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La de San Quintín: 38

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Escena IV

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DON JOSÉ, DON CÉSAR.


DON JOSÉ.- Por lo que veo, sus desdenes no te curan de tu loca inclinación.

DON CÉSAR.- Usted lo ha dicho: inclinación ciega, locura... No puedo remediarlo. Es mi temperamento, es mi carácter que se embravece con los obstáculos, mayormente cuando conoce que son más artificiosos que sinceros. Rabiando, rabiando está ella por amasar su nobleza sin jugo con la vulgaridad substanciosa de la casa de Buendía. Sólo que con habilidad suma regatea su consentimiento para obtener las mayores ventajas.

DON JOSÉ.- (Levantándose airado.) Repito que...

DON CÉSAR.- (Flemático.) Pero, padre, abdica usted, ¿sí o no?

DON JOSÉ.- (Sentándose.) ¡Ah, ya no me acordaba!... Haz lo que quieras... No digo nada. Me he metido en Yuste, y desde mi humilde monasterio, asistiendo a mis propios funerales, veo cómo te las gobiernas solo.

DON CÉSAR.- Me las gobernaré como pueda...

DON JOSÉ.- Ya no intervengo más que para hacer cumplir una de las últimas disposiciones de mi reinado. Di: ¿vendrá pronto el amigo Canseco?

DON CÉSAR.- Le espero de un momento a otro.

DON JOSÉ.- Y nos dirá si ese pobre joven acepta o no...

DON CÉSAR.- ¿Pero usted lo duda?... ¿Qué más puede desear?... Pues no sé... Le damos, por su linda cara, un barco magnífico...

DON JOSÉ.- Sí, con todas las maderas podridas... Está como nosotros. En fin, sepamos si ese diligente notario...

DON CÉSAR.- (Que se acerca al foro como para dar órdenes.) En nombrando al ruin de Roma... Aquí está ya.