La de los ojos color de uva/VIII
Se despertó a las seis. Se lavó los pies y se puso unos calcetines elegidos: anchas listas circulares, una roja, otra negra y otra azul. Se los estiró. Ya había aprendido, hasta que en Madrid se hiciese calzoncillos cortos, como León, a montarse el calcetín ocultando el calzoncillo... con lo cual podía arremangarse más los pantalones.
En la estación del tranvía estaban los excursionistas. El ayudante del general, siempre de uniforme, un apuesto capitán de Caballería, charlaba amarteladamente con Berta, la mayor de las hijas del ex ministro, con la cual iba a casarse... Ladi le recibió a él sonriente y se fijó en los calcetines lo primero. Cierto él de que seguían bien estirados, se quedó contento.
Era más extraña hoy la manía, la amabilidad del general por no separárselo de al lado. En Avilés, la Compañía de ferrocarriles les tenía galantemente dispuesto un breack. Ricardo, entre los demás viajeros que subían modestamente a las berlinas y aun a primeras y a segundas, sentía orgullo. No se acordaba lo menos del mundo de Miajadas... Como si hubiese «nacido en El Liberal»; como si hubiese nacido en uno de estos breack, entre senadores y ex ministros. En cambio, henchíale su legítima importancia de periodista, profesión a que le debía tantas venturas...
Y por lo mismo que el ex ministro empeñábase en retenerle junto, hoy, colmándole de agasajos, explicándole que le llamaban de la fábrica por arrancarle, sin duda, promesas de reformas para cuando se volviese a encargar de la cartera, Ladi, que durante el viaje iba instalada en el inmediato saloncillo con las jóvenes, no cesaba de aparecer en éste y sonreírle y escucharlos... e invitarle a hacerlas compañía... Al fin, en Villabona se fué Ricardo con ellas.
— Aquí, ¿recuerdas?... os volvieron para atrás aquella tarde.
— Sí, ¡estuvo graciosísimo!
— Pues hoy, no: se fastidian... que tienen que cargar con el coche,
A la sazón iban empujándolo lentamente unos mozos por las vías de enlace, para engancharlo al correo.
Unos minutos después corrían por la línea descendente de Gijón. Ladi, en aquella especie de cuadrilátero de divanes que formaba el saloncillo, se había instalado con Ricardo, aparte de los demás, en el rincón de una ventana. — ¡Mira... de buena gana te daba un beso!, — empezó diciéndole.
— ¡Claro, ya ves... y yo a ti!... Como la mañana de San Juan, en la peña... Pero, ¿cómo aquí?
— Tienes razón, imposible.
— ¿Te acuerdas? ¿En la peña?... Yo creo que nos velan los marineros.
— ¡Daba igual!
— ¿Tanto me quieres?
— Con la vida y con el alma,
Ricardo respiraba amplísima delicia. El pequeño diálogo empezaba ya bien a consolarle de las que creyó frialdades en los días pasados. Comprendió. Bastaba que estuviesen los padres de ella al otro lado de una puerta. Quiso mostrarle su gratitud, sintiendo ya las mil cosas de fuego y de amor que iría a decirla, y entre las rodillas de ambos, que literalmente se tocaban, la estrechó la mano.
Pero tuvo que retirar la suya con presteza, porque llegaba con toda inoportunidad Cristina, desde el opuesto rincón, sentándose junto a Ricardo.
— Hijos, me vengo con ustedes. Aquéllos están «intransitables». Mi hermanita con su lata de novio, que no sé por qué le dicen «ayudante de papá»; la otra con Nitita, contándose chismes a la oreja...
Ricardo, en medio de las dos, quedó contrariadísimo. No sólo la gentil Cristina llegaba a interrumpirles, sino que le recordaba la crónica traidora... Además, en cuanto estaba con dos, siquiera, ya no se le ocurría nada. Era su admiración a la mujer siempre, y más su amor a Ladi, una poesía que únicamente en la más estrecha intimidad sabía florecer, en pirotecnias... Se quedó mirando, pues, a los ojos color de uva, mientras charlaban las dos; a los ojos de su Ladi, que hoy traía, por cierto, para el viaje, un alto sombrero adornado con uvas también. Lo llevó asimismo a San Juan, y a todas las excursiones. Lo habían proclamado el predilecto.
Cristina, de seguro, por haber notado la afición de ambos, mal disimulada en los pasados días, no obstante todos los propósitos, mostrábasele coqueta, aunque fuese nada más por un fugaz instinto de rivalidad con la Ladi Villarroel, que tenía en Madrid fama de preciosa y caprichosa... Y hallóse él, en fin, tan molesto entre las dos, que se levantó y se fué, pretextando:
— Perdón... ¡Creo que me llama el general!
En el resto del viaje no se movió de con los viejos. Por suerte, desde Oviedo, donde volvió el breack a cambiar de tren, habían formado las jóvenes, novio de Berta inclusive, una animadísima tertulia de chistes y de risas. Dominaban incluso el estruendo de la marcha. ¡Le habrían olvidado!...
Llegaron a las once y treinta. En la estación de Trubia, donde moría la línea, esperaban el coronel y toda la oficialidad. Cambiados los saludos, vieron con sorpresa que todavía una jardinera, arrastrada por una linda locomotora pequeñita, les hacía cruzar un puente de hierro y los metía en la fábrica. Instalada ésta en un valle angostísimo, a la izquierda del río turbio y veloz, la recorrieron a lo largo ya por dentro. Grandiosa. Una alta verja la cerraba por un lado en toda su extensión. Por el otro, las montañas. Ruidos de hierros, de martinetes, de saltos de agua y de volantes colosales que se veían girar en los talleres negros. Los hornos resplandecían, y los bloques de acero hechos ascuas saltaban en los yunques de las forjas. Creían las jóvenes que se iban a aburrir en una fábrica de cañones, y comentaban, sorprendidas, su grandeza y su belleza. Había pabellones como chalets para los artilleros, casi un pueblo; y había un paseo abarandado y lleno de acacias y faroles, digno de una capital; como había, asimismo, en medio de un gran jardín, un palacio suntuoso, donde el coronel habitaba.
Últimamente se detuvieron y bajaron en el edificio de la Biblioteca y Oficinas, frente a la cancela de la entrada del centro, que descubría otro puente de piedra. En el salón principal, alhajado con riqueza y atestado de armarios de libros, firmó el general Martí en el álbum que tenía firmas de reyes — y tras él todos los excursionistas —. Ricardo habría querido firmar inmediatamente al pie de la firma de Ladi; pero ésta, en la jardinera y durante el corto tiempo que se habían detenido en el pórtico, había ya entablado relación con dos capitanes de la fábrica que la brindaron la pluma cuando él estaba lejos.
Vinieron en seguida otras presentaciones más íntimas, ya perdido el empaque oficial. Martí, apenas reiteró la del senador, le hizo al coronel y a los oficiales, muy expresivamente la de Ricardo.
— Redactor de El Liberal, ¡cronista, pues, obligado en este día!
¿Le pesó a Ricardo el título?... No habría podido saberlo. Desde hacía un rato, en el afecto de las jóvenes hacia los galantes artilleros, en el desvío de Ladi también para él, se estaba sintiendo cronista..., cronista exclusivamente, es decir, algo de profesional serviciario que no tuviese cordialmente nada que ver con la reunión.
Sin embargo, no tardó en restituirse a su importancia. Salieron, empezando la visita de talleres, y el coronel, interesado sin duda en que hablase bien El Liberal, le explicaba a él las cosas al mismo tiempo y con idénticas referencias que al ex ministro — quien por su parte no cesaba de sonreírle afablemente: «Ve usted... Usted no entiende de cañones...; pues verá... este cierre... González Hontoria... y Ordóñez aquél...» Para que lo viese, exclusivamente para que lo viese Ricardo, acudían los operarios, los capitanes mismos, a veces, abandonando a las muchachas, y jugaban el cierre del cañón...
Tal galantería acabó por transcender a todos, incluso a las muchachas; y Cristina, más que ninguna, procuraba estar junto a Ricardo cuando pasaban de un taller a otro taller. Únicamente Ladi, por hallarse a la vista de sus padres, seguía siempre su charla con dos guapos capitanes de la fábrica, que se le habían constituido desde luego en caballeros. En vano el novio buscaba siquiera entre los grupos la calidad de una mirada.
Visita a escape, cual siempre estas visitas, en que se enteran de las cosas los prohombres. Eran las doce, debía comerse a la una y volverse al tren a las tres. Al menos, para el escaso tiempo había dispuesto bien el coronel director cada una de las operaciones fundamentales en la construcción de un cañón de treinta y medio. Se sangraron los hornos en la fundición, dispuesto al centro el gran pozo de veinte metros, donde esperaban los moldes; corrieron seis arroyos de hierro hecho llama. Volvieron a ver saltando del líquido y ardiente metal las mismas madejas y fulguraciones de estrellas crepitando por el aire que antes, en las lingoteras del horno Siemens, cuya potencia de fuego y de luz en su interior de infierno sólo se dejaba mirar con marcos de cristal ahumado, y que proyectaba, además, sobre la pared de los edificios de enfrente, donde daba el sol, y en cuanto se abría la compuerta, un reflejo más fuerte que el del propio sol pálido de Asturias. Luego vieron los zunchos de acero en las forjas, destinados a reforzar el gran tubo aquel de la colada, y, en fin, pasando a los departamentos de barrenas y montajes, les mostraron cómo se calibraban y construían finamente, como piezas de reloj, los cierres y cureñas de estas armas formidables.
La jardinera y la máquina volvieron a recoger a todos, transportándolos a un kilómetro más lejos, siempre dentro de la fábrica, al Parque del Probadero. Se disparó un obús de quince. El proyectil perforó una doble placa de blindaje de 45 centímetros. Las jóvenes subían y bajaban a ver el obús por la escalinata de la cureña, que parecía la de un buque. Al bajar se les quedaban las faldas en lo alto, y lucían por detrás el pantalón, con gran agrado visual de los apuestos y malignos capitanes.
Ricardo, monopolizado mientras por el general y el coronel, examinaba los proyectiles de afilada punta y las tuercas de pólvora sin humo.
Un poco de tanto científico trascendentalismo le había arrebatado la imaginación bien por encima de las coqueterías de las muchachas. Tomaba notas. Pensaba, al mismo tiempo, que si a los cartagineses de la pica y de la lanza les hubiesen dicho que llegaría una época en que se montarían alcázares para hacer armas de muerte cuyos disparos costase cada uno más que todas sus máquinas de guerra, se habrían reído, como al oír que, para que viajasen y se hablasen las gentes, se ceñiría por todas partes la tierra de redes de rieles y de alambres, igual que una pelota.
La comida se sirvió en una glorieta de los jardines inmensos poblados de ruiseñores. En la mesa, que esperaba llena de cristalería de rosas y de champaña, cada cual tenía su puesto de antemanó. A Ricardo se le había señalado el suyo inmediatamente junto al coronel, pero el burdeos del comienzo, el chablis de los pescados y el champaña de los postres le fueron poco a poco despertando a las dulzuras del amor y de la vida. No le miraban los ojos de color de uva..., y aun habían acabado de olvidarle los de Cristina, también muy alegre entre los galantes artilleros. En cambio, seguían hablándole a él los viejos de pólvoras y de granadas.
Después del café el general y el senador, en compañía del coronel y del segundo jefe y dos comandantes, se llevaron a Ricardo. Iban a ver nuevamente ciertos detalles del rayado de obús. Y en seguida, como en la prisa no habían visitado el machón del río ni los talleres de proyectiles, situados al otro extremo de la fábrica grandiosa, subieron nuevamente en la jardinera y partieron...
Quedaban aquí, con la plena alegría del banquete, las señoras y los jóvenes. Ladi no había notado siquiera la ausencia del novio. Nita amenizaba la sobremesa con charlas, bebiendo benedictino; pero sin atreverse a fumar.
De pronto, un capitán, que había recibido de su ordenanza el correo, desplegó un Liberal, en triunfo. En primera plana había una crónica: Desde Salinas, y, pasando por ella los ojos, descubrió que hablaba de una melancólica nereida llena de lunares..., que milagro que no fuese alguna de las del general... Cristina lo cogió, mientras Ladi empalidecía. Leyó con avidez y se rió locamente..., buscando al amable Calcedonia para darle las gracias... No lo encontró. Otra tomó El Liberal, leyéndolo bajo también. Y luego Ladi, que lo arrojó sobre las rosas del mantel con mal disimulada rabia...
— Vaya, vaya, señoritas..., que sepamos todos..., ¡que lo lea alto cualquiera! — propuso la mujer del general.
El ayudante de éste lo leyó.
Fué para Cristina un éxito. Todos la reconocieron en la poética alusión. Todos, al par que la felicitaban, aplaudían como un elegantísimo e intenso escritor a este Ricardo...
— ¡Bueno, sí, un tonto! — le comentó Ladi a la festejada a media voz —. ¡Ya te enseñaré yo en casa lo que de mí dijo muchas veces!
Cambió la conversación al rato, pero Ladi, callada ahora y alejada en una punta de la mesa del grupo juvenil, seguía preocupadísima.
En esto silbó la pequeña locomotora, y los expedicionarios bajaron al pie de la glorieta. Ladi se levantó, les salió al encuentro..., cogió de junto a su padre mismo al novio, del brazo, y le internó en un instante en un cenador de madreselvas.
— Bueno, Ricardo — le increpó en seguida, cuadrada delante de él —, ¡eres completamente despreciable!... ¿Por eso tanto general en el tren? ¿Por eso huyendo de mí todo el día? ¿Por tu... articulito de hoy?... ¡Hombre, parece mentira!
Lívido él de remordimiento, de descubierta y estúpida traición, no osaba replicar. Sentía nada más una infinita piedad hacia la dolorosa.
— Mira — resolvió ésta veloz —, si me quieres, si no deseas que te odie y te desprecie para siempre, desde ahora mismo no vuelves a dirigir la palabra a Cristina..., y desde ahora mismo no te vuelves a separar un instante de mí...
— ¡¡Oh, Ladi!!
— ¿Lo harás? — le impuso terrible, cogiéndole por la muñeca.
Y como Ricardo decíala que sí, bien que si, con el amor espantado de sus ojos, salió delante ella, emplazándole feroz:
— ¡Ahora veremos!
Había sido esto en un segundo, a la vista, además, de todos, tras el velo tenuísimo de hojas. Y ella misma, marchando delante, llevó a su novio hasta Cristina..., la cual se levantó sonriosa a recibirle, entre las felicitaciones generales. Fiel Ricardo a su palabra, dada sin palabra, se inclinaba serio, cortés; pero sin decirle ni una letra a la envanecida lunarosa..., que pretendió marchar a su lado al ver que todos disponíanse a la vuelta a pie hasta la estación para digerir el banquete... Pero entonces se vió algo de una audacia expresiva por demás, y que sorprendió no poco al concurso: Ladi, pasando el brazo por el del cronista, arrancándolo materialmente del lado de Cristina, se lo llevó consigo por la avenida de acacias.
Así, un instante después, en el paseo lento y disperso de todos, pretextando los dos entretenerse a cortar unas hortensias, quedáronse los últimos, bastante detrás..., con no poco escándalo de la mamá de Ladi, que procuraba retrasarse también y se volvía de vez en cuando a darles prisa: «¡ Vamos, vamos, hija mía!», aunque contenida en su enojo por el ambiente de etiqueta que seguía reinando en esta visita de ex ministro.
En el tren, en el break otra vez, igualmente Ladi se instaló con Ricardo en un rincón, tan resuelta y tan hostil que nadie, ni Cristina, harto avisada del juego, osó acercárseles...
Solamente Nita, en la tertulia de las otras ventanillas, y desquitándose aquí de cuanto no pudo fumar en la fábrica, les dirigía de rato en rato alguna pulla: «¡Abelardo y Eloísa!».
— ¡Y qué preciosos calcetines los de él! — añadía bajo para el corro, que reía...