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La de los tristes destinos/XXXVI

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XXXVI

La multitud que ante el Hotel-palacio aguardaba la interesante función de la salida, vio aparecer a doña Isabel del brazo de don Francisco... Su presencia fue saludada con un murmullo de acatamiento respetuoso, y nada más. Atajaron los pasos de la Reina algunas mujeres, que se agolpaban en los peldaños. Eran criadas palatinas, señoras pobres, que habían recibido limosnas de la bondadosa Soberana. De rodillas le besaron la mano; prorrumpieron en tiernos adioses, sollozando... No pudo ya doña Isabel conservar su entereza, y llevándose el pañuelo a los ojos, trataba de abreviar la escena lastimosa... No sabía qué decir... «Adiós, hijas... No lloréis... Volveré... España me quiere... Yo... Adiós... Volveréis a verme».

Partieron uno tras otro los blasonados coches, desfilando con la prisa que fatalmente se impone a las salidas no triunfales. En la estación se habían tomado precauciones para impedir la entrada del público. Acomodáronse todos: la dinastía fugitiva en los coches regios, los demás en departamentos de primera... La media compañía de Ingenieros que había de escoltar a Su Majestad hasta Hendaya ocupaba coches de segunda a la cola del tren. La máquina no tardó en pitar con áspero bramido, y pronto arrancó sin que se oyeran vivas: el mudo respeto suplió las exclamaciones, mandadas recoger por inoportunas.

En un coche de primera se metió Beramendi, con dos oficiales de Ingenieros y un Diputado de la provincia. El duelo se despedía en la frontera. Pero los acompañantes de la difunta Monarquía no guardaban silencio en aquel viaje; que en los entierros, comúnmente, los que van de reata combaten el tedio con expansivas conversaciones. Hablaban, pues, del suceso: el más taciturno era Beramendi, que reservaba sus pensamientos por creerlos tal vez demasiado crudos para dichos en alta voz.

Cavilando más que diciendo, el sagaz caballero, entre San Sebastián y el Bidasoa, lanzaba a los espacios estas tristes ideas: «¿Qué pensarán de esto, si pueden pensar y formar juicio de las cosas de nuestro mundo, las cien mil víctimas inmoladas por Isabel desde su cuna hasta su sepulcro?... Llamo sepulcro a su destierro. Las cien mil vidas sacrificadas en la guerra de sucesión y en las innumerables revueltas intestinas por y contra Isabel, ¿qué himno de justicia tremebunda cantarán en este día? Véase la tragedia de este reinado, toda muertes, toda querellas y disputas violentísimas, desenlazada con esta vulgar salida por la puerta del Bidasoa, como si los protagonistas o causantes de tantas desdichas fueran a tomar baños, o a vistas y regocijos con otros Reyes... Dígase lo que se quiera, la Libertad ha sido en España mansa, benigna y generosa; no ha sabido derramar más que su propia sangre, como cordero expiatorio de ajenas culpas...».

En Hendaya formaron los Ingenieros en el andén, y con rápido paso los revistó la Reina, del brazo del Rey; llevándose el pañuelo a los ojos, saludaba con ligera inclinación de cabeza. La infeliz Señora tuvo en aquel instante el momento más amargo de su tránsito a tierra extranjera. Sin volver atrás la vista, penetró en el tren francés. Los Ingenieros quedaron en Hendaya; habían llevado al duelo la tradicional cortesía del Ejército español, y a España se volvían a colaborar en la Historia nueva. Beramendi siguió con idea de no pasar de Biarritz, donde tenía su familia, y en el término de su viaje vio un espectáculo que resultó tan triste como el de Hendaya. En el andén estaba Napoleón III, rodeado de un brillante acompañamiento militar. El Emperador, rechoncho ya y avejentado, entristecía el cuadro con su rostro tétrico y dormilón, con su nariz romana, bajo la cual salían horizontalmente, a un lado y otro, las afiladas guías de sus bigotes. Entró Napoleón en el coche real, y allí estuvo unos diez minutos... Al salir, su semblante expresaba una profunda indiferencia del suceso político y una etiqueta glacial ante la desgracia.

No se fijó en esto Beramendi, porque a la estación salieron su mujer y Tinito, y a ellos hubo de acudir cariñoso: no les había visto en seis días... Y aconteció que Tinito, viendo al príncipe Alfonso asomado en la ventanilla, se desprendió de la mano de su madre, y anduvo un poco hasta llegar cerca de su amiguito, y le saludó con la mano, no atreviéndose a expresar su duelo de otro modo. Reparó en él Alfonso, y puso una cara tan triste, que el niño de Beramendi rompió a llorar. Su madre fue corriendo hacia él; le apartó del tren regio... También acudió el padre, que entre besos le decía: «No llores, hijo. Alfonso volverá. Fíjate en él ahora. ¿No ves cómo te mira y se sonríe?... ¿Qué te has creído tú? El Príncipe tu amigo viene a Francia a tomar aires. Estate tranquilo. Volverá; en España le hemos de ver».

No acababa de convencerse el dolorido chicuelo, ni las caricias de los amantes padres atajaban sus lágrimas, únicas que corrieron en aquel acto final del drama dinástico. Calmándose ya, estrechado por los brazos maternos, preguntó sollozando: «Dime, papá: y la Reina... ¿volverá también?».

-¡Ah!... eso no puedo asegurártelo, hijo mío. Yo creo que no. Para salir de dudas, cuando vayamos a Madrid se lo preguntaremos a Confusio, que es quien sabe de estas cosas.

Diciendo esto, el tren arrancó. Los Beramendi vieron pasar a doña Isabel, que en pie, dejando ver media figura en la ventanilla, saludó a todos, de Emperador inclusive abajo, con el aire de majestad delicada y bondadosa que era su gran éxito personal en los actos solemnes. Así lo vio María Ignacia. Otros creyeron que el paso de los claros ojos azules de la Soberana fue rapidísimo y cortante, como el del diamante que raya el cristal.

El sagaz historiófilo Pepe Fajardo siguió a la Majestad con el pensamiento, diciéndole: «No volverás, pobre Isabel. Te llevas todo tu reinado, más infeliz para tu pueblo que para ti. Impurificaste la vida española; quitaste sus cadenas a la Superstición para ponérselas a la Libertad. En el corazón de los españoles fuiste primero la esperanza, después la desesperación. Con tu ciego andar a tropezones por los espacios de tu Reino has torcido tu Destino, y España ha rectificado el suyo, arrojando de sí lo que más amó... Vete con Dios, y ahora... aprende a pensar... Piensa en lo que ayer fuiste, en lo que hoy eres».

¿Quién puede decir lo que pensaba la destronada Isabel, cuando por los risueños campos bearneses la llevaba el tren hacia Pau, cuna y nidal de sus antepasados? Tal vez, del fondo negro de su pena por el ultraje recibido, saltaba un chispazo de alegría; tal vez, como acontece en los más hondos dramas humanos, el dolor engendró un goce, y el llanto una sonrisa... y con la sonrisa brotó en el pensamiento esta frase de placentera conformidad: «Me han echado... y ellos gozan de libertad... Bien, ¿y qué? Ahora... yo también libre».