La de los tristes destinos/XXVII
XXVII
La primera diligencia de Nonell para sacar a Ibero de aquel mal paso, fue visitar a Clavería. El emigrado español y los amigos que con él vivían se inhibieron del asunto. Ni ellos ni Prim podían dirigirse al Cónsul en demanda de protección para un compatriota que, por cuestiones de naturaleza criminal, había de comparecer ante los tribunales... Era un grave compromiso. Aguantara Ibero su detención y la sentencia que le viniese después. ¿Quién le mandó emborracharse y meterse en líos? El primer deber de la emigración política es no faltar a la hospitalidad. Ibero había faltado, hiriendo a un súbdito inglés... Por último, no queriendo cerrarle los horizontes de salvación, dijeron a Nonell que viera con tal objeto a los señores Blanco Brothers en la City, para quienes el riojano trajo de París carta de recomendación y crédito.
Pasaba el buen don Jesús las horas del día y parte de las de la noche en la casa de Ruiz Zorrilla, en otra donde vivía Gaminde, y en la de Prim (Paddington). El General recibía por la mañana a los que más directamente le ayudaban en su trabajo, Zorrilla y Pavía. Juan Manuel Martínez y Milans del Bosch entraban a todas horas. Para unos y otros tenía el General una frase afectuosa; para todos una previsora reserva, amargo fruto de los desengaños. Nunca fue el de los Castillejos tan poco expansivo, nunca tan tardo y perezoso para levantar los velos del inmediato porvenir. Y no obstante, el silencio de Prim no amortiguaba la confianza de los españoles proscritos. En todas las almas abría la esperanza sus rosadas florecitas. La voz de la fatalidad política, secreteando en los corazones, les decía que la histórica mole se desplomaría pronto. En tanto, la salud de Prim no era buena: los heroicos esfuerzos seguidos de fracasos, los acelerados y angustiosos viajes, los obstáculos dilatorios que a cada paso surgían, el desaliento de los partidarios, la indolencia de algunos, la ingratitud de otros, quebrantaron su naturaleza física. Pero de todo sabía triunfar el templado espíritu del Caudillo, su tesón admirable, que de la dureza de los hechos sacaba nuevo raudal de energía.
La vivienda del General era una linda casa burguesa, confortable, pulcra, discretamente elegante, situada en uno de los más hermosos barrios del Oeste. La Condesa de Reus (doña Francisca Agüero), y los hijos, Juan e Isabel, compartían con el grande hombre las amarguras del destierro y las asperezas de la conspiración. Componían la servidumbre más inmediata al General dos hombres: un ayuda de cámara, francés, llamado Denis, pequeño de cuerpo, alegre de rostro, y un italiano alto, rubio, de gallarda figura, a quien llamaban Antoni. El primero llevaba muchos años al servicio de Prim; estuvo con él en las campañas de África y de Méjico, y sentía por su amo respetuosa adoración; el segundo le fue recomendado en Italia: era de los Mil de Marsala, y entró al servicio de Prim con nota o fama de bravura, honradez y fidelidad. Por su porte y modales, era un maître d'hôtel distinguidísimo.
Saca el narrador a cuento estos caracteres secundarios por un suceso acaecido en la casa de Prim, avanzado ya el mes de Agosto, y que tuvo relación subterránea con la Historia pública. De tiempo atrás, los emigrados que comunicaban a Prim las obscuras tramas revolucionarias, venían notando que algunas noticias transmitidas al Jefe con exquisitas precauciones, eran conocidas en Madrid y en la Secretaría privada de Gobernación. Sagasta y Martínez desde París, Zorrilla desde Bruselas, manifestaron al de Reus la sospecha de que en la casa de Paddington había un geniecillo maléfico que sustraía las cartas... Prim lo negó terminantemente. «Toda carta que recibo -les dijo-, la leo dos veces para enterarme bien y contestarla, y en seguida la rompo». En la segunda quincena de Agosto, las sospechas de los amigos tomaron cuerpo, y una prueba evidente vino a darles plena confirmación. Había recibido Sagasta en París una carta del agente revolucionario en Marsella, señor Cuchet; otra de Arístegui, el agente en Sevilla, y ambas remitió a Prim, el cual, después de contestarlas, las rompió como de costumbre. Pues bien: a los pocos días, las dos cartas con la de Sagasta eran recibidas en nuestro Ministerio de la Gobernación.
Don José Olózaga, que por soplos de un funcionario infiel (en todas partes salen Judas) tenía noticia de este caso inaudito, harto parecido a un lance de comedias de magia, trató de comprobarlo. Lanzándose por torcidos caminos, logró al fin su objeto, y ello fue por mediación de una señora, cuyo nombre se ha perdido en los intersticios de la vida histórica. Por fin, Olózaga tuvo en sus manos las cartas, y con ellas la clarísima prueba de la traición. Bien se veía que en Londres fueron rotas en pedazos, y estos estrujados. Luego una mano aleve había recogido del cesto los trozos de papel, los había estirado, juntándolos cuidadosamente y pegándolos en una hoja en blanco... Olózaga copió los párrafos más significativos, y formando con ellos una rica documentación testifical, la envió a Sagasta para que este hiciera comprender a Prim que tenía la serpiente en su casa. La comunicación de don José Olózaga fue llevada de París a Londres por don Juan Manuel Martínez... En presencia de la terrible verdad, Prim quedó mudo; la lividez verdosa de su rostro daba espanto. Con interjección rotunda, exclamó en voz queda y trágica: «¡El italiano...!».
Seguros de que la labor criminal no tenía interrupción, concertaron el plan más certero para sorprender al Judas. La hora más propicia estaba próxima. Por Denis supieron que todas las tardes, en cuanto el General salía de paseo, Antoni se encerraba en su cuarto del piso segundo. ¿Qué hacía en sus soledades? Nadie lo sabía... El General y su amigo dispusieron dar el golpe con las precauciones necesarias para un éxito seguro. Salió toda la familia a dar su paseo de costumbre por Hyde Park; acompañábala Juan Manuel. Al cuarto de hora, este y Prim entraron sigilosamente en la casa por el patio trasero... Allí quedó Martínez; el General avanzó hacia el interior, y subiendo la escalera despacio, con pie gatuno, preparose para la sorpresa, que había de ser decisiva y cortante.
En los tiempos de su juventud militar y aventurera, hubo de adquirir Prim una costumbre que conservó hasta su muerte. Usaba un cinturón de cuero, y en la parte posterior de este llevaba bien sujeto y envainado un puñal. Escalones arriba, pisando quedo, sacó el arma... llegó a la puerta del cuarto en que Antoni se encerraba, y no se entretuvo en llamar, ni se cuidó de que la puerta estuviese cerrada con llave o sin ella. De un puntapié vigoroso, la puerta quedó de par en par abierta. Antoni fue sorprendido en la tarea de pegar los pedacitos de cartas sobre un papel blanco. Al ver entrar al amo en aquella actitud, la cara verde, los ojos fulgurantes, el puñal empuñado en la mano derecha, no pensó ni en disculparse ni en confesar su delito. Prim no le dio tiempo a las gradaciones que conducen del crimen al arrepentimiento. El hombre cayó de rodillas, y antes de pronunciar el yo pequé, prorrumpió en súplicas de perdón con terror lacrimoso. El General cayó sobre él como un tigre, y apretándole el pescuezo hasta que el italiano echó fuera gran parte de su lengua mentirosa, alzó el puñal como si matarle quisiera de un solo golpe en aquel mismo instante.
Antoni, congestionado, pedía perdón más con la mirada que con la voz. Prim le dijo: «Villano, traidor, podría yo matarte; podría enviarte a Italia a que te mataran los que me engañaron haciéndome creer que eras hombre honrado y leal... Pero no mancharé, no, mis manos con tu sangre... quiero dejar tu vida en la ignominia... Tu castigo es continuar siendo lo que eres, y el mal que me has hecho lo pagarás repitiendo lo que hiciste...». «Levántate -dijo después, poniéndose en pie-. ¿A quién das las cartas? Responde pronto». Compungido contestó el italiano: «Al Embajador, señor Duque de Vistahermosa». Le cogió don Juan por las solapas, y sacudiéndole furiosamente sin soltar de su mano el puñal, le dijo: «Tu vida está pendiente de mi voluntad. Muerto eres si no haces lo que te mando. A la menor infracción de las órdenes que voy a darte, perecerás sin remedio... Escúchame: seguirás en mi casa sirviéndome con las mismas apariencias de fidelidad; seguirás siendo espía del Duque de Vistahermosa... Yo y tú vamos ahora en un acuerdo perfecto. Yo, como antes, arrojaré en el cesto las cartas que reciba; tú continuarás recogiendo los pedazos y pegándolos conforme hacías cuando entré a sorprenderte. Reconstruirás cuidadosamente las cartas, y seguirás entregándolas al Embajador de España, y cobrando lo que este señor te pague por tu servicio... ¿Te enteras bien de lo que te digo?».
Puesta la mano sobre el corazón, y acentuando sus trémulas palabras con movimientos de cabeza, hizo Antoni protestas de servil obediencia a lo que su amo le ordenaba. No dándose Prim por satisfecho con esta medrosa contrición, reiteró sus amenazas de muerte en la forma más terrible. Terminó con esto la escena... Dejando al italiano bien vigilado, don Juan Prim se dejó cepillar por Denis, cogió su sombrero y se fue con Martínez a Hyde Park, a seguir su paseo con la familia.
La Historia se precipitaba impaciente; las ideas corrían a engendrar los hechos; la Libertad, harta ya de tentativas espirituales y de amenazas aéreas, ansiaba dar al mundo un ser efectivo, un engendro cualquiera, ya fuese bien formado, ya monstruoso. Cuantas noticias llegaban de España en los últimos días de Agosto y primeros de Septiembre, daban ya por rematada con todos sus perfiles la máquina revolucionaria. Un contratiempo, no obstante, desconcertó por unos días a los emigrados londinenses. Fue que dos días antes del señalado para la salida del buque misterioso, que había de traer a los Generales deportados, la casa consignataria se percató de que el auxilio a los candiotas era una... metáfora política, y rescindió el contrato, devolviendo la cantidad entregada ya como primer plazo del flete. Felizmente, cuando los conspiradores se hallaban en lo más recio de aquel apuro, llegó de Cádiz la noticia de que estaba concertada la expedición del Buenaventura, mandado por el capitán Lagier. Este intrépido marino y ardiente patriota traería de Gran Canaria y Tenerife a los Generales unionistas. Pero aun con esta favorable solución, Prim y los suyos no descansaban de sus inquietudes, pues forzosamente habían de fletar otro vapor para llevar a Cádiz a los oficiales proscritos, residentes en Inglaterra y Francia.
Nuevos entorpecimientos rindieron, pues, aquellas firmes voluntades, que no hay obstáculos tan enojosos como los que origina la escasez de dinero. El tesoro de la Revolución hallábase en lastimosas apreturas... Era indispensable socorrer a los emigrados pobres, que no podían quedar abandonados en tierras extranjeras. La solución de este problema aritmético la dio la Condesa de Reus, generosa y magnánima, decidiéndose a empeñar una joya de gran valor... Resultó después que tan nobles esfuerzos eran insuficientes, pues de improviso surgieron gastos imprescindibles... Por fin, los banqueros Blanco Brothers, entusiastas amigos de España y de la Libertad, facilitaron cuanto fue menester para el saldo definitivo de la emigración.
Desconsolado Nonell por el fracaso del buque fantasma, desahogaba su pena con el amigo Clavería, el cual le animó de este modo: «No llores por aventuras románticas. Más seguro y tranquilo irás en este otro vapor, que creo es de los Macandrews, y que me llevará a mí y a los demás jefes y oficiales. ¡Quiera Dios, Nonell amigo, que nos salga todo tan bien como está planeado y presupuesto, y que al rendir nuestro viaje, veamos a España feliz, en el goce de todas las libertades!».
A las preguntas que con vivo interés le hizo sobre las cuitas de Santiago Ibero, contestó Nonell: «Ya salió de chirona, gracias a los señores Blanco Hermanos, que se han interesado por él. Para mí, que don Manuel Santa María escribió a estos Blancos diciéndoles: 'Caballeros, cuiden de ese chico travieso y valiente, y mírenle como si fuera de mi familia'. Y así lo han hecho... Me ha contado Ibero que en la cárcel no le trataban mal. La semana pasada le llevaron al juicio, y yo fui con él por animarle y cuidar de que declarara por derecho... ¡Qué comedia! Aquellos tíos de las pelucas nos marcaron en grande. Vengan preguntas y más preguntas. Que si tal, que si fue, que si sacó la navajilla... Santiago contestaba por intérprete, y todo lo que dijo estuvo muy en su punto. Para no cansar, los guasones de peluca sentenciaron libertad y una corta compensación al herido. Yo le hubiera dado por compensación cincuenta palos... Ibero está contento: hace un rato le dejé en casa de los Blancos; no sale de allí; les ha caído en gracia. Díjele que vendría con nosotros en el Macandrews, y me ha contestado que no; él irá en el barco en que vaya Prim, aunque tenga que ir pelando patatas o fregando la loza... Oiga usted, mi Coronel, ¿cuándo sale el General? ¿En qué vapor embarcará?».
-No lo sé -respondió Clavería-, ni me atrevo a preguntarlo a nadie. Ese es el secreto último, el secreto capital, la clave...
Llegó Ricardo Muñiz a Londres con las disposiciones postreras del plan, acordadas en Cádiz y en Madrid, y al día siguiente volvió al continente, y sin detenerse en París siguió a Bayona, con órdenes para Damato, Moriones y Montemar. No tardó en salir Juan Manuel Martínez, que no había de parar hasta Madrid; llevaba instrucciones definitivas para Olózaga, Cantero, Moreno Benítez y Escalante, que formaban la Junta central... Pavía, Milans del Bosch, Gaminde y otros muchos, partieron en el vapor fletado; Clavería no, pues a última hora se le mandó a Burdeos, para desde allí acudir a Santander y Santoña... En fin, toda la hueste conspiradora se movilizó con admirable orden y prontitud... El 12 de Septiembre muy temprano, por la estación de Waterloo, salió Prim para Southampton. Con él iban Sagasta, Ruiz Zorrilla y el fiel Denis. El mismo día por la tarde embarcó en el magnífico trasatlántico Delta, de la Mala Real Inglesa.
Entró Prim a bordo vestido con la librea de los Condes de Bark, señores franceses amigos suyos, que con este donoso tapujo le facilitaban la salida de Inglaterra y la llegada a Gibraltar. Para sostener la ficción, fue alojado Prim en cámara de segunda, con Denis. En segunda iban también Zorrilla y Sagasta, que habían tomado su pasaje como viajantes de comercio, sin infundir sospechas. Y la salida de Prim se tramó con arte tan discreto y sigiloso, que ni la policía inglesa ni el Embajador de España tuvieron la menor noticia. La estafeta traidora del italiano Antoni, que antes dañó a la Causa, hízole ahora un gran servicio. El espía de Vistahermosa, reducido por las amenazas de muerte a engañar a quien le pagaba, seguía recogiendo del cesto cartas amañadas, falsas invitaciones a jiras campestres, y a paseos marítimos en Brighton o isla de Wight. Los pedacitos, cuidadosamente desarrugados y pegaditos en un papel, iban a parar a la Embajada, y de allí salían para Madrid. Por esto, cuando Prim iba de viaje, cuando estaba ya en Gibraltar y aun en Cádiz, González Bravo decía sonriente y confiado: «No hagan ustedes caso de noticiones absurdos. El hombre sigue en Londres... No puede haber duda: aquí está la prueba».
Partió el Delta majestuoso, con sin fin de pasajeros para la India y escalas. En la espléndida cámara de primera, familias inglesas, ricachonas, se disponían a un viaje divertido, comiendo cinco veces al día, y entreteniendo las restantes horas con lecturas, música y otros pasatiempos. Hechos a las largas travesías, los ingleses viven a bordo como en tierra, y consideran el mar como un elemento que en toda ocasión les es propicio: por esto lo han dominado, convirtiendo al buen Neptuno en un manso amigo de Albión. En la cámara de segunda, el hombre de los Castillejos violentaba su carácter señoril acomodándose a la inferioridad del alojamiento y trato, y proponiéndose no salir del camarote hasta Gibraltar, con lo que podía soñar despierto en la magna empresa o aventura que su indomable corazón acometía.
La primera noche de viaje fue mediana. A excepción de Denis, que era insensible al cambio de elemento, los españoles de segunda sintieron las molestias del mar. Prim cayó por la mañana en profundo sueño, que fue sedación de la horrible cansera mental de los últimos días en Londres; Zorrilla, despierto, consultaba con las almohadas de la litera sus atrevidos planes revolucionarios, suficientes a volver del revés toda la vida nacional; Sagasta, que había dormido por la noche, fue desde el amanecer el más valiente: había echado de su cuerpo la bilis sobrante; se confortó después con café; más tarde añadió el superior confortamiento de un gin-cock-tail, y ávido de aire y luz, que son la mejor medicina contra las molestias del mar, subió a cubierta. Vio en la toldilla señoras y caballeros que arrellanados en butacas de mimbre o de lona, leían o charlaban. Ya el Delta había montado la punta de Ouessant, en Francia, y llevaba rumbo a Toriñana. El día era espléndido; la mar, muy llana y apacible. Sagasta disfrutó del puro ambiente, y hallándose en sosegada contemplación del barco en toda su longitud de popa a proa, vio aparecer por la más próxima escotilla la cara, después el busto y cuerpo, de un joven que no le fue desconocido. El tal vestía chaqueta con botones dorados; al hombro llevaba una servilleta, y en la mano unos platos. Llegose al proscrito español, y con voz afectuosa le dijo: «¿No me conoce, don Práxedes?».
-Hombre, sí. Quiero recordar...
-Soy el que le llevó a Saint-Denis los pliegos del señor Santa María... y le encontró a usted volviendo del río con los cubos de agua... Soy, para servirle, Santiago Ibero.