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La de los ojos color de uva/XII

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época.
XII


Cuando acabó de almorzar, en la taberna de la Concha, era de noche. Fracasada, pues, también la Castellana, adonde pensaba haber ido, como iría en las tardes siguientes, en coche del Casino Militar. ¡Era lo mismo hoy!...

Se fué a casa para acabar de perfilarse, y luego, contento, a la Comedia.

Compraría la butaca más visible.

Pero..., ¡qué tonto! Ni había casi nadie ni Ladi estaba. Naturalmente, habría ido ella a otro teatro. Se aburrió, pues, él. A ratos se fijaba en la función. Le parecía sin méritos, a pesar de gustarle al público bastante, y, como solía ocurrirle siempre que veía comedias, se acordaba de la suya y comparaba..., imaginando cuánto más que ésta agradaría si la pusiesen... Sino que esta noche, además, sobre la amargura del autor inédito, confiado en sí propio, no obstante, cayó el tremendo punzazo de su necesidad de dinero... Sólo el teatro le podía proporcionar súbitamente la desahogada posición capaz de quitarle visos de ambiciones a su boda..., capaz, al menos, de tenerle un poco menos astroso frente a su gentil novia en sociedad...

Un ansia le levantó antes de acabar el acto. Salió del teatro y se fué a su casa. Sacó del fondo del baúl un manuscrito. Eran las diez y media. Quedábanle muchas horas de espera aún para la cita.

Se instaló en el viejo butacón, encendió la cafetera, fumó y púsose a leer con definitiva atención fiscal su drama. No se trataba esta vez de afán de gloria, sino de dinero..., de dinero a todo trance, porque le había asustado el gasto que había aniquilado su pobre bolsa en dos días..., ¡digo, de que empezase el lío de coches del Casino, de teatros a diario, de...!

A la una terminó, y cerró el cuaderno dando encima un puñetazo de fe, de entusiasmo, de evidencia de que aquello era oro puro y gloria. Pero una mina. Su drama, ¡excelentísimo! No se lo había leído a nadie porque no le llamasen «el hombre del drama». Todo provinciano que viene a la conquista de Madrid trae su correspondiente drama en la maleta. Y en tres actos, precisamente. Esto le había abrumado de ridículo, más ahora, con el calofrío de autoadmiración que le daba la lectura, se encontró con bríos para reaccionar contra el aplastante anatema en esta forma: «Algunos de los que los traen, ¿no habrán de ser (como los Quintero, por ejemplo) los famosos de mañana?» En efecto, de Sevilla, de provincias, vinieron estos dos con su drama en la maleta...

Salió. La hora feliz se aproximaba.

Al cruzar otra vez por delante del teatro lo miró como en un reto de fama. Intentaría él lo que los Quintero desde el mismo día siguiente. ¿Por qué no?... ¡Fuera cobardías que le contengan a uno en el temor de los demás ! Aparte de que él ya no era el joven recién venido de provincias..., sino el cronista de un periódico importante.

Y se olvidó de esto en su propia seguridad para entregarse al fin al... cielo que le aguardaba. Faltaba tiempo todavía y hallábase frente a Fornos. Entró a tomar una cenilla, sin la menor piedad a sus locos gastos de hoy. ¿No iba a ser bien pronto rico?... ¿Por él? ¿Por su mujer?... O estrenaba el drama antes o lo estrenaría tan luego como pudiese llegar a los teatros en landós de dos caballos... Quizá Ladi, quizá la inverosímil y pasmosa sencillez con que Ladi hubo de acceder a entregársele, a la primera invitación, a la primera insinuación..., correspondiera a su designio de hacerse sorprender esta misma noche por sus padres, acelerando la boda. No podría explicarse de otro modo la valentía de la muchacha. Y acordándose Ricardo de que no llevaba un mal revólver, por si acaso, se tranquilizó en seguida; la escena con el papá enfurecido ante el robo de su honra... iría a ser de lágrimas y de súplicas filiales antes que de tragedia...; acabó su ragout hasta la última sopa de salsa — había que ir al amor con fuerzas —, tomó a escape su helado y su té y cruzó Fornos, saludando desde largo a unos amigos.

Un coche... ¡Qué diablo: a lo príncipe en la aventura principesca! ¡Si supieran los amigos adonde iba! ¡Si supiera Rodríguez Alcalá adonde llevaba él su pantalón!

Llegó con un cuarto de hora de adelanto.

Nadie..., en el barrio, en la calle. Dormía el hotel.

La ventana que iba a ser su entrada al cielo..., ¡ oh, cómo temblaba Ricardo!, estaba tan cerrada como las demás. ¡Se moriría si Ladi no hubiese encontrado la llave!... Acercándose, advirtió un detalle que le entró en el corazón como la primera puñalada de la dicha... (puñalada..., ¡porque era todo esto demasiado cruel y demasiado fuerte!): las hojas de hierro de la reja, en la parte alta, estaban, no sólo con la cerradura abierta ya, sino un poco apartadas una de otra, hacia afuera, indudablemente para evitar ruidosos desenganches... La tocó, tendiendo el brazo, por convencerse más, y pudo notar todavía que giraba en discretísimo silencio, cual si tuviese los goznes engrasados... Esto le rectificó presentimientos.

«No le importaría a Ladi la sorpresa de sus padres, y hasta la provocaría, quizá, en otras noches...; pero en ésta sólo había pensado en el amor... ¡Ah, divina!»

Se puso a confirmarlo, mientras estaba meditando que no le habría citado sino para las tres, sino para antes, ni hubiese aceitado los goznes, recibiéndole en la seguridad y la impunidad del sueño de sus...

Y un ruido sin ruido, una angélica visión entre los vidrios que se abrían, cortáronle..., suspendiéronle la reflexión y el aliento. A la distante luz del farol de enfrente vió un desnudo brazo de nieve que empujaba la reja, un escote blanco mal envuelto... y un pie y una pierna sin media al borde del blanquísimo cendal... ¡Ella..., ella y en camisa!

— ¡Sube! ¡Salta! ¡Anda!... — le invitó una voz —. ¡Ya estaba acostada!

Subió. Saltó. Le empujó y guardó hacia la oscuridad interior con un brazo y con el cuerpo la hechicera virgen, suelta y tibia en su camisa perfumada..., y ni quiso dejarle el cuidado, al torpe temblor que ni se movía en la blandura de la alfombra, de cerrar la reja y los cristales. Con el otro brazo, ágil, firme, los cerró ella..., y desde la calle uno que pasó poco después no había visto en los grandes vidrios de una pieza de la hermética ventana más que algún levísimo e impávido reflejo de los faroles distantes..., exactamente igual que en los demás...

El aire arrastraba las hojas secas calle arriba.

Un airecillo discreto, de una noche fría y clarísima, en que titilaban mucho las estrellas.