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La de los tristes destinos/XIX

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XIX

Algunas docenas de casas míseras, formando callejuelas y una irregular plaza, componían el lugar de Linás de Mascuello, a la falda de un cerro, del conglomerado rojo que tanto abunda en tierras de Aragón. Frente al pueblo, por la parte contraria al monte, había eras extensas; seguían terrenos cercados de frágiles tapias de adobes, entre las cuales una o dos callejas comunicaban el lugar con el camino de Ayerbe. Por estas callejas tenía que entrar forzosamente Manso de Zúñiga.

Moriones, que en el escalafón del Ejército no era más que Capitán, tenía título y autoridad de Coronel en las falanges de la emigración revolucionaria. Al frente de los sublevados aragoneses apareció vestido de paisano, con chaquetón parduzco, sombrerillo blando, el ala inclinada por delante al modo de visera, sin ninguna insignia ni distintivo militar, sin armas a la vista. Era un hombre duro, seco, voluntarioso, fruto de la tierra clásica del baturrismo, Egea de los Caballeros, una de las Cinco Villas de Aragón. Su valor temerario, unido al maravilloso instinto estratégico, hacían de él un guerrillero indomable. En la Guerra de la Independencia no habría tenido rival; en la Civil habría sido un Zumalacárregui; en aquella nueva contienda entre españoles por un más o un menos de Libertad, ocasión y medios le faltaron para realizar verdaderas maravillas. Bien acreditó su maestría guerrillera en la intentona de Agosto del 67, recogiendo y organizando a los carabineros con los ardides y el rigor necesarios en tales casos, y agregándoles los fornidos montañeses de Hecho y Ansó. A estos llamaban vulgarmente cheses; su atavío, describiendo de abajo arriba, era: peales, calzón, faja morada, chaqueta jaquesa, sombrero redondo sobre el pañuelo, en los más pañuelo solo, muy ceñido a la cabeza.

Desde el mediodía, esperando por momentos la visita de las tropas regulares, Moriones dispuso a su gente en esta forma: tras de las tapias de los callejones por donde forzosamente habían de entrar en el pueblo los soldados, puso a los carabineros, con orden de agazaparse tumbados en tierra, o al abrigo de los adobes. A los cheses colocó en las eras, tapando por izquierda y derecha las primeras bocacalles del pueblo. Silvestre Quirós, que como ayudante de órdenes llevaba a su lado a Santiago Ibero, mandaba una de las secciones de esta fuerza. Los demás obedecían al sargento Miranda y a otros improvisados oficiales, que si carecían de galones y distintivos, iban bien pertrechados de coraje. Los sargentos supervivientes del 22 de Junio sentían particular ojeriza contra los Cazadores de Ciudad Rodrigo, y querían vengarse de aquel Cuerpo, porque, comprometido a sublevarse con los artilleros, faltó por estar aquel día de guardia en Palacio.

Apenas ocupados por los carabineros y cheses los sitios en que Moriones les puso, el militar bullicio de cornetas y clarines anunció el avance de la tropa. Manso de Zúñiga debía de ser hombre de grande arrojo, porque en vez de iniciar su ataque enviando una o dos compañías al reconocimiento de las entradas del pueblo, no hizo más que colocar la Caballería en el sitio por donde a su parecer habían de escapar los sublevados, y poniéndose al frente de los de Ciudad Rodrigo, con ciego ímpetu se lanzó por la primera calleja que vio delante. Procedió como un capitán de Cazadores mandado a tomar pronto una posición secundaria.

Heroica fue la cadetada, si así puede llamarse, de Manso de Zúñiga, y con el arranque que tomó, pudo en tiempo brevísimo pasar con sus soldados la calleja sin que los disparos de los carabineros hicieran en estos gran estrago. Y tan de súbito entró el General en las eras, que los cheses, viéndole aparecer a caballo con toda su bravura y marcial arrogancia, seguido de los Cazadores, y oyendo las espantables voces guerreras del caudillo y su tropa, se sobrecogieron; faltos de práctica, pensaron que el mundo se les venía encima, y poseídos de terror buscaron refugio en las primeras calles del pueblo.

Rápido como el pensamiento, acudió Moriones al peligro. Por las callejuelas laterales del pueblo salió al encuentro de los cheses; los contuvo, los atajó con furibundos empellones, les arengó, mezclando bárbaramente la idea patriótica con sonoras desvergüenzas baturras, y al fin pudo empujarlos a las eras, recobrados del pánico que los lanzó a la fuga. Tan breve fue esta reacción, que apenas tuvo tiempo Manso de Zúñiga para reconocer las entradas del pueblo y distribuir su gente para un nuevo ataque. En tal situación, reapareció en las eras el grupo más decidido de cheses, mandado por el sargento de Artillería, Miranda; tras aquel pelotón llegaron otros, y se empeñó un vivo tiroteo entre paisanos y Cazadores; a los disparos siguieron las embestidas cuerpo a cuerpo: un ches mató a un soldado; otro soldado mató al ches; un segundo ansotano vengó la muerte de su compañero, y así fueron cayendo en tierra muchos hombres.

En medio de esta confusión, el General regía su caballo de una parte a otra, tratando de estimular a los suyos y de impelerles a un ciego heroísmo. Desde la callejuela próxima, las imprecaciones baturras de Moriones cantaban el himno del combate. Inútiles resultaban los esfuerzos de Manso, y los Cazadores de Ciudad Rodrigo abandonaron despavoridos el terreno. Con fuertes voces los llamó y arengó su Jefe, hasta que las heridas que había recibido le privaron de la palabra. Caballo y jinete se desplomaron. Acudió Miranda, acudieron otros a levantarle y hacerle prisionero. En el momento en que Miranda le agarraba el brazo, los ojos agonizantes de Manso dirigieron al artillero la última mirada que tuvo para este mundo... Entre unos ojos y otros se cruzaron los rayos lívidos del trágico duelo de España.

Con movimiento velocísimo, pues corrían el riesgo de que se rehicieran los de Ciudad Rodrigo y volviesen con mayores bríos, Miranda le quitó al General la espada, y viendo que aún respiraba, hizo ademán de rematarle. Ibero le contuvo diciendo: «Déjale; ya está muerto». Advirtiendo algunos que el enemigo volvía, clamaron a retirada. Miranda le quitó al General el ros, y como exhalación salió de las eras tras de sus compañeros, llevando la escopeta en la mano derecha, el ros en la izquierda, y en la boca la espada del valiente y desgraciado Manso de Zúñiga.

Volvían, sí, los Cazadores de Ciudad Rodrigo, porque un hijo del General venía en la columna, alarmado de que su padre quedase en las eras después de retirada la tropa, corrió allá con dos compañías... No pudo hacer más que recoger el cadáver del que había sido víctima de su propia impetuosidad. La gente de Moriones se replegó a la parte opuesta del pueblo, donde había quedado la reserva mandada por Pierrad, y estupefactos advirtieron que el General y sus hombres habían desaparecido. Ello debió de ser con bastante antelación, porque no se distinguía bicho viviente en todo lo que alcanzaba la vista. Sin duda, viendo Pierrad la primera desbandada de los cheses, creyó que aquello estaba perdido, y se puso en salvo. Aquí de los desahogos baturricos de don Domingo Moriones y de sus quejas airadas. Pero en realidad era injusto con su compañero, porque él tuvo que hacer lo mismo. Aunque habían tenido la suerte de matar al Jefe de la columna, siempre resultaba desigualdad enorme entre los sublevados y las fuerzas del Gobierno. En estas permanecían intactas la Caballería y Guardia civil. Moriones y Pierrad juntos, no podrían librarse de ser acuchillados y deshechos por las tropas regulares. Retirose, pues, el sagaz Moriones, porque vio clara su inferioridad, y porque no sabía que la columna iba muy escasa de municiones; que en aquellos tiempos ya nuestros Gobiernos solían mandar los soldados a la guerra sin la conveniente provisión de pólvora y balas.

La retirada fue penosa. Traspasados durante la noche los cerros de Marcuello, fueron a parar a Anzánigo. En este pueblo, donde quedaron algunos heridos confiados al alcalde, Ibero perdió de vista a Chaves, a Quirós y a Moriones, que tomaron rumbo hacia la Canal de Berdun... Siguió Ibero la recta hacia Canfranc como el camino más corto para Olorón. Era, sí, la vía más derecha, pero también la más peligrosa, porque en Jaca se exponían a ser capturados, y en la frontera de Francia los gendarmes y aduaneros les apresarían para internarles.

Ibero y Miranda, con otros cinco, trazaron su itinerario con un amplio rodeo para evitar el paso por Jaca. Horrenda tempestad de lluvia y granizo, con espantable música de truenos, les detuvo en la montaña. Refugiáronse en cuevas; padecieron frío y hambres; recalaron al fin en un lugar llamado Campanal de Izas: allí los cinco compañeros no eran más que tres, pues dos de ellos habían tomado la vuelta de Panticosa. Repuestos de su hambre en Campanal, fueron a pasar la divisoria por Somport, y al fin, con indecibles trabajos y fatigas, pusieron el pie en Francia. Ya iban más tranquilos, aunque derrengados y en gran necesidad. Así llegaron al pueblo francés de Urdós, donde ya sólo quedaba un compañero, y eran tres los expedicionarios. En Accous ya iban solos Ibero y Miranda, y este le dijo: «Yo no puedo ni quiero volver a España. Esto de la Revolución va para largo. En Francia buscaré cualquier acomodo, y mejor estaré aquí trabajando como una bestia que en España, aunque gane Prim y me hagan subteniente». Ibero le prometió buscarle trabajo en el pueblo donde él tenía su residencia. Por fin, medio muertos, sostenidos por la fuerza espiritual que da la esperanza, dieron con sus pobres huesos en Sainte Marie de Olorón al amanecer de un sereno día.

Grande satisfacción de todos y alegría loca de Teresa, pues había corrido en Olorón la noticia de un espantoso descalabro de Moriones en tierra de Huesca. Pasadas las primeras efusiones de gozo, atendió Teresa a cuidar a su hombre y reparar el desmayo y mataduras que de la horrible caminata traía. Le lavó todo el cuerpo, le administró friegas con alcohol o suaves unturas donde era menester, y le acostó en la cama, asistiéndole con calditos substanciosos e infusiones aromáticas. El sueño atrasado pesaba de tal modo sobre Ibero, que de un tirón durmió quince horas: una vez pagada parte de la enorme deuda que con el dormir tenía, describió y pintó el suceso histórico en que había intervenido; y como trazo final, dijo a la mujer amada que el desastroso fin de aquella salida con Moriones al campo de Caballería revolucionaria no le había curado de su ambición de grandeza. Lo mucho que había visto y lo poquísimo que había hecho, le movían a desear otras escapaditas por campo más extenso.

Oyéndole hablar así, Teresa reprodujo sus anteriores razonamientos acerca del estorbo que ella ponía con su triste pasado a las aspiraciones de un hombre en plena fuerza y juventud. Pero Santiago protestó enérgico. «No sé qué tienes, Teresilla -le dijo, añadiendo cariños a palabras y palabras a cariños-; no sé qué tienes tú, que cuanto más tiempo pasa, más te quiero, y ahora y siempre sostendré que no hay ninguna mujer que se te pueda igualar». Envanecida la buena moza, y deseando remachar su triunfo, tomó un papel semejante al del abogado del Diablo en los juicios de canonización, y expuso todos los argumentos desfavorables a su persona.

«Mira lo que dices, Santiago. Soy más vieja que tú, bastante más... no quiero precisar con números la diferencia de edad... Básteme decir que he pasado de los treinta y tú no has entrado en los veinticinco... Y como la mujer envejece más pronto que el hombre, y yo te llevo ya mucha delantera, dentro de algunos años, cuando tú seas todavía joven, yo estaré horrible, feísima; tendré que pintarme y ponerme moños postizos, con lo que más lograré causarte repugnancia que amor. Reflexiona en esto, Santiago mío; piensa en el mañana, en los años que vuelan llevándose nuestras ilusiones, llevándose la fina tez, el brillo de los ojos, la frescura de las carnes, y con esto el genio alegre que endulza la vida».

Briosamente rebatía Santiago estas argucias del abogado del Demonio, ratificándose en sus ideas optimistas y en la perfecta compatibilidad de Teresa con las ambiciones del hombre que en ella ponía todo su cariño. Conviene hacer constar que la pecadora corregida conservaba todos sus encantos. Aunque envejecía, era tan lenta la acción destructora del tiempo, como si este la cortejase aspirando a poseer sus gracias. Y la pícara sabía ser siempre pulcra, elegante, y convertir su sencillez y modestia, su pobreza misma, en un atractivo más. El cuidado escrupuloso de su persona persistía en ella como los sentimientos hondos que duran hasta la muerte. Algo bueno le había de quedar de aquella primera mitad de su vida, desarreglada y escandalosa.

No quiso Teresa soltarle de una vez al aventurero todo lo que tenía que decirle. Para ciertas cosillas que podrían causarle impresión penosa, esperó a que el hombre descansara todo lo que su abrumado cuerpo le pedía. Esta ocasión llegó al cuarto día del regreso, y una mañana, cuando acababan de desayunarse, abordó la guapa moza con arte sutil su interesante revelación, dándole este principio gracioso:

«Muy bien, salvajito mío. Por lo que me dices, veo que he salido airosa de la prueba. Estoy contentísima, o como diría Carlos Bidache, nuestro discípulo de español: no cabo en mí de satisfacción... Pues vamos ahora a otra cosa. Recordarás que te propuse una segunda prueba... y yo...».

-No, no, Teresa. (Repentino, asustado.) Más pruebas no...

-Déjame concluir: lo que tú no quisiste hacer, otra persona lo hizo por ti... ¿A qué abres esos ojazos?... Ea, pues yo he sido quien ha hecho la prueba... y también en esta he ganado.

Enmudeció Santiago, y ella, dejándole una pausa para que espaciara su asombro, empezó a relatar el caso, poniendo en él todo su donaire y agudeza, como verá el que quiera leer un poquito más.