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La de los tristes destinos/XXI

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XXI

Iban recomendados por los Bidaches a una casa modesta (Rue Paradis), y gracias a esta precaución, pudieron obtener un cuartito decente. Hallábase París en los días febriles de la Exposición Universal, en que Francia hizo potente alarde de su industria, de su riqueza y mentalidad luminosa; eran los días de la gran apretura de hospedajes; media Europa invadía París; la otra media hacía cola.

Apenas tomaron tierra los enamorados aventureros, pusiéronse en comunicación con Úrsula Plessis, que vivía en la Rue Mont Thabor. Reiteró la comercianta de encajes la simpatía que en Olorón había mostrado a Teresa, y consecuente en su amabilidad, la llevó a su establecimiento para que se fuera enterando. Se convino en que mientras duraran las dificultades de hospedaje, continuarían viviendo en la Rue Paradis. Después se les agenciaría mejor acomodo. Iría Santiago a buscarla poco antes de las doce para almorzar juntos en cualquier restaurant barato de las calles próximas a Palais Royal; al anochecer harían lo mismo, retirándose a su casa después de comer. Las horas que Teresa pasaba entre encajes y blondas las consagraría Santiago al divagar por París, aprendiendo en la práctica el laberinto de calles, bulevares y avenidas.

El primer día le acompañó en este sabroso estudio un chico, hijo de un comisionista español, vecino de piso en la casa de Paradis; pero luego se procuró un plano, y con este amigo mudo se libró del otro, que era harto entrometido y molesto. Solito recorría París de punta a punta, viendo y admirando tanta grandeza y maravilla. Habíanle dicho que si quería ver españoles se fuera al Pasaje Jouffroy, y asistido de su plano fiel, allá se encajó una mañana... No hizo más que llegar, y le salieron dos compatricios, uno de ellos con su capa, terciada garbosamente. No se puede afirmar que en Agosto llevase tal prenda con objeto de abrigarse; llevábala sin duda para tapar la desastrada vestimenta de un triste insurrecto proscrito. Conocieron los tales a Ibero por la pinta (que los españoles pregonan la casta por el aire jacarandoso), y le abordaron resueltamente, entrando al instante en palique. «¿Qué tal?... ¿Usted por aquí?... Este París es un infierno... Todo aquí es farsa». De estos tópicos vulgares se pasó a charlar de política, de la Revolución fracasada por falta de cabezas... No había cabezas; no había más que pies para correr en cuanto sonaba un tiro... Ellos (el de la capa y el otro que se cubría con un gabán claro) eran víctimas de su amor a la Libertad. Les habían engañado; les habían sacado de sus casas, donde tenían un modesto pasar, para meterles en jaleos de guerra, que se malograban por causa de los de tropa... «Mire usted, caballero -dijo el de la capa-. Yo puedo alzar el gallo; yo puedo acusarle las cuarenta al mismo don Juan Prim, porque vengo del Alto Aragón... yo me batí al lado de Moriones; yo ayudé a matar a Manso de Zúñiga...».

-Alto ahí, señor mío -dijo Santiago con prontitud y sequedad-. Yo estuve en eso que cuenta, y no le vi a usted por ninguna parte. No éramos tantos que se pudieran confundir las caras y personas. Ni usted apareció por allá, ni sabe dónde está Linás de Marcuello.

-Le diré a usted...

«No me diga usted nada, porque es tarde y estoy de prisa. Abur». Y les dejó plantados, siguiendo su camino por el bulevar adelante hacia el de Italianos. Estaba de Dios que aquella mañana le saldrían españoles en cada esquina, porque apenas llegó a la de la Rue Drouot, se tropezó con don Jesús Clavería. ¡Oh sorpresa!... «Iberillo, ¿tú aquí?». No le había visto desde que en Urda recibió de él las cartas para Muñiz y Chaves. Cambiados los saludos afectuosos, Clavería le dijo: «Ya sé, ya sé que has tomado un papel poco lucido: el de redentor de Teresa Villaescusa, de esa...».

Cortole Ibero la palabra con rápido ademán y un mirar luminoso. La protesta enérgica y concisa remató el efecto. «Mi Coronel, ya sabe que le quiero y le respeto. Pero con todo el respeto del mundo, le digo que ni usted ni nadie hablará mal, delante de mí, de una mujer que por mujer merece consideración, y por estar conmigo tiene quien contra todo el mundo la defienda».

El tono y la dignidad del lenguaje impusieron comedimiento a Clavería, que, por otra parte, no estaba de humor de romper lanzas por una redención de más o de menos. Conocía bien las cualidades de Ibero, su tozuda entereza, y la prontitud con que solía poner los hechos como remate y complemento de las palabras. Echose atrás con más benevolencia que cobardía, y palmoteándole en el hombro, le dijo: «Bien, hijo; no te enfades. A mí nada me importa. Redime todo lo que quieras». Fácilmente llegaron a conversación menos espinosa. «Vengo a París a ver mundo -dijo Ibero-, y a servir a la causa si en algo puedo servirla». Contole después la frustrada aventura en Linás de Marcuello, que Clavería oyó con vivísimo interés, diciendo al fin: «Es preciso que hablemos. Hoy no puedo detenerme contigo, porque me está esperando Monteverde, que me ha convidado a almorzar... Acompáñame un rato, y charlaremos».

Bulevares arriba, Clavería informó a Santiago del gran número de españoles de todas castas que en aquellos días había en París, atraídos por la interesante y espléndida Exposición. «¿Sabes a quién tienes aquí? A Manolo Tarfe: vive en la Rue Helder... ¿No es también amigo tuyo y protector el Marqués de Beramendi? Pues en París está con toda la familia, en un hotel elegante y recogido, Rue Ville l'Eveque, detrás del Elíseo». Algo le dijo también tocante a planes revolucionarios; pero con tanta brevedad, que fue más bien programa para otra entrevista.

Aprovechaba Ibero su tiempo tan metódicamente, que en pocos días dio rápidos vistazos a las salas del Louvre, a Cluny, a los Inválidos, al Bosque de Bolonia; subió al Arco de la Estrella, a la Columna de Vendôme, al Pozo artesiano de Grénelle, alternando este recreo instructivo con las visitas a la Exposición. Si los monumentos y jardines le causaban alegría y asombro, no gozaba menos en el gigantesco palacio del Campo de Marte, o de Marzo, construido en forma elíptica con la más lógica y práctica distribución que pudiera imaginarse. Las líneas ovales guiaban al curioso en dirección de las materias expuestas; las líneas radiales en dirección de las naciones que exponían.

En el Parque de incomparable amenidad que rodeaba el palacio, vio Ibero al famoso Maltranita, muy elegante, llevando del brazo a una señora joven, que debía de ser su mujer. Sin duda el mozo positivista y cuco había encontrado el partido de boda que perseguía como cazador codicioso en el coto social. Aunque Maltranita vio a Santiago y sin duda le había conocido, no creyó decoroso saludarle, por la inferioridad jerárquica que anunciaba el traje del amigo. Este tampoco se dio por entendido, y le hizo todos los honores de su desprecio. Con la guía en la mano, el soplado señorito y su esposa, que era raquítica y de muy poca gracia, se detenían ante cada una de las instalaciones del Parque, poniendo todo su asombro, lo mismo en el gigantesco cañón de Krupp o el martinete del Creusot, que en la cabaña suiza, llena de chucherías de tallada madera. De este modo almacenaban en su cerebro impresiones bien catalogadas, para llevarlas a Madrid y despatarrar a la gente con el recuento maravilloso de lo que habían visto.

En tanto, Teresa, contentísima de su iniciación, daba a Ibero cada noche cuenta de sus adelantos. Ya se iba soltando en el francés: la continua charla con sus compañeras le enseñaba los secretos del idioma y las inflexiones del acento. Ya conocía todas las clases de encajes, y distinguía perfectamente lo legítimo de lo falsificado por esmerada que fuese la imitación. Ya sabía empalmar los pedazos del Bruselas sin que se conocieran las uniones; el Valenciennes, el Chantilly, Punto de Alençon, Brujas, los Guipures inglés y venecianos, éranle familiares, como amigos de toda la vida. En fin, adelantaba prodigiosamente, y Úrsula no cesaba de elogiarla por su entendimiento, por la sutileza de su vista y la delicadeza de sus dedos en aquel difícil trabajo. Con idea de alentarla le había señalado dos francos... A mediados de Septiembre hallaron, por mediación de la misma Madame Plessis, un cuarto baratito, Rue Saint-Roch, no lejos del establecimiento, y abandonada la primitiva casa, instaláronse en su nuevo nido.

Una mañana, en la segunda quincena de Septiembre, encaramado Ibero en la imperial de un ómnibus (Madeleine Bastille), se cruzó con otro coche, en cuya imperial iba Vicente Halconero con su padrastro. El cojito vio a Ibero, y alargando los brazos, llamole con un grito de alegría que le salía del corazón. Al grito volaron las miradas de Santiago tras el otro ómnibus, que andaba rápidamente; vio a Vicentito, mandó parar, se bajó; mas cuando puso el pie en el asfalto del bulevar, su amigo, el gran sabedor de historia escrita, estaba ya tan lejos que no había medio de alcanzarle... ¡Qué contrariedad, qué pena! Perdido el amigo en el caudaloso río de gente y caballos, desapareció como navegante arrastrado de veloz corriente...

Los días se deslizaban fáciles y entretenidos en la inmensa metrópoli. Agradaban a Ibero singularmente las excursiones al campo con que los parisienses trabajadores suelen reparar cuerpo y espíritu del ajetreo de toda la semana. Salía con Teresa muy ufano por aquellos lindos suburbios. Comían al aire libre, paseaban por florestas tupidas o asoleadas praderas, se mecían en columpios, remaban sobre el Sena en barquillas gallardas. Iban a estas gratas expansiones con las compañeras del taller de encajes, y se les agregaban mozalbetes del comercio, obreros diamantistas, y algún estudiante hirsuto y pálido del Barrio Latino. En una de aquellas jiras, dos, tres muchachos se permitieron acosar a Teresa con galanteos impertinentes, y apenas vio esto el fogoso Ibero, salió como un león a poner su fiereza entre tales groserías y la señora de sus pensamientos. Del primer ímpetu les soltó una fuerte andanada en español neto, por no dominar el francés. Quedaron ellos cortados y sin saber qué decir; pero el estudiante melenudo, desconociendo el peligro que corría, revolviose contra Santiago echándole a la cara una de las palabras francesas más feas que se pueden decir a un hombre. Ibero, que se oyó llamar macró, y que sabía lo que significaba, arremetió furibundo contra los tres, y del primer zarpazo cayó uno en tierra y los otros salieron pitando bosque arriba. Levantose el caído, chillaron las mujeres, acudieron otros merendantes, oyéronse voces conciliadoras y proposiciones de paz. Los jóvenes dispersos no querían volver, temerosos de que Ibero sacara la navaja, arma que inspira más terror fuera que dentro de España... Todo se arregló al fin, dio excusas el de las greñas, y la partida continuó tranquila hasta la hora de retirada, los jóvenes refrenados en su lenguaje, Teresa orgullosa, y Santiago dispuesto a proceder con igual prontitud siempre que fuera menester.

No consentía el riojano alavés la menor sombra en su decoro; el mote infamante le lastimaba más que cien bofetadas. Deseando evitar para lo sucesivo suposiciones injuriosas, al día siguiente, de acuerdo con Teresa, visitó por segunda vez a Clavería para pedirle con vivas instancias que le proporcionase una ocupación bien o mal retribuida. Tempranito fue a casa de su amigo temiendo que se le escapara. Encontrole vistiéndose, y a las primeras indicaciones del asunto, respondió Jesús: «Ya se hará, hijo; ya tendrás ocupación. No te apures; ten paciencia y fe, como todos los penitentes españoles que estamos aquí privados del placer honestísimo de ver bajar la bola en la Puerta del Sol. Por de pronto, te convido a almorzar: esto ya es algo».

Salieron juntos, y cuando requerían el ómnibus que había de llevarles al Campo de Marte, Jesús continuó así su charla: «No soy yo quien te convida, sino un español que me convida a mí y otros; y yo te agrego, porque para este buen señor no hay mayor gozo que encontrar compatriotas a quienes obsequiar. Es un caballero aragonés llamado don Manuel Santa María, dueño de una fuerte y acreditada casa de comisiones. Poseedor de mucha guita, emplea parte de ella en dar gusto a su patriotismo y a sus ideas radicales. Es el paño de lágrimas de los emigrados pobres, y a veces intermediario de la correspondencia secreta entre Prim y todos nosotros». Por último, indicando que el señor Santa María les daría de almorzar en el comedero español de la Exposición, servido por el Café Universal de la Puerta del Sol, dijo: «Tú ya tendrás ganas de comer cocido. Puede que también nos den paella, o bacalao a la vizcaína». En el Parque les esperaba Santa María, que era un señor de mediana edad, moreno, afeitado totalmente el rostro, de ojos vivos, tipo de indiano. Con él estaba un sujeto flácido, tuerto, el rostro picado de viruelas y reñido con el agua, la cabellera reñida con los peines, trajeado de la manera más fachosa y mísera. Ibero le conoció al instante: era Carlos Rubio.

Antes de que terminaran los saludos, Santa María, desconsolado, hizo esta pregunta: «¿Y Sagasta?». Clavería y Rubio afirmaron que la noche antes le habían hecho la invitación en nombre de don Manuel; pero desconfiaban de su asistencia. Era mal madrugador, y para venir desde la Isla de Saint-Denis, tenía que tomarse dos o tres horas de delantera. «Pero a cambio de ese riojano que nos falta -dijo Clavería-, le traigo a usted este otro, de ilustre familia. Como yo, como tantos otros, es víctima de su amor a la Libertad». El agrado, la benevolencia paternal con que le acogió el aragonés dieron regocijo y alientos al pobre muchacho... ¡Si obtendría de aquel excelente señor la ocupación que deseaba...! Entraron en el restaurant, donde Rubio y Clavería saborearon la ilusión de hallarse en el Café Universal de Madrid, pues allí estaba el dueño, don Juan Quevedo, un astur amable y narigudo; allí Pepe el malagueño, brujuleando de mesa en mesa, siempre zaragatero y servicial.

Comieron lo más hispanamente que era posible en aquellas latitudes, sin perdonar los castizos garbanzos; charlaron y ojalatearon de lo lindo, arreglando las cosas a su gusto. El más callado era Ibero, que no osaba manifestar sus opiniones ante los tres para él respetables patricios... Ya tomaban café, cuando entró Manolo Tarfe, presuroso y fatigado, como el que viene de muy lejos con el peso de una noticia de sensación. Alegrose al ver a Clavería, y llegándose a él le dijo: «Al fin le encuentro, querido Jesús... He estado en su casa, donde me dijeron que...». Se interrumpió para saludar a Carlos Rubio; saludó también gravemente al caballero aragonés, como a persona desconocida, y para Ibero tuvo una frase familiar y cariñosa. «¿Ocurre algo?» preguntó el Coronel, vislumbrando en el rostro del amigo un secreto que quería echarse fuera. «Sí -replicó Tarfe-: ya hablaremos...».

Dijo entonces Santa María que si tenían algo reservado que tratar, aguardaran no más que dos o tres minutos, porque él tenía que marcharse. «Ya sabe usted, mi querido Clavería, que a las dos hago falta en mi escritorio... Si hay noticias buenas de España, ya me las comunicará usted». Aceptó Tarfe el café que le ofrecieron, y cuando a tomarlo empezaba, retirose el aragonés con afectuosa despedida de todos. «Bien pudo usted -indicó Clavería- decirnos todo lo que quisiera delante de nuestro amigo, que es de una discreción a toda prueba. Pero en fin, ya estamos solos. Desembuche. ¿Qué hay?».

Después de mirar en torno, Tarfe bajó la voz para soltar en el oído de los tres emigrados esta que bien podía llamarse bomba: «Ya está iniciada la inteligencia de los unionistas con el general Prim... La magna coalición será un hecho muy pronto».

Las primeras exclamaciones fueron de duda más que de alegría... Siguió un fulminante tiroteo de frases entre los tres, pues Ibero no hacía más que oír y callar.

«¿Quién ha iniciado la inteligencia?».

-El general Dulce. Ha venido de Biarritz a conferenciar con Olózaga.

-¿No era más natural que conferenciara con Prim?

-Para eso ha ido a Ginebra Cipriano del Mazo.

-¿Y de O'Donnell, qué?

-O'Donnell... ¡ah!... él no hace... pero deja... deshacer.