La de los tristes destinos/IV

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IV

Con gana cogieron la libertad Ibero y Leoncio Ansúrez. Mentira les pareció que se veían en la calle, después de dos semanas de horrible incertidumbre, temerosos de perder la vida o de ser mandados a un lejano y mortífero destierro. Locos de alegría y ávidos de correr para desentumecerse y activar la circulación de la sangre, desde el depósito de Leganés emprendieron la marcha hacia Madrid, hablando poco y sólo para felicitarse, para cantar su dicha con expresiones breves que parecían giros musicales. ¡Qué suerte la suya! ¡Eterna gratitud debían a don Manolo Tarfe y al Marqués de Beramendi! De milagro habían escapado, porque en rigor de verdad no eran inocentes, aunque otra cosa dijese el buen Tarfe a doña Isabel para captar la Real clemencia. Uno y otro se habían batido en la calle de la Luna, después de haber empleado todo el día 21 en la preparación de armas para el paisanaje. Su trato, iniciado pocos días antes de la tragedia de San Gil, se estrechó con el compañerismo guerrero, y la común desgracia y prisión lo trocaron en fraternal amistad.

«Mira, chico -dijo Ansúrez cuando pasaban el Puente de Toledo-, tú te vienes conmigo a mi casa. No permitiré que andes rodando por posadas o casas de dormir, donde no faltarían soplones que te dieran otro susto. Ya que de esta hemos salido, no caigamos en otra. A mi casa tú. Donde comen tres, comen cuatro... Además, no tienes guita, y a mí nunca me falta un duro. Nada más grato que comer con un amigo en familia, recordando las fatigas que hemos pasado juntos... No te quiero decir cómo se quedarán mi mujer y mis chiquillos cuando me vean entrar... Aunque el Marqués les habrá dado esperanzas, no creerán que sea tan pronto... Apretemos el paso, Santiago, que los minutos se me hacen horas... Virginia no me espera. De fijo, cuando me vea, se echará a llorar; los chicos, en el primer momento, me mirarán asustadicos; luego romperán a reír y a darme besos... ¡Quiera Dios que a todos los encuentre buenos! Hace dos días, según la carta que recibí de mi hermana Lucila, no había novedad en casa. Pero hoy, quién sabe. A lo mejor se te pone malo un chico; se agrava en horas... y en minutos se te muere... Estoy en ascuas, Santiago... ¿Sabes que es largo este maldito Paseo de los Ocho Hilos?... Y aún nos falta la calle de Toledo. ¡Dios!... ¿Para qué harían la Corte de España en este vertedero?... En fin, ánimo y adelante».

Calló Ansúrez, para no quitar ni un aliento al trabajo pulmonar de la subida. Menos locuaz que su compañero, Santiago también a ratos hablaba, por amenizar la penosa caminata. «Pues te agradezco la fineza de llevarme contigo, Leoncio, y acepto tu hospitalidad. ¿A dónde voy yo con mis bolsillos demasiado limpios y con este cuerpo que ya no puede con tantas hambres y trabajos?... En tu casa me arreglaré la máquina y volveré a salir por esos mundos... ya sabes que mi destino es correr, navegar por mares y caminos, y salir al encuentro de las cosas grandes que vienen... si es que quieren venir... no sabemos de dónde».

-Yo -dijo Leoncio, apechugando ya con la calle de Toledo- te envidio el vivir corriendo de un lado para otro. Si yo pudiera llevar conmigo en un carrito a mi mujer y mis hijos, como esos húngaros errantes que van por toda Europa componiendo calderos, lo haría, créelo. Es un gusto ver cada día cosas y personas distintas. Pero la familia le impone a uno la quietud... y la sociedad, que es una gran perezosa, no mira con buenos ojos a los que se atan al mundo con una cuerda demasiado larga.

-Poco tiempo he de estar contigo. El señor Muñiz, que a Francia me llevó y de Francia me mandó acá, dispondrá lo que tengo que hacer ahora... Eso si don Ricardo está en Madrid, que bien podría suceder que le hayan mandado a Filipinas o al quinto infierno.

-No hagamos cálculos... que las cosas han de pasar según el gusto de las mismas cosas, que disponen su propio acontecimiento, ¿me entiendes?, y no al gusto nuestro... La voluntad del hombre apunta, y otra voluntad más grande dispara; pero rara vez va el tiro a donde uno pone la puntería... ¿me entiendes?

-¿Cómo no entenderte si eso que dices de apuntar yo y disparar para otro lado la Providencia, o como se llame, me ha pasado a mí muchas veces? Últimamente, ya lo sabes, busqué a mi mujer, o digamos novia, en Vitoria, y resultó que estaba en Madrid. Llego a Madrid; indago la vivienda; escribo a Saloma valiéndome de una vieja prendera y corredora; me contesta Saloma citándome para tal día y tal noche en una casa, digo, en el jardinillo trasero de una casa del callejón de Malpica... Voy allá, como puedes suponer, loco de alegría, creyendo que ya tento en la mano mi felicidad, y... en vez de salirme al encuentro mi felicidad, me sale don Baldomero Galán con una escopeta y me suelta un tiro... Por fortuna no me dio... El hombre temblaba de ira y parecía loco... Escapé saltando una tapia; fui a caer en la Cuesta de Ramón. Después supe por mi corredora que doña Salomé, mi suegra, estaba enferma de muerte, y que don Baldomero padecía la demencia de ver a todas horas y en todas partes ladrones de su hija... Esto pasó el 20 de Junio. Después vinieron los horrores de San Gil, mi prisión... esta pesadilla horrible, de la cual hoy despierto.

Con esta y otras conversaciones se les aligeró el tiempo y se les abrevió la caminata. -36- Recorrieron todo el diámetro de Madrid de Sur a Norte, hasta llegar a la casa de Leoncio, situada en la calle de Daoíz, a espaldas de la iglesia de Maravillas y frente al Parque viejo de Artillería, el barrio chispero, escenario ardiente del Dos de Mayo. Anochecía cuando el armero vio su morada, que era un principalito con tres balcones. Dos de estos estaban abiertos, protegidos del calor por luengas cortinas de lona listada: en uno de ellos había un botijo sobre su peana; en otro, una jaula con jilgueros, que ya dormían el primer sueño. Sorprendido y algo asustado Ansúrez de no ver a nadie en los balcones a la hora de tomar el fresco, se plantó en medio de la calle, y haciendo bocina con sus manos, gritó fuertemente: «¡Mita!... ¡Mita!». Al segundo llamamiento apareció Virginia en el balcón, y con un abrir y cerrar de brazos, juntando luego las manos, expresó su sorpresa y alegría.

No hay que decir que Leoncio subió de un vuelo la corta escalera, seguido de Santiago. Quédese sin describir la tiernísima escena, primero silenciosa, después alborotada con rápidas preguntas y chillidos de júbilo. Leoncio cogió a sus dos chicos, uno en cada brazo, y les dijo mil tonterías amorosas en lenguaje infantil, y les zarandeó y estrujó un buen rato. Luego, presentando a su amigo, que por unos días había de ser su huésped, le colmó de alabanzas. Ibero mostrose humilde, agradecido; sus ojos negros, sus palabras tímidas, transparentaban su buen natural. Poco tardó en sentirse ligado a la familia de Leoncio por un lazo fraternal. La cena comedida, gustosa, nuevo lazo de afecto y confianza, acabó de embelesarle y de rendir absolutamente su voluntad. De sobremesa, charlando con franca alegría y bebiendo un claro vinito de Méntrida, Leoncio dijo a su huésped: «Mañana conocerás a mi hermana Lucila. De ella se ha dicho que era la mujer más hermosa de España».

-Y de cara todavía lo es -afirmó Mita-. Se ha casado dos veces, ha tenido siete hijos... Su cuerpo de estatua ya va desmereciendo.

-Y conocerás también a su hijo mayor, Vicentito Halconero. ¡Qué talento de chico! Delira por las guerras, y su alma es el alma de un Napoleón o de un Hernán Cortés... ¡Pobrecillo! Quedó cojo de una caída, y no puede ser militar.

-Es un dolor verle, es un dolor oírle... No se han visto nunca cuerpo y alma tan desavenidos.

Hablaron luego de Rodrigo Ansúrez, el portentoso violinista a quien Ibero conoció años atrás en la casa de huéspedes de María Luisa Milagro, viuda de un bajo profundo. Declinaba, languidecía la conversación, desvirtuada por el cansancio, y Virginia dio la voz de recogerse. Durmió Ibero en cama limpia y blanda, que no agradeció poco su pobre cuerpo tronzado y dolorido.

Vivían Mita y Ley en holgada medianía. La corta pensión que Virginia recibía de su -38- madre, y las lucidas ganancias de Leoncio en su taller de armero, daban al matrimonio una posición desahogadísima, que ya quisieran muchas familias encasilladas en la burocracia, y que solían vivir con humo en la cabeza y los estómagos vacíos. A mayor abundamiento, la feliz pareja recibía de Lucila frecuentes regalos de fruta, hortaliza, legumbres, aves, corderos y miel... A la generosa campesina vio Santiago al día siguiente. ¡Qué tal sería la señora, que aun algo descompuesta y desbaratada de cuerpo, vestida con poco arte y ninguna presunción, dejaba poco menos que sin sentido a los que por primera vez la contemplaban! Cara tan perfecta, cara que con tan acabada conjunción y síntesis reuniera la gravedad, la belleza y la gracia, no había visto Ibero más que en estampas finísimas representando alguna de las Musas, la diosa Ceres, o nuestra madre Eva acabadita de crear...

Tanto como el rostro sin par, encantaron a Santiago la voz y el agrado de la celtíbera, que se despidió con esta frase de puro estilo paleto: «Vaya, me alegro mucho de haberle conocido». Y acto continuo echó el brazo al cuello de Vicentito, que a su lado estaba, y empujándole hacia Ibero, dijo a este: «Dispénseme si le dejo aquí a mi hijo, que ha de hacer con usted buenas migas. Algunas jaquecas le dará. El chico es muy aficionado a historias de batallas y conquistas. Le escondemos los libros para que no se caliente demasiado la cabeza. En cuanto le contó Leoncio lo que usted ha hecho y lo que ha pasado, volvióseme loco el pobre hijo. «Madre, llévame... Madre, vamos pronto. Madre, que llegaremos tarde... El Ibero habrá salido, y sabe Dios cuándo volverá...». «Con que... adiós, mi cojito. Comerás aquí. Hasta la noche». Y salió dejando frente a frente a los que habían de ser grandes amigos a los pocos minutos de conocerse. Acompañola Virginia hasta la puerta, y allí repitieron extensamente lo que ya se habían dicho en la visita, resabio característico de las señoras apaletadas.

Desde que Vicentito Halconero se vio ante el misterioso amigo de su tío Leoncio, sentados ambos junto a la mesa del comedor, vació toda su alma en expresiones de confianza. Los ojos de Ibero, resplandecientes de benevolencia, acogieron el alma infantil, que se escapaba de la cárcel de un cuerpo doliente para correr hacia la luz y el ideal. A borbotones salieron de la boca del cojito estas ardorosas palabras: «Me ha dicho el tío Leoncio que tú has estado con Prim; que tú has hablado con Prim, como yo hablo ahora contigo; que quisiste ir con él a Méjico y no te dejaron... que tú estuviste preso, y te escapaste tirándote de un monte a una playa... que tú te has ahogado; no, no, que tú mataste a uno que quiso ahogarte... Me ha dicho que te sublevaste con la caballería de Aranjuez... que trajiste a Madrid las órdenes de Prim; que eres el gran amigo de uno que llaman Moriones; que tu padre defendió la Libertad contra el faccioso; que has navegado por todos los mares, y has recorrido a pie toda España de punta a punta; que te mantienes días y días, si a mano viene, con un higo pasado y un mendrugo de pan, y que eres guerrero, anacoreta y qué sé yo qué... Me ha dicho que tienes una novia muy guapa, y que la robarás para casarte con ella sin permiso de los padres, que al parecer son muy brutos... Me ha dicho que de niño te fugaste de la casa de un tío cura, y que te echaste al mundo para hacer cosas por ti mismo... y que has hecho ya cosas y has de hacerlas muy sonadas. Yo también las haría si esta pata coja no me estorbara para todo. ¡Ay, Santiago!, si tú fueras cojo, no habrías hecho nada: habrías hecho lo que yo, leer, leer lo que otros hicieron. Es muy triste ser cojo, ¿verdad que sí?».

Asintió Ibero a lo que dijo su amigo de los inconvenientes de la cojera, y de lo que perjudica este defecto a la acción humana. En lo referente a sus propias acciones respondió con modestia, atenuando sus méritos, que agigantaba la ardorosa fantasía de Vicente. Este representaba edad inferior a sus trece años, por el menguado desarrollo a que le condenó la falta de ejercicio. La mitad superior de su rostro, frente, ojos y nariz, eran de la madre; la boca y barba declaraban la tosca hechura de Halconero. El conjunto era dulce, interesante, melancólico. A fuerza de cuidados vivía; a fuerza de método y aparatos, su cojera no era de las que exigen muletas: sentaba en el suelo los dos pies; pero la flojedad de la pierna impedía el ritmo de la perfecta andadura humana. Se auxiliaba de un recio bastón, que era como pierna auxiliar, y por más que el pobre chico disimulaba su defecto, no lograba que sus tres pies dieran un andar suelto y gallardo, sin el cual no hay figura humana que pueda realizar la epopeya...

Aturdido quedó Ibero ante la precoz erudición que su amigo echó sobre él apenas rompieron a charlar. Desde que se dio aquel atracón de lecturas en la biblioteca de don Tadeo Baranda, Santiago había tenido poco roce con libros y papeles impresos; la vida de acción, de necesidades que había de satisfacer por su propio esfuerzo, no le dejaban sosiego ni rato libre para el pegajoso trato con las letras de molde. En cambio, Vicentito, niño rico y mimado, a quien su madre permitía el goce de la libre lectura, apartándole por razones de salud de todo estudio sistemático, devoraba libros, principalmente de Historia de España. Su ciencia superficial y fragmentaria, portentosa para un cerebro de tan corta edad, fue la admiración del amigo, incapaz de igualarle en aquel terreno. No podía contener Vicente el raudal de su adorable pedantería; en su boca resplandecían como piedras preciosas las grandezas épicas, los hechos militares más altos y las aventuras temerarias del valor hispánico...

«Para mí -decía- la mayor grandeza de España está en el reinado del Emperador Carlos V. ¡Vaya un tío! Rey a los diez y siete años, Emperador a los diez y nueve... y con medio mundo en aquellas manos tan tiernas... ¿Has leído tú la batalla de Pavía? Yo me la sé casi de memoria, y me parece que estoy viendo al Rey de Francia prisionero de Juan de Urbieta, y entregando a Lannoy su espada. ¿Y de la expedición a Túnez, qué me dices?... ¿Pues y la campaña de Alemania?... ¡Mulberg!... ¡Alba y el Elector de Sajonia!... Con lo que no estoy conforme es con que el buen señor se encerrara en un convento, cuando aún no era muy viejo y podía gobernar los mundos de Europa y América». Con gravedad asintió Ibero a estas opiniones, mostrándose singularmente contrario a la abdicación y monaquismo del hijo de doña Juana la Loca.

Y el niño Halconero siguió así: «Felipe II no me gusta tanto como su padre, por ser muy arrimado a la Inquisición y al tostadero de herejes; pero también es grande... Mira que la Liga contra el turco y la batalla de Lepanto le quitan a uno el sentido... ¿Pues y de San Quintín, qué me dices?... Mi madre me llevó a ver El Escorial... allí tienes pintadas en la pared de una sala todas las batallas... ¡qué cosas!... La Infantería española es la primera del mundo. ¿No lo crees tú así? (Grandes cabezadas de Ibero apoyando la opinión de su amigo.) Y quien dice la Infantería, dice la Caballería y la Artillería... También soy de parecer que no hay marinos como los españoles. ¿Has leído la batalla de Trafalgar? Yo la he leído en tres libros distintos. Fuimos vencidos por la impericia del francés aliado; pero aquellos héroes, aquel Churruca, aquel Gravina, aquel Alcalá Galiano, ¿no valen tanto como la victoria? Víctimas son esas que todas las naciones nos envidian». Y con este ardiente estilo y convicción siguió derramando su saber, que al propio tiempo era enseñanza y deleite para el gran Ibero.

La simpatía cordial que entre ambos se estableció al primer trato, se explica por el estrecho parentesco de sus almas. El uno era la Historia libresca; el otro la Historia vivida, ambas incipientes, balbucientes, en la época de la dentición.