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La de los tristes destinos/VI

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VI

No hay para qué decir que la cena fue abundante y castiza; que a cada plato, de los muchos y substanciosos que desfilaron, doña Lucila sirvió a Santiago raciones de padre y muy señor mío, instándole a no dejar nada; que a todos atendía la señora, y que por sentarse a la mesa la familia menuda, salvo el nene, no cesaba el ir y venir de platos, al compás de la infantil cháchara; dígase también que no había etiquetas, porque los señores no solían gastarlas, ni ellas habrían sido pertinentes con un convidado de tan modesta categoría. Era, pues, una familia que, contraviniendo el régimen constante de la burguesía matritense, daba poco a la vanidad, mucho al vivir interno, obscuro, y al comer nutritivo y abundante. Reunidos los patrimonios de Halconero y Cordero, resultaba una riqueza considerable, con la cual podían permitirse algún lujo de relumbrón; pero tanto don Ángel como Lucila continuaban siendo paletos. En Madrid, donde tenían casa propia para pasar el invierno, hacían vida modesta y provinciana, sin permitirse otra disipación que la de ir al teatro algunas noches en días de fiesta.

Cordero carecía de vicios; no frecuentaba casinos; permanecía en el café cortos ratos, en compañía de sujetos de buena posición aficionados a la caza; en el campo tenía caballo y coche, en Madrid no; vestía sin pretensiones de elegancia; no conocía más que un lujo, y este era el de poseer buenos paraguas; escogía y compraba los mejores, preciándose de conocer bien su mecanismo y la calidad de las telas. Era también muy entendido en la manera de poner a secar los tales artefactos, para que escurriese bien el agua. Sabía cuándo estaban a punto para ser abiertos, y en qué condiciones se debían envolver y enfundar. Usábalos de distinto tipo, según fueran para chaparrón, lluvia persistente, llovizna; y los que en Madrid habían cumplido su misión en recias campañas invernales, pasaban a la reserva en el servicio del campo y pueblos.

Clío Familiar desmentiría su fama y oficio si pasara en silencio que los señores de Cordero y su comensal hablaron de política. Hablar de política era en aquellos tiempos cosa tan corriente como el comer, y aun como el respirar. Salieron a la colada los desvaríos de la Corte, comidilla sabrosa para todas las bocas, aun para las que los repetían negándolos o poniéndolos en cuarentena. Lucila, indulgente, disculpaba a doña Isabel, cargando la ignominia política y privada a la cuenta de sus allegados y consejeros. Ibero hizo vagos pronósticos; Vicentito evocó memorias revolucionarias.

Resumió mansamente los distintos pareceres don Ángel Cordero, inclinándose a lo razonable y sensato. Según él, todos los males de la patria provenían del matrimonio de la Reina. Habría sido muy acertado casarla con Montpensier, que era un gran príncipe, un político de talento, y el hombre más ordenado y administrativo que teníamos en las Españas. Todas las cuentas de su caudal y hacienda las llevaba por Debe y Haber; no dejaba salir nada para vanidades o cosas superfluas, y metía en casa todo lo que representaba utilidad. «Los que le critican -añadía- por vender las naranjas de los jardines de San Telmo, son esos perdidos manirrotos que no saben mirar al día de mañana, y viviendo sólo en el hoy dan con sus huesos en un asilo. Si viniera una revolución gorda y hubiera que cambiar de monarca, ninguno como ese para hacernos andar derechos y ajustarnos las cuentas; créanlo, ninguno como ese Monpensier». A la española pronunciaba Cordero este nombre, porque aunque era abogado no sabía francés, u olvidado había lo poco que le enseñaron en el Instituto.

Algo más se habría dicho de las turbaciones presentes y mudanzas probables, si no entrara inopinadamente Leoncio, y si en el rostro suyo, más que en sus concisas expresiones, no advirtieran todos algo extraño, alarma, disgusto... Ya habían concluido de cenar; ya los chicos menores requerían la cama; Pilarita permanecía en la mesa, atenta a lo que se hablaba. La conversación ante Leoncio, mudo o enigmático, se fragmentó, se deshizo en cláusulas rotas que flotaron sobre las cabezas. En aquel instante, truenos lejanos anunciaban tormenta. Mientras Cordero al balcón se acercaba para mirar el cielo, Lucila dijo a su hermano: «Tú traes algo; suéltalo de una vez». Y Leoncio soltó su embuchado en esta forma: «Vengo a decirte, Santiago, que a poco de salir tú de paseo con Vicente, estuvo en casa la policía para prenderte».

-¿Y a ti no?...

-Hasta ahora parece que no se acuerdan de mí. Pero no me fío, y desde esta noche dormiré fuera de casa... Ya te dije que con la subida de Narváez, ni los gorriones están seguros en Madrid.

-Con el estado de sitio y la suspensión de garantías no se juega -indicó sesudamente Cordero-. Y este general Pezuela tiene la mano dura.

-¡Ay, cuidado con él! -exclamó Lucila indignada-, que es de la camada absolutista. Esos, esos nos han trastornado a la pobre Señora.

-Bueno -dijo Ibero serenamente, mirando a todos-. ¿Y ahora qué tengo que hacer?

«Quedarte aquí. Te esconderemos en casa», afirmó con ímpetu nervioso Vicente, echando el brazo sobre los hombros de su amigo. Los truenos retumbaban cercanos. La tormenta se venía encima... Y los ojos de Lucila, piadosos, iluminaron con un noble asentimiento la proposición del cojito. Pero fue un relámpago no más. A los pocos segundos, con mirada distinta interrogó a su esposo, el cual, echando por delante un preámbulo de tosecillas, emitió estas prudentes razones: «Poco a poco. Esconderle aquí es peligroso para él y arriesgadillo para nosotros... En su pueblo, al abrigo de su familia, estará más seguro».

Según manifestó inmediatamente Leoncio, que venía de hablar del caso con don Manuel de Tarfe, no se podía contar con el señor Marqués de Beramendi, que se había ido a Fuenterrabía días antes. Pero el buen Tarfe, aunque no podía tener relaciones con Pezuela y González Bravo, ni con ningún otro sátrapa de la situación, se valdría de su amistad con gente de la policía y con empleados altos y bajos del Ferrocarril del Norte para facilitar la fuga de Ibero y Ansúrez, si vinieran también contra este, como era de temer. Añadió Leoncio que él no se iba al extranjero sino llevándose a toda su familia, y que por de pronto en Madrid se quedaba, ocultándose como pudiera y solicitando la protección del señor Gutiérrez de la Vega y de los generales Echagüe y Ros, para quienes había hecho trabajos de armería muy estimados... No hallándose el amigo Ibero en estas ventajosas condiciones, opinaba Leoncio que debía salir para Francia sin pérdida de tiempo.

«¿Esta noche? -dijo angustiado Vicentín, a quien faltaba poco para echarse a llorar. Se le iba la Historia viva, y a solas con la suya, la muerta y embalsamada en los libros, había de quedarse muy triste».

-Ya no puede ser hasta mañana -aseguró Leoncio-. Y pues hay tiempo para elegir, mejor y más seguro irá en el Express de las tres de la tarde que en el Correo de las ocho y media de la noche.

Tras un silencio de vaga inquietud, en que unos ponían su atención en los conflictos humanos, otros en la tormenta que ya descargaba sobre Madrid azotaina furiosa de viento y lluvia, el armero creyó llegado el caso de las resoluciones urgentes, y lo manifestó así: «Tenemos que preparar tu salida, Santiago, y ello no es cosa que puede dejarse para mañana. Despídete, y echemos a correr».

«¿Pero qué prisa...? Déjale que respire, pobre muchacho...». Así habló la sin par Lucila, poniendo cara de Dolorosa. Y su hijo, balbuciente, trémulo de ansiedad, agregó: «Ahora no podéis salir... Mirad cómo llueve».

-Razón habrá para esas prisas -dijo Cordero-. En cosas tan delicadas como la fuga con disfraz, conviene prepararse bien... Sí, sí, Leoncio y Santiago: no perdáis tiempo... Los minutos son preciosos... Y no hagáis caso de la lluvia... Esto es nube de verano. Pasará pronto...

Corrió don Ángel hacia el interior de la casa, y en el breve tiempo que duró su ausencia, hubo Lucila de atender amorosamente a calmar a su hijo, atribulado por la deserción de la Historia viva. «No te aflijas, Vicente... Se va porque es preciso... se va por su bien... figúrate que le meten preso... En la frontera de Francia estará más seguro... Yo te llevaré a Bayona si fuese menester...». Volvió en seguida don Ángel con un voluminoso paraguas, que ofreció a los que ya se disponían a salir. «No perdáis un momento -les dijo-, ni hagáis caso de la tempestad, que no es más que un poco de ruido. Llevad este paraguas... Es de algodón, pero de mucho vuelo, y podéis guareceros los dos... Ten cuidado, Leoncio, que el varillaje está un poco gastado... Al cerrar, ponlo de modo que escurra bien... Y no te olvides de traérmelo mañana. Con que adiós, hijos míos... Que no tengáis ningún tropiezo... Ibero, ¡ánimo y a Francia!».

La despedida tuvo, por la parte de Lucila y Vicente, sus notas de ternura. «Adiós, hijo: buena suerte -dijo la celtíbera abrazándole-. La Virgen le acompañe... Si va usted a su casa, dele mis recuerdos a su mamá... Me alegraría de conocerla... ¡Cuánto sufrirá la pobre con estas cosas!».

-Que me escribas todo lo que te pase -dijo Vicente, y abrazó con fraternal apretón al amigo, resignándose a una ausencia inevitable-. Mañana espero carta; no, pasado, o al otro... Y a Prim, si le ves, tantas cosas... Que venga pronto... Aquí no decimos más que «Prim... Libertad...». Adiós... Hasta la Isla de los Faisanes.

Ninguno de los presentes sabía qué isla era aquella. «Vamos, Vicente -le dijo el padrastro acariciándole-, no desatines. Ten juicio, y te compraré todo el César Cantú». Y al fin salió Ibero con el corazón oprimido. Detrás de él algunas lágrimas brillaron: un triste vacío taciturno quedaba en la casa. Aquella noche, cuando Vicente se acostó, acompañole la madre largo rato, calmando su excitación con palabras dulces, ofreciéndole anticipar el viaje al Norte, y pasar la frontera y visitar a los emigrados, que en aquella parte de Francia lloraban su destierro... Durmiose al fin el cojito: fue su sueño intranquilo, tenebroso... Viose perseguido por conspirador revolucionario, metido en cárceles, abrumado de procesos; viose fugitivo, disfrazado con tiznajos de fogonero o sotana de cura; viose al fin en tierra extranjera trabajando con Prim por la redención de esta infeliz España.

En el portal, un hombre risueño y mal vestido saludó a los dos jóvenes. Leoncio le presentó a Ibero con esta frase circunstancial: «Don Valentín Malrecado, que esta noche y mañana será nuestro amigo». Y tras un corto rato de espera, visto que el temporal amainaba por momentos, se pusieron en marcha, guareciéndose dos bajo la negra bóveda del paraguas, y el tercero arrimadito a la pared. Así pasaron Puerta Cerrada y Cuchilleros, hasta la Escalerilla, donde ya ni el agua ni el paralluvias les molestaron más, pues el escondite a donde el discreto agente de la autoridad les llevaba tenía su ingreso por los portales de la Plaza Mayor.

Minutos después acometían una escalera de pesadilla, sucia, enroscada, tenebrosa, y alumbrándose con fósforos llegaron a una vivienda de aspecto carcelario, en la cual fueron recibidos por una mujer embarazada y un hombre que también lo estaba de la espalda, pues en ella tenía una gran joroba, o sea embarazo de toda la vida. Marido y mujer, que tal parecían, mostráronse amables con los jóvenes, y pronto se vio claro que Ibero tendría hospedaje seguro en aquella casa hasta que bajara a tomar el tren.

«Mi señora -dijo el corcovado-, está ya fuera de cuenta, y de un momento a otro caerá en la cama, por lo que esta noche no podrá atender a este caballero como se merece. Pero la prima bajará del segundo...». Dicho esto, la barriguda mujer cogió la lámpara de petróleo, de tubo ahumado y apestoso, y fue a mostrar a Ibero el cuarto mísero y el derrengado lecho en que había de dormir, que era sin duda el de Procusto, a cada momento citado por los escritores en la prensa política. Todo le pareció bien a Santiago, que acostumbrado estaba a peores acomodos. Lo importante para él se trató en conferencia rápida entre los sujetos presentes, y ello fue sintetizado por el policía en estas sensatas manifestaciones: «El señor no tiene que moverse de aquí, ni apurarse, ni estar con cuidado... Del señor y de su seguridad me cuido yo, que vivo en el tercero. En el segundo está mi prima Pilar Angosto, que es de toda confianza, y aquí tenemos a este cuñado mío, que fue escribiente en el Juzgado de la Inclusa, y ahora lo es en la Vicaría, persona de cuya lealtad y hombría de bien respondo como de la mía propia. (Designó con gesto fraternal al jorobeta, que hizo una reverencia.) El disfraz que hemos de poner al sujeto para llevarle a la estación nos lo dirá el señor de Tarfe, que quedó en hablar esta tarde con don Ernesto y don Fernando Polack, dos caballeros franceses, que llevan la batuta en el Ferrocarril del Norte».

A esto dijo Leoncio que él había quedado en ver a don Manuel aquella misma noche; pero el policía expuso el deseo de que le dejasen esta y las demás diligencias del caso, pues él lo haría todo. En su activa oficiosidad, reclamaba el conjunto del servicio para redondear el precio y la recompensa. Ibero entonces trató con él de un punto delicadísimo que particularmente le interesaba. «Puesto que no debo salir de aquí -le dijo-, ¿podría usted traerme a una dueña corredora y prendera que vive en la casa de al lado, y se llama o la llaman la Galinda, y es tratante en alhajas para señoras y en citas para caballeros?».

-Bien podría traerla, señor -dijo Malrecado sonriente-; pero aquí no vendrá, por dos razones: primera, porque es muy bocona y podría comprometernos; segunda, porque no hace ninguna falta, si usted la requiere para el cuento de saber las incumbencias de don Baldomero Galán; que de este señor podré informarle yo todo lo que guste, mejor que esa vieja ladrona.

Pasmado quedó Ibero de que el diabólico policía, a quien veía por primera vez aquella noche, tuviera conocimiento de su interés por la familia Galán. Al asombro del joven puso comentario Valentín en esta forma: «Crea usted, señor mío, que si estuviéramos bien pagados, seríamos la mejor policía del mundo... Pues, para su gobierno, sepa que doña Salomé pasó a mejor vida el día de San Juan por la tarde, y que don Baldomero y su hija, que entre paréntesis es preciosa, salieron por el Norte hace bastantes días, en compañía de dos curas vascongados y una religiosa francesa... Los curas iban a Vitoria; don Baldomero, la niña y la monja entiendo que iban a San Juan de Luz... Por cierto que en el mismo tren que ellos, marcharon disfrazados Castelar, Becerra y Martos».

Estas noticias, de cuya veracidad no dudaba, fueron felicísimas para Ibero, que ya tenía un motivo más para congratularse de su salida de la Corte con rumbo a Francia. ¡Francia! ¡Cuántas alegrías, cuántas esperanzas le brindaba este nombre, y cómo reverdecían los marchitos ideales ante la visión geográfica del país vecino! Y para completar la dicha del aventurero, las órdenes que transmitió por la mañana el buen Tarfe eran halagüeñas, absolutamente tranquilizadoras. No necesitaba más disfraz que el chaquetón usual de los empleados inferiores del Norte. El señor Polack cuidaría de proporcionarle una gorra galonada... Saldría prestando servicio de mozo en el furgón de equipajes del Express de las tres.