprendiose mucho de verla. Rosalía, turbadísima, vacilaba entre la risa y la seriedad, no sabía si aplicar a la de Sánchez el trato familiar o el trato fino. El caso era muy extraño y encerraba un problema de sociabilidad de muy difícil solución. Desde la puerta a la sala no hubo más que medias palabras, frases cortadas, monosílabos.
-Pase usted por aquí -dijo Refugio a la señora de Bringas indicándole la puerta del gabinete-. Celestina, ayúdame a desocupar estos sillones.
La que respondía al nombre de Celestina debla de ser criada. Así lo pensó nuestra amiga en los primeros momentos, mas luego hubo de rectificar este juicio. El aspecto de Celestina era tan extraño como el de Refugio, y al mismo tiempo tan semejante al de ésta, que no se podría fácilmente decir cuál de las dos era la señora. «Lo probable -pensó la Bringas sentándose en el primer sillón que se desocupó-, es que ninguna de las dos lo sea».
La de Sánchez tenía su hermoso cabello en el mayor desorden. No se había peinado aún. Cubría su busto ligera chambra, tan mal cerrada, que enseñaba parte del seno ubérrimo. Arrastraba unos zapatos de presillas puestos en chancleta, y los tacones iban marcando sobre el piso de baldosín un compás de pasos harto estrepitoso.
-Iba a echarme la bata -dijo Refugio, después de revolver en un montón de ropas que estaba sobre el sofá-, pero como usted es de confianza.
-Sí, hija, no te molestes -replicó la de Bringas afirmándose en la necesidad de ser amable-. Con este calor...
Mientras esto decía, observó la pieza en que estaba. Nunca había visto desbarajuste semejante ni tan estrafalaria mezcla de cosas buenas y malas. La sala, cuya puerta de comunicación con el gabinete estaba abierta, parecía una trastienda, y encima de todas las sillas no se veía otra cosa que sombreros armados y por armar, piezas de cinta, recortes, hilachas. Destapadas cajas de cartón mostraban manojos de flores de trapo, finísimas, todas revueltas, ajadas en lo que cabe, tratándose de flores contrahechas. Algunas, aunque parezca mentira, pedían que las rociaran con un poco de agua. También había fichús de azabache y felpilla, camisetas de hilo y algunas piezas de encaje. Esta masa caótica de objetos de moda extendíase hasta el gabinete, invadiendo algunas de las sillas y parte del sofá, confundiéndose con las ropas de uso, como si una mano revolucionaria se hubiera empeñado en evitar allí hasta las probabilidades de arreglo. Dos o tres vestidos de la Sánchez, enseñando el forro, con el cuerpo al revés y las mangas estiradas, bostezaban sobre los sillones. Una bota de piel bronceada andaba por debajo de la mesa, mientras su pareja se había subido a la consola. Un libro de cuenta de lavandera estaba abierto sobre el velador mostrando apuntes de letra de mujer: Chambras 6; enaguas 14, etc... El velador era de hierro con barniz negro y flores pintadas. Sobre la chimenea, un reloj de bronce muy elegante alternaba indignamente con dos perros de porcelana dorados, de malísimo gusto, con las orejas rotas. Las láminas de las paredes estaban torcidas, y una de las cortinas desgarrada; el piso lleno de manchas; la lámpara colgante con el tubo ahumadísimo. Por la mal entornada puerta de la alcoba se veía un lecho grande, dorado, de armadura imperial, sin deshacer y con las ropas en desorden, como si alguien hubiera acabado de levantarse.
Refugio creía que la señora de Bringas la visitaba, cediendo al fin a sus instancias, para ver los artículos de su industria.
-Ha venido usted un poco tarde -le dijo-. ¿Sabe usted que estoy vendiendo todo? Yo no sirvo para esto. No sé en qué estaba pensando mi hermana cuando se le ocurrió que yo podía meterme a comerciante... Para que usted se haga cargo..., desde que estoy en esto, no he hecho más que perder dinero: pocos pagan, y yo no tengo genio para importunar... Así, cuanto más pronto salga de estos pingajos, mejor. Muchas señoras han venido, y se van llevando lo poco que me queda.
-Sin embargo -dijo Rosalía, sacando de una caja varios marabouts y aigrettes y de otra lazos y cordones-, aún hay aquí cosas muy bonitas.
-¿Le gustan a usted esas aigrettes?... -manifestó Refugio, gozosa de poder ser rumbosa con ella-. Puede llevárselas..., se las regalo.
-¡Oh!, no..., no faltaba más...
-Sí, sí, que tengo mucho gusto en ello. Para que alguna me lo compre y no lo pague, vale más... Mire usted -añadió pasando a la sala-, también le doy este sombrero: está sin arreglar, pero puede usted llevarse la cinta que quiera.
Rosalía, asombrada de esta generosidad, y un tanto dispuesta a mirar a Refugio con ojos más benévolos, insistía en rechazar los obsequios.
-¿Me desaira usted porque soy pobre? -le dijo con acerada reconvención.
Si Rosalía no hubiera ido a verla con el objeto que sabemos; si su afán de proporcionarse dinero no fuera tal que la obligaba a pasar por todo, seguramente habría rechazado las finezas con que aquella mujer, tan inferior a ella por todos conceptos, quería subir hasta su elevada esfera; pero no quiso mostrarle esquivez en el momento de pedir un favor... ¡Y qué favor tan denigrante! Cuando le venía al pensamiento la idea de formular su petición, se empapaba todo su ser en repugnancia, como si por los poros le entrara un licor asqueroso y amargo y corriese por sus venas y le subiera al paladar. Varias veces quiso hacer su demanda y faltáronle fuerzas para ello. Hasta pensó no decir nada y huir de aquella casa. Pero la lógica inflexible de su necesidad la amarraba allí, y no viendo a su compromiso otro remedio, érale forzoso apechugar con aquel caliz. «Ya que he hecho el sacrificio de venir -pensaba-, no me voy sin probar fortuna». El tiempo apremiaba; ya había dado la una... Dos o tres veces trajo las palabras de la mente a la boca, y allí se le quedaron revueltas con una saliva que era hiel pura. «¡Qué tonta soy! -pensaba-. ¡Tener reparo delante de esta chiquilla...!». Por fin, tanto luchó, que las palabras salieron tropezando. La infeliz se abanicaba, fingiendo poco interés en el asunto, y hacía esfuerzos para aparecer serena y ahuyentar de sus mejillas el borbotón de sangre.
-Bueno..., pues ahora, Refugio, vamos a hablar de otra cosa. Yo he venido a pedirte un favor.
-¿Un favor? -dijo la otra con vivísima curiosidad.
-Un favor, sí -añadió la Bringas, a quien aquella curiosidad desconcertó un poco-. Es decir, si puedes, que si no, no hay que hablar.
-Usted dirá...
-Pues..., es decir, si puedes -prosiguió la dama, tragándose la hiel que tanto le estorbaba-. Yo necesito una cantidad. Me consta que tú tienes... Sé que has cobrado en casa de Trujillo no sé cuanto... Pues bien, si quieres prestarme por unos días cinco mil reales, te lo agradeceré mucho... Se entiende, si puedes, si no, no.
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